Capítulo 3
MARIGOLD comió un sándwich tostado y un chocolate caliente que Bertha le llevó cinco minutos más tarde de que se marchase Flynn. Luego, debió de quedarse dormida inmediatamente, debido a los analgésicos que le había dado Flynn.
Se despertó al oír unas voces fuera de la habitación. Por un momento, no supo dónde estaba. Miró el fuego y la chimenea con expresión ausente. Pero un dolor en el tobillo le recordó lo que había sucedido.
Se incorporó en el sofá, y acomodó su tobillo.
La puerta se volvió a abrir.
La habitación estaba en penumbras. La iluminaba solo una lámpara en un rincón y el fuego de la chimenea. Así que cuando se encendió la luz, Marigold pestañeó como un búho sorprendido al ver a Flynn y al otro hombre que entró con él.
—Myrtle está a salvo en uno de los garajes— dijo Flynn—. Este es Wilf, por cierto. Wilf, te presento a la señorita Jones, la nieta de Maggic.
—No es ella —dijo el esposo de Bertha, un hombre pequeño y rudo, mirando confundido a Marigold.
—¿Qué?
—Esta no es la misma mujer que estuvo en el pub aquel día. La que tenía aspecto de yuppie, y que armó aquel lío, quejándose de que Arthur le estaba cobrando de más.
—Puedo explicarlo...
Flynn la interrumpió con voz de hielo.
—Podría presentarse, ¿señorita...?
Marigold tomó aliento y dijo:
—Me llamo Marigold —nunca le había gustado su nombre—. Marigold Flower.
—Bromea.
Le hubiera gustado estar de broma, pero no lo estaba.
—No. Mi nombre es Marigold Flower, de verdad. Mi madre... Bueno, es un poco excéntrica. Y cuando se casó con un Flower, aprovechó la oportunidad para ponerme el nombre de un tipo de caléndulas. Mi padre se alegró de que no fuera un niño. Le iba a poner otro nombre de flor, una flor azul que mi madre tiene en su jardín... —se calló al sentir la mirada de ambos hombres.
Después de un silencio incómodo, Marigold dijo:
—Encantada de conocerlo, y gracias por ocuparse de mi coche —le dio la mano a Wilf, que se inclinó y luego dio un paso atrás, como si tuviera miedo de que ella fuera a morder.
—Wilf, ¿podrías dejarnos a solas un momento a la señorita... Flower y a mí? Dile a Bertha que no queremos que nos interrumpan, por favor —dijo Flynn.
Wilf se marchó inmediatamente. A Marigold le habría gustado hacer lo mismo.
—Intenté decírselo. Varias veces... —dijo ella rápidamente.
—¡Sí, claro! —dijo él sarcásticamente.
—¡Lo he hecho! Pero usted disparó contra mí toda la artillería sin darme siquiera la oportunidad de abrir la boca.
—¿Insinúa que es culpa mía? Me ha mentido. Ha fingido ser alguien que no era y ha venido a mi casa bajo una identidad que...
—Yo no he querido venir a su casa. No sé si recuerda que no quería venir, pero al parecer usted no es capaz de aceptar un «no» por respuesta. Le pagaré por quedarme esta noche y por el carbón y la leña. Puedo irme a la cabaña ahora mismo... —intentó levantarse, pero el dolor la hizo caer en el sofá nuevamente.
—¡Quédese quieta! —le volvió a gritar Flynn.
El mismo pareció darse cuenta, porque cerró los ojos, respiró profundamente y dijo más calmado:
—Quédese quieta.
Marigold tuvo la impresión de que él no debía de perder los nervios muy a menudo, y de que el hecho de que lo hubiera hecho con ella era una cosa más en su contra.
—Yo intenté explicárselo —repitió ella temblorosamente—. Pero usted no quiso escucharme.
Él siguió mirándola. Hasta que por fin caminó hacia lo que parecía un mueble—bar de madera tallada, al otro lado de la habitación, cerca de la ventana. Se sirvió un coñac.
—Le ofrecería uno a usted, pero no puede beber si toma esos comprimidos —dijo él—. ¿Quiere zumo de uva, limonada, agua tónica...?
