Capítulo 4

AL día siguiente, amaneció un día claro y brillante. Marigold se acercó a la ventana y descubrió, con alegría, que había solo unos seis centímetros de nieve. No obstante, el manto blanco que cubría los árboles y arbustos del jardín habían transformado el paisaje en una postal de navidad.

Alguien, probablemente Wilf, le había llevado a la habitación la maleta que estaba en el coche, y la había dejado en un rincón, pero la bolsa de aseo, con el maquillaje y los productos de belleza, se habían quedado en el asiento de atrás de Myrtle.

Se miró al espejo de la cómoda, y descubrió que se parecía a un pequeño oso panda. El día anterior solo se había aplicado un poco de rímel, pero si no se lo quitaba adecuadamente con una crema limpiadora, quedaba horrorosa. Y solo se había lavado la cara con agua y jabón antes de irse a la cama.

El tobillo seguía doliéndole, notó, cuando pensó en ir al cuarto de baño a la pata coja. Pero en el momento en que se levantó de la banqueta que había frente a la cómoda, se abrió la puerta y Bertha apareció con una bandeja con el desayuno.

—¡Oh, criatura! ¡Se ha levantado temprano y muy animada, parece! —exclamó, contenta, el ama de llaves, entrando en la habitación—. Creí que dormiría hasta que yo la despertara, con esa pastilla que le dio el señor Moreau. Cuando me disloqué la rodilla, me dio una de esas, y casi duermo veinticuatro horas. ¿Qué tal tiene el tobillo?

—No demasiado mal —mintió Marigold para poder irse cuanto antes.

—Me alegro. Bueno, métase en la cama de nuevo y desayune —dijo Bertha, como si Marigold tuviera cinco años en lugar de veinticinco—. Cuando termine de comer, tómese también los dos analgésicos que hay en la bandeja. Creo que el señor Moreau ha pensado que le hacen falta.

Tenía razón, pensó Marigold. Hasta el peso del edredón le molestaba.

No obstante, un buen desayuno, seguido de los analgésicos, y una ducha caliente, ayudaron a sentirse mejor a Marigold. Y además, encontró unas toallitas limpiadoras en el cuarto de baño, con lo que pudo quitar lo que le quedaba de rímel. También encontró una crema para la cara en el armario del baño. Se secó el cabello en la habitación y luego revolvió en su maleta para ponerse unos vaqueros limpios y un suéter. Así se sentía mucho mejor que cuando se había despertado.

Al menos su cara tenía algo de color natural ahora, pensó, mirándose de los pies a la cabeza, antes de marcharse de la habitación. Pero no podía calzarse el pie dañado, ni siquiera ponerse un calcetín. Daba igual, decidió mientras se volvía a colocar la venda en su lugar.

Descubrió que podía manejar las muletas un poco mejor al salir al pasillo. Pero casi se cayó al ver a Flynn aparecer de pronto, en la puerta de una habitación a la derecha del salón, hacia donde se dirigía ella.

—Buenos días —él sonrió.

Marigold hizo un esfuerzo por corresponder a su cortesía, y sonrió. Se había estado preparando para aquel momento todo el tiempo, pero eso no la salvaba de sentirse torpe cuando sucedía. Flynn llevaba unos vaqueros negros y una camisa vaquera a juego. Tenía abiertos los primeros botones de la camisa, y las mangas arremangadas, lo que revelaba unos brazos musculosos con una sombra de vello negro. Flynn parecía ocupar toda la puerta con aquel cuerpo masculino tan poderoso.

Probablemente no era su intención tener aquella apariencia tan intimidante, se dijo Marigold, pero tenía algo magnético. A pesar de su aire de persona distante, tenía algo seductor, que debía hacer que cualquier mujer se preguntase cómo sería hacer el amor con él.

—Buenos días —lo saludó Marigold—. Le agradezco nuevamente que haya sido tan amable ayer conmigo.

—No es necesario... —la miró y preguntó con un tono algo sensual—: ¿Cómo se siente?

—Bien.

Probablemente ya no estuviera enfadado con ella, y por eso empleara otro tono.

—Realmente, no hace falta que lo siga molestando. Si Wilf pudiera ayudarme a llevar todo a la cabaña, sería estupendo.

