Capítulo 8

AQUELLA noche fue una de tantas en compañía de Flynn. La invitó a cenar varias veces, al teatro, a varias fiestas, y a salir con sus amigos.

Si él estaba en Londres los fines de semana, visitaban galerías de arte, librerías, o daban largos paseos a lo largo del Támesis, o pasaban el día en el gimnasio privado y centro de ocio del que Flynn era socio. A veces almorzaban en lugares coquetos y apartados; tomaban el té en el Ritz, cenaban en el Savoy... No quedó lugar que no visitaran hasta principios de marzo. Y Flynn se comportó como un atento acompañante y amigo.

Aquello la estaba volviendo loca.

Daba igual saber que él estaba actuando de aquel modo porque ella se lo había pedido, que había sido ella quien había puesto normas estrictas y límites por sus conflictivos sentimientos hacia Flynn, y que aquello era lo mejor.

Cada vez que él le tomaba la mano o la estrechaba en sus brazos, cada vez que le daba el beso de buenas noches o se sentaba con su brazo alrededor de su hombro, o le acariciaba el cabello, ella esperaba que él diera un paso más. ¡Pero él no lo hacía!

La mayoría de las noches, Marigold se daba vuelta en la cama sin poder dormir, con la mente como un torbellino y el cuerpo ardiendo. Trataba de convencerse de que su inquietud se debía a todos los cambios que estaban ocurriendo en su vida, porque había muchos.

Emma había aceptado venderle la cabaña en cuanto había vuelto a la oficina, en enero. Al parecer, lo había pasado mal allí. No había sido capaz de encender el fuego sin llenar la cabaña de humo, había atascado la pila, no había sabido usar la vieja cocina...

Por otro lado, Emma había decidido hacer un viaje por Europa con unos amigos, para olvidar su desengaño amoroso, y el precio que le dio fue muy razonable.

Marigold tenía un dinero que le habían dejado sus abuelos maternos, y eso hizo posible pagar la mitad de la cabaña, y el resto pedirlo al banco. Gracias a aquello, la cuota de la hipoteca fue baja.

Había avisado que dejaría el piso a finales de marzo, que era cuando pensaba mudarse a Shropshire. Y había enviado su currículum a varias empresas para ofrecerse como freelance.

Muchos de sus contactos habían prometido darle trabajo. pero aparte de los socios de la empresa en la que trabajaba, que le habían prometido darle el trabajo de los diseños de las tarjetas de felicitaciones, no tenía nada concreto.

Pero a principios de marzo hubo varios acontecimientos que se desencadenaron en veinticuatro horas, y que dejaron a Marigold exhausta.

A las diez de la mañana, la cabaña finalmente fue suya. A las once, una pequeña empresa de las afueras de Shropshire se puso en contacto con ella. Le habían dado sus datos en su central de Londres. Le habían ofrecido un proyecto de calendarios con paisajes de Inglaterra, tarjetas, diarios, blocs de notas y otras cosas.

Al parecer, querían lanzar los productos como creados por «una artista de campo», y por ello se habían puesto en contacto con ella, porque les habían dicho que pronto se mudaría a Shropshire.

Marigold les dijo que tenía pensado ir a vivir allí a finales de marzo.

Además, puesto que sabían que tenía experiencia en el desarrollo de una nueva sección en su actual empresa, le proponían, en caso de que su producto tuviera éxito, y esperaban que lo tuviera, dirigir el nuevo proyecto en el futuro.

¡Ella estaría encantada!

Más tarde, sonó el teléfono de su escritorio otra vez. Marigold lo atendió muy animada.

—Marigold, soy Dean... Quería saber... cómo estabas...

—¿Dean?

No podía creerlo.

—No me cuelgues —le pidió él.

—No iba a colgar.

Aquella respuesta pareció animar a Dean.

—Te he echado de menos —le dijo—. ¡Te he echado tanto de menos...! He sido un tonto, Marigold. ¿Podrás perdonarme?

Marigold alejó el teléfono un, momento, y lo miró, incrédula. Luego dijo:

—Sucedió y en su momento fue duro, pero es algo pasado ya, Dean.

—Pero ¿me perdonas?

¿Lo perdonaba? Marigold pensó un momento. Apenas había pensado en Dean y Tamara en los últimos meses.

