Capítulo 5
MARIGOLD decidió no pensar más en Flynn Moreau.
El tenía el don de colarse por su mente y atraparla por completo. Pero con la radio a todo volumen y un libro en la mano, que hacía tiempo que se había prometido leer, lo estaba logrando.
Cuando Flynn se había marchado, Marigold había ido a la cocina y había encontrado los armarios y el frigorífico llenos de comida que ella no había comprado. Incluso había dejado algunos lujos que le habían sorprendido: Varias botellas de un vino tinto que costaba una fortuna, una caja enorme de bombones, un postre de merengue con nata y fresas que podía haber alcanzado para ocho personas, y muchas otras cosas.
Marigold lo contempló todo con una mezcla de inquietud y placer. Y cuando asomó la cabeza por la puerta del cobertizo, descubrió que había dejado un montón de leña y carbón, suficiente para dos meses.
De pronto se dio cuenta de que otra vez estaba pensando en Flynn.
Había tomado una copa de vino con la cena: un bistec con champiñones y tomates, y ahora se estaba levantando de la mesa para ir a la cama. El vino había sido muy distinto del vino barato que había bebido normalmente charlando con amigos, y aquello acentuaba más la diferencia de estilos de vida de ambos. Flynn debía de tener una bodega llena de vino caro, pensó, mientras se acostaba en su cama de sábanas limpias y perfumadas y colcha bordada. Por lo que recordaba del día anterior, la cama había estado cubierta de viejas mantas.
Había seguido los consejos de Flynn para encender el fuego, y en aquel momento las llamas crepitaban y proyectaban sombras en la habitación. Era una sensación agradable la de estar allí, arropada en la cama, pensó Marigold con sueño. Ahora comprendía por qué la abuela de Emma había hecho todo lo posible para seguir en su hogar. Una mano de pintura y una selección de muebles de entre los que atiborraban la cabaña, para lograr más luz, harían de aquel sitio un lugar perfecto, reflexionó. Había notado que había muebles muy bonitos en el salón, pero eran demasiados, y algunos de ellos estaban muy estropeados.
El dormitorio era realmente muy grande, aunque con tantos muebles no lo parecía. Con la cama solamente y un armario nuevo más pequeño, tal vez, podría quedar espacio para trabajar al lado de la ventana.
Marigold se incorporó en la cama bruscamente. De pronto se había dado cuenta de adónde conducían sus pensamientos. ¿Realmente estaba pensando en hacerle una oferta de compra a Emma por la cabaña? ¿Qué pasaba con los inconvenientes? ¿Y el aislamiento que suponía?
Se quedó mirando al vacío un rato, antes de volver a meterse en la cama. No, era una idea imposible. Aun si se olvidaba de los problemas prácticos, seguía estando Flynn. Su corazón se aceleró al pensar en la idea de que Flynn fuera su vecino más cercano.
No volvería a pensar en ello aquella noche. Se puso de lado, acomodó las piernas para que no le molestase el tobillo dolorido y cerró los ojos. Al día siguiente era Nochebuena. Estaba en una pequeña cabaña rodeada de nieve, con la despensa llena de comida y bebida y era agradable estar sola por una vez. Disfrutaría de su Navidad, un poco tranquila quizás, pero disfrutaría. Y no pensaría en nada más que en su siguiente comida y su siguiente copa de vino. A lo mejor, ni siquiera volvería a ver a Flynn Moreau...
Se durmió enseguida, y no se dio cuenta de que no se había acordado para nada de Dean y Tamara.
Al día siguiente, se despertó a las diez con unos golpes en la puerta.
Se sobresaltó al no saber dónde estaba. Se destapó y se levantó. Se puso la bata que se había comprado como regalo de Navidad. Le había costado muy cara, pero se sentía muy femenina con ella. Y desde que había sucedido lo de Tamara, necesitaba sentirse así.
Probó su peso sobre su pie dañado y al ver que la sostenía, caminó como pudo hasta la puerta, sin molestarse en usar las muletas, preguntándose si fuera estaría Wilf con Myrtle. Se quitó el pelo de la cara antes de abrir la puerta.