—Limonada, gracias —dijo Marigold, tratando de disimular el vuelco de su estómago.
Mientras él se ocupaba de su bebida, Marigold volvió a mirar la habitación. Era bonita, y se notaba que todo era caro y lujoso: La alfombra mullida color crema; los hermosos sofás y sillas en color menta pálido, la oscura madera de la librería y el bar...
—Tome —dijo Flynn, ofreciéndole la bebida.
Después de sentarse en una silla cerca de ella, tomó un largo sorbo de coñac. Luego se cruzó de piernas, se echó hacia atrás y dijo:
—Supongo que usted tendrá permiso para usar la cabaña ¿no?
—Por supuesto —dijo ella, indignada—. Trabajo con Emma.
Flynn asintió lentamente, y siguió mirándola, evidentemente, esperando que ella le diera una explicación.
Marigold lo miró. Tenía que darle una explicación, a pesar de que fuera un hombre tan arrogante y seguro de sí mismo.
—Trabajo con Emma, como le he dicho, y ella...
—¿Haciendo qué? —la interrumpió.
—¿Cómo?
—Ha dicho que trabaja con ella —repitió él impacientemente—. ¿En qué?
—Soy diseñadora —Marigold dudó, y luego, después de dudar, agregó—: Emma es la secretaria de la empresa. Es una empresa pequeña, somos solo ocho, contando a Patricia y a Jeff, los socios.
—¿Le gusta su trabajo?
—Sí, sí.
Flynn se había cambiado y se había puesto una camisa de seda de color azul.
Ella no pudo resistirse a mirarle el vello que asomaba en la abertura del cuello. Aquello, sumado a la forma en que estaba sentado, aumentaba su aura de masculinidad.
Marigold sorbió dos veces y siguió.
—Emma me ofreció la cabaña para pasar la navidad, y yo acepté. Fue... Fue una decisión poco meditada, supongo.
—¿Porqué?
—¿Por qué? —lo miró—. ¿Por qué, qué?
—¿Por qué una mujer tan atractiva como usted va a pasar la Navidad sola? No me diga que no tiene otras ofertas, porque no la creo...
Era un cumplido, suponía ella, pero su tono no la convencía del todo.
—Razones personales.
Le estaba muy agradecida, pero no pensaba contarle la historia de su vida a aquel extraño.
—¡Ah! —Flynn sorbió el coñac.
—¿Qué quiere decir con ese «¡ah!»?
—«¡Ah!» quiere decir que está huyendo de un hombre.
Ella había tenido que hacer un esfuerzo por no mirar sus vaqueros ajustados, pero aquella afirmación totalmente fuera de lugar fue como un jarro de agua fría en sus calenturientos pensamientos.
—No es así —declaró, enfadada.
¿Cómo se atrevía a hacer semejante suposición?
—¿No?
—No.
—Pero hay un hombre en el fondo de toda esta situación...
Marigold estaba indignada. Entre otras cosas, por estar en lo cierto. Se puso colorada.
—Tiene una cara muy expresiva —Flynn se puso de pie, sin impresionarle su furia lo más mínimo—. Debí imaginarme que no podía ser la nieta de Maggie.
—¿Porqué?
—Porque, por lo que me dijo Peter, la familia de Maggie es muy fría —afirmó Flynn—. Mientras que usted es todo fuego y pasión.
La última palabra quedó flotando en el aire, aunque él pareció no darse cuenta. Flynn volvió a atravesar la habitación y a rellenar su vaso. Luego regresó a su silla y a su turbadora pose masculina.
No era justo que un neurocirujano fuera tan sexy, pensó Marigold.
¿No se suponía que un hombre de su posición debía ser de mediana edad, calvo, casado y con hijos, e incluso nietos?
Se imaginaba el furor que causaría cuando entrase a trabajar... Con ese aire distante y frío... Parecía que nada podía sorprenderlo. Aunque ella lo había hecho.
—De acuerdo, venga. ¿Qué le hace gracia? —preguntó él al verla sonreír para sí.
—¿Hacerme gracia? No sé qué quiere decir.
