Atrapada en Navidad
Helen Brooks
Atrapada en Navidad (17.12.2003)
Título Original: Christmas at His Command (2002)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Bianca 1460
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Flynn Moreau y Marigold
Argumento:
Tendría que superar la tentación que suponía estar atrapada con un hombre tan sexy.
Marigold estaba deseando pasar las fiestas en la casa de campo de sus amigas... ¡sin un solo hombre a la vista! Pero una lesión en un tobillo la dejo al cuidado de su arrogante vecino, el guapo cirujano Flynn Moreau.
Flynn se hizo cargo de todo en insistió en que Marigold se quedara con él. Y allí se encontraron pasando las Navidades los dos solos, en aquella enorme casa, mientras la nieve caía incesantemente al otro lado de la ventana. Una tormenta casi tan fuerte como la atracción que había surgido entre ellos.
Capítulo 1
— ¡OH, no, por favor, no me hagas esto! —Marigold cerró los ojos y los volvió a abrir, frente a los mandos del coche—. ¿Qué me haces, Myrtle? ¡Estamos a kilómetros de cualquier sitio y el tiempo está horrible! ¡No puedes tener un berrinche ahora! ¡No te enfades porque te haya llamado gruñona!
El viejo coche ni siquiera tosió como respuesta. Al contrario, sus ruedas parecieron hundirse más en la nieve que cubría la carretera. El viejo motor llevaba media hora renqueando y acababa de pararse por completo.
Marigold miró la nieve de la luna delantera. Se haría de noche en una hora. ¡y allí estaba ella, atrapada en un lugar desconocido! No se podía quedar en el coche. Se congelaría si no aparecía nadie, y desde hacía un rato no veía ni una casa, ni ningún otro sitio que indicase vida humana.
Extendió la mano y agarró del salpicadero el papel con las indicaciones para llegar a Sugar Cottage, preguntándose si habría tomado mal alguna desviación. Pero no, no era así. Emma le había advertido que la cabaña estaba apartada, algo que había sido un atractivo para ella, que quería aislarse del mundo.
Volvió a mirar las indicaciones. Frunció el ceño al ver cuánto trayecto le quedaba aún por recorrer por el campo. El último edificio que había visto había sido aquel viejo bar que había pasado a unos quince kilómetros de allí. Luego había conducido unos tres kilómetros más antes de salirse de la carretera principal y adentrarse en el campo, y unos kilómetros por aquel camino rural tan malo. ¿Estaría muy lejos de Sugar Cottage? Fuese como fuese, no le quedaba más remedio que empezar a caminar.
Suspiró y miró el asiento de atrás. Sus botas de agua y su chubasquero casi hasta los pies, estaban en su vieja mochila de la universidad. También había puesto una linterna cuando Emma le había dicho lo aislada y alejada que estaba la cabaña del camino. Emma había mostrado preocupación por los problemas del suministro eléctrico, algo frecuente en invierno, al parecer. Y además, podría hacerle falta para llegar al coche desde la casa, había pensado. Pero ambas habían supuesto que encontraría la cabaña.
Había una mansión al otro lado del valle, le había dicho Emma, pero básicamente, la pequeña cabaña de Shropshire, que en la última primavera había heredado de su abuela , estaba lo suficientemente apartada como para sentirse aislada del mundo. Y eso, se dijo poniéndose el abrigo y el chubasquero, valía una tormenta de nieve. La cabaña no tenía teléfono ni televisión, le había dicho Emma cuando se la había ofrecido para navidad. ¡Su abuela se había opuesto a que entrasen en su casa esos inventos modernos! La mujer había criado pollos, y había horneado su pan, y después de morir su marido, se había quedado sola en la casa hasta que había muerto, durmiendo pacíficamente, a los noventa y un años de edad.