—Buenos días.
Estaba nevando otra vez, notó, mientras miraba un par de ojos grises.
—Buenos días —respondió Marigold.
—Te he levantado de la cama —Flynn no parecía sentirlo demasiado. Al contrario, sus ojos la estaban inspeccionando de un modo que parecían desnudarla.
—Sí —respondió Marigold.
No había derecho a que él estuviera tan sexy a esa hora cuando ella ni siquiera había podido lavarse los dientes, pensó Marigold.
—No me he molestado en poner el despertador.
—Te he traído algo —le señaló un pequeño árbol de navidad apoyado en el escalón del porche—. Acabamos de meter el que pondremos en la casa. Este estaba cerca y me pareció de un tamaño adecuado para la cabaña. Bertha ha encontrado algunas cosas para decorarlo. Está en un cubo. Tendrás que mantenerlo húmedo para que pueda volver a plantarse fuera cuando termine la Navidad.
—De acuerdo —respondió ella escuetamente. Sabía que no parecía demasiado agradecida, pero era demasiado consciente de su cabello, despeinado y su rostro sin maquillaje.
—¿Cómo está el pie?
—¿El pie? ¡Oh! El pie... Parece un poco mejor, gracias.
—Bien —la miró con un cierto brillo en los ojos y agregó—: No estás preparando café, ¿no?
Marigold se puso colorada. Después de aquella generosidad, no podía negarle una taza de café. Pero ella estaba tan desaliñada... Y él tan atractivo...
De pronto, descubrió un corte en su barbilla, producto de su afeitado.
—¿Marigold?
—¿Qué? —preguntó ella, dándose cuenta de que él había dicho algo que no había escuchado.
—He dicho que si es mucha molestia...
—No, por supuesto que no... Por favor, pasa. Puedes poner el árbol de Navidad en el salón, al lado de la chimenea, si no te importa... Es muy bonito...
—Sí, lo es, ¿verdad?
Cuando estuvieron en el salón, Flynn dijo como reprochándole:
—El fuego casi se ha apagado. Si tú te ocupas del café, yo puedo ocuparme del fuego —se quitó la chaqueta de piel y la dejó en el sofá—: ¿Has encontrado el viejo cubo que Maggie usaba para poner la ceniza caliente?
—Está en el armario de las escobas. Yo lo traeré —dijo Marigold.
Había encontrado el armario de las escobas en una especie de alcoba, en la cocina, el día anterior.
—Espera aquí —agregó Marigold.
La cocina era antigua y pequeña. La idea de Flynn y ella encerrados en un espacio tan pequeño, no le gustaba.
Fue a la cocina apoyando el pie dolorido cada tanto y abrió la puerta del armario. Agarró el cubo y, cuando se dio la vuelta, descubrió a Flynn detrás de ella.
—No deberías apoyar ese tobillo todavía. ¿Dónde están las muletas?
Flynn llevaba un par de vaqueros y un jersey viejo. Evidentemente se había vestido para la expedición a través de la nieve. No llevaba la ropa de diseño del día anterior. Sin embargo, aquellas prendas gastadas realzaban igualmente su masculinidad.
—Las muletas están al lado de la cama, supongo. Pero me arreglo sin ellas. Las puertas aquí son muy estrechas para un par de piernas extras...
—Son muy incómodas también para la gente de más de un metro ochenta. He tenido que hacer varias visitas a Maggie para aprender a bajar la cabeza.
Marigold sonrió forzadamente. El cuerpo de Flynn estaba tan cerca que podía oler su fragancia masculina, algo que la embriagaba.
El problema era que Flynn era un hombre tan turbador, que su sola presencia la inquietaba, aun cuando se comportase de manera amistosa.
Inconscientemente, Marigold usó el cubo como defensa frente a la cercanía de Flynn.
—Yo... Pondré a calentar el agua. Solo tengo café instantáneo, me temo. Maggie no tenía cafetera, al parecer.
—No, Maggie era una mujer de té y bizcochos caseros. Hay algunos cruasanes en la panera, además de unas rebanadas de pan casero de Bertha, por si me quieres invitar... Cuando uno trabaja al aire libre un rato, vuelve a tener ganas de desayunar.