—Como quiera... Entonces, ¿quién es el hombre culpable de que usted esté aquí?
—Yo no he dicho que haya un hombre —respondió Marigold.
—¡Ah! Pero no ha dicho que no lo hubiera...
Otro «¡Ah!», y le tiraría el vaso de limonada a la cabeza, pensó Marigold. Luego pensó que al fin y al cabo no volvería a verlo, así que, ¿por qué no contarle todo?
—Era mi prometido. Y en este momento está en lo que se suponía que sería nuestra luna de miel, con otra mujer. ¿Satisfecho?
Flynn pareció sorprendido otra vez. Se irguió en su asiento y dijo con tono sincero:
—Lo siento. Ese tipo es un imbécil, pero seguro que usted ya se ha dado cuenta.
Ella pestañeó. Había recibido muchas palabras de consuelo y condolencia desde que había roto con Dean y lo había mandado al diablo, pero ninguna como aquellas.
—Según algunas amigas comunes, al parecer, esta mujer no es la primera. Hemos estado juntos tres años, y yo jamás sospeché de él —sonrió—. ¿Lo que me convierte en qué?
—En una afortunada —respondió él secamente—. Por haberse deshecho de él, quiero decir. Podría haberse pasado la vida esperando que él creciera. Deje que otra se ocupe de hacer de niñera, y mientras, viva su vida.
Marigold pensó que tenía razón. Nadie se lo había dicho tan claramente. Aun cuando habían estado juntos, había sido ella quien había tirado de Dean siempre, la que había tenido que poner la fuerza por los dos. Dean no había crecido. Y aquel extraño se lo acababa de señalar.
Marigold alzó los ojos y lo miró. Sus ojos de mercurio parecían estar esperando que ella continuase.
—Se llama Tamara, la actual niñera —sonrió Marigold—. Una rubia guapa, alta, de ojos azules y piernas larguísimas, según dicen.
—¿Según sus amigos comunes, también?
Marigold asintió.
—Me parece que tampoco le vendría mal hacer nuevos amigos.
Ella había pensado lo mismo. Necesitaba un cambio. Aún estaba demasiado ligada a Dean en Londres. Tenían los mismos amigos desde hacía años, iban a los mismos restaurantes y pubs, hasta sus lugares de trabajo estaban cerca...
La cancelación de su compromiso la había hecho reflexionar mucho. Y había descubierto varias cosas: la primera, que podía sobrevivir sin que el centro de su vida fuera Dean. Dos, que de su grupo de amigos, había pocos a los que de verdad pudiera considerar tales. Tres, que de no haber sido por la boda con Dean, hacía tiempo que se habría marchado de la gran ciudad, ahora que tenía los contactos suficientes como para ponerse a trabajar por su cuenta. Cuatro, tenía que hacer algo por sí misma, ya.
Cuando volvió a mirar a Flynn, vio que él había achicado los ojos.
—¿Estaba a punto de decirme que me meta en mis asuntos? —preguntó él, sorprendiéndola.
—No, en absoluto.
Dudó un momento. Luego decidió contarle lo que había pensado, incluso lo de cambiar su estilo de trabajo.
La velada pareció tomar otro rumbo. Ella se sentía algo mareada. No sabía si debido a los calmantes o a encontrarse en aquella mansión con un hombre tan extraordinario.
Fuese como fuese, podía ser sincera; él sabía escuchar.
Flynn se cruzó de brazos y dijo:
—Hágalo.
En aquel momento entró el ama de llaves con dos muletas metálicas.
—Aquí están —dijo Bertha, contenta—. La ayudarán. Y la cena está lista. Si quieren pasar al comedor...
A Marigold le costó salir de la sala y llegar a una habitación que había al final del vestíbulo.
El comedor era una habitación tan impresionante como el salón. Lo antiguo y lo moderno volvían a combinarse exquisitamente.
La mesa era de madera tallada, inmensa, pero estaba puesta para dos, cerca de una chimenea de mármol de color hueso.
Marigold se dio cuenta de que iba a comer a solas con Flynn.
—No era necesario que... —empezó a decir.