Con las botas de lluvia puestas y el chubasquero, Marigold vació la mochila y volvió a llenarla con unas pocas provisiones. Tendría que dejar la maleta y todo lo demás por el momento, se lamentó. Si era capaz de llegar a la cabaña esa noche, al día siguiente se ocuparía de todo lo demás. Era una pena que se hubiera dejado olvidado su teléfono móvil en su apartamento de Londres, pero se había dado cuenta de ello cuando ya había hecho tres cuartas partes del camino.
Antes de salir del coche, se metió en el bolsillo el papel de las indicaciones para llegar a la cabaña. Salió del vehículo y cerró la puerta con llave.
Encontrar la cabaña en medio de una tormenta de nieve no era nada comparado con lo que había vivido en los últimos meses, pensó. Y, al menos, sería una navidad distinta, muy diferente de la que había planeado con Dean. Seguramente, Tamara y él se estarían bronceando en las playas del Caribe en aquel momento, un viaje que ella misma había elegido con Dean, cuando todavía estaban juntos. Todavía no podía creer que Dean estuviera haciendo con Tamara el viaje que tendría que haber sido la luna de miel de ambos. Además de todas las mentiras y engaños, esa había sido su última traición.
Hubiera querido ir a estrangularlo al enterarse, pero se había reprimido. Desde que habían tenido aquella acalorada discusión en que ella se había enterado de la existencia de la otra mujer, le había dicho lo que pensaba de él y le había tirado el anillo de compromiso a la cara, había mantenido una actitud fría y digna.
Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordarlo. Pero decidió no volver a llorar. Lo había decidido hacía un par de semanas y no lo haría.
No quería saber nada del sexo opuesto, y si Emma ponía a la venta la cabaña en el nuevo año, tal vez le hiciera una oferta.
Marigold empezó a caminar, perdida en sus pensamientos, apenas consciente de los copos de nieve que caían. Desde la ruptura con Dean, al final del verano, estaba pensando que necesitaba un cambio de vida.
Había nacido y crecido en Londres. Allí había ido a la universidad, donde había conocido a Dean, en su último año de Arte y Diseño. Cuando había terminado la carrera, había encontrado un buen trabajo en una pequeña empresa que se especializaba en diseño gráfico. Al principio se había dedicado a los pósters, sobre todo, y a trabajos similares. Luego, cuando la empresa había diversificado su negocio con todo tipo de tarjetas de felicitaciones, le habían encargado a ella la nueva aventura. Dean le había propuesto casarse hacía un año, por lo que ella había pensado que su futuro estaba completamente decidido. Hasta que Tamara Jameson había aparecido en escena.
Ahora fantaseaba con poner un pequeño estudio en algún sitio, donde pudiera trabajar como freelance para su actual empresa. Lo había hablado con ellos, y estaban de acuerdo. Luego intentaría trabajar para otras empresas.
—¡Ay! —exclamó Marigold.
Como si el pensamiento en la otra mujer hubiera conjurado al demonio, Marigold se resbaló en un bache, y se cayó. Cuando intentó levantarse, se torció el tobillo, olvidándose por completo de lo que estaba pensando.
Había caminado con dolor durante diez minutos cuando oyó el ruido del motor de un coche. Todavía había luz, pero no obstante buscó su linterna, y se hizo a un lado en la carretera. No podía dejar escapar aquel coche.
El todoterreno cortaba la nieve con la nobleza que le correspondía, contrastando con su pobre Myrtle. Su conductor la vio y empezó a frenar incluso antes de que ella agitase la mano y encendiera la linterna.
—¡Oh, gracias, gracias! —exclamó Marigold; casi se volvió a caer mientras caminaba torpemente hacia la ventanilla abierta del conductor—. Se me ha roto el coche, y no sé cuánto camino me queda... Además, me he caído y me he torcido un tobillo...
—De acuerdo. ¡Cálmese!
No fue el tono frío de su voz lo que detuvo a Marigold, sino la imagen de aquel enorme hombre moreno sentado detrás del volante. Era apuesto, aunque con un estilo duro y desaliñado, pero fueron sus ojos grises los que la dejaron sin habla.
