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«El jugador Shakyamuni
vino a este mundo
y sembró la confusión.
Cuando se marchó,
dejó infinitos enigmas.»
En la prefectura de Wakayama, en lo alto de un macizo montañoso y a unos mil metros de altura, rodeada de espesos bosques, se encuentra la extensa ciudad-monasterio de Koya-san, fundada allí en el año 816 por un tal Kobo Daishi, un hombre que iba en busca de un lugar apartado del mundo. Kobo fundó, en realidad, el primer claustro, que luego habría de convertirse en centro de la escuela budista Shingon.
El templo del monte Diamante, alrededor del cual se agrupaban otros numerosos templos, y la estatua de Fudo Myoo, el rey ilustrado que, según se cuenta, trajo a los fundadores desde China, forman el punto central del impresionante complejo. En el camino que conduce al templo principal se encuentra el jardín de Fumon-In, en el cual, como signo viviente de la esperanza, se pasean dos grullas.
La tumba del fundador de la secta se convirtió con el tiempo en el lugar de peregrinación preferido de sus seguidores. Encontrar el descanso eterno en la cercanía de su mausoleo era el deseo de decenas de miles de fieles, y por ello, en los bosques que rodeaban la tumba había ido creciendo, y no dejaba de extenderse, una gigantesca «ciudad de los muertos», en la cual reposaban, entre otros, los restos del poeta Basho y del shogun Hideyoshi Toyotomi.
El Koya-san propiamente dicho consta de ocho cumbres que encarnan a los ocho budas. Se dice que al subir a la meseta, la brisa que sopla en las alturas limpia de preocupaciones las almas de los hombres que allí se dirigen.
El principal motivo por el cual Kobo Daishi decidió fundar una nueva comunidad espiritual, cuyas raíces han de buscarse en la India y en China, fue su apremiante deseo de facilitar a hombres y mujeres de todas las condiciones y clases sociales el camino más corto para alcanzar el «estado de Buda». En uno de sus escritos se lee que todo ser humano que se esfuerza concienzudamente por alcanzar la sabiduría de Buda puede ascender de inmediato con su cuerpo mortal, el engendrado por sus padres, al Trono de la Perfecta Iluminación.
Shingon, «la palabra verdadera», quiere indicar un camino para abrirnos a la sabiduría del Buda que hay en nosotros. La iluminación se manifiesta en nuestro cuerpo y en nuestra conciencia terrenos. A diferencia del hinayana, el shingon enseña que este mundo y la vida humana poseen un valor, que éste es el mundo del mandala y que en él se manifiestan las virtudes del Mahavairochana.
El embrión de la enseñanza supone que Shakyamuni, el buda histórico, es una manifestación de Vairochana, uno de los cinco budas absolutos o trascendentes. Es el universo mismo e, igual que éste, sin principio ni fin. En la medida en que en este ámbito las definiciones sirvan para algo, es posible definir a Vairochana como la armonía perfecta de los seis elementos: tierra, agua, fuego, aire, espacio y conciencia. No solamente todos los seres humanos, sino también las sustancias inorgánicas, los animales y las plantas son, según shingon, los auténticos hijos de Buda, pues en su naturaleza forman con él una y la misma cosa. La actividad mística se corresponde con el movimiento del universo.
Aquel que, como hiciera Toshua antes de subir al monte Koya, se interesaba por las prácticas de la escuela shingon, aprendía lo siguiente: la escuela de la «palabra verdadera» atribuye a los «tres secretos», a saber: cuerpo, habla y espíritu, una importancia especial. Gracias a estas tres esferas encontramos en cada ser humano las posibilidades necesarias para alcanzar el estado de Buda.
El concepto central de la enseñanza de Vairochana, el buda cósmico concebido como la Verdad Absoluta, sólo puede trasmitirse oralmente de maestro a discípulo, o bien ser comprendido por medio de una obra artística, lo cual da cuenta de la importancia del mandala dentro de esta escuela budista.
La abadesa Nyoin-do, del monasterio femenino, después de oír la historia de la vida de Toshua pensó que a la nueva monja le faltaba ante todo humildad, y con el fin de que aprendiera a ser humilde la destinaron primero a una de las cocinas de los albergues de peregrinos.
Allí trabajó más de tres años, y con el tiempo llegó a ser una excelente cocinera, especializada en platos zen. Fue así como surgió el rumor según el cual Toshua, durante la oración matutina, a la hora de la lectura de los sutra y de quemar las tablillas con los deseos de los fieles, en su tablilla había escrito: «Comidas sabrosas para los peregrinos.»