—Estoy seguro de que podremos arreglarlo de algún modo.

Marigold se sentía incómoda hablando con él. Y en cambio a Flynn se lo veía totalmente seguro y distendido, lo que a ella le molestaba.

—Gracias —sonrió forzadamente—. Lo esperaré en mi habitación entonces, ¿le parece bien?

—Sé que hemos tenido un mal comienzo ayer, Marigold, pero no muerdo, créame.

—¿Qué? —Marigold se preguntó si había entendido bien—. No sé qué quiere decir.

—Parece un gato escaldado cuando me ve. Y sé que su tobillo no está bien. De hecho, debe de dolerle bastante.

—En absoluto.

No estaba tan mal; realmente. Los analgésicos habían actuado ya.

—Aun si fuera la nieta de Maggie, sería bien acogida en mi casa hasta que mejorase —continuó Flynn, mirándola a los ojos—. Y puesto que no lo es, no tiene ninguna necesidad de salir corriendo como un ratón.

Marigold se puso rígida. Había sido hija única, y nunca había tenido a nadie a quien recurrir cuando las cosas se le ponían difíciles. Jamás había huido de ninguna situación o persona. Siempre había hecho caso al proverbio de agarrar al toro por los cuernos.

—Perdóneme, señor Moreau, pero creía que sus conocimientos eran de neurocirugía y no de psicología. Yo, en su lugar, dejaría el psicoanálisis casero para sí mismo.

Flynn achicó los ojos. No le había gustado el tono de su voz, pensó Marigold, pero habló suavemente cuando dijo:

—Entonces, ¿no me tiene miedo?

—¡Yo no le tengo miedo a nadie!

—Eso es bueno. Entonces, ¿le apetece tomar un café conmigo? Bertha siempre me trae una bandeja a esta hora.

Marigold lo miró. No había nada que le apeteciera menos, pero no podía rechazar su hospitalidad, así que asintió, aún a la defensiva.

Flynn se hizo a un lado para dejarla entrar en la habitación. Era su estudio, al parecer. Los libros cubrían las paredes, a excepción del ventanal que daba al jardín. El fuego estaba encendido en la chimenea de mármol negro, y frente a él, cómodamente tumbado en una mullida alfombra, estaba el gato a rayas que Bertha había echado de su suite.

Flynn le señaló un sillón de piel, frente a un escritorio de caoba lleno de papeles.

—Póngase cómoda.

«Cómoda» no era una palabra posible cuando se encontraba cerca de aquel hombre, pensó Marigold, mientras se sentaba, esperando que Flynn se sentara en la silla que había detrás del escritorio, donde evidentemente había estado trabajando. Pero él se quedó mirándola un momento, y luego se sentó en el borde del escritorio, frente a ella.

—Me gustaría que pasara aquí la Navidad. ¿De acuerdo? —dijo.

De acuerdo, no, pensó ella.

Pillo ronroneó mientras se ponía panza arriba, delante del fuego.

Flynn seguramente la vería como a una criatura más de los desamparados que había dejado la abuela de Emma. Sobre todo después de haberle contado la historia de Dean. ¡Oh! ¿Por qué se le habría ocurrido contársela?, se lamentó Marigold. ¿Y si pensaba que buscaba compasión?

—No puedo hacer eso, de verdad. Me ha dicho que tenía invitados en la casa...

—También he dicho que uno más daba igual —le recordó él.

—No obstante...

—No está en condiciones de quedarse sola en la cabaña, y usted lo sabe.

Evidentemente, la veía como a una pobre huérfana.

—No estoy de acuerdo —sonrió—. Tengo comida, calefacción... Me arreglaré con lo que tengo por unos días. Emma va a venir en cualquier momento.

—Entonces, ¿no puedo convencerla? —le preguntó él con voz seductora.

—No, no puede.

—Una pena.

Bertha golpeó la puerta en aquel momento y entró con una bandeja humeante con café y un bizcocho que parecía casero.

—Otra taza y otro platillo, por favor, Bertha, y le che y azúcar. Usted toma leche y azúcar, ¿verdad? Marigold asintió. Luego se sintió aliviada al ver que él se bajaba del escritorio, porque aquella postura le resultaba demasiado intimidante.

Bertha desapareció.

Marigold pensó en algo que decir.

