Capítulo 2
ENTONCES, señorita Jones, ¿o puedo llamarla Emma, puesto que ha aceptado ser mi invitada? —acababan de alejarse de la cabaña y la nieve estaba cayendo con más intensidad, notó Marigold. Esta asintió y él la miró de lado, agregando—: Y usted debe llamarme Flynn...
Marigold no pensaba lo mismo. Pero sentía una perversa satisfacción de saber que él no tenía ni idea de quién era ella en verdad.
—Entonces... —él siguió— dígame... ¿Por qué ha decidido pasar la navidad en la cabaña de su abuela, y sola, por lo que parece? Por lo que sé por su abuela, y especialmente por «los patanes», después de su última visita, este lugar no es de su estilo. ¿Qué ha pasado con su novio yuppie?
Oliver era un yuppie, y Marigold no lo aguantaba, pero oír a Flynn Moreau referirse a él de aquel modo le molestó.
Marigold se encogió de hombros.
—Tengo mis razones, pero no es asunto suyo.
Él asintió y dijo:
—Claro... No se preocupe, no creo que nadie de por aquí se oponga a que no esté su novio ——añadió Moreau con malicia—. No puede decirse que se haya ganado muchos amigos cuando insultó al dueño del bar y discutió por la cuenta.
Marigold pensó que Emma y Oliver realmente habían causado una mala impresión allí.
El tobillo le dolía mucho, y no tenía ningún camisón. Y encima faltaba un día y medio para Nochebuena; una Nochebuena que Dean pasaría con Tamara en el Caribe.
—No se preocupe. Mi ama de llaves la cuidará cuando lleguemos a Oaklands, y su marido puede llevar una carga de leña y carbón a su cabaña esta noche, para que empiece a secarse. Es un experto en coches también, así que es posible que Myrtle responda a su tierno tacto.
Marigold miró a Flynn. Aquella súbita transformación de ángel vengativo destilando fuego por la boca a comprensivo ser humano era sospechosa. Su cara debió de revelar sus pensamientos, porque él dijo:
—No muerdo. Bueno, no a niñas pequeñas.
Ella no era consciente de su apariencia menuda y vulnerable con aquel chubasquero y las manos entrelazadas en el regazo.
—Soy una mujer de veinticinco años, gracias —respondió.
Aquel hombre la inquietaba terriblemente, tanto si se comportaba despiadadamente, como si se mostraba comprensivo. Y en este caso más aún. Porque su respuesta química a su presencia era más poderosa si cabía.
—¿Veinticinco años? —frunció el ceño—. Creí que Maggie le había enviado un regalo por su vigésimo primer cumpleaños antes de morirse...
—Puedo asegurarle que sé la edad que tengo —afirmó Marigold, tratando de aparentar seguridad—. ¿Su casa se llama Oaklands?
El no contestó. Luego asintió.
—Se la compré a un amigo que decidió emigrar a Canadá hace un par de años. Su abuela debe de haberle hablado de él. Al parecer, eran buenos amigos. ¿Le suena Peter Lyndon?
Marigold asintió vagamente y esperó que eso le bastase.
—Maggie lo echó de menos cuando se marchó —continuó Flynn—. A menudo, sus hijos atravesaban el valle para visitarla... Para ella, eran un sustituto de su verdadera familia, supongo —le dijo con tono acusador—. De hecho, cuando venía a verla, ella me mostraba fotos de la familia de Peter. Jamás me mostró una foto suya. Debía de resultarle demasiado doloroso.
—¿Cómo puede decir eso cuando usted mismo admite que no hacía demasiado tiempo que la conocía? —preguntó Marigold, aunque sentía simpatía por la abuela de Emma.
Al parecer, su familia se había portado muy mal con ella. Y si bien Emma le caía bien como compañera de trabajo, no podía asegurar que no hubiera descuidado a su abuela.
—Peter era mucho mayor que yo y conocía a Maggie desde hacía mucho tiempo —dijo Flynn—. Creo que conocía a su padre también. No se llevaban bien.
Hubo una pausa.
Nuevamente, Marigold sintió que tenía que decir algo.
—Yo no sé nada de eso —dijo Marigold.
En ese momento se dio cuenta de que estaban atravesando un portón en medio de un muro de piedra que había aparecido repentinamente entre la nube de nieve. Aquella debía de ser su casa.