—Siempre como aquí cuando estoy en casa —le respondió Flynn—. Bertha simplemente agregó un sitio.
¿Quería decir eso que normalmente comía solo?, se preguntó Marigold. Al parecer, era lo que había querido decir.
Toda aquella casa enorme, y aquel lujo... y comía solo. Luego se dio cuenta de que en ningún momento había pensado que pudiera estar casado. ¿Porqué?
Flynn le ofreció una silla.
—Solo puede tomar una copa de vino con esos comprimidos —Flynn le indicó la botella de vino tinto y la de vino blanco—. ¿Cuál prefiere?
—Tinto, por favor —respondió Marigold automáticamente.
Acababa de darse cuenta de por qué había imaginado que Flynn era un solterón. Tenía un aire solitario, una frialdad que parecía distanciarlo de las cosas. Debía de haber mujeres en su vida, por supuesto. No era un hombre asexuado, se le notaba, se dijo Marigold, pero seguramente no se involucraba afectivamente en las relaciones.
Pero, ¡qué ridícula era! ¡Si no sabía nada de él!
Y no era precisamente una autoridad en el tema de los hombres. Había salido con un chico antes de Dean, pero no había pasado del coqueteo y de apasionados besos de buenas noches. E incluso con Dean, ella le había propuesto que esperasen a la noche de bodas para tener una intimidad completa. Ahora, mirando aquello con la perspectiva del presente, se alegraba mucho de ello. ¡Hasta la limitada intimidad que habían compartido le daba asco ahora, al pensar que durante su compromiso Dean había tenido relaciones con otras mujeres!
—Por los encuentros casuales, y la identidad confundida —brindó Flynn, después de llenar su copa.
Marigold se puso colorada. Era la primera vez que Flynn nombraba el engaño de su identidad. Pero brindó. Y se alegró de que él se lo hubiera tomado tan bien.
Flynn fue una compañía agradable durante la cena: atento, ameno, con un sentido del humor algo seco y malévolo.
Bertha les sirvió una sopa de verduras, acompañada de pan casero. Luego comieron cordero con mostaza, y de postre una crema de chocolate con nata y fresas. Sus latas de judías no podían competir con aquella cena de Bertha.
Estaban tomando el café cuando su tobillo empezó a dolerle otra vez. Flynn le aconsejó tomar otro comprimido. Y aquella vez ella no se resistió.
De pronto sintió el cansancio de toda la semana, sumado al del día y a su pie dolorido. Además, había sido un tumulto emocional que había durado meses. Y ahora parecía caerle todo encima.
Cuando terminó el café, Flynn pareció adivinar su agotamiento físico, porque dijo:
—Tiene que irse a la cama y dormir por lo menos nueve horas, jovencita. Bertha le mostrará su habitación. Está en la planta baja, así que no tendrá que subir escaleras.
Flynn se levantó, y como si hubiera movido una varita mágica, Bertha apareció en aquel instante.
Flynn la ayudó a levantarse y le colocó las muletas debajo de los brazos. Su contacto fue como una sensación eléctrica, lo que la hizo enfadarse consigo.
Sonrió y le agradeció la cena y su hospitalidad.
—De nada —contestó él.
Ella lo miró un momento. Se dio cuenta de que en ningún momento se había disculpado por hacerle pensar que era Emma. Y debía de haberlo puesto en ridículo delante del marido de Bertha.
—Yo... Lo siento. Lamento lo de antes —se puso colorada—. Debí explicarle la situación apropiadamente en lugar de dejarlo pensar que era Emma.
Él sonrió, con aquella sonrisa devastadora.
—Debí darme cuenta antes.
—¿De qué?
—De que no tenía que hacer caso a mi cerebro, en lugar de a mi intuición.
Ella no comprendía, y él debió notarlo.
—La Emma de la que he oído hablar parece una señorita moderna y arrogante con un alma menos sensible que la de una Barbie. La chica que encontré en la carretera no correspondía a esa descripción.
Marigold lo miró, sorprendida por aquel cumplido inesperado. Pensó qué podía decir, pero su cerebro no respondió.