—Ya se me ha pasado. Así que debe de ser que te he perdonado.

—Ya no estoy con Tamara. Me ha vuelto loco. Siempre quiere ser el centro de atención y no se contenta con nada. No era como tú, Marigold.

Dos egoístas no hacían buena pareja, pensó ella.

—Sé que te he hecho daño, pero no ha habido nadie como tú, tienes que creerme —dijo Dean suavemente—. Siempre he contado contigo.

Ella no quería oír aquello.

—Dean, si las cosas hubieran estado bien entre tú y yo, tú no te habrías ido con otra. Es una suerte que nos hayamos dado cuenta antes de casamos.

—No, no, no es eso, en absoluto —dijo, desesperado.

Marigold sintió pena por él. Era como escuchar a un niño, un niño egoísta que había roto un juguete y tenía una rabieta, gritando que quería que el juguete volviera a estar intacto. Tenía razón Flynn, podría morirse esperando que Dean creciera.

—Fue decisión tuya irte con Tamara —respondió Marigold, aunque no tenía ganas de hablar de aquello—. Y creo que ha sido lo mejor para ambos. Tú, evidentemente, no estabas preparado para el matrimonio, y habría sido un desastre. Ya encontrarás a alguien en el futuro, Dean, pero no seré yo. Adiós.

Colgó. Ella se quedó con el corazón agitado. Pero el teléfono volvió a sonar.

Dejó que saltara el contestador.

—Sé que estás ahí —se oyó la voz de Dean—. Mira, si quieres que te ruegue, lo haré. Sabes que estamos hechos el uno para el otro. Tú me amas, siempre me has amado. Te necesito.

Luego se oyó un silencio, y Dean colgó.

Marigold se sentó mirando su escritorio. A Dean no se le había ocurrido preguntarle si estaba con otra persona. Había pensado que ella se quedaría en casa esperándolo. No la conocía en absoluto. Pero ella tampoco lo conocía a él.

No era la primera vez que pensaba cosas así. Había parejas a las que les iba bien y pasaban toda la vida juntos, como sus padres, y otras que no se entendían jamás, como habría ocurrido con Dean.

¿Cómo se sabía si algo iba a durar o no?

Bebió el café que Emma acababa de llevar para todos.

El nombre de Emma le llevó recuerdos de la cabaña y de Flynn.

Le gustaba demasiado él. Conocerse como amigos no había sido buena idea al final.

Se puso de pie, inquieta, y caminó hasta la ventana de la oficina. Miró la calle llena de gente.

Dean había ocultado su verdadera personalidad, y ella no había sabido descubrirla. Comparado con Flynn, Dean era como un niño pequeño.

Pero no tenía que volver a cometer el mismo error con Flynn. El estaba fuera de su alcance, con Celine o sin ella.

Todo el entusiasmo por la cabaña y los nuevos trabajos pareció desvanecerse al pensar en aquello. Sintió ganas de llorar. Pero no lo hizo.

Se dio la vuelta y volvió a su escritorio. Tenía trabajo que hacer.

Se marchó de la oficina más tarde que de costumbre. Había mucho viento en la calle. Iba a haber una tormenta, pensó, mirando el cielo.

Hizo unas compras de camino a su casa.

Llegó cargada de bolsas. Cuando fue a meter la llave en la puerta, una mano en su hombro la sobresaltó.

—Lo siento. ¿Te he asustado?

—¡Dean! ¿Qué diablos haces aquí? Creí que ya nos habíamos dicho todo lo que había que decir.

—Tenía que venir —dijo, recogiendo del suelo algunas bolsas de la compra que ella había dejado para abrir la puerta.

Marigold lo miró. Se preguntó cómo no se había dado cuenta de lo débil que parecía su boca. Era apuesto, pero de un modo juvenil. Era demasiado... remilgado, pulcro.

—Dean, esto no tiene sentido. Por favor, vete.

—No es cierto que quieras que me vaya —Dean se acercó y la acorraló contra la puerta—. No puedes dejarme. Estamos hechos el uno para el otro.

—Te ha llevado mucho tiempo darte cuenta. Nos separamos a finales de agosto, ¿no?

Dean la miró, extrañado por su tono.

Evidentemente, había esperado que ella se echase en sus brazos.

Y ahora que lo tenía delante, Marigold sabía mejor que nunca que él no significaba nada para ella.