—Supongo que ese es su coche, así que no puede ir más que a Sugar Cottage...
—¿Sí? —Marigold lo miró, sorprendida—. ¿Por qué?
—Porque es la única otra casa en el valle, aparte de la mía —contestó él—. Así que debe de ser Emma Jones, la nieta de Maggie...
—Yo... —intentó hablar Marigold.
—Me dijeron que vino una vez a ver la cabaña, cuando yo estaba fuera. Lamento no haberla visto entonces.
Sus palabras parecían amistosas, pero el tono de voz, hostil. Siguió hablando:
—Yo me prometí después de aquella ocasión que si alguna vez tenía la oportunidad de...
—Mire, ¿señor...?
—Moreau —contestó con voz de hielo.
—Mire, señor Moreau, creo que tengo que explicarle...
—¿Explicar? ¿Explicar qué? ¿La razón por la que a ninguno de su familia, incluida usted, le pareció apropiado visitar a una anciana en los últimos meses antes de su muerte? ¿Se suponía que le alcanzaba con una o dos cartas al año, y una llamada a la tienda del pueblo que le suministraba comestibles todas las semanas? Los mensajes nunca pueden compararse con las visitas, señorita Jones. ¡Oh! Sé que Maggie podía llegar a ser una persona difícil, recalcitrante y obstinada a veces, pero, ¿es que ninguno de ustedes fue capaz de darse cuenta que detrás de esos rasgos se escondía un espíritu independiente y orgulloso? Era una anciana. ¡Noventa y dos años! ¿Ninguno de ustedes tuvo la sensibilidad suficiente como para darse cuenta de que detrás de su terquedad pedía a gritos que la quisieran?
—Señor Moreau...
—Pero era más sencillo y más fácil tacharla de inaguantable —dijo el hombre, furioso—. De ese modo todos ustedes podían seguir con su cómoda vida, con la conciencia tranquila.
Marigold empezó a enfadarse, no solo porque aquel hombre arrogante no le dejaba decir una sola palabra, sino porque no la dejaba explicarle quién era.
—No comprende. Yo no soy...
—¿Responsable? —la interrumpió mirándola implacablemente—. Es una buena excusa para no hacerse cargo de la situación, señorita Jones. Ahora puede venir con ese aire de mujer indefensa en esta situación, pero no me engaña. Mientras, se está planteando cuánto puede sacar por la venta de la casa de su abuela, una casa por la que la pobre mujer luchó con uñas y dientes. Podría pensar en la sangre, el sudor y las lágrimas que supuso para su abuela quedarse aquí toda su vida. Porque hubo lágrimas, se lo puedo asegurar. Causadas por usted y por el resto de su familia.
—¡No tiene ningún derecho a hablarme así! —exclamó Marigold, a punto de pegarle ya.
—¿No? —preguntó él con una voz más suave, pero con un tono más profundo y turbador que el de dureza que había empleado antes—. ¿Entonces no quiere vender el orgullo y la alegría de Maggie? ¿El hogar por el que luchó tanto?
Marigold abrió la boca para contestar, pero entonces se dio cuenta de que eso era exactamente lo que Emma estaba planeando hacer.
—¿Cómo puede alguien como usted tener la misma sangre que esa valiente mujer? Le diré una cosa: usted y el resto de su familia no le llegan ni a la suela de los zapatos.
Marigold lo miró por entre los copos de nieve. Estaba a punto de decirle que no tenía la misma sangre, que de hecho, no tenía ningún parentesco con la abuela de Emma, pero entonces decidió que pensara lo que quisiera. ¡Era un tipo arrogante! Prefería pasar toda la noche a la intemperie que aceptar la ayuda de aquel hombre o explicarle que era todo un malentendido. El individuo era un chulo, fueran cuales fueran los hechos que había detrás de lo que decía. Él sabía que ella había tenido que abandonar su coche y que se había hecho daño en el tobillo, no obstante, estaba decidido a soltarle un sermón. Bueno, no pensaba explicarle nada. Podía marcharse en su estupendo coche si quería.
