La mujer que amaba al centauro Pholus
Sonó el teléfono de Anderson, y, naturalmente, era Janet. Anderson, tumbado en la cama, puso los pies en el suelo antes de colgar. Luego miró su reloj. Las cuatro y veinte de la madrugada. La luz de la luna sobre la nieve derretida del exterior enviaba una falsa alba a sus ventanas.
Encendió la luz de la mesita de noche, encontró las zapatillas y luego se las quitó de una patada. No había tiempo para zapatillas. El caballito de mar que Dumont -seguro que también Dumont estaría allí- había hecho para él levantó la cabeza y la melena espumeante por encima del borde del acuario y relinchó, un sonido tan agudo que habríase dicho el gorjeo de un pájaro.
Tal como eran, ningún ser mortal
A uno del otro distinguir podía; Blancas como la nieve eran ambas armaduras,
Sus corceles blancos como la nieve. Jamás sobre ámbito terrenal
Relució tan rara armadura. Y jamás corceles tan gallardos
Bebieron de corriente terrenal.
¿Quién habría escrito esto? No se acordaba.
Antes de acostarse había llenado el termo de acero inoxidable de café escaldado, diciéndose a sí mismo que no lo iba a necesitar y que se lo tomaría con el desayuno para no desperdiciarlo.
Camisa de lana de leñador a cuadros, pantalones de caza de lana, calcetines gruesos, botas de caza con la suela de goma, cazadora, parca, gorra de marinero. ¿ Guantes y brújula en los bolsillos de la parka? Sí. Tenía ya la señal en el coche, y las cadenas puestas. Arrancó sin problemas; salió de estampida del camino de acceso y tomó la calle silenciosa. Ya voy, Janet. Ya voy, Pholus, o quienquiera que seas. ¡Demonios!
A comienzos de invierno él solía salir vestido con el traje que llevaba en el campus, con el mismo abrigo y el mismo sombrero. Pero había aprendido, abriéndose paso por la nieve mucho antes de que las balas de ametralladora destrozaran a la débil y asustada sirena, la mujer-pájaro cuyas plumas esparcidas ayudó a Dumont a recoger al marcharse los soldados. Una compañía de ventas por correo ofrecía todo tipo de equipo para el frío. Los precios eran altos, pero la calidad excelente. Jamás sobre ámbito terrenal… ¿Cómo decía después? Algo, algo, algo…
Sobre las olas verdes que suavemente se hinchan y pliegan, La bella Anfitrite guía su concha de plata;
Los juguetones delfines estiran la rienda de seda, Oyen su dulce voz, y se deslizan por el océano.
No, no era eso, eso era Darwin, el padre -o sería el abuelo- del Darwin de Dumont, el Darwin del Beagle. Anderson giró y cogió la interestatal. Kilómetro tras kilómetro, las luces de cola de los coches que tenía delante parecían los ojos colorados de bestias que hollaran la nieve en la noche.
Finalmente, y sólo por oír una voz, Anderson dijo en voz alta:
— Venden de todo menos cera de Odiseo. Pero bueno, yo no necesito cera.
Había estado pensando en el toro con cabeza de hombre, Nin, de Asiría; también a éste lo habían matado, y el recuerdo de sus alas le sugería de nuevo la sirena. Como si la radio lo hubiera oído y se hiciera cargo de su soledad, musitó: «Disyuntor uno uno. Aquí Sombelené para Peirithous. Entra, Peirithous».
— Aquí estoy, Sombelené -contestó Anderson.
No sabía dónde había descubierto Janet este nombre. No se hallaba en ninguna de las referencias que él había consultado.
— Ve más allá de la señal indicadora de los Dells, Peirithous. Al cabo de unos cuatrocientos metros, verás un camino sin señalizar a tu izquierda. Estamos unos cinco kilómetros más adelante.
— Diez-cuatro y fuera -dijo Anderson. Aborrecía los seudónimos y estaba seguro de que los del Ejército sabían de todos modos quiénes eran ellos.
A modo de confirmación, llegó desde lo alto el ruido de trilladora de un helicóptero, cada vez más fuerte, y más, y más. Pasó por encima del coche a la altura de las copas de los árboles, al menos a ciento treinta, y desapareció detrás de la cresta de una colina.