—¡Oh, lo siento! Creía que habías desenterrado un par de árboles de navidad, no todo un bosque.
El sonrió.
—Cruasanes, entonces... —dijo ella. Supongo que sabes también dónde están las conservas, ¿no?
—En la parte izquierda del armario que hay debajo de la pila —respondió Flynn—. Y yo prefiero mermelada de grosella negra.
—Tendrás que comer lo que haya.
—Si no hay más remedio...
Flynn agarró el cubo y salió de la cocina. Ella pudo respirar otra vez.
—No se te ocurra caminar llevando una bandeja. Cuando termine con el fuego, vendré a buscar el desayuno —le gritó Flynn.
A las diez y media, Marigold estaba sentada frente al fuego, formando parte de una escena que contrastaba con la nieve que caía fuera y se veía por la ventana, comiendo cruasanes calentados en el enorme horno de la cocina. Flynn se comió cinco, y ella solo dos. Los de él rellenos de mermelada de grosella.
—¿Has probado alguna vez hacer tostadas sobre el fuego?
—¿Tienes hambre todavía?
—Yo quemo mucha energía —la miró por encima de su taza.
Encontraron un tenedor largo entre los utensilios de cocina colgados de la pared encima del fuego. Cuando Flynn cortó pan y lo puso a calentar en la chimenea, empezó a oler tan bien, que Marigold no pudo resistirse a la tentación de probarlo con un poco de mantequilla, aunque ya no tenía hambre.
El ambiente era muy acogedor y placentero, pensó Marigold. Flynn estaba agachado junto a la chimenea, haciendo su segunda tostada. Tenía un cuerpo magnífico...
Marigold casi se atragantó con una miga...
¿Cómo diablos había terminado así, vestida con su bata, compartiendo el desayuno con aquel hombre al que hacía solo dos días que conocía?, se preguntó Marigold. Pero la respuesta era que aquel hombre era Flynn Moreau, un hombre diferente, cuya casa era el mundo.
—¿Qué sucede?
—¿Qué?
—Estabas frunciendo el ceño.
—¿Sí?
Marigold le puso la excusa de su tobillo, y luego decidió que necesitaba una ducha y vestirse. —Adelante —le dijo él—. Yo fregaré los platos del desayuno y luego pondré el árbol de Navidad.
—No, no hace falta, de verdad...
La idea de estar desnuda en la bañera, estando Flynn en la cabaña, le resultaba insoportable. —Debes de tener mucho que hacer en tu casa... ¿No has dicho que tenías invitados que llegaban hoy?
—Más tarde —contestó él.
—Bueno, me gustaría darme un buen baño, sin prisas... Y no me sentiría cómoda sabiendo que estás esperándome... Me hará bien para el tobillo...
—De acuerdo —respondió él—. Supongo que no aceptarás mi ayuda para que te lave la espalda, ¿no?
—No.
—¡Qué pena!
Sí, lo era, pensó Marigold.
—Muchas gracias por el árbol de Navidad, y dale las gracias a Bertha por los adornos, ¿quieres?
—Puedes agradecérselo tú misma, más tarde —le dijo Flynn.
—¿Cómo?
—¡Oh! ¿No te lo he dicho? —abrió la puerta de la calle, y ella lo oyó decir: —Te recogeré a las seis esta tarde para la fiesta que doy en mi casa.
Flynn se estaba dirigiendo a su todoterreno. Se movía muy rápido.
—¿Flynn? ¡Flynn!
—¿Me llamabas? —Flynn se dio la vuelta.
—No puedo ir a tu fiesta. Sabes que no puedo.
—Yo no sé nada de eso —respondió él.
—Casi no puedo caminar, en primer lugar.
—Has dicho que tu tobillo estaba mejor.
—Pero no tanto como para ir a una fiesta —objetó Marigold.
—No tienes que bailar si no quieres.
Iba a haber baile entonces. Eso significaba ropa adecuada, pensó Marigold.