—¿Se ha quedado sin palabras, señorita Jones? —le preguntó él.
—En absoluto —Marigold se irguió—. Lo que me estaba preguntando era si valía la pena gastar saliva en contestar a un individuo tan desagradable como usted, simplemente.
—¿De verdad? —sonrió el hombre afectadamente—. ¿Y qué ha decidido?
Ella lo miró un momento con los ojos encendidos de rabia, y luego se dio la vuelta y siguió caminando por la carretera, tratando de no cojear, a pesar del dolor de su tobillo, que parecía haber aumentado después de haberlo dejado descansar un momento.
Oyó el motor del coche, y pensó que el extraño saldría a toda prisa salpicando nieve en todas direcciones, y al ver que el vehículo avanzaba a su lado, manteniendo su paso, Marigold se mordió el labio, pero no quitó sus ojos del paisaje que tenía frente a ella.
—Dice que se ha caído y se ha torcido el tobillo... —dijo el hombre.
Ella lo ignoró y reprimió sus lágrimas de autocompasión.
—Suba —siguió el extraño.
Marigold no le hizo caso.
—Señorita Jones, le diré que tiene usted mucha suerte de que justamente hoy tuviera una cita y me viese obligado a salir esta mañana. No hay ninguna posibilidad de que aparezca otra persona por esta carretera y la cabaña está al menos a un kilómetro y medio de aquí. ¿Necesita que le diga algo más?
—Piérdase —dijo ella entre dientes.
Hubo un momento de silencio, y luego él siguió diciendo:
—De los dos, me parece que es usted quien tiene más posibilidades de perderse, diría yo —agregó con un tono algo divertido—. Suba al coche, señorita Jones. Supongo que es desagradable que le digan la verdad toda de golpe, pero creo que es lo suficientemente mayor y fuerte como para soportarla.
—Preferiría morirme congelada que aceptar que usted me lleve —Marigold giró la cara un segundo y se encontró con sus ojos de plata.
—No sea ridícula.
—Bueno, ya tiene algo más que agregar a su lista de insultos, ¿no?
—Suba al coche.
Marigold estaba indignada. Al parecer, aquel desgraciado se creía que podía ordenarle cosas. Le daba igual que la hubiera confundido con Emma, que ella no supiera los detalles del asunto familiar del que él le hablaba, pero había visto que ella necesitaba ayuda, y la había dejado allí, de pie en la nieve, aguantando un sermón.
No pensaba aceptar su ayuda bajo ningún concepto.
—No me obligue a que la haga entrar al coche.
—¿Y cree que podría hacerlo?
—¡Oh, sí!
Marigold estaba furiosa.
—Su abuela era una mujer extraordinaria.
Marigold lo ignoró por completo.
—Es por ella por lo que no dejaré que se muera congelada, aunque se lo merezca. Usted es la nieta de su único hijo...
—¿Cómo se atreve? —ella lo miró con ojos asesinos.
Él la miró un momento. Luego suspiró, irritado, antes de salir del vehículo bruscamente.
La tomó por sorpresa, y en un segundo la alzó en brazos como si no pesara nada.
—¿A qué está jugando? ¡Bájeme inmediatamente! —exclamó ella, furiosa, tratando de soltarse.
—Quédese quieta —respondió él, impacientemente.
Rodeó el vehículo y la dejó en el asiento de atrás del coche. Ella intentó salir inmediatamente, haciéndose daño en el pie herido, por lo que gritó de dolor.
—Señorita Jones. Tengo una soga en la parte de atrás del coche, y le aseguro que no me importará atarla para que se quede quieta, ¿de acuerdo? —dijo él, tensamente—. Se quedará sentada ahí hasta que lleguemos a la cabaña de Maggie. Entonces, en lo que a mí respecta, habré cumplido con mi deber, y me habré deshecho de usted al mismo tiempo.
