Mi libro
Llevo ya mucho tiempo escribiendo mi libro. Por la mañana, antes de que los demás se levanten, despierto a los sones de la música de Mahler que da la radio-reloj, me afeito y me dirijo a mi escritorio. Los fines de semana, mientras los demás ven el partido de béisbol, yo estoy también aquí, marcando mis propios tantos y mis propias carreras. Y al anochecer. «Así me alejo de las calles», digo, aunque sólo para mí mismo y para mi manuscrito. Por la noche, si tengo insomnio, vengo también aquí, y esto es lo mejor de todo. No oigo el grito del búho solitario, pero desearía oírlo; lo cual tampoco está mal.
A veces -normalmente, de hecho- no escribo. Gran parte del tiempo lo paso investigando, planificando. Caliento agua en la cacerola eléctrica amarilla, saco punta a los lápices y doy vueltas a centenares de viejos libros, la mayoría de ellos sin el menor valor. ¡Cómo me fascinan! Los libros valiosos son como diamantes, iridiscentes e inmutables. Es en lo efímero donde veo el rostro cambiante de la Naturaleza. El día oscurece, hasta las hojas caen.
Señalo algunos pasajes en todos estos libros, al igual que Tom Sawyer señalaba pasajes parecidos en la cueva de Injun Joe. Pasan a menudo años antes de que pueda volver a encontrarlos, con el placer que experimenta el arqueólogo ante un nuevo hallazgo. Sin duda son muchos más los que jamás encuentro.
Hace poco, en un ensayo de Philip Rahv, tropecé con el pasaje que fue el inicio de todo. Mi escritura ha recibido
influencias de otros muchos pasajes: «En cierto sentido, he progresado de manera un tanto alarmante. Pero ahora estoy pensando en reconstruirlo todo», de Oliver Onions, y de Stout: «Fue agradable saber que el siguiente paso estaba claro, pero más agradable aún habría sido saber en qué consistía». Pero fue esto -olvidado desde hace tantos años- lo que me hizo arrancar: «El hombre es ahora inconsciente de los verdaderos poderes que gobiernan su vida; pero tiene conocimiento de la divinidad en la medida en que es algo puramente histórico». Está ahí involucrado el desenvolvimiento de la historia humana, y es a partir de este pensamiento que he adoptado mi método. En todo libro ha de haber una última palabra al igual que una primera, y ya que la última -infinitamente alejada de la primera en la escala de las simples palabras- es también infinitamente más importante, yo decidí escribirla primero. Descubrí al instante que importaba poco cuál fuera esta palabra. Pero, después de contemplar largamente el libro que había concebido y en cierto sentido, lo admito, con cierto espíritu de jocoso desafío, opté por la palabra prefacio.
Descubrí al instante que el libro entero había sufrido un cambio, desplazándose como un caleidoscopio para pasar a ser algo novedoso y extraño. Decidida la última palabra, cristalizaba sin solidificarse. La penúltima palabra parecía preestablecida, si bien era enigmática: empezar. El final estaría preñado de los orígenes de las cosas, desenmarañando la historia al final. Todo alterado una vez más, al igual que el hielo se desplaza sobre el río, gruñendo, crujiendo en la noche. Volví para buscar las hojas blancas que había destruido, aunque cada una de ellas se hallaba donde yo la había dejado. Me puse a buscar la antepenúltima palabra.
Se trataba de quiero, la palabra que indica propósito, el impulso que dio inicio al universo.
Y, a continuación, la preantepenúltima palabra… y así he procedido, paso a paso -pasos laboriosos, y deliciosos-, un capítulo tras otro, y pronto, tal vez este mismo año, seguro que antes de la coronación, quiero empezar el prefacio.