El coche entró en un camino custodiado por enormes robles. A lo lejos, divisó una casa. Una casa enorme. Marigold tragó saliva al recordar el comentario de Emma de que al otro lado del valle había una mansión. ¡Era su casa!
Miró de soslayo a Flynn. Fue consciente de su caro vehículo, la chaqueta de piel que había en el asiento de atrás, la calidad de su ropa. Sus ojos se movieron en dirección a sus manos bronceadas encima del volante. ¿Era un reloj de diseño el que llevaba en la muñeca? Pues, sí. «¡Oh, Dios!», pensó Marigold. ¡Aquel hombre era rico!
Aparecieron un par de perros pastores alemanes, ladrando y saltando.
—Lo siento. Debí de advertírselo. Son Jake y Max. Fingen ser perros guardianes.
—¿Fingen? A mí me han convencido.
Flynn se dio la vuelta y sonrió mientras detenía el coche. Los perros seguían dando brincos encima del vehículo.
—No se lo diga a nadie, pero duermen frente al fogón, en la cocina —dijo él suavemente—. Y les tienen miedo a los gatos de mi ama de llaves.
Marigold sonrió débilmente. ¿Sabía él el efecto devastador que causaba cuando los rasgos de su cara se suavizaban?, se preguntó.
—Yo... Nunca he tenido mucha relación con los perros.
—Me lo he supuesto —respondió él, cambiando de expresión.
Ella no comprendió por qué su comentario lo había ofendido. Lo miró con cara de no comprender.
—¿Perdón...? —le dijo.
—Los abogados dejaron muy claro que tenían que deshacerse de cualquier animal que tuviera Maggie, pero usted lo sabe, ¿no? Debían venderlos, si se podía sacar algo de la venta, o sacrificarlos. Por supuesto que no había compradores para un par de pollos enclenques y un gallo viejo, ni para su perro y su gato...
Marigold no podía creer lo que oía...
—No me diga que esto es algo más que le ocultó su padre... —comentó él.
—Yo... No lo sabía.
—¿No? —le clavó los ojos—. No sé si creerla.
Marigold pensó que realmente no le gustaba la familia de Emma y deseó sinceramente no haber aceptado la cabaña, aunque estuviera pagando caro el ofrecimiento de su amiga.
—No lo sabía —repitió Marigold, con tono poco convincente, porque seguía pensando en los pobres animales de Maggie.
Él la miró un momento, y Marigold estuvo a punto de confesarle todo, que no era Emma, que había aceptado la cabaña en un impulso, y que no sabía nada de la familia de Emma, ni de su abuela.
Pero entonces él le dijo:
—Eso es historia, ya. Entremos.
Marigold lo observó rodear el coche. Ahora la volvería a alzar en brazos, y no sabía qué era mejor, si aguantar el dolor del tobillo, soportar la debilidad que había sentido cuando había andado a la pata coja, o dejar que aquel hombre irresistible y odioso la levantara otra vez.
Nunca había reaccionado así con ningún hombre, ni siquiera con Dean. Detrás del miedo e inquietud que le provocaba aquel extraño, había algo de sensación de placer prohibido. Placer y excitación.
Decidió que entraría saltando sobre un pie. Pero Flynn no le dio la oportunidad.
La levantó en brazos y la llevó a la puerta de entrada de la mansión. La puerta se abrió. Flynn gritó a los perros para que dejaran de ladrar y saltar.
La mujer que les abrió los miró, preocupada, y le preguntó:
—¿Qué ha ocurrido, señor Moreau?
—Se lo explicaré dentro.
El calor de la casa golpeó la cara de Marigold, lo mismo que la opulencia de lo que los rodeaba. El suelo era de madera, con muchas alfombras caras y una escalera señorial que parecía llevar al infinito.
Pero no tuvo tiempo de mirar mucho, porque enseguida la llevó a lo que parecía un salón. La dejó en un sofá frente al fuego.
Durante todo el rato que estuvo en sus brazos, Marigold sintió un cosquilleo en el estómago, y por un instante de locura, pensó qué pasaría si se agarrase más fuertemente y lo besara.