—¡Es usted despreciable! —fue lo único que Marigold atinó a contestar.
Aquel hombre debía de medir un metro noventa, y su complexión fuerte y musculosa la había convencido de que no podría oponerse a él. Además, tenía algo que lo hacía agresivamente atractivo.
Tenía la cara bronceada, las cejas oscuras, el cabello negro cayéndole sobre la frente. Era... Bueno, era realmente impresionante, pensó Marigold, después de que él hubiera cerrado la puerta.
Marigold lo observó caminar rodeando el coche, antes de sentarse al volante.
—¿Ha pedido que le lleven la comida y la gasolina a la cabaña?
No, porque Emma no le había dicho nada cuando le había ofrecido la cabaña después de oírle decir que no le apetecía nada pasar las navidades con la familia. Solía haber mucha gente en su casa para esas fechas. Pero en vista de su compromiso roto y la cancelación de su boda, la idea no le gustaba. Seguramente, a hurtadillas, se compadecerían de ella.
—¿Por qué no les dices que tienes la oportunidad de ir a una cabaña donde hay chimenea y esas cosas típicas de navidad? —le había sugerido Emma, después de ofrecerle la cabaña, cuando ella le había dicho que sus padres esperaban que pasara las Navidades con ellos—. Comprendo que no les guste la idea de que estés sola en tu piso, pero si les dices que vas a estar fuera con una amiga... De todos modos, yo pienso ir un par de días para hacer una lista de muebles y otras cosas de la casa. Así que no será totalmente una mentira —había agregado Emma.
—No, no he pedido nada de eso —respondió Marigold a Moreau.
—¿Y cuánto hace que se utilizó la cabaña por última vez?
—Recientemente.
—¿Recientemente se refiere a meses o semanas? —insistió él.
Ella le habría dicho que se metiera en sus asuntos, pero en vista de las actuales circunstancias, le pareció inapropiado. Recordaba que Emma había dicho que la cabaña podría estar un poco fría y húmeda en invierno, porque solo había estado en los meses más cálidos.
—Meses.
Él asintió y no dijo nada más, y se concentró en la carretera que tenía delante.
Marigold, en el fondo, se alegró de no seguir luchando con una tormenta de nieve, y sintió un poco de culpa. Pero enseguida se dijo que no tenía que sentirla, puesto que él le había hablado de malos modos. Y no era excusa que creyera que era Emma, o que respetase y apreciara a su abuela, para dar por hecho todas esas cosas y lanzarse a decírselas.
Marigold lo miró, consciente de que le estaba mojando el coche con la ropa y que la nieve de sus botas se había derretido y había formado un charco a sus pies.
El hombre tenía unos rasgos duros, como si hubieran sido tallados en una roca. No parecía humano. De pronto se dio cuenta de que estaba totalmente a su merced, y tragó saliva. Entonces no le pareció tan mal la idea de unas navidades ruidosas y alegres en la casa de sus padres.
—No se ponga nerviosa. No sería capaz de tocar a una nieta de Maggie, por si se le están pasando por la cabeza pensamientos de violación o algo semejante.
Marigold se incorporó en el asiento, con la cara colorada.
—Nada más lejos de mi pensamiento —mintió.
—Hmm... —respondió él, escéptico.
Marigold decidió callarse. Pronto estaría en la cabaña y él se habría marchado. Entonces se lavaría el tobillo y buscaría algo para vendarlo, y se prepararía para pasar la noche. La tormenta de nieve no sería eterna. Por la mañana podría ir a buscar su coche, a ver si quería arrancar. Si no... Bueno, tendría que llevar todas las cosas a pie hasta la cabaña, aunque no quería pensar cómo haría para llevar su maleta y las bolsas con comida, y menos el saco de carbón y otras cosas que había llevado. En aquel momento, el tobillo le dolía más que nunca y estaba tan hinchado, que no sabía cómo iba a hacer para quitarse la bota.