—No puedo ir. No tengo ropa adecuada. He venido aquí solo para estar unos días, por si se te ha olvidado. Y además, quería pasar una Navidad tranquila en la cabaña, frente al fuego.
Flynn movió la cabeza y preguntó: —Tienes veinticinco años, ¿no?
Marigold asintió. Los copos de nieve estaban cayendo en el felpudo del vestíbulo.
—Una chica guapa de veinticinco años no espera pasar una navidad frente al fuego como una vieja —dijo Flynn suavemente.
Su piropo le había llegado al alma, pero tenía que luchar contra aquella absurda satisfacción.
—Esta, sí.
—Vas a venir, Marigold. En cuanto a la ropa, no tienes que preocuparte. La gente que viene hoy puede venir vestida tanto con vaqueros como con vestidos de Dior—Flynn se había acercado a la puerta de la cabaña para hablar con ella. Extendió una mano hacia ella y la sujetó.
Ella se puso nerviosa ante aquel contacto y cercanía. Abrió la boca para objetar, pero él no la dejó. Le tapó la boca con un beso. Ella, en la confusión, no pudo defenderse, y él se aprovechó de aquel territorio sin defensa.
El beso fue ardiente y peligroso; alimentó un hambre de salvajes sensaciones. La apretó contra él de tal manera, que sintió una sensación más íntima que con cualquiera de las caricias que había compartido con Dean.
Aquello era como debía ser, pensó Marigold. Aquel deseo, aquella abrumadora necesidad de acercarse más y más...
Por primera vez en su vida, sentía que era una mujer, la mitad de un todo perfecto.
Su corazón latía intensamente, y cuando Flynn deslizó las manos por debajo de la bata y ella las sintió encima de la tela de su camisón, la carne que había debajo, firme y prieta, se estremeció sin remedio.
Marigold sintió que aquel extraño moreno y fuerte tenía el poder de transportarla a un mundo desconocido para ella. Era curioso, porque, a la vez, tenía la sensación de conocerlo desde el principio de los tiempos, de que siempre había sido parte de ella...
La fuerza de su deseo la asustó. Y en ese momento, sintió que él se apartaba.
—Estás fría. Ve a darte ese baño caliente. Te veré esta noche.
Marigold odió aquella facilidad con la que él podía pasar del fuego de su beso a un consejo casi profesional. Ella, en cambio, casi no podía hablar.
Y no lo hizo.
Luego, mientras estaba en la bañera, se regañó una y otra vez por su actitud.
Debía de estar loca, de verdad, para aceptar ir a aquella fiesta. Aunque en realidad no había aceptado, al menos con palabras. Pero él iría a buscarla a las seis, y no aceptaría su negativa.
Intentó prepararse para pasar una noche con mucha gente desconocida, que se conocería, ¡mientras ella sería no solo una extraña, sino una Cenicienta!
Se quedó en la bañera hasta que el agua estuvo casi fría. Luego, se secó vigorosamente. Su tobillo se estaba poniendo de varios colores, pero al menos no le dolía tanto, y la hinchazón había bajado un poco. Tendría que ir a la fiesta con la venda, pero creía que podría ponerse zapatos.
Se secó el cabello y se puso crema en el cuerpo. Había pensado que se sentiría triste en aquel día tan especial, pero realmente no estaba melancólica, e incluso podía decirse que sentía cierta excitación.
Con la bata puesta, Marigold revolvió entre su ropa para ver qué había. Realmente no había pensado en una ocasión como aquella. Solo se había preparado para cortes de luz y otros problemas del invierno, ¡no para una fiesta en una mansión!
Había llevado unos vaqueros negros caros, no porque pensara que fuese a usarlos, sino por si toda la otra ropa terminaba empapada debido a alguna catástrofe. Pero el vaquero no era muy adecuado para aquella fiesta, a no ser que pudiera conjuntarlo con algo elegante, lo que no era posible.