—Esta es la señorita Jones, Bertha —Flynn se volvió al ama de llaves, que había estado detrás de ellos—. Es la nieta de Maggie. Se le rompió el coche a unos dos kilómetros de la cabaña y se ha torcido el tobillo. Cuídala, ¿quieres? Mientras, iré a buscar a Wilf para decirle que vaya a echarle un vistazo al coche. Puede ir con John. Quiero que lo traigan aquí si es posible. Hay un par de estufas eléctricas en algún sitio, ¿no es cierto? Que las lleven a la cabaña, así pueden ir calentándola. Dígale a John que mañana por la mañana lleve una carga de leña y unos cuantos sacos de carbón.
—Por favor, no es necesario...
Tenía que decirles la verdad, pensó Marigold... Ahora no comprendía por qué no le había dicho que no era Emma. En realidad había sido porque le había gustado la idea de ponerlo en ridículo. Y después, no había encontrado el momento para hacerlo. Pero cada vez se estaban liando más las cosas.
Flynn estaba yendo hacia la puerta cuando ella le dijo ansiosamente:
—Señor Moreau, por favor, tengo que explicarle...
—Lo primero es lo primero —dijo él, dándose la vuelta—. Quiero que Wilf y John traigan el coche antes de que se haga de noche. Y hay que mirarle ese pie... Y me llamo Flynn, como le he dicho antes.
—Es que no comprende... —Marigold se calló cuando se dio cuenta de que él se había ido.
Marigold miró al ama de llaves.
—Tengo que hablar con él.
—Todo a su tiempo. Parece que viniese de la guerra si quiere que le diga la verdad. Y ahora... intentaremos quitarle esa bota, ¿de acuerdo? Procuraré tener cuidado, pero tal vez no sea fácil, puesto que tiene el tobillo hinchado.
Al menos, había alguien que no creía que ella fuera horrible, pensó Marigold, agradecida, y sonrió.
Cuando el tobillo estuvo al descubierto, la mujer exclamó:
—¡Oh, Dios santo! ¡Se ha hecho mucho daño en ese tobillo!
—Me pondré bien. Cuando me lo vende y duerma, estaré bien.
La mujer agitó la cabeza, dudando, mientras miraba la hinchazón.
El ama de llaves se marchó a buscar un par de barreños con agua caliente, según le dijo.
Marigold se quedó con el pie apoyado en un escabel. Cerró los ojos, intentando olvidar el dolor de su pie.
Pensó que se marcharía de aquella casa como fuera. No era bienvenida allí, y no quería de ninguna manera que la Navidad la sorprendiera en aquella casa. Al día siguiente se marcharía, así tuviera que irse arrastrándose.
Al parecer, la esperaba una Navidad un poco triste. Pero al menos, podría llamar por teléfono a sus padres desde una vieja cabina de teléfonos que había visto en la carretera, y decirles que estaba a dos kilómetros de la cabaña, que estaba bien, pero que no los volvería a llamar en aquellos días.
Cuando llegase a la cabaña descansaría y cuidaría su tobillo. Había mucha gente que pasaría las fiestas en peores situaciones... se dijo.
Pensó que no le había agradecido su hospitalidad, a pesar de todo.
Marigold se irguió en el sofá.
—Si Bertha dice que su pie está mal, es que está mal —dijo Flynn, sobresaltándola.
Había entrado con el sigilo de un gato.
—¿Cómo se le ha ocurrido caminar teniendo el tobillo así? ¿No se daba cuenta de que con cada paso se ponía peor, cabeza hueca?
—Mire... Yo no sabía que iba a aparecer usted, ¿no? ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Quedarme en el coche y morirme de frío? ¿O intentar llegar a la cabaña donde había...?
—Nada. Ni comida ni calefacción —siguió él—. ¿Y por qué no intentó telefonear a alguien? Al servicio de emergencias, por ejemplo. ¿Tiene seguro de emergencias?
—Sí.
—Pero no se le ocurrió pedir ayuda, ¿no? Era más fácil caminar bajo una tormenta de nieve, ¿verdad?
Ella se mordió el labio.
—He olvidado el móvil en mi casa —comentó ella. Él no dijo nada.
—Y no tengo tan mal el tobillo —agregó Marigold.
—Mañana por la mañana estará el doble de hinchado —comentó él.
—¿Cómo lo sabe? Usted no es médico...
—Sucede que lo soy.
Ella pestañeó, sorprendida. É1 torció la hoce, disfrutando de haberla puesto en ridículo.