—Todo cambiará, Dee —la llamó por su nombre familiar—. Te lo prometo.

Era increíble lo seguro de sí mismo que se sentía.

De pronto, se abalanzó sobre ella y la besó. Marigold se sobresaltó demasiado como para reaccionar. Por el rabillo del ojo vio un vehículo acercarse a su casa. Y supo quién era su ocupante.

Tenía que ser Flynn. Era el destino.

Empujó a Dean y exclamó:

—¡No me toques! ¡No!

—Pero Dee...

En ese momento, Dean se dio cuenta de que ella estaba dirigiendo su mirada a algo más allá de él, se dio la vuelta y descubrió entonces una cara que parecía esculpida en piedra mirándolos.

Marigold vio que los ojos de Flynn observaban la situación. A la vista de cualquiera, la escena parecía una despedida después de un día de compras. Y ella pensó que Flynn iba a decirle al taxista que siguiera de largo, pero no fue así.

La puerta del taxi se abrió y Flynn salió. Su altura y su complexión dejaban a Dean en sincera desventaja.

—Hola, Marigold —dijo en tono normal. Pero su expresión contradecía aquella amabilidad—. He pasado por aquí para hacerte una visita rápida, pero parece que estás muy ocupada.

A Marigold le molestó que diera por supuesto algo que no era cierto, a pesar de las apariencias. —Dean se iba ya...

—¿De verdad? —Flynn miró al otro hombre. Marigold disfrutó viendo la cara de su ex novio al descubrir que no era irremplazable; lo que le serviría en su futuro trato con las mujeres.

—No quiero molestar... —dijo Flynn.

Dean le dio la bolsa de la compra bruscamente, con gesto de odio, y desapareció sin volver la vista atrás.

—Era Dean —dijo Marigold.

—Me lo imaginaba.

—No sabía que iba a estar aquí. Me telefoneó esta tarde y luego se ha presentado aquí. Yo no quería... —se interrumpió abruptamente.

—¿Quieres decir que no lo has invitado a tu casa ni has querido que te besara? —preguntó Flynn.

—Sí.

Fue una tontería decírselo. Habría sido más fácil dejar que Flynn pensara que había algo entre Dean y ella, de manera que se terminase esa «amistad» entre ellos. Porque Flynn no era un hombre que pudiera comprender el concepto de compartir.

—Bien. Me alegro —dijo Flynn, sin importarle lo que pensara el taxista, que era testigo de aquella escena.

—¿Me crees?

—Por supuesto que te creo —sonrió—. ¿No esperabas que te creyera?

—Yo...

No sabía qué había esperado.

—De acuerdo. Puedo sacar mis propias conclusiones —le alzó la barbilla y le dio un beso suave—. Veo que todavía hay que hacer progresos.

—¿Qué?

Flynn estaba caminando hacia el taxista. Le pagó, y por el modo en que el taxista le agradeció su propina, debió de ser generosa.

Marigold lo observó. Sus sentimientos hacia aquel hombre eran terriblemente turbulentos. Flynn era importante para ella, pero él le rompería el corazón si no terminaba con aquella relación en ese momento, aquella misma noche. Flynn había invadido su vida, y aún entonces se preguntaba por qué. Podía tener cualquier mujer que deseara, exceptuando aquella que era dueña de su corazón: Celine. Entonces, ¿por qué molestarse en ella? ¿Sería porque ella le había dejado claro al principio que no quería saber nada con él? ¿O por los chispazos que habían saltado entre ellos? Desde el principio, aquella había sido una relación de amor—odio.

De pronto, se dio cuenta de que aquellos pensamientos la llevaban a preguntarse si lo amaba. Se quedó pensando, y luego se enfadó consigo misma: «¡No lo amas!» «¡No amas a Flynn Moreau!»

Pero era demasiado tarde. Se lo había estado negando durante semanas, pero ya no podía ocultárselo. Lo amaba.

—Te ha molestado, ¿verdad? ¿Qué te estaba diciendo?

—¿Quién? ¿Qué? —Marigold se recompuso y contestó—: No, no pasa nada. De verdad. Dean... Me ha dicho que Tamara y él han roto. Quería...

—Creo que sé qué quería —dijo Flynn—. Y tú le has dicho que se fuera al diablo, ¿verdad?