Tampoco quería pensar demasiado en que, si seguía nevando así, los dos centímetros de nieve podrían convertirse rápidamente en medio metro. De momento, tenía bastante con tener que estar con aquel hombre agresivo.
El coche dejó el camino sinuoso que habían tomado y se adentró en un valle lleno de bosques. A la distancia, a la izquierda, divisó lo que debía ser la cabaña de Emma. Delante tenía un jardín. Estaba pintada de blanco, por lo que se podía ver.
Marigold exhaló un suspiro de alivio y flexionó el tobillo para probarlo, sabiendo que pronto tendría que salir del coche y caminar hasta la cabaña. El tobillo le dolía cada vez más, pero se convenció de que en cuanto se lo vendara estaría mejor.
—Su herencia —dijo él.
Marigold se dio la vuelta y le preguntó:
—¿Qué le hace pensar que se pondrá a la venta?
—Bueno, aparte de que usted y su familia han demostrado no tener corazón, lo han oído decir a ustedes en el bar, cuando vinieron la otra vez.
—¿La gente oye conversaciones ajenas y luego tiene la desfachatez de ir repitiéndolo por ahí? —preguntó Marigold, disgustada.
Su tono pareció afectarlo.
—Al parecer, gritaban, mientras se consumían una botella de vino cada uno. Si no quieren que se les oiga, no se emborrachen. Así podrían moderar la voz. Y los comentarios acerca de «los patanes» no gustaron nada aquí.
Marigold pensó en Emma. Desde que salía con aquel novio de coche deportivo y aires de importancia, había cambiado.
Llegaron a la puerta del jardín y Marigold se libró de tener que contestar. Respiró profundamente, y deseó que aquello terminase cuanto antes, y no volver a ver a aquel hombre en su vida.
—Gracias por traerme —dijo rígidamente.
—Ha sido un placer —dijo él sarcásticamente.
Luego se bajó a abrirle la puerta.
Aquella cortesía la sorprendió.
El hombre le dio la mano para ayudarla a bajar. Ella se sintió un poco incómoda por tener que aceptarla. Pero en vista de la altura del coche, no le quedó otra opción. El contacto con su mano la estremeció; Intentó calcular qué sería mejor, si girarse y cargar todo el peso de su cuerpo en el pie sano, o apoyar el pie herido.
—¿Qué tal está el tobillo? —preguntó él.
Evidentemente, él se había dado cuenta de su inseguridad. Y en su afán de convencerlo de que no necesitaba su ayuda, Marigold hizo algo que posteriormente consideró una tontería: bajó del vehículo, pensando que su tobillo la aguantaría el instante que tardase en sacar el otro.
El dolor fue insoportable, y ella se retorció, inestable, alzando el tobillo dolorido. Perdió el equilibrio y casi se cayó, arrastrándolo a él en la caída. Pero en el último momento el hombre recuperó el equilibrio y la sujetó, prácticamente alzándola en el aire, contra su cuerpo musculoso.
Marigold se sintió incómoda, pero afortunadamente el cabello liso ocultó el rubor de su cara.
Cuando recuperó la estabilidad, se atrevió a mirarlo. Su cara estaba muy cerca. Sus labios parecían más sensuales vistos de cerca, pensó ella. Y sus facciones toscas tenían un toque de profundidad con aquellas pequeñas arrugas alrededor de los ojos y de la boca. Sus pestañas eran larguísimas... Un derroche en un hombre tan varonil.
Marigold se dio cuenta de que había una leve atracción sexual en su reacción, e intentó separarse de él.
—Estoy bien, de verdad. Lo siento. He perdido el equilibrio...
—¿Puede caminar? —preguntó él, mirando sus ajos azul violáceos y su cabello castaño.
Lo dijo con un tono diferente, ¿algo sensual, tal vez?, se preguntó ella.
—Sí, sí —Marigold intentó demostrarlo soltándose y apoyando el pie sano.