De pronto sus ojos descubrieron una cortina de encaje en la ventana del dormitorio. Debía de estar llena de polvo, pensó, intentando reprimir su entusiasmo. Pero era hermosa. Siempre llevaba un costurero de viaje... Podía hacerlo... Después de Navidad, compraría una hermosa cortina para compensar la que usara. Aunque lo más probable fuese que Emma ni siquiera se diera cuenta. Le había comentado que tal vez pagase a alguien para que fuera y se llevase todo: cortinas, muebles, alfombras...
Marigold se acercó a la ventana y tocó el encaje. En realidad, no le pesaba usar la cortina por Emma, sino por la abuela de Emma. Sus ojos se dirigieron a un portarretrato que había encima de la chimenea. Era una foto de una boda de una pareja joven, los abuelos de Emma. Marigold se acercó a ella y la miró detenidamente. Una joven sonriente y resplandeciente, vestida con un traje antiguo y con una cara muy, dulce, la miraba desde la foto en blanco y negro. «Úsala», le decía. «Lleva la frente bien alta. Hazles saber que tú eres una mujer con personalidad. Tú también habrías luchado para quedarte donde estás, ¿no?»
—Sí —dijo Marigold en voz alta.
Marigold tuvo una tarde muy ajetreada. Bajó la cortina y la lavó con cuidado. La secó en unos minutos, junto al fuego, y luego cortó la tela ayudándose de un patrón que dibujó en un viejo periódico mientras escuchaba villancicos por la radio. Cortó la tela y luego la prendió con alfileres. Quedaba muy bonita. Se la probó por última vez y la cosió.
Luego, se miró al espejo. Podría haber sido de Dior, de Versace o de Armani, pensó. Realmente tenía clase. Menos mal que había llevado un par de zapatos... Por supuesto que un par de sandalias hubieran ido mejor, pero sus zapatos no eran demasiado toscos, al menos. Y además, con el tobillo vendado, nadie esperaría que se pusiera sandalias.
Adornó el árbol de navidad cuando estaba anocheciendo. Con los adornos que le había enviado Bertha, quedaba muy bonito.
Marigold estaba tan contenta con la blusa que había hecho y con el árbol de Navidad, que a las cinco comió una pizza y bebió la copa de vino que le permitía Flynn. Había evitado tomar analgésicos, pensando en la fiesta, y había podido pasar sin ellos.
Después de comer, se concentró en el maquillaje y el cabello. Después de varios intentos de recogerse el pelo, se dio por vencida y se lo dejó suelto. Le caía, sedoso y liso sobre los hombros. Contrastaba con su piel blanca y sus ojos azules, y realzaba una belleza de la que ella no era consciente.
Se puso un poco de maquillaje, un poco de sombra de ojos y se aplicó rímel en las pestañas. Terminó con un toque de brillo en los labios.
¡Cuánto habría deseado medir unos centímetros más!, se dijo después de mirarse al espejo.
Se puso un par de pendientes, los únicos que había llevado.
Realmente aquella era una Nochebuena muy diferente de la que había imaginado en la cabaña...
Respiró profundamente, y se rogó calma.
¿Por qué la habría invitado Flynn a la fiesta? ¿Realmente estaría interesado en ella? ¿O solo se trataba de que era una novedad, o peor, sentía pena por ella?
Pero aquellos besos... no habían nacido de la pena. No tenía mucha experiencia en eso, pero aún ella podía distinguir entre la pena y una emoción mucho más fuerte: la del deseo.
¡No quería que la deseara!, se dijo. Pero la mujer que la miraba desde el espejo desafió aquel pensamiento.
Sintió pánico. Un hombre como Flynn debía de tener mujeres a montones. Tenía que controlarse, porque él no iba a perder el tiempo con ella. Lo único que tenía que hacer era demostrarle que no estaba dispuesta a pasar una Nochebuena de juegos amorosos. Después, no lo vería más.
Los golpes en la puerta de la cabaña interrumpieron su reflexión racional.
Se miró una última vez en el espejo.
Había descansado el tobillo todo el día y ahora notaba los beneficios de haberlo hecho. Pudo ir a abrirle, aunque le había costado ponerse el zapato.
—Hola —dijo él, mirándola.
Marigold se puso colorada al notar su mirada masculina.