—Se lo dije con otras palabras. Pero sí.

—No te arrepentirás.

No, no se arrepentiría, pensó ella.

—Flynn... —dijo suavemente. Tenía que parecer más firme, se reprochó—. Flynn, tenemos que hablar. Acerca de nosotros, quiero decir.

—¿Existe un «nosotros»? —preguntó Flynn; alzó una ceja y sonrió malévolamente—. ¡Y yo no lo sabía!

—Por favor, Flynn...

Algo en el tono de su voz hizo que Flynn dejara de sonreír.

—Hablemos dentro —dijo él—. Hace frío aquí y hay mucho viento para hablar. Agarró las bolsas.

Una vez dentro, Flynn llevó las bolsas de la compra a la cocina. Luego, fue al salón, donde Marigold acababa de encender el fuego.

—¿Y? —preguntó Flynn.

Llevaba el abrigo abierto. Debajo tenía un traje caro de color gris y una camisa de color hueso. Tenía aspecto de hombre dinámico, fuerte, un cirujano brillante. Se cruzó de brazos, se apoyó en la pared y la miró.

—Venga...

Marigold deseó poder hablar de aquello sin romper a llorar.

—Creo que tenemos que dejar de vernos un tiempo —dijo Marigold, levantándose de donde había estado agachada para encender el fuego. Se sentó en el sofá.

—¿Porqué?

—¿Por qué? Porque no estoy preparada para esta relación después de la ruptura reciente de mi compromiso —dijo ella.

—No me lo creo. ¿Cuál es el verdadero motivo?

Ella no contestó enseguida, y él achicó los ojos y afirmó:

—La verdad, Marigold, me daré cuenta si me mientes...

—Yo... Yo no soy como tus otras mujeres.

—Supongo que para algunos hombres debe de ser halagador que los comparen con un sultán. Pero yo no soy uno de ellos. No sabía que tenía «mujeres».

—Sabes a qué me refiero.

—No, Marigold. No sé lo que quieres decir. Si insinúas que yo tengo la vida amorosa de un toro en medio de un campo de vacas...

—¡Flynn!

—La verdad, por favor.

—Tú... Tú tienes treinta y ocho años y estás acostumbrado a que haya una intimidad completa en tus relaciones —ella no podía creer que fuera tan remilgada.

—Marigold, no sabes a lo que estoy acostumbrado en una relación —comentó Flynn fríamente—. Ahora, si esta es tu forma de preguntarme si me he acostado con mujeres en el pasado, sí, lo he hecho. Como tú misma has dicho, soy un hombre maduro, no un muchacho. No obstante, nunca he tenido una vida promiscua, ni he llevado a la cama a ninguna mujer que no lo quisiera.

Ella estaba segura de eso último.

—El caso es...

—¡Oh, no, otra vez, no, con eso de «el caso es...», por favor —protestó Flynn.

Bien, ¿quería la verdad? ¡Se la diría!

—No quiero ser alguien que entra y sale de tu vida. Eso es todo. Ese tipo de vida puede satisfacerle a otras mujeres, pero a mí, no. Será anticuado, pero me gustaría saber si al menos hay alguna posibilidad de relación permanente en el futuro si las cosas funcionan bien.

Ella no quería ser un pasatiempo, un desafío que una vez satisfecho, abandonase por otro.

—Marigold, corrígeme si me equivoco, pero, ¿no fuiste tú quien quiso que mantuviéramos una cierta distancia? ¿Que fuéramos amigos y nada más? No me critiques ahora por haber aceptado tus deseos.

Aquella última palabra la hizo estremecer. Flynn la miró fijamente.

—Ven aquí —le dijo Flynn.

—No, quiero que comprendas que no podemos continuar así. Vivimos vidas diferentes. Somos diferentes. No tenemos nada en común. Es mejor que terminemos ahora...

Flynn tiró de ella y la hizo ponerse de pie. Luego la estrechó en sus brazos. La besó violentamente, casi con rabia. Y Marigold se excitó, muy a su pesar.

Se encontró besándolo, respondiendo con la misma pasión que ponía él. Tenía hambre de su boca. Le rodeó los hombros. Él la echó hacia atrás para besarle el cuello; luego, volvió a besarla en la boca.

