Capítulo 2
FUE el aire frío del exterior lo que la hizo reaccionar. Melody retiró el brazo con fuerza y se detuvo para mirar a Zeke.
—¿Qué haces aquí?
—¿No es evidente? He venido a recoger a mi esposa —contestó con calma, pero Melody sabía que no era así como se sentía. Zeke era experto en disimular sus emociones y pensamientos y eso era uno de los atributos que hacía que siempre tuviera éxito.
Tenía muchos más.
A los treinta y ocho años, Zeke ya llevaba veinte construyendo su imperio, gracias a una fuerte determinación privada de sentimientos. No respetaba a las personas, durante los dos años que llevaban casados, fue el día de su veinticinco cumpleaños cuando subió al altar, Melody se había dado cuenta de que Zeke trataba a cada artista de la misma manera, independientemente de que fuera una gran estrella o una principiante. Él esperaba que tuvieran dedicación completa y que se comprometieran al cien por cien, y si lo conseguía se convertía en un hombre encantador. Si no…
Por supuesto, su carisma ayudaba, sobre todo con las mujeres. Era un hombre alto y corpulento, aunque no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo. Sus facciones eran demasiado duras como para considerarlo atractivo, pero había algo en él que emanaba un magnetismo que enfatizaba su masculinidad y su atractivo sexual.
Los ángulos de su rostro resaltaban gracias a su cabello oscuro y sus ojos negros, pero era su boca lo que a ella siempre le fascinaba. En reposo era deliciosamente irregular y al mirarla sentía un cosquilleo en el estómago, y su voz… En su primera cita Melody había pensado que podría escuchar aquella voz grave durante años. Y todavía lo pensaba.
No obstante, había tomado una decisión y era irrevocable. Ya no pertenecía al mundo de Zeke. Quizá nunca lo había hecho. Y no estaba dispuesta a aferrarse a él hasta que incluso los recuerdos de los momentos más felices de su vida fueran amargados por el presente. Nunca había comprendido cómo era posible que él hubiera llegado a amarla, y menos cuando él podía tener a la mujer que quisiera, pero la Melody con la que se había casado había desaparecido.
Tratando de que no le temblara la voz, Melody dijo:
—¿Cómo sabías que me marchaba hoy? No se lo he dicho a nadie.
—Yo no soy nadie. Soy tu marido —esbozó una sonrisa.
Melody se estremeció. Reconocía muy bien esa sonrisa que no era sincera, a pesar de que nunca se la había dedicado a ella. Claro que tampoco nunca se había enfrentado a su voluntad.
—Estamos separados y te he pedido el divorcio.
—Y yo te he dicho que solo lo conseguirás pasando por encima de mi cadáver —dijo él con naturalidad—. Bueno, ¿nos quedamos aquí discutiendo con este frío o vas a ser lo bastante sensata como para acompañarme a casa?
—No tengo intención de hacer ninguna de las dos cosas —miró hacia la parada de taxis que estaba fuera del recinto hospitalario—. Voy a tomar un taxi hasta mi destino, así que, ¿me das la maleta, por favor?
Él negó con la cabeza.
—No.
—Lo digo en serio, Zeke.
—Yo también.
—De acuerdo. Quédatela —tenía el bolso donde llevaba el dinero y las tarjetas—, pero déjame en paz.
—¡Ya basta! —exclamó él—. Te he dejado en paz seis semanas, tal y como pediste. Pensé que habría sido tiempo suficiente para que entraras en razón, después de que el médico me dijera que mi presencia te disgustaba y entorpecía tu recuperación, pero no pienso permitir que esta farsa continúe ni un minuto más. Eres mi esposa y estamos en esto juntos para siempre ¿recuerdas? Para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
Melody solo oyó la parte de para siempre. Pensó en el cumplimiento del deber, en hacer lo correcto, a pesar de que todo lo que él transmitía era lo contrario. No pudo evitar sentirse pequeña, insegura.