—¿Así que vive aquí desde hace un par de años? ¿No está un poco apartado y lejos de Londres?

—Eso es lo que lo hizo atractivo cuando Peter decidió vender la mansión. Yo tenía una casa en Londres en ese momento, y aunque era muy cómoda, yo llevaba tiempo buscando algo así, solo que no había encontrado el lugar adecuado. Peter y yo hicimos la compraventa en unas semanas, algo que él necesitaba hacer. La única condición que me puso Peter fue que cuidara un poco de Maggie. El la quería mucho, y al poco de conocerla, me di cuenta de por qué.

—Estoy segura de que la familia de Emma no ha querido descuidarla... —empezó a decir Marigold.

Él la interrumpió con un gesto con la mano.

—No se moleste en decir tópicos...

¡Aquel era el hombre más rudo que había conocido en su vida! Alguna vez había oído decir que los médicos se consideraban superiores, y estaba a punto de creerlo.

Bertha volvió con la otra taza y el platito antes de que Marigold pudiera pensar en alguna respuesta.

Mientras tomaron el café, Flynn mantuvo una conversación amena y agradable, y Marigold pensó que le debía, al menos, unos minutos de su atención.

En cuanto terminó de desayunar, no obstante, se puso de pie con un poco de torpeza y dijo:

—Me iré, entonces.

Flynn se levantó.

—Muchas gracias por todo lo que ha hecho —siguió Marigold.

—Flynn.

—¿Qué?

—Mi nombre es Flynn —insistió, irritado—. Ha preferido evitar llamarme de cualquier modo, con tal de no llamarme por mi nombre, ¿no?

Ella lo habría llamado muchas cosas, pensó, pero se había tenido que reprimir.

—En absoluto —mintió Marigold.

De algún modo, el llamarlo Flynn cambiaba la situación, y una vez que lo hubiera dicho, si se encontraban otra vez, Dios no lo quisiera, no podría volver a «señor Moreau». Y ella necesitaba poner distancia con aquel hombre, mental y emocionalmente, tanto como físicamente.

Pero ahora no quería reflexionar por qué.

—«En absoluto» —repitió él sarcásticamente—. Lo ha dicho ya dos veces esta mañana, y las dos veces ha mentido.

—¿Cómo se atreve...? —Marigold lo miró—. No tiene derecho a hablarme de ese modo.

—Los derechos a veces no se dan, se toman —dijo con énfasis seductor—. ¿Con su prometido hacía lo mismo? ¿La obedecía siempre él?

—¡No puedo creer lo que me está diciendo!

—Porque eso no serviría con un hombre de verdad, mi dulce y pequeña guerrera —dijo él con serenidad, inmutable a la ira de Marigold, contrastando con la rabia que expresaba ella.

—Y usted es un hombre de verdad, ¿no es cierto?

—¡Oh, sí! —Flynn rodeó el escritorio y se paró delante de ella. La miró y torció la boca sonriendo sardónicamente—. Y un hombre de verdad es lo que usted necesita, Marigold. El fuego tiene que juntarse con el fuego si no quiere irse apagando y transformarse en cenizas, o peor aún, consumirse a sí mismo y a todo lo que lo rodea. Pero ocurre que cuando la mujer es una fiera, suele tener un hombre débil a su lado:

Marigold estaba furiosa. No le salían las palabras. Lo miró con los ojos llenos de fuego. Estaba colorada, y tuvo que aferrarse a las muletas. Al final, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, pero Flynn se le adelantó y se la abrió.

—Llamaré a Wilf para que traiga sus cosas, ¿no?

—¡Gracias!

Marigold vio que Flynn no podía disimular lo divertido que le resultaba todo aquello. Pero lo ignoró. Caminó como pudo por el pasillo y se dirigió a sus habitaciones. Abrió la puerta del pequeño salón con manos temblorosas. Estaba tan enfadada que no sabía si quería gritar o llorar.

Pero al final no gritó ni lloró. Se sentó a esperar a Wilf después de cerrar la maleta.

¡Ella no le había pedido ayuda! Bueno, era cierto que había esperado que la llevara a la cabaña de Emma cuando lo había visto en la carretera. Pero solo eso. No le había pedido que la llevara a su casa. Y menos que le diera su opinión sobre su vida.