— Disyuntor uno uno para Sombelené. Helicóptero en camino.
— Diez-cuatro, Peirithous.
Así que Janet lo sabía, y lo sabía quienquiera que estuviera con ella. Y, naturalmente, también los soldados del helicóptero.
«Salve a todos, amados pájaros», gritó. «Mis camaradas de la marea oceánica.»
Anderson pasó por delante de un cartel que mostraba la pequeña nave de rueda a popa Apollo 2 y se introdujo en el siguiente camino sin señalizar. Había huellas de neumático recientes en la nieve, y empezó automáticamente a mirar a derecha e izquierda aunque sabía que difícilmente iba ver nada desde el camino. Pero a lo mejor sí. ¿Cómo decía?
¿Lo tomarás empero todo, Galilea?,
pero éstos no los tomarás, El laurel, las palmas y el pean, los pechos
de las ninfas en el matorral…
El sol asomaba ya por encima de las colinas nevadas e, inexplicablemente, Anderson vio que se sentía mejor de ánimo, se dirigía al combate, a luchar por lo único por lo que sabía valía la pena luchar. Por una vez no pudo recordar una cita, pero sí recordaba su sentido, y no sólo con la mente sino en los pies y en las manos, en el vientre y en el corazón y en el cerebro. Después de esto, sólo quedaba luchar y ganar. Lo primero era librar el combate que valía la pena. ¿Dónde podría estar él, si no aquí?
Coronó la cuesta a más de ciento veinte y vio los coches y las señales y la gente congregada. El helicóptero se había posado en un campo justo detrás de un bosque de abedules, y había dos camiones del ejército vestidos de color oliva. Puso los frenos e inició un largo descenso, deslizándose, conduciendo tal como había aconsejado el conductor de coches de carreras por televisión, sin el menor miedo por ahora pero consciente de que, de algún modo, debía de estar borracho. El coche viró noventa grados, patinó y se detuvo a menos de cuatro metros del camión más próximo.
El hombre de la barba sonrió por debajo de los pelos y pareció alzarse de puntillas.
— Hay más de uno, ¿verdad? He oído hablar de ellos. Se siente uno como Adán.
— Nos hallamos -dijo Anderson- en el margen de una de las zonas boscosas más grandes de Wisconsin. Mucha gente los trae aquí, y otros se meten solos. Según un amigo mío experto en estadística, hay tasas de poblaciones en disminución de las que apenas sabemos nada. Sienten su presencia y van detrás de ellos hasta lugares como éste. Hay unos cuantos en Minnesota también, y en el norte de Michigan.
— Parece que las Montañas del Humo -añadió Janet- están llenas. El doctor Dumont piensa ir allí este verano.
— ¿Profesor Anderson? -Era el coronel.
— Eso creo -contestó Anderson.
— El dossier que he visto es un poco esquemático, pero me ha parecido reconocerlo a usted por la foto. ¿Qué enseña? ¿Biología, biofísica?
— Literatura clásica.
— Vaya, muy interesante. A mí también me gusta Sherlock Holmes y Kipling. Supongo que eso de la ingeniería biológica es para usted un hobby. -Anderson negó con la cabeza. El coronel miró a su alrededor como esperando ver salir al Minotauro de un establo de vacas-. Yo veo su conveniencia en algunos casos. Supongo que, eventualmente, habrá un procedimiento de licencia y cierta supervisión. En estos momentos, la cosa está muy liada.
— La cuestión es de qué lado está el lío.
— Sí, supongo que sí. ¿Se ha enterado de lo que mataron ayer en Market Street, en Filadelfia? Un gato con cabeza de serpiente. Era grande como un perrito.
— Hay muchos gatos grandes como perritos, y yo supongo que sería un cazador mucho menos inteligente que la mayoría de gatos. Sin duda era alguien haciendo pinitos para alcanzar una quimera.
El coronel no pareció haberlo oído.