Sin saber cómo, Marigold descubrió que su abrigo estaba en el suelo, y que Flynn estaba mordisqueando sus pechos por encima del encaje del sujetador. Tenía la blusa abierta, evidentemente, aunque no recordaba en qué momento Flynn le había desabrochado los botones. Sintió la tela del abrigo de Flynn contra su piel, mientras él la acariciaba, y la envolvía con su fragancia y su fuerza masculina.

El deseo que había intentado reprimir desde el primer momento en que había sentido su boca, pareció desatarse, y quiso estar más y más cerca de él.

Flynn le acarició los pezones por debajo del sujetador. Ella gimió guturalmente, de placer. Sentía su cuerpo contra el de ella, sus fuertes piernas presionando las suyas. Pudo sentir el latido acelerado del corazón de él, y supo que la deseaba tanto como ella a él.

Flynn la abrazó más fuertemente, y la alzó para llevarla hasta el sofá y apoyarla allí. Luego, la sentó en su regazo sin dejar de besarla.

—Eres tan suave, tan tibia... Tan perfecta... —murmuró Flynn—. Me estás volviendo loco, ¿lo sabes?

Ella lo besó apasionadamente en respuesta.

—Te deseo, Marigold, pero así no. Quiero que podamos tomarnos nuestro tiempo, ¿comprendes? Quiero poseerte tan completamente, que no haya sitio para nadie más que para mí en tu mente y en tu cuerpo. Quiero casarme contigo...

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, como pequeños destellos de luz, o delicadas gotas de lluvia.

—¿Qué? —ella se echó levemente hacia atrás—. ¿Qué has dicho?

—Que quiero que seas mi esposa —le dijo tiernamente—. Estoy de acuerdo contigo, no podemos seguir así sin que yo me vuelva loco —agregó—. Dices que llevamos vidas diferentes, pero podemos arreglarlo y vivir una sola, juntos. Tú puedes seguir con tu trabajo. Puedes tener la cabaña como estudio, si quieres, como lugar donde puedas trabajar tranquila y sin que te interrumpan, cuando yo esté en Londres. Cuando esté en casa, podemos compartir todo el tiempo que podamos.

Ella se asombró. Lo tenía todo pensado. Debía de haber estado reflexionando durante un cierto tiempo.

—Pero... Nunca has dicho nada de esto antes... —dijo ella débilmente.

—Tú me dejaste claro que debía ir despacio. Y comprendí que después de lo que te pasó quisieras que fuese así. Pero tenías razón en una cosa, Marigold... Tengo treinta y ocho años, y sinceramente ya no tengo edad de robar besos a las niñas en los portales. Te habría llevado a la cama a los pocos días de conocernos, si tú hubieras querido, lo admito, pero tú no estabas preparada...

—Flynn... —lo miró a los ojos—. ¿Estás seguro?

—Como tú has dicho, he tenido bastantes experiencias como para saber lo que quiero y con quién. Pero nunca le he pedido a ninguna de las otras que se casara conmigo.

Excepto a Celine, pensó Marigold.

Jamás comprendería a aquel individuo. Pero le estaba ofreciendo más de lo que había soñado. Y ella lo amaba. De hecho, lo amaba tanto, que no sabía cómo habría podido vivir sin él. Y ahora, no tenía que soportar ese destino.

—¿Y? ¿Cuál es tu respuesta? —le preguntó—. Piénsalo bien antes de contestarme. Pero hay una cosa segura: No pienso dejarte escapar de mi vida y se me está terminando la paciencia. Quiero que los hombres que se te acerquen, como el impresentable de tu ex novio, sepan que eres mía.

«¿Otros hombres?», pensó Marigold. ¿Estaba loco?

—Me da la impresión de que no tengo más opción que decir «sí», entonces —dijo suavemente Marigold con la boca trémula—. Pero no comprendo...

Flynn la acalló con un largo y apasionado beso. Luego, se separó de ella y le preguntó:

—¿Qué no comprendes?

—Por qué me deseas.

—Entonces tendré que demostrártelo —le dijo Flynn con tono seductor—. Pero ahora no es el momento.

Flynn miró el reloj.

—¡Eh! Tengo que marcharme. Solo pensaba pasar un rato corto para explicarte algo, pero no tengo tiempo ahora. Tengo que irme. Te llamaré por teléfono, ¿de acuerdo? Por la mañana, antes de que te marches a trabajar. Es importante que hablemos.