Zeke nunca había ocultado el hecho de que le gustaba deleitarse con su cuerpo. Cada noche, e incluso alguna vez durante el día, le había hecho el amor, trasladándola a lugares inimaginables. Era un amante generoso y con talento, aventurero e infinitamente cariñoso, siempre dispuesto a darle placer mientras satisfacía su propio deseo. Melody nunca se había acostado con otro hombre, ya que siempre había querido esperar al adecuado. De pronto, Zeke había aparecido en su vida y en menos de dos meses desde la primera cita, ella se había convertido en la señora James.
Melody respiró hondo justo cuando empezaba a nevar.
—Hacen falta dos para mantener un matrimonio, Zeke. No puedes obligarme a que me quede.
—No puedo creer que esté oyendo esto.
—Pues hazlo, porque hablo en serio. Ahora todo es diferente.
—¿Estás diciendo que ya no me quieres? —preguntó él—. ¿Es eso?
Ella bajó la mirada para evitar la de Zeke. Era la única manera de mentir.
—Sí, eso es. Ya no te quiero.
—Dímelo mirándome a los ojos —la sujetó por la barbilla—. Dime que estás preparada a olvidar los dos últimos años y todo lo que hemos compartido, como si nunca hubiera sucedido. Dímelo, y mírame mientras lo haces.
—Por supuesto que ha sucedido, y siempre estaré agradecida por ello, pero las cosas cambian. La gente cambia.
—¡Yo no he cambiado! —exclamó él, y negó con la cabeza, como disculpándose por haber elevado el tono de voz—. Yo no he cambiado —repitió más calmado—. Y no creo que tú lo hayas hecho.
—Yo sí —dijo ella, con tanta amargura que él tuvo que creerla.
Se había casado con una mujer joven y plena, sin embargo, ella ya no se sentía joven y era evidente que estaba destrozada por dentro y por fuera. Y en el mundo de Zeke no había lugar para lisiados físicos o emocionales.
—¿Te refieres al accidente? ¿A tus piernas? —preguntó en voz baja—. Eso a mí no me importa… Lo sabes, ¿verdad? Sigues siendo tú…
—No. Soy diferente, Zeke. Y no puedes sacar una varita mágica y convertirme en la vieja Melody, igual que no puedes fingir que no estoy lesionada. Nunca podré volver a bailar. Ni siquiera podré caminar sin una muleta. Tengo meses de fisioterapia intensiva por delante y ya me han advertido de que cuando me haga mayor tendré muchas posibilidades de tener artritis. Incluso podría acabar en silla de ruedas.
—Lo sé. He hablado con el doctor varias veces, y he planificado el tratamiento con él —antes de que ella pudiera reaccionar, él la agarró del brazo y añadió—. Empieza a nevar y te estás quedando helada. Al menos, ven a sentarte en el coche.
—Te he dicho que voy a tomar un taxi.
Él llevaba un abrigo negro y la miraba fijamente. Ella se fijó en que el cabello se le rizaba sobre la nuca, cuando acostumbraba a llevar el pelo corto, casi al estilo militar. ¿Se lo había dejado a propósito o pensaba cortárselo? Por algún motivo, al pensar en ello Melody flaqueó, y para contrarrestar empleó un tono de voz más duro de lo necesario.
—Y no quiero que vuelvas a hablar con mi médico, ¿de acuerdo? Y mucho menos que tomes decisiones sobre mi tratamiento. Puedo cuidar de mí misma. Ya no estamos juntos, Zeke. Asúmelo.
Después de todo, antes de conocer a Zeke había cuidado de sí misma durante años. Su abuela le había contado que su padre había abandonado a su madre antes del parto, y puesto que su madre había fallecido cuando Melody era un bebé, no tenía ningún recuerdo de ella. Melody se había criado con su abuela materna. No tenía tíos, ni primos, ya que su madre era hija única, y sus abuelos se habían divorciado y el abuelo se había marchado antes de que ella naciera.