— Fabrican esas cosas y luego no saben qué hacer con el resultado. Y, en lugar de destruirlos, van y los sueltan. Es curioso, ¿no le parece?, que todas esas cosas desarrolladas en un principio por científicos inteligentísimos acaben convirtiéndose en algo que cualquiera puede hacer en el sótano. Fíjese en la televisión: coge usted un equipo de herramientas y se construye una televisión tan buena como la que pueda encontrar en el mercado. O los aviones: un tío con el que yo estuve en West Point está construyéndose un avión en su garaje.
Anderson dijo:
— Si los hermanos Wright no hubieran sido capaces de construir el primero en un taller de bicicletas, no habría hoy aviones.
— Quizá. -El coronel no parecía muy convencido y Anderson decidió que creía que el avión era un invento de Boeing-. De todos modos, mis órdenes son que se haga una limpieza de esto. Usted y sus seguidores están obstaculizando.
— No son mis seguidores, simplemente creen lo mismo que yo. O, más bien, yo creo lo mismo que ellos.
— En su dossier pone que es usted uno de los líderes, profesor Anderson. Es usted un hombre, y la mayoría son mujeres; es usted culto y es usted el más alto. ¿A quién creería usted el líder si estuviera en mis zapatos?
— Si yo estuviera en sus zapatos probablemente me equivocaría también acerca de otras muchas cosas -contestó Anderson, pero no tenía ya la atención puesta en la conversación.
Un camión venía por lo alto de la colina, y al principio creyó que se trataba del remolque del Ejército. El hombre barbudo y varias de las mujeres lanzaron vítores, y Anderson vio el letrero del camión.
El coronel dijo algo inaudible a un capitán, el capitán masculló algo a un sargento y el sargento ladró algo a la tropa, que formó. Janet y el barbudo azuzaron a sus acólitos, que formaron una hilera bastante dispersa, y Dumont bajó de la furgoneta y se unió a ellos. De repente, Anderson comprendió que era esto lo que todo el mundo estaba esperando. El Ejército demostraría que actuaba sin brutalidad y permitiría a un público constituido por millares de personas sentir la emoción de la caza. Los manifestantes plantearían su caso ante el mismo público e intentarían provocar simpatía por los perseguidos.
Un hombre armado de un micrófono bajó del camión, seguido de otro provisto de una cámara. Guiados por un instinto infalible, ambos se dirigieron a Janet. Anderson quería que el coronel viera esto, pero el coronel estaba ocupado en tener aspecto castrense mientras inspeccionaba a las tropas del fondo. En un tono bajo, el hombre del micrófono localizó su canal e indicó que toda la película que se filmara saldría en las noticias de las doce. A continuación, conectó el micrófono.
— Deben ustedes darse cuenta de que van a asesinar a una persona aquí -dijo Janet sin preámbulos-. Probablemente alguien con el corazón y la mente de un niño.
— ¿Ustedes también se dedican a crear vidas de este modo?
Dumont se inclinó hacia el micrófono, los ojos puestos en la cámara.
— Yo sí. Dése cuenta de que es completamente legal, y al mismo tiempo, moralmente impecable. No es como las investigaciones de este tipo con bacterias. Esto no produce plagas. Lo que ocurre es que los productos de este trabajo están desposeídos de la protección que se proporciona a los animales salvajes.
El entrevistador preguntó:
— ¿Cuál es su finalidad al hacer esas cosas?
Janet puso una mano sobre el hombro de Dumont y Anderson, aun sabiendo que estaba posando para la cámara, sintió cierta emoción ante la belleza de su perfil.
— Hemos perdido a muchos de los compañeros que teníamos en este mundo. Todas las grandes ballenas, el gorila, dos tipos de leopardo, y todo ello en el curso de los últimos diez años. Ahora, la Humanidad puede hacer realidad lo que siempre ha amado. Podemos ver ahora a los amigos con los que soñaron nuestros antepasados. El mundo es lo bastante grande para todos, y algunos de nosotros no queremos tener que vivir aquí solos.
Las patrullas se alejaban ahora a pie, al parecer con la esperanza de arrastrar al equipo de televisión y alejarlo del lugar. Anderson envió a dos manifestantes con cada una y les dijo que se pusieran entre los perseguidos y los MI6 de los soldados si ello les era posible. Si se atrevían. Detrás de él, el hombre de la barba hablaba.