—Hola —replicó, aparentemente tranquila.
—Estás hermosa —comentó Flynn.
Marigold se alegró de que él no llevase esmoquin. Su blusa no desentonaba con la ropa de sport que vestía Flynn, si bien esta última era de diseño. De pronto se preguntó qué pensaría Flynn si hubiera sabido que su top estaba hecho de una cortina.
—Gracias.
—Toma —extendió una mano que escondía a la espalda, y le dio una pequeña caja con un ramillete de dos orquídeas de color marfil a modo de broche—. Debí de tener un sexto sentido o algo así. Porque es el color perfecto.
—¡Oh, gracias! Son preciosas. No debiste molestarte...
Flynn sonrió. Sacó el ramillete y se agachó para prendérselo en el top.
—Wilf ha preparado uno para cada una de las damas invitadas esta noche, cortesía de su invernadero.
Al sentir su tacto, Marigold se estremeció.
Era ridículo, pero en cierto modo le había dolido saber que todas las invitadas de la fiesta recibirían el mismo regalo.
—Pero yo he elegido este ramo especialmente. Su color delicado por fuera y su intenso y violento color por dentro, me recuerda a ti.
Otra vez aquella idea de que ella era apasionada y fogosa...
Marigold desvió la mirada de él y la posó en la flores, cuyo perfume era un regalo para el olfato.
—Me siento muy halagada —respondió—. Sobre todo teniendo en cuenta que me llamo Marigold Flower. Nunca se me ocurrió compararme con una orquídea...
—¡Oh, no le estoy restando belleza a otras flores, créeme!
Flynn estaba muy cerca, muy, muy cerca, y a ella no le gustaba el modo en que reaccionaban sus terminaciones nerviosas. Se dio cuenta de que su reacción física escapaba a su control.
—Hay flores delicadas, como las caléndulas francesas, otras luchadoras, que pelean por sobrevivir al mismo tiempo que son hermosas. Por supuesto que prefieren un lugar tranquilo donde puedan tener sol. Pero cuando llega la adversidad y las tormentas, pueden crecer casi en cualquier parte...
Marigold sabía que estaba hablando de algo más que flores.
Marigold lo miró. Realmente su cumplido le gustaba, y aún más teniendo en cuenta que hacía escasas cuarenta y ocho horas que lo conocía.
Pero una vocecita en su interior le advirtió que no se dejase arrastrar por los halagos. Aquello no era más que un coqueteo, una conversación sin importancia dentro de la cual había un leve coqueteo, se dijo.
—Ciertamente sabes de flores.
—No, solo de variedades de caléndulas —FIynn la miró a los ojos.
Ella se estremeció sin saber por qué.
Él sonrió y dijo:
—Venga, los invitados se preguntarán dónde nos hemos metido. ¿Tienes un abrigo, un chal o algo así?
Ella solo se había llevado el chubasquero y el abrigo de lana; nada adecuado para aquella ocasión.
Volvió a la habitación a revolver entre su ropa. No le quedaba más opción que ponerse el abrigo de lana o congelarse. Decidió congelarse.
Vació el bolso de las cosas que tenía y metió la barra de labios y el peine. Se miró otra vez en el espejo. No estaba mal con aquellos vaqueros negros y el top de encaje.
FIynn había usado una tabla para limpiar de nieve la entrada de la cabaña y luego la había dejado apoyada en la pared. Así que el camino hacia su todoterreno no era problema.
Marigold miró el cielo antes de subir. Estaba claro de nubes de nieve. Estaba estrellado. La nieve había formado pequeños cristales en la superficie de la nieve caída sobre el paisaje. Era una hermosa nochebuena, pensó. Y ella la iba a pasar en compañía de Flynn Moreau.
Lo curioso era que había estado intentando reprimir una corazonada de que tal vez aquello tenía que suceder. Lo había intentado reprimir porque un hombre como Flynn tomaría aquello como un interludio, nada más. Y porque su sentido común le advertía que él era un peligro para su tranquilidad mental, y para su bienestar. Y si por un instante bajaba la guardia, lo lamentaría el resto de su vida.