—Gracias.
—Buenas noches, Marigold —le dijo él.
Ella se estremeció con solo oírlo.
—Buenas noches —empezó a moverse con las muletas hacia la puerta que Bertha le estaba sujetando. Manejar las muletas era más difícil de lo que había imaginado.
Cuando llegó a la puerta, se dio la vuelta y dijo:
—Estoy segura de que mañana estaré lo suficientemente bien como para irme a la cabaña. ¿Le importaría decirle a Wilif si puede llevarme? No quiero causarle molestias. Usted debe de tener planes para Navidad.
—Vienen algunos invitados en nochebuena —respondió Flynn—. Siempre traemos un árbol de Navidad y lo adornamos por la tarde, y decoramos la casa. Puede sumarse a los preparativos, si quiere, si aún está aquí para entonces.
—Seguramente estaré bien mañana, pero gracias de todos modos —se dio la vuelta y siguió a Bertha por el corredor.
Cuando Bertha la acompañó a la habitación, Marigold pensó que al día siguiente se marcharía, fuese como fuese. Quería estar sola. Leer, descansar, comer, dormir, y beber cuando quisiera.
—Esta es su habitación. Como ve, es más bien un pequeño apartamento —agregó Bertha—. Creo que el antiguo dueño la construyó para su madre, que vivió con ellos un tiempo antes de morir. Es cómoda para cualquier invitado al que no le gusten las escaleras. He encendido un fuego y... ¡Oh, tú!
El cambio de tono hizo que Marigold se sobresaltase y casi tirase las muletas. Cuando alzó la mirada, descubrió a Bertha con un gato en brazos. El animal había estado durmiendo encima de una alfombra, delante de la chimenea de lo que parecía un pequeño salón.
Bertha siguió regañando al gato, y lo echó fuera.
—Mis gatos no se meten aquí. Pero este aprovecha cualquier oportunidad que tiene para colarse en las habitaciones —dijo el ama de llaves cuando entró nuevamente en la habitación.
La mujer parecía no estar de acuerdo con las costumbres del animal.
—¿De quién es ese gato? —preguntó Marigold.
—¡Oh! Era de Maggie —respondió Bertha—. La abuela de Emma. El señor Moreau se enteró de que los animales iban a ser sacrificados y los trajo aquí.
—¿Todos? —preguntó Marigold, asombrada, recordando los pollos, y la vieja vaca.
Bertha asintió.
—Todos. El viejo Flossie, el collie de Maggie, no es problema. Le ha tomado cariño a Wilf y lo sigue a todas partes. Y los pollos y la vaca están afuera, en el prado, y se meten en el granero cuando nieva, ¡pero el gato! —agitó la cabeza—. ¡Se toma unas libertades! Maggie lo llamaba Pillo, y lo es por nombre y por naturaleza.
Bertha siguió contándole mientras abría una puerta que daba a la habitación propiamente dicha. Era enorme. Tenía un cuarto de baño incorporado, un aseo pequeño, y una cocina pequeña. Era como una casa pequeña, muy cómoda y acogedora, del tamaño del piso de Marigold en Londres.
Cuando Bertha se fue, Marigold se quedó mirando la estancia.
Al parecer, Flynn tenía mucho dinero. Pero también tenía un lado tierno, como lo demostraba su actitud con los animales de Maggie.
Entró en el dormitorio y se hundió en el edredón.
¿Tendría novia Flynn? ¿Habría estado casado alguna vez?
Se dio cuenta de que no sabía nada de él, mientras que él le había sacado muchas cosas a ella durante la cena. Ni siquiera sabía qué edad tenía. Aunque por su profesión suponía que tendría más de treinta años, tenía un físico musculoso por el que podrías echarle entre veintitantos y cuarenta y pocos años.
Marigold frunció el ceño. ¿Qué estaba haciendo? La vida amorosa de Flynn no era asunto suyo. Cuando se marchase al día siguiente, no lo volvería a ver.
Se recordó eso varias veces mientras se preparaba para irse a dormir.
Pero cuando se acostó, se durmió inmediatamente, a pesar de su tobillo hinchado.