— Dios dio al primer ser humano la autoridad para poner nombre a las criaturas, y, en el lenguaje de la Biblia, poner nombre es crear. «Al principio fue el Verbo.»
Anderson se encontró de hecho trotando también detrás de una patrulla. A pesar de las armas y la impedimenta, los jóvenes soldados se movían con mayor rapidez que él, y, aunque dejaban huellas claras en la nieve, los perdió de vista cuando se introdujeron en el bosque de abedules. El helicóptero zumbaba de nuevo en lo alto. Anderson
utilizaba el palo indicador como bastón de mando. El viento que agitaba las ramas olía a primavera y parecía hecho de algo más puro que el aire; y sintió de nuevo, como le había ocurrido en el coche, que él era de algún modo un privilegiado. Pasado aproximadamente un cuarto de hora, divisó a los soldados; o tal vez fueran otros soldados. Parecían haberse parado a examinar una pista que sus propios pies pronto borraron. Desaparecieron de nuevo casi al instante. Exultante por la conciencia de que no había oído todavía un disparo, Anderson se apresuró tras ellos…
El sol se alzaba por encima de los árboles. Por dos veces, el helicóptero había girado sobre su cabeza y desaparecido. La brújula de bolsillo que Anderson había comprado hacía sólo unos meses se había perdido en algún lugar de la nieve. Tal vez porque éste se moviera, fue a Dumont a quien Anderson vio primero. Su parka negra destacaba contra el blanco de la nieve. En seguida tuvo ante sí a Janet con su traje rojo de esquí.
Oh, Padre Júpiter, si en algún momento yo te he ayudado, concédeme este solo deseo.
Los llamó y ellos contestaron; y algo en sus voces cansadas le dijo que estaban tan perdidos como él y que habían estado discutiendo acerca del camino a seguir.
Cerca de donde estaban ellos, una pequeña corriente ahogada por el hielo discurría ondulante a través de la nieve; y había rocas semivestidas de nieve. El sol, demasiado alto ya para que pudiera servir de orientación, sacaba destellos de los escasos copos que danzaban todavía en el aire.
— Bueno, aquí estamos -dijo Janet, y se echó a reír-. ¡Los tres jefes de ruedo! ¡Vaya jefes! Apuesto a que tampoco tú sabes cómo regresar, ¿verdad, Andy?
Anderson sacudió la cabeza.
— Encontraremos el camino.
— Espero que a Paul le haya ido mejor.
Anderson decidió que Paul debía de ser el barbudo. Dumont dijo:
— Deberíamos dividirnos. -Y, justo en ese instante, una pequeña figura apareció desde detrás de unos matorrales cubiertos de nieve y avanzó vacilantemente.
Tenía las orejas puntiagudas y su rostro era el de un niño inteligente y enfermizo; de entre una maraña de rizos oscuros surgían dos cuernecillos. Al principio, Anderson creyó -absurdo- que llevaba una faja de color escarlata. Janet lanzó un gemido y cayó de rodillas a su lado, y la criatura dejó caer la faja escarlata. Había dedos en su extremo, y de ellos goteaba sangre.
— ¡El brazo! -susurró Janet-. Oh, Dios mío, pobre brazo.
Ella y Dumont sacaron los botiquines. Hasta este momento no se le había ocurrido a Anderson que, si el Ejército disparaba a algo, quizá le correspondiera a él curarlo. Esto era ya casi demasiado, después de la pérdida de la brújula. Experimentó un autodesprecio casi tan grande como la euforia que había sentido antes, pero, al mismo tiempo, se vio obligado a mirar el brazo mutilado del fauno como si también él dispusiera de vendajes y penicilina.
— ¡Le han disparado! -musitó Janet-. ¿Imagináis? Han disparado contra este cuerpecito, esta pobre criatura.
Dumont puso un torniquete en torno al brazo del fauno.
— Te vienes con nosotros, chico. Tengo un sitio donde podrás quedarte hasta que eso esté mejor.