Este rumor tuvo como consecuencia una segunda conversación con la abadesa, ante la cual, Toshua, con gran habilidad escolástica, defendió sus deseos de alimentos sabrosos señalándole que la enseñanza de la escuela Shingon, pese a su carácter esotérico de fondo, no negaba la importancia de nuestro mundo ni de alcanzar la felicidad en la vida terrena.
El argumento en torno al cual articuló su alegato fue una frase de Kobo Daishi: «Una comida gustosa ha de tener más de un sabor; tampoco la música puede crearse con un solo tono o con un solo semitono.»
Tras esta conversación, la abadesa recomendó a Toshua que siguiera formándose en la escuela superior de teología. Allí, la ex cortesana aprendió que el secreto del cuerpo se encuentra en los mudra, las diferentes posiciones de las manos con las que el Buda o el Bodhisattva invocado se hallan en recíproca armonía.
Aprendió también a celebrar ciertos rituales que hunden sus raíces en los tres secretos y que han de servir para establecer una comunicación entre Buda y el orante, y mediante los cuales se realiza el estado de «Buda en mí, yo en Buda». Oyó hablar por primera vez del Garbhadatu-Mandala, el mandala del vientre materno, la matriz de todas las cosas, el aspecto estático del cosmos, que aparece representado por una flor de loto roja en cuyos ocho pétalos se sientan los otros cuatro budas trascendentes y los cuatro bodhisattvas.
En radical oposición a este mandala se halla el Vajradhatu, el mandala del ámbito diamantino, que representa el aspecto activo del cosmos. Toshua celebró la ceremonia durante la cual se arroja una flor al mandala. El buda sobre el cual cae la flor es el que se ha de venerar especialmente a partir de ese momento. Una cualidad del buda sobre el cual cayó la flor que arrojara Toshua era la capacidad de prestar ayuda mediante la escucha.
Durante sus años de estudio, en los cuales sólo tuvo profesores de sexo masculino, Toshua tropezó una y otra vez con el prejuicio de que a las mujeres no se les había perdido nada en esas clases. Sin embargo, su extraordinaria capacidad y el apoyo que le prestó la abadesa, que poco a poco se fue convirtiendo en amiga comprensiva —pues había considerado la posibilidad de proponerla más adelante como su sucesora— hicieron que al final se le permitiera incluso impartir clases.
A partir de ese momento se puso a dar clases por las mañanas, mientras que por las tardes se retiraba a una ermita algo apartada de la escuela. Al cabo de unos meses comenzaron a visitarla allí peregrinos, y también estudiantes, que acudían en busca de ayuda y consejo. Toshua escuchaba atentamente a aquellos que acudían a consultarla, y sin hacer ningún comentario sobre lo que le contaban despedía a los atribulados visitantes diciéndoles que ahora ya sabían lo que debían hacer.
Con el tiempo, esta fórmula provocadora se hizo muy conocida, sin que por eso se redujera el número de los que iban a verla. Por el contrario, Toshua se vio en la necesidad de pedir a una novicia que la ayudara a organizar los horarios de visita de los peregrinos.
En cierta ocasión una peregrina se rebeló contra su método:
—Es una auténtica decepción —protestó la mujer—. Una hace un viaje larguísimo y pesado para llegar hasta aquí, dona una suma considerable al monasterio y ni siquiera se va con un consejo o, como mínimo, con un juicio sobre la situación que la ha movido a venir.
—Escuchad dentro de vos —replicó Toshua—. Ahora que habéis ordenado las imágenes y los pensamientos de manera tal que se han convertido en palabras, sabéis, vos mejor que nadie, lo que hay que hacer. Lo único que tenéis que hacer es traer a vuestra memoria la enseñanza del karma.
La buena mujer a la que Toshua dirigió estas palabras creyó, en cierta medida, marcharse con una fórmula que le permitiría llevar, como por arte de magia, una vida sin problemas, cosa que a Toshua no le gustó nada, pues pudo leer en los ojos de su interlocutora la poco afortunada influencia de su consejo. La monja añadió:
—Sólo cuando hayáis reconocido que ni siquiera el derecho es esencial en comparación con la injusticia, que no es importante si sentís frío o calor, amor u odio, y si comprendéis que en vuestro interior no portáis ninguna diferencia fundamental, sólo entonces podréis decir adiós al dolor.
Todos los años, en noviembre, cuando se iniciaba la época en que las hojas de los árboles empezaban a teñirse de los maravillosos colores otoñales, se celebraba en el monte del monasterio la fiesta de los eboshi, la fiesta para los jovencitos que dejaban la niñez y cambiaban el corte de pelo como signo exterior de virilidad. Durante el festival se les cortaba el maegami, el flequillo que lucían sobre la frente, y se les rasuraba la cabeza. Del Padre del Eboshi, el padrino, recibían el sombrero de eboshi, que a partir de ese día llevaban como símbolo de la mayoría de edad.