Wilf golpeó la puerta a los diez minutos aproximadamente. Para entonces, Marigold se había tranquilizado un poco, al menos en apariencia.

Cuando acompañó a Wilf a la casa principal, Flynn estaba esperando en el vestíbulo. Mientras Wilf llevaba su maleta afuera, Marigold le dijo:

—Dele las gracias a Bertha de mi parte, por todas las molestias que se tomó conmigo, por favor.

—Desde luego —Flynn agarró una chaqueta de piel que había encima de una silla y abrió la puerta de entrada, que había quedado entreabierta, para que pasara Marigold.

—Cuando venga Emma, le pediré que le devuelva las muletas.

No le gustaba la idea de que él saliera a despedirla.

Flynn la acompañó y le dijo:

—Déjeme ayudarla.

La alzó y la sentó en el asiento del copiloto antes de que pudiera protestar. Luego rodeó el todoterreno y se sentó al volante.

—¿Qué hace? —preguntó ella, horrorizada.

—Creí que quería ir a la cabaña. ¿Ha cambiado de idea?

—No, no he cambiado de idea. Solo que creí que me llevaría Wilf.

—No sé quién le ha dicho eso. Por lo que recuerdo, solo le he dicho que Wilf llevaría su maleta al coche.

—Pero yo le he dicho...

—¡Ah! Pero yo no recibo órdenes, como le he dicho —respondió Flynn con satisfacción—. No suelo delegar en Wilf la responsabilidad de acompañar a mis invitados hasta su nuevo alojamiento, si puedo hacerlo yo. Wilf le llevará el coche en los próximos dos días, pero como no podrá conducir con el pie en ese estado, no creo que haya problema, ¿no?

Era razonable. Y Marigold se sintió como una niña pequeña encaprichada, que era lo que Flynn quería hacerla sentir.

El todoterreno llegó a la cabaña rápidamente.

Debía admitir que no le gustaba nada la idea de volver a entrar en aquella cabaña desolada y húmeda, pero por nada del mundo se lo hubiera comentado a Flynn.

Aparcaron frente a la pequeña puerta. Flynn la ayudó a bajar. Él mismo abrió la casa con la llave que le dio ella el día anterior para que Wilf pudiera ir a calentar un poco la cabaña.

El pequeño vestíbulo estaba caliente y acogedor ahora. Flynn abrió la puerta del salón. La habitación húmeda, fría y desagradable del día anterior se había transformado en un ambiente cálido y acogedor. El fuego crepitaba en la chimenea. Dos floreros con flores de colores le daban un toque hogareño. Parecía otro lugar, completamente distinto del que había visto el día anterior.

—Hemos puesto los radiadores día y noche, así que supongo que la factura de la electricidad aumentará un poco. Pero era necesario. Wilf se llevó los radiadores hoy. Pero el calor en el salón y en la habitación se mantendrá con las chimeneas.

—Está muy agradable.

Marigold estaba admirada de cómo podía cambiar un lugar con un fuego encendido y unas flores.

De pronto sintió que estaba viendo la cabaña a través de los ojos de la abuela de Emma, y su corazón se acercó a la mujer que había luchado tanto por permanecer en su casa.

Caminó torpemente hacia el dormitorio, donde encontró otra chimenea encendida, junto con sábanas limpias y una encantadora colcha bordada.

—Esta es una colcha de su casa, ¿verdad? —comentó Marigold, descubriendo otro florero con flores en la cómoda.

—No hacía falta allí. Bertha la tenía guardada —respondió él.

—¿Y las flores?

—Wilf tiene un par de invernaderos. Siempre le suministra flores a Bertha, y hay de sobra.

Marigold no era tonta, y sabía que, a pesar del tono distraído de Flynn al hablar de aquello, había sido él quien lo había organizado todo. Ella estaba agradecida, pero le inquietaba lo complacida que se sentía. Se dijo que Flynn habría hecho lo mismo por cualquiera que se hubiera encontrado en la carretera. No quería darle demasiada importancia. Acababa de salir de una relación desastrosa. No necesitaba otro terremoto emocional.

—¡Está tan distinta! No debió molestarse tanto, pero se lo agradezco. ¿Qué le debo por el combustible?

—¡No sea tonta! —dijo suavemente Flynn.