Había tenido una infancia solitaria, sobre todo porque su abuela no le había facilitado que entablara amistad con otros niños. Melody asistía a clases de baile dos veces por semana y a los dieciséis años fue aceptada en la escuela de danza. Nada más graduarse, su abuela falleció dejándole una pequeña herencia. Ella se mudó de su ciudad natal al oeste de Inglaterra a la capital, donde comenzó a buscar trabajo como bailarina. Por supuesto, también tuvo que aceptar otro tipo de trabajos para poder pagar las facturas, pero había sido bastante feliz mientras esperaba su gran oportunidad. De pronto, consiguió el papel de Sasha, conoció a Zeke y su vida cambió para siempre.
—Te estás comportando como una niña, Melody —dijo Zeke—. Al menos deja que te lleve a tu destino. Qué crees que voy a hacer, ¿gritar? ¿Secuestrarte y hacer que vayas en contra de tu voluntad?
Era exactamente el tipo de cosa que él podía hacer y la expresión de Melody servía como respuesta. La mirada de sus ojos verdes era el reflejo de sus pensamientos.
—Te doy mi palabra, ¿qué te parece? Ya sabes que tenemos que hablar. Al menos, me debes una conversación. La última vez que hablamos estabas histérica y yo tenía a la mitad del equipo médico del hospital acusándome por entorpecer tu recuperación. Entonces, no pude comprender qué había hecho mal, y todavía no lo comprendo. Y pienso llegar al fondo de todo esto.
—Te escribí la semana pasada —dijo ella, consciente de que él tenía razón, pero ¿cómo podía explicarle a Zeke que no se entendía ni a sí misma? Solo sabía que era imposible que siguieran juntos—. No hay nada más que decir.
—Ah, sí, una notita encantadora —repuso Zeke con sarcasmo—. Unas líneas diciéndome que querías el divorcio, y que esperabas que fuera amistoso. Pues, tengo noticias para ti: No pienso permitir que te alejes de mí. Eres mi esposa. Los votos que pronuncié eran para siempre. No una pequeña promesa que podía olvidarse cuando fuera necesario.
—No soy una posesión, Zeke, como tu Ferrari o tu villa en Madeira. Soy capaz de pensar y sentir.
—No tergiverses mis palabras —contestó él con calma—. Ahora, ¿vas a permitir que te lleve a tu destino sin montar un numerito o voy a tener que tomarte en brazos y llevarte al coche? Tú eliges. A mí me vale cualquier opción.
Melody no cometió el error de decirle: no te atreverás. Sabía que Zeke se atrevería. Lo miró fríamente y permitió que la guiara hasta el coche. No era difícil de encontrar, no había muchos Ferrari de color negro en el hospital. El coche era su principal distintivo.
Cuando Zeke la ayudó a subir al coche nevaba con fuerza. Él no arrancó inmediatamente, se volvió hacia ella y colocó el brazo en el respaldo de su asiento.
—Te he echado de menos —dijo él, mirándola con ternura—. Cada minuto, cada hora.
«No, no hagas eso». Ella podría lidiar con su rabia y su enfado, al fin y al cabo así era la persona que el resto del mundo conocía, un hombre duro, decidido y despiadado Sin embargo, con ella él siempre había sido lo contrario. Y cuando un hombre tan grande como Zeke se comportaba con ternura, resultaba terriblemente seductor. Desde la primera noche, cuando él la esperó fuera del teatro, se había mostrado abierto y vulnerable con ella.
Zeke se había criado en casas de acogida desde los ocho años, cuando su madre, una mujer soltera, lo había abandonado después de varios años de rechazo y había desaparecido. Él había admitido que había sido un niño problemático durante su infancia y su juventud, y que recordaba que un profesor le había dicho que se convertiría en un sinvergüenza o en un millonario, o quizá en ambas cosas, después de que a los treinta años saliera a la luz otra de sus fechorías.
—Ese profesor me hizo un favor, aunque él no lo supiera —le había contado él una noche mientras cenaban en un restaurante, cuando llevaban saliendo un par de semanas—. Fue uno de esos momentos de la vida donde hay que tomar una decisión. Habría sido fácil tomar el camino oscuro, puesto que ya estaba a mitad de camino, pero labrarse una fortuna de manera legal era más difícil. Un reto mayor. Y puesto que siempre me gustaron los retos decidí demostrarle algo al profesor y a mí mismo.