En esos años, entre las familias de buena posición de Edo y Kyoto era costumbre asistir al festival del Koya-san, que consideraban una fiesta familiar.
Un frío pero soleado día de noviembre la abadesa pidió ver a Toshua al finalizar la clase matutina. Cuando estuvieron sentadas una frente a otra, la abadesa le preguntó:
—¿Tú eres madre de un niño, Toshua?
—Sí, de un varón. Pero ¿cómo os habéis enterado?
—El viento, la curiosidad, los cotilleos. Según me han dicho, no volviste a verlo desde que nació. Nosotras creemos que ése es un destino muy cruel.
—Sí, es cruel.
—Bueno, hoy la familia en que ha crecido tu hijo celebra aquí con él la fiesta de los eboshi. Al acabar la hora del caballo dirígete a la arboleda que hay delante del sendero principal. Allí se dirigirá también la procesión de jóvenes, guiada por los monjes, que los conducirán hasta el pequeño templo. Los parientes no estarán presentes en esa parte de la ceremonia.
—Gracias, abadesa...
—Creo que eres lo bastante fuerte para pasar por esta experiencia.
—Así lo espero.
A la hora señalada por la abadesa, varios muchachitos corrieron en dirección al templo detrás de los monjes que, envueltos en sus túnicas de color azafrán, hacían sonar campanillas. Toshua nunca sabría cuál de los jóvenes, que ahora ya lucían el corte de pelo que indicaba su mayoría de edad, era su hijo. Así pues, intentó grabar en su memoria todos los rostros; en su cabeza comenzó a jugar con esos rostros a un acertijo del que nunca sabría la solución. Toshua lanzó una bendición en dirección al grupo y después se alejó del sendero principal.
Caminó con paso lento bajo los robustos árboles y al cabo de un rato el viento, con el aire que olía a nieve, trajo hasta sus oídos fragmentos de los sutra que recitaban los monjes en el pequeño templo. Toshua decidió dirigirse a su celda.
Sonreía.
Esa tarde recibió a tres visitantes: la primera era una muchacha de un pueblo cercano, que estaba atrasada con el pago de los tributos; la muchacha le contó que la gente de su región había planeado una revuelta campesina. Tras la muchacha apareció un joven ante la barrera que separaba a Toshua de los peregrinos; su familia lo presionaba para que repudiara a su mujer, porque ésta no podía darle hijos. Tras el joven apareció una mujer mayor que le contó que llevaba años aguantando vejaciones y malos tratos de su marido; desde hacía un tiempo, cada vez que en la cocina cogía un cuchillo le venían ganas de asesinarlo.
Cuando Toshua volvió a quedarse sola, decidió dar un paseo y se encaminó hacia el cementerio. Se había levantado una ligera niebla. El aire olía a hojas putrefactas. Toshua caminó por el sendero que discurría entre la última fila de tumbas y los robustos y viejos árboles del camposanto. No se veía ni un alma, y ya casi había oscurecido. De vez en cuando se detenía ante una piedra, una columna o una estatua de Buda que señalaban la presencia de una tumba, e intentaba enterrar allí mentalmente los destinos humanos que le habían confiado apenas dos horas antes.
Y siguió caminando. El campo sembrado de tumbas parecía no querer terminar nunca. Debía de ser agradable, seguir caminando así, cada vez más lejos, hasta cruzar la frontera, pensó. No esperaba encontrar, tras la frontera, un paraíso en el que Amida saldría a recibirla. Lo que esperaba encontrar era la nada: un lugar oscuro, desierto; allí se detendría toda percepción. No creía que allí fuera a tener miedo, como Seami había hecho decir a los héroes de sus piezas. Pero ¿cómo es posible llegar a un lugar que no existe?, se preguntó Toshua. Exactamente ahí está el salto que hay que dar, le respondió una voz. Todo es uno, no dos. Toshua estaba segura de que ese terreno con los árboles y los monumentos, con los senderos oscuros y los jirones de niebla entre las ramas no iba a terminar nunca, segura de que se le iba a permitir despedirse de la vida suavemente. Pero no fue así. Aún no era la hora. Recordó entonces que el voto de las monjas de la escuela Shingon también contenía la promesa de hacer algo por los demás.
El vasto camposanto terminó, por fin; su límite era una barrera boscosa y un sendero, apenas visible en la oscuridad, y por el cual consiguió llegar a la carretera. Tras andar un rato se le acercó un campesino en un carro que iba tirado por bueyes, y la invitó a subir. Ella, en tono cortés, le dio las gracias.