Cuando quiso mover el otro, se dio cuenta de que le dolía terriblemente. Se quejó de dolor, y entonces él juró entre dientes y volvió a alzarla en brazos.
De pronto, Marigold se encontró apretada contra su pecho mientras él la llevaba hasta la puerta de la casa.
Cuando llegaron a la puerta, él le preguntó:
—¿La llave?
—¡Oh, sí! Por supuesto... —ella sabía que estaba colorada como un tomate—. Tiene... Tiene que dejarme en el suelo. Está en el bolsillo, y no puedo agarrarla.
—Cargue el peso en un solo pie. Yo la sujetaré. Y no intente caminar hasta que le echemos un vistazo a ese tobillo.
«¿Le echemos? ¿Nosotros?», pensó ella. Se puso en una pose típica de los flamencos cuando él la dejó en el suelo. Lamentablemente, era muy consciente de la mano que le sujetaba la cintura, y aunque se decía que él solo la estaba sujetando, eso no frenaba su inquietud.
El problema era que aquel hombre era demasiado hombre, pensó ella distraídamente.
—Aquí está —dijo Marigold.
El se movió para sujetarla mejor y la rodeó con su brazo. Ella sintió su muslo contra el suyo. Era una tontería, porque tenían mucha ropa entre ellos, pero aquella postura le pareció muy íntima.
Cuando la puerta se abrió, él la alzó otra vez, entró en el pequeño vestíbulo y encendió una luz que encontró al lado de la puerta. Evidentemente, conocía la cabaña, pensó Marigold, algo que se confirmó cuando lo vio abrir otra puerta a la derecha, entrar en lo que parecía el salón, y encender la luz nuevamente.
La habitación estaba llena de muebles viejos y pesados y olía a humedad. Él la dejó en un sofá, frente a una chimenea vacía.
La casa era horrible, y muy, muy fría. ¿Qué iba a hacer ella allí?
Miró de reojo al hombre, y notó que este la estaba mirando fijamente.
—Muy bonito —dijo ella, fingiendo estar animada—. Bueno, creo que puedo arreglármelas sola ahora, gracias. Estoy segura de que usted querrá ir a su casa...
—Quédese sentada mientras enciendo el fuego. Esta casa es una nevera. Enseguida miraremos el tobillo.
Antes de que pudiera reaccionar, lo vio desaparecer. Y cuando oyó otra puerta que se abría y cerraba, lo llamó desesperadamente.
—¿Señor Moreau? Por favor, puedo arreglármelas sola ya. Prefiero que me deje sola. ¿Señor Moreau? ¿Me oye?
Pasó un minuto, o tal vez dos, antes de que él regresara con la cara tan negra como el tizón.
—No hay carbón ni leña en el cobertizo —tronó acusadoramente—. ¿Lo sabía?
Podría haberle dicho que era porque Emma y Oliver habían encendido la chimenea todas las noches cuando habían estado allí, a pesar de haber sido verano. Porque a Emma le había parecido romántico. Y a Oliver le había gustado crear un ambiente totalmente campestre...
Pero no dijo nada. Solo asintió y dijo:
—Hay carbón en mi coche.
—Pero su coche no está aquí —gruñó él.
—Puedo ocuparme de ello mañana por la mañana.
Él cerró los ojos un momento, como si no pudiera creerlo. Luego los abrió y le clavó la mirada.
—¡Sí, claro, mujer! Esto no es el centro de Londres, por si no lo sabe. No hay un taller en todas las esquinas.
—Me doy cuenta de ello —respondió ella—. Espero que Myrtle esté bien mañana.
El hombre achicó los ojos y le interrogó con gesto grave:
—Me parece que se me escapa algo... ¿Quién diablos es Myrtle?
—Mi coche —contestó ella con la cara roja.
—Su coche... Bien —respiró profundamente antes de decir—: ¿Y si... Myrtle decide no atenerse a sus planes, qué? ¿Cómo va a caminar con ese pie? ¿Y qué va a hacer esta noche para calentar la casa?