A Marigold le molestó, y dijo con tono petulante—¿De verdad? Un neurocirujano o algo así, supongo...
—Sí.
Marigold se quedó estupefacta. ¡No podía ser!, pensó.
Pero claro, él no podía ser un médico normal, dedicado a atender interminables listas de pacientes a quienes tratase de forma familiar. Tenía que ser algo especial.
—¿O sea que no es un médico de cabecera de esos que trabajan de nueve a cinco?
—No exactamente —él la siguió mirando.
—¿Trabaja en algún hospital cerca de aquí o...?
—En Londres. Tengo un piso allí.
—Debe de ser muy reconfortante ayudar a la gente... —se calló cuando lo vio arrodillarse frente a ella y agarrarle el pie.
Tenía dedos de cirujano, largos y delgados, de uñas limpias. Le movió delicadamente el tobillo. Entonces fue evidente cuál era su profesión.
Ella hubiera quitado el pie, pero se vio observando su cabello negro con destellos azules, y de pronto preguntó:
—Moreau no es un nombre inglés, ¿verdad?
—Es francés —alzó la mirada y ella sintió que se le aceleraba el corazón—. Mi padre era francés por parte de su padre e italiano por parte de su madre, y mi madre era americana de origen irlandés. Pero se establecieron en Inglaterra antes de que yo naciera.
—Una buena mezcla —respondió ella.
Moreau dejó su pie en el escabel.
Bertha apareció con los barreños de agua caliente y una toalla debajo del brazo. Flynn miró al ama de llaves mientras se daba la vuelta y se marchaba.
—Cinco minutos de agua fría y cinco de agua caliente, alternándola —indicó.
Bertha le dio conversación mientras le hacía los baños de agua fría y caliente, y Marigold se relajó. Pero cuando volvió a aparecer aquel hombre alto y fuerte, los músculos de su estómago se tensaron.
Marigold agradeció a la mujer sus esfuerzos.
—Tome esto —le dijo Moreau, dándole dos pastillas.
—¿Qué son?
—Veneno. ¿Qué cree que son? Son analgésicos. —No me gusta tomar pastillas —dijo ella firmemente.
—A mí no me gusta prescribirlas, pero este no es un mundo perfecto y, a veces, es necesario tomarlas. Como ahora. Tómelas.
—Preferiría no hacerlo si no le importa.
—Pero me importa. Esta noche le va a doler mucho, y no podrá dormir.
—Pero...
—¡Tómese esos malditos comprimidos de una vez! —gritó Moreau.
Marigold obedeció.
En la misma bandeja en que llevaba los comprimidos había una venda y ungüentos.
Él se volvió a arrodillar frente a ella y se puso a vendarle el pie. Marigold sintió su tacto suave, su maestría, y casi se enfadó consigo misma.
—Se sentirá mejor en un momento —dijo Flynn, irguiéndose.
—¿Qué?
Ella estaba perdida en sus pensamientos. Al oír decir aquello pensó que le había leído el pensamiento y que se refería a lo que ella había experimentado al sentir sus manos en su piel.
—¡Oh, sí! Gracias —pudo decir por fin.
—Le diré a Bertha que le traiga algo caliente para beber y algo para picar. Le aconsejo que luego descanse, que se duerma una siesta hasta la hora de la cena, a las ocho. Debe de estar muy cansada.
Ella lo miró. Otra vez se había transformado en un ser humano preocupado por su bienestar, y había dejado atrás al ser grosero que acababa de gritarle. —Gracias.
—De nada.
La idea de una siesta le gustó. Realmente no se sentía bien.
—Tiene bastante mal el tobillo. Por cierto, dese por contenta si puede andar dentro de un par de semanas.
—¡Un par de semanas!
—Ha tenido suerte de no romperse un hueso.
—Estoy segura de que podré caminar con el otro pie mañana si tengo cuidado. Estoy segura. Ya me siento mejor.
Él tardó unos segundos en contestar:
—Por suerte, hay unas muletas en casa. Bertha tuvo la mala suerte de caerse el verano pasado y tuvo que usarlas.
—¿Puede prestármelas?
—No hay problema.
—Gracias.
Flynn asintió y salió de la habitación.
Y en ese momento, Marigold se dio cuenta de que había perdido la oportunidad perfecta de decirle que no era Emma.