Marigold se sintió excitada. Lo miró y le dijo, consciente de su fuerte presencia masculina y de su propia fragilidad:

—Pero debo pagarle. No puedo... —insistió ella, débilmente.

Flynn le agarró los brazos y la besó.

Su beso fue como se lo había imaginado: suave y tentativo, al principio... Y como ella no hizo ningún intento de apartarlo, la besó más profundamente. Fue una invasión sensual, a la que reaccionó con suaves gemidos de placer.

—Tu pelo parece seda —murmuró él, agarrándole la cabeza y volviéndola a besar—. Tiene un color muy bonito. Nunca vi un cabello así, ¿sabes?

Marigold no pudo contestarle. Estaba mareada, estremecida, y asombrada frente al deseo que había despertado en ella con un solo beso. Jamás había sentido nada igual. Ni con Dean.

Flynn volvió a besarla, mordiendo suavemente y con maestría su labio inferior. La besó apasionadamente. Ella estaba apretada contra su cuerpo duro, y notó el resultado de aquel beso en Flynn. Este tenía una mano en su espalda, y con la otra le estaba acariciando la cara, el cuello y el hombro. Eran caricias suaves, sensuales, que la estremecían de los pies a la cabeza.

Era un maestro en aquello. Jugaba con pasión, dando y esperando recibir. Y Marigold se dio cuenta de que ella lo estaba besando con la misma intensidad.

Le acarició suavemente uno de sus pechos; luego el otro, antes de rodearle la estrecha cintura. Y luego, con un gemido profundo de protesta, dejó de besarla y la soltó muy lentamente, pero con cuidado de sujetarla.

—¿Ves? Fuego con fuego.

Marigold lo miró. Poco a poco fue recobrando la realidad y entonces se dio cuenta, horrorizada, de lo que acababa de ocurrir. No le gustaba aquel hombre. Apenas habían cruzado palabras amables desde que se habían conocido, y ella le había permitido... No quería recordar lo que le había permitido hacer.

El debía de haberse dado cuenta de lo que ella estaba pensando porque dijo con tono seco:

—No pasa nada, Marigold. Ha sido solo un beso.

No, no había sido solo un beso, pensó ella, humillada. Al menos, para ella, no. Había sido la experiencia más intensa de su vida y la que más le había enseñado de sí misma en sus veinticinco años. Si alguien le hubiera dicho que iba a perder la cabeza de aquel modo, ella se habría reído, pero había sucedido. Y no debía volver a suceder.

—Por favor, suéltame —dijo Marigold débilmente.

Flynn obedeció inmediatamente.

¿Qué habría pensado?, se preguntó Marigold. Un día le había contado que había ido a la cabaña de Emma a curar un corazón roto, y al siguiente prácticamente se había entregado a él.

—No voy a decir que siento haberte besado porque he querido hacerlo desde que te vi en la carretera —dijo Flynn—. Pero tampoco voy a fingir no haberme dado cuenta de que te gustaba.

Ella no iba a negarlo. Siempre se enfrentaba a las consecuencias de sus acciones.

Alzó la barbilla, lo miró y le dijo:

—Me gustaría que te fueras, pero primero debo pagarte la leña y el carbón.

—¡Ha sido solo un beso, por Dios! Entre dos adultos que lo han consentido, agregaría yo. Si hubiéramos acabado en la cama, podría comprender que te sintieras un poco... manipulada.

—Eso habría sido imposible. Apenas te conozco.

—Me llamo Flynn Moreau. Tengo treinta y ocho años. Soy soltero y bastante sensato —le dijo—. ¿Se me olvida algo importante para ti?

—Mucho.

—Entonces, tendremos que enmendarlo a su debido tiempo —dijo él seriamente.

—No lo creo.

¿Estaría interesado en ella? No podía creerlo. Los hombres como él, ricos, carismáticos y poderosos, buscaban rubias altas de piernas largas. Como Tamara. Mujeres de mundo que estuvieran al tanto de todos los cotilleos, que usaran la ropa adecuada y que tuvieran muchas relaciones sociales. Ella no era muy alta, tenía el cabello castaño, pecas en el verano, y no era bella. ¿Le apetecería una relación para pasar un período de vacaciones y simplemente ella estaba a mano?