Marigold decidió contestar solo la última pregunta, que le pareció la más segura.
—Esta noche simplemente beberé algo caliente y me iré a la cama.
—Comprendo —respondió él, de pie, con las piernas abiertas; una pose que subrayaba su masculinidad—. Quiero que vea algo.
Antes de que pudiera responder, él la volvió a levantar. Aquello empezaba a ser una costumbre al parecer.
La llevó al dormitorio. Tenía un enorme ropero viejo, una cómoda igualmente antigua, dos sillas de mimbre y una cama con el cabecero de madera tallada. Una habitación más fría, si cabía, que el salón.
—Habría que airear el colchón unas horas, aunque usara sus sábanas y mantas. ¿Ha traído?
La miró y ella se sintió impresionada por aquellos ojos grises tan hermosos.
Aquel hombre era peligroso. Sobre todo por su magnetismo sexual. Cuanto antes se marchase, mejor.
—¿Y?
—No. Mmm... Quiero decir, no he pensado que pudiera hacerme falta traer sábanas y mantas —respondió rápidamente cuando él se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el salón nuevamente.
La volvió a dejar en el sofá.
—Su abuela encendía el fuego en el salón de octubre a mayo. Y la cabaña estaba siempre caliente cuando vivía ella. Pero esta es una casa vieja con paredes sólidas; no un piso con calefacción central.
Otra vez empleaba aquel tono de desprecio con ella.
—Sea como sea, estaré bien, señor Moreau —respondió Marigold—. He visto uno de esos viejos calentadores de camas encima de un mueble, en la otra habitación...
—Tendrá que venir a mi casa conmigo —siguió hablando él, como si ella no hubiera dicho nada.
—Gracias, pero prefiero quedarme aquí...
—Esta no es una sugerencia por cortesía social, señorita Jones, sino algo necesario —la interrumpió el—. Yo, personalmente, dejaría que se congelase aquí, pero sé que Maggie no lo habría querido.
—No me congelaré.
—No tiene nada para calentar la casa, ni comida...
—Tengo un par de latas de judías y una rodaja de pan en la mochila —lo interrumpió triunfantemente.
—No tiene ni calefacción ni comida —repitió él—. Y ni siquiera puede caminar con los dos pies. Evidentemente, se ha dañado seriamente el tobillo, y tendrá que cuidarse unos días. Y sin comida ni combustible su estancia aquí es imposible.
—¡No es imposible! —exclamó ella—. Le he dicho...
—Que tiene dos latas de judías y un trozo de pan. Sí, lo sé. Le diré una cosa, señorita Jones. Usted vendrá conmigo, lo quiera o no. Por su propia voluntad o cargada al hombro como un saco de patatas. Me da igual. Enviaré a alguien a ver qué se puede hacer con su coche y a que caldee la cabaña y que la airee. Créame, no tengo interés en su compañía, al igual que usted tampoco en la mía. Una vez que veamos la gravedad de su tobillo, sabremos cuándo podrá volver aquí.
Era posible que aquel hombre tuviera fundadas razones para estar enfadado con Emma y su familia si estos últimos habían abandonado a la anciana, como él decía, pero era un bruto.
—¿Entonces? ¿Cómo quiere venir? ¿Con su consentimiento o como un pavo de navidad? —le preguntó.
—Es el individuo más desagradable que he conocido... —dijo ella, furiosa.
—Le repito, señorita Jones, ¿viene por voluntad propia, tratando de actuar como una dama, o...?
—Iré.
—Me alegro de que sea así —respondió él, de mejor humor.
Ella lo miró mientras intentaba ponerse de pie. Rechazó su mano cuando quiso ayudarla. —Puedo sola, gracias, y no se atreva a volver a alzarme como si fuera una cosa...
—¿Como si fuera una cosa? Yo creí que estaba ayudando a una dama en apuros —se burló él—. ¿Cómo hará para caminar hasta mi coche? —Iré a la pata coja. Y así lo hizo.