— Eso no son heridas de bala -dijo Anderson. Janet y Dumont se quedaron mirándolo fijamente; el fauno desvió sus ojos grandes y tiernos-. Yo estuve en los marines; vi películas y, una vez, uno de los hombres de nuestro acuartelamiento se apoderó de munición cargada y disparó a un teniente. También he visto heridas de bala aquí, como las habéis visto vosotros dos. Las balas pinchan la piel al entrar y dejan una corona azul. Si tienen todavía mucha velocidad al salir, se llevan un cono de carne. Si tocan hueso, lo destrozan. Estos huesos no están rotos. Hay heridas de pinchazo, pero, en general, la carne está desgarrada. Lo que haya atacado este brazo lo ha hecho con los dientes; yo diría que ha sido un perro.
Poco a poco, entre minutos de sollozos y a pesar de las ingenuas huidas, salió todo: el mellizo muerto; las pisadas parecidas, pero no iguales, a las de un oso; el terror en el bosque envuelto en invierno. La lengua de la criatura tenía dificultades para formar palabras -Anderson recordó a un niño ceceante que vivía al otro lado de la calle cuando él era también pequeño-, pero pronto se acostumbraron a sus faltas y la protección que aquel fallo les proporcionaba se desvaneció. Pasado un tiempo, les resultaba difícil mirarse a los ojos.
— Finalmente, alguien lo ha hecho -dijo Dumont al fin-. Una vez al menos… probablemente más. No he sido yo.
— En ningún momento hemos pensado que fueras tú -le aseguró Anderson. Habría blasfemado.
— Esas pisadas no pueden ser las de un centauro… -Dumont vacilaba, y su mirada se paseaba de Anderson a Janet-. Un centauro podría matar con los cascos, supongo, o con las manos. Pero sus dientes no serían más peligrosos que los vuestros o los míos. ¿Hombres-lobo?
— Tal vez -contestó Anderson-. Hay otras posibilidades: Anubis y Set, tal vez incluso Narashimha, el hombre-león de los Vedas. Sea lo que sea, vamos a tener que utilizar nuestras relaciones con los demás para conducir a los soldados hasta ellos antes de que maten a un ser humano.
Dumont asintió, pero los ojos azules de Janet lanzaban chispas.
— ¡Sí!, ¿verdad? Te gustaría verlos muertos… muertos a tiros.
De repente, Janet desapareció. Anderson fue corriendo tras ella con Dumont pegado a sus talones. No habían recorrido ni veinte metros por la nieve cuando Anderson oyó el retumbar de unos cascos. Sólo una vez lo había
visto Anderson. Lo había creído de color roano, el torso humano, los brazos, el rostro caucásico. Pero Pholus era negro, más grande que el caballo, más grande e inmensamente mayor que hombre alguno, musculoso como un gigante. Pegada a su lomo, aferrando aquellos poderosos brazos con sus delgadas manos, Janet habría podido ser una niña, una niña pequeña que estuviera soñando.
Parecía que fuera a pisotearlos pero, en el último instante, se volvió hacia un lado, enviándoles una espuma de barro y nieve derretida y castigándolos con su mirada salvaje. Anderson vio algo de color rojo. Tal vez Janet había agitado la mano, tal vez no. Jadeando, se detuvo.
Dumont siguió corriendo, pero más despacio aún de lo que corría Anderson. Ciegamente. Estúpidamente.
A Anderson le daba igual. Halló al fauno en el claro del bosque y lo cogió de la mano. La carretera y los coches, todas reliquias del feneciente siglo veinte, salvo él mismo, estarían en la dirección opuesta a la que había tomado Pholus. Anderson se adentró en el bosque tras ellos.
Entre otras menos notables llegó una forma frágil, Un fantasma entre los hombres; sin compañía Como la última nube de una tormenta feneciente, Cuyo trueno es su toque de difuntos; él, supongo yo, Había contemplado la desnuda hermosura de la
Naturaleza,
Al igual que Acteón, y ahora se adentraba, Perdido y con paso débil en lo desconocido; Y sus propios pensamientos, por aquel camino
escabroso, Perseguían como perros furiosos a su padre y a su presa.