—¿No? —sonrió él con ironía—. ¿Sigues pensando en lo que pudo haber sido?

Al principio, ella no comprendió a qué se estaba refiriendo. Luego se acordó de Dean, que jamás la había excitado como aquel hombre, y que en aquel momento le parecía un recuerdo remoto. Algo que la asustaba.

—No. No sigo pensando en lo que podría haber sido. De hecho, llevo un tiempo pensando que he tenido suerte en escaparme.

En realidad lo pensaba desde que Flynn la había besado.

—Pero ha roto la confianza que puedas tener en los hombres, ¿no?

Tenía razón, y la molestaba que no se hubiera dado cuenta hasta aquel momento, pensó Marigold, irritada. Seguramente a Flynn le habría encantado saber que ella admitía que era así.

—Lamento que pienses que esa pueda ser la única razón por la que no quiera conocerte más —dijo Marigold remilgadamente.

—Entonces, ¿no tengo razón?

Ella tomó aliento y respondió:

—No, no la tienes.

Flynn sonrió, con gesto depredador.

—Me alegro de que no seas una experimentada mentirosa, Marigold —dijo él, complacido—. Realmente no me gusta eso en una mujer. Hay un cobertizo pegado a la cocina, donde Maggie solía meter los pollos durante el mal tiempo. Wilf ha dejado leña allí, y carbón... De sobra para dos semanas... Tienes que encender la chimenea noche y día. Sabes cómo encender una chimenea, ¿verdad?

Ella no tenía ni idea, pero asintió.

—Por supuesto —contestó.

Flynn la miró burlonamente.

—El truco es mucho cisco un poco húmedo, junto con hojas de té y mondas de frutas; ese tipo de cosas. Intenta que el fuego tenga lo menos posible de aire. De ese modo, aún tendrás rescoldos por la mañana, después de que hayas recogido la ceniza en un cubo.

Un trabajo ideal para la criada de la planta baja, ¿no?, pensó ella. Luego se avergonzó de sí misma cuando Flynn agregó:

—Los comestibles que trajo están en los armarios, y el frigorífico está lleno. No hay congelador, me temo.

—De acuerdo. Gracias. Y ahora, ¿qué te...?

—Si me vuelves a ofrecer pagar, te lo aceptaré. Pero no será dinero. ¿Comprendes?

Ella estuvo a punto de protestar, lo miró a los ojos, y comprendió lo que quería decir. Su boca se cerró otra vez. Se alegraba de que él jamás se enterase del estremecimiento que había sentido al oír sus palabras.

—Toma esto cada seis horas. No más de ocho en veinticuatro horas —le advirtió, sacando un frasco de analgésicos del bolsillo—. Y no más de una copa de vino mientras los estés tomando.

Ella asintió, deseando que se marchase. Necesitaba estar sola para aclarar el torbellino de sentimientos que albergaba en su interior.

—Adiós, Marigold.

—Adiós —repitió ella, pero de pronto sintió el deseo irracional de pedirle que se quedase. Lo que era una locura, se advirtió, preguntándose si la volvería a besar.

No lo hizo.

¿Qué le pasaba?, se preguntó Marigold, irritada, mientras veía a Flynn marcharse de la cabaña. No podía sentir atracción por él. Y no quería que fuera así. No quería más complicaciones en su vida.

Lo acompañó a la puerta y lo vio atravesar el sendero lleno de nieve. Un sol invernal brillaba pálidamente encima de él.

Sus pasos eran sólidos, como él. Flynn era el tipo de persona que pocas veces se cruzaba en la vida de uno. Sería peligroso tener una relación con un hombre así.

Flynn había hablado de fuego con fuego; pero realmente no la conocía. Ella era una persona muy normal, que quería una vida muy normal: una familia, un hogar... con el hombre adecuado. Sobre todo, quería alguien que la amase, que fuera completamente suyo. Alguien que pensara que ella era maravillosa tal como era, y que jamás pusiera los ojos en una rubia alta de piernas largas y bonitas.

Observó al todoterreno alejarse de la cabaña. Flynn alzó la mano saludando brevemente. Y ella se metió en la cabaña y hasta que no se dirigió torpemente a la cocina, con intención de hacerse una taza de café para que la reviviese, no se dio cuenta de que estaba llorando.