Ella recordaba que lo había mirado fascinada.
—¿Y ese es el único motivo por el que elegiste el camino de la ley y el orden?
—Debería decirte que no, que en el fondo quería ser bueno y hacer cosas buenas, ¿no? —había contestado él con una pícara sonrisa—. Sin embargo, lo cierto es que entonces no pensaba de esa manera. Viví en barrios malos cuando estuve con mi madre, y me mezclé con todo tipo de gente, después, en las casas de acogida aprendí a tener mucha resistencia. Era un joven enfadado, supongo. Y habría sido un sinvergüenza estupendo.
Melody se había reído.
—Me alegro de que eligieras el camino que elegiste —le dijo.
Zeke le había acariciado la mano.
—Yo también. Y más en este momento. Me habría resultado muy difícil mirarte a los ojos y pedirte que amaras a un hombre como ese.
—¿Eso es lo que me estás pidiendo que haga? ¿Qué me enamore de ti?
—Yo me enamoré de ti en el momento en que te subiste en el escenario y me pusiste en mi sitio, y nunca le había dicho a otra mujer que la quería, porque no era verdad. No quiero presionarte, pero quiero casarme contigo, Melody. Quiero que seas mi esposa, la madre de mis hijos, mi compañera de por vida. Te quiero, te deseo, te necesito y te adoro —le soltó la mano y se acomodó en su asiento—. ¿Eso contesta a tu pregunta?
Esa misma noche se comprometieron y seis semanas más tarde se casaron. Melody se sentía como si su vida hubiera comenzado el día que conoció a Zeke. Tener a alguien que la amara había sido muy agradable.
Ella volvió la cabeza y dijo:
—No deberías haber venido aquí hoy, Zeke.
—Tonterías. Nada podría haberlo evitado.
La nieve cubría el limpiaparabrisas con un manto blanco, encerrándolos en su pequeño mundo. El aroma de su loción de afeitar se mezclaba con el olor a cuero de los asientos, provocando que Melody recordara escenas que habría preferido no recordar y que se derritiera por dentro.
Sabía que él iba a besarla y, cuando él la sujetó por la barbilla para que lo mirara, no se resistió. Le dio un beso delicado y sensual y ella tuvo que esforzarse para no responder ante la magia de sus labios.
Cuando él se separó de ella, vio que Melody tenía los ojos entornados y la miró fijamente.
—Ya veo —murmuró al cabo de un momento—. ¿Crees que puedes mantener tu postura?
Se acercó de nuevo a Melody y ella tragó saliva.
—No sé a qué te refieres.
Él sonrió.
—Por supuesto que no —se inclinó hacia delante y la besó de forma apasionada. Cuando terminó, Melody temblaba de deseo—. Lo ves —ladeó la cabeza y la miró—. Así mucho mejor —le retiró un mechón de pelo de la mejilla—. ¿Podemos irnos a casa?
Melody lo miró y, de pronto, un fuerte sentimiento de rabia empañó cualquier otro sentimiento.
Separándose de él, le dijo:
—¿Crees que eso es todo lo que hace falta? ¿Que tras un beso puedes hacer lo que quieras conmigo? No voy a ir a casa contigo, Zeke. Hoy no, mañana tampoco, nunca —ignorando su mirada furibunda, continuó—. Lo aceptes o no, nuestro matrimonio ha terminado. Y si no piensas llevarme al hotel donde he reservado, llegaré allí por mis propios medios.
Hubo una larga pausa durante la que él agarró el volante con tanta fuerza como si quisiera romperlo. Después, sin decir nada más, arrancó el motor.
—¿Dónde quieres ir? —preguntó con frialdad, esperando a que ella le diera la dirección del hotel.
Ella había ganado. Él había cedido. Y mientras salían del recinto del hospital ella continuaba aturdida, incapaz de pensar. Eso lo haría más tarde, cuando estuviera sola. Hasta entonces debía permanecer en esa especie de burbuja donde se encontraba. Era la única manera de mantener la cordura.