—Sí, de acuerdo.

Flynn la levantó de su regazo y la puso de pie, evidentemente con prisa de marcharse.

—¿Vas al hospital ahora? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta. Reconocía su expresión cuando estaba preocupado por algún caso.

—Sí. Pero te llamaré por la mañana —repitió.

Eso quería decir que estaría en la sala de operaciones hasta muy tarde.

—Ve tranquilo... —le dijo ella

Flynn la abrazó nuevamente, la besó, se abrochó el abrigo y se marchó.

Cuando Flynn se marchó, Marigold se apoyó en la puerta y se quedó mirando el vacío, completamente anonadada.

De todos los acontecimientos que habían tenido lugar aquel día, la propuesta de matrimonio de Flynn era el más importante y sorprendente.

Recordó la conversación que habían tenido como quien rebobina una cinta, para convencerse de que era verdad.

Su esposa... Matrimonio...

¿Lo habría forzado a pedírselo con lo que le había dicho antes? ¿Que no quería acostarse con él si se trataba de una relación intrascendente? Si así era, ella no quería que lo hiciera de ese modo. Porque sería como una especie de chantaje sexual, y ella no había querido hacer eso por nada del mundo.

En realidad no se le había pasado por la cabeza que Flynn le pediría que fuera su esposa.

Pero ¿había dicho Flynn que la amaba? No, no lo había hecho. Pero el modo en que la había mirado... Había sido como una declaración, ¿no?

O tal vez quisiera creerlo así.

Necesitaba desconectar un momento de todo aquello. Encendió la televisión y se sentó en el sofá. Aunque fue incapaz de prestarle atención.

Pero en un momento dado, un locutor empezó a hablar de la entrega de ciertos premios, y de pronto dijo: «Y entre los que han llegado esta tarde, está Celine Jenet. Una de las primicias que tenemos es que la modelo ha anunciado que se retira de las pasarelas».

Mostraron unas fotos de Celine saliendo de la terminal del aeropuerto. Pero fue el hombre moreno que la acompañaba rodeándole la cintura quien llamó la atención de Marigold. Era Flynn.

El locutor había dicho «esta tarde». «¡Oh, no!», se dijo.

¿Qué estaba haciendo Flynn con Celine? ¿Era allí donde estaba aquella noche? ¿Con Celine, en una gala?

Apagó el televisor. Estaba mareada...

¿Cómo había sido capaz de hacer aquello? ¿De mentirle de ese modo?

Era igual de sinvergüenza que Dean.

¿Qué tenía ella que atraía a hombres así? ¿La tomaban por estúpida?

Pero, ¿y si había ido a buscar a Celine al aeropuerto por su vieja amistad?

Sabía que había muy pocas posibilidades de que fuera así. ¿Y si Flynn le había dicho la verdad y estaba en el hospital aquella noche? No tenía por qué estar con Celine aquella noche solo porque hubiera estado con ella por la tarde...

Bertha debía de saberlo...

No lo pensó más. Llamó a Shropshire. Cuando Bertha contestó, se dio cuenta de que podría haber llamado al hospital. Bertha podría haber recibido instrucciones de que dijera que estaba en el hospital. O negar que estaba con Celine.

—¿Bertha? Soy Marigold. Llamaba para hablar con Flynn, pero me acabo de acordar de que está con Celine, ¿no es cierto? Me había olvidado. He tenido un día muy ajetreado y tengo la cabeza un poco...

—No te preocupes.

Bertha no lo había negado, pensó Marigold.

—Lo llamaré al móvil más tarde —dijo Marigold atropelladamente. Luego, antes de que Bertha pudiera decir nada, añadió—: Tengo mucha prisa, adiós, Bertha...

Colgó sin esperar la respuesta de Bertha. Lo odiaba, realmente lo odiaba.

Buscó el número de teléfono de su piso de Londres y llamó. Saltó el contestador automático, pero ella se lo había esperado.

—¿Flynn? Soy Marigold. Espero que tengáis una agradable velada Celine y tú. ¡Oh! Una sola cosa más. ¡No me casaría contigo aunque fueras el último hombre sobre la tierra! Y por las dudas, nunca he confiado en ti, así que no creas que me has engañado... No quiero saber nada más de ti. Adiós.

Colgó y se puso a llorar.