Los espías de la paz
— Hola, señor Percival -dijo la joven mujer-. Ha sido muy amable al venir.
Cerró la puerta y Krasilnikov oyó el ruido que hacía la cadenilla de seguridad antes de que la abriera de nuevo de par en par.
El nombre entró y la joven mujer cerró la puerta tras él, corrió el pestillo y volvió a sujetar la cadenilla.
— Es mi trabajo -dijo él-. He ido a ver a gente a sitios mucho más lejanos de Washington que Alexandria.
— ¿No se sienta?
La mujer hizo un gesto cortés, y Krasilnikov ponderó el que no hubiera olvidado todavía sus modales; no estaba todavía tan americanizada como eso. Se sentó.
— Admiro su buen gusto, señorita Aralov. -Sonrió al tiempo que daba una palmadita al brazo del sillón rígido, cubierto con un tapizado-. El mobiliario es bueno y antiguo.
Ella sacudió la cabeza.
— Es ruso. Bueno, no, ruso no, pero era lo más parecido al mobiliario ruso que he podido encontrar por aquí. Lo que yo quería decirles a los americanos no era: «Soy americana», sino: «Mirad, soy una ciudadana soviética que vive con vosotros». Seguro que ha visto usted mobiliario de este tipo en otros apartamentos. ¿Le gustaría tomar un té?
Krasilnikov asintió con la cabeza.
— Desde luego que he visto muebles del mismo tipo,
pero no tan bonitos como éstos. Con este dibujo en rojo y gris. Generalmente, a los rusos les da por el rojo y negro.
Ella sonrió de nuevo, esta vez con amargura, antes de inclinarse frente al humeante samovar del rincón.
— Rojo por nuestra patria, negro por la muerte. ¡Somos tan dramáticos! Pero yo digo: rojo por nuestra patria, gris para que no haya ni paz ni guerra. Digo esto porque prefiero el rojo y gris -añadió al tiempo que le ofrecía un oloroso vaso de té.
Él bebió un sorbo.
— Comprenderá, señorita Aralov, que yo no trabajo siempre con personas como usted. En gran parte, trabajo con americanos y con compañías americanas. Y, luego, con extranjeros que desean la ciudadanía norteamericana.
— Pero ¿ha llevado casos como el mío antes? -preguntó.
— Claro -dijo Krasilnikov, y soltó una retahíla de nombres, algunos de ellos inventados.
— Ah, conozco a Lebedev. Fue uno de los primeros, uno de los primeros de entre nosotros.
— Exacto.
— Los otros no vivían aquí, ni tampoco en Washington, ¿verdad? Porque creo conocer a todos los de Washington.
Krasilnikov pensó que esta mujer no sabía tanto como creía.
— No -dijo-. Denikin estaba en Nueva York, Nina Mijalevo en Florida.
— Y usted no es abogado.
Ella contempló de nuevo su tarjeta y él resiguió mentalmente las letras negras realzadas mientras la mujer las observaba con aquellos fantásticos ojos grises. En la tarjeta podía leerse: c. c. percival y, en la línea siguiente, trámites, ello seguido de una dirección y un número de teléfono. Estaba orgulloso de esta tarjeta.
— No -contestó-. Un abogado presentaría el caso ante el tribunal del distrito y el gobierno federal lo obstruiría tanto tiempo como les fuera posible. El gobierno puede aquí poner trabas durante mucho, muchísimo tiempo, señorita Aralov.
— En mi país también. ¿Para cuánto tiempo hay aquí?
Él se encogió de hombros.
— Tal vez cinco años, con suerte y un buen abogado.
— Y ¿si lo lleva usted? ¿Cuánto tiempo?
— Cinco semanas si tenemos suerte. Si no la tenemos, cinco meses.
Se sentó ella ahora también, encaramada en el respaldo del diván.
— Entonces, mejor será que se encargue usted.
Krasilnikov sonrió.
— Yo me atrevo a creer que sí.
— Y ¿sus honorarios?
El sabía cuánto tenía ella en el banco, y así se lo dijo. Pasado un momento, añadió:
— Esto es el anticipo. Yo me lo quedo todo, aunque consiga devolverla pronto a Rusia. Si las cosas no se mueven con la suficiente rapidez, entonces usted me habrá contratado, a trescientos semanales, hasta que el anticipo se haya agotado o yo la haya devuelto a casa. Naturalmente, se dará cuenta de que yo no voy a trabajar para usted exclusivamente, sino tan sólo lo necesario. Tengo otros clientes.
Ella asintió con la cabeza, despacio.
— Sé que es elevado el anticipo.
El se mostró inamovible.
— Para serle franco, señorita Aralov: le estoy dando una oportunidad porque me cae bien y me gusta lo que ha hecho. Si fuera usted un árabe gordo que quisiera un pasaporte americano, la cantidad sería mucho más elevada.
— Tendré que vivir mientras usted trabaja. Y tendré que pagarme el billete.
Por supuesto. Por supuesto.
— ¿Su padre es ministro de Marina?
Ella asintió de nuevo.
— Aquí dirían ustedes secretario de Marina.
— Lo sé. Seguro que podrá recurrir a él para que la ayude.
— Antes, sí podía. Pero ya no. Yo…
Él la interrumpió.
— Primero el anticipo, señorita Aralov. Luego hablaremos de su padre. Quizá yo pueda hacer algo.
— Entiendo. -La mujer se puso en pie y alisó el tejido suave de la falda de color azul grisáceo-. Tengo que coger mi talonario de cheques. Me disculpará.
— Por supuesto.
Le habría gustado registrar el lugar para buscar los dispositivos de escucha norteamericanos que sabía debía de haber, pero estaba demasiado bien preparado para ello. Lo que hizo fue sacar unos papeles del bolsillo interior de su americana y, cuando ella volvió, parecía estar estudiándolos.
— Aquí tiene su anticipo -dijo ella-. Es casi todo cuanto tengo.
Él le dio las gracias, cruzó las piernas, volvió a doblar los papeles y se los metió de nuevo en el bolsillo antes de coger el cheque.
— Ahora, siéntese y hábleme de su padre, señorita Aralov.
Ella se sentó, esta vez en el escabel.
— Ha sido tan extraño, tan espantoso…
Sus ojos se llenaron de lágrimas y él sintió removerse en su interior algo que creía muerto desde la infancia. Dijo:
— Quizá no sea en realidad tan extraño como a usted le parece, señorita Aralov, ni tan espantoso. Empiece por el principio.
Ella asintió y se sonó la nariz con uno de los diminutos pañuelos que utilizaban las mujeres aquí.
— Empezó con aquel bailarín…
No recordaba el nombre del bailarín, y él la ayudó:
— El hijo del Presidente.
— Sí, fue a Moscú con visado turístico, ¿recuerda?, y dijo que se quedaría allí hasta que su padre dejara de ser
Presidente, que él representaría nuestra seguridad contra un ataque nuclear. Fue justo después de que nuestro secretario del Partido dijera que en ningún caso dispararíamos nosotros el primer misil.
— Y luego, hubo otros.
Ella asintió; ya no lloriqueaba.
— Janet Johnson fue uno de ellos. La conocí en Moscú. Su padre tiene no sé qué cargo aquí, en el Gabinete. -El sorbió su té y aguardó, y ella prosiguió-: Entonces, nosotros creímos que debíamos hacer lo mismo y lo hicimos. -Se echó hacia atrás el cabello, los ojos relucientes, y él se sintió emocionado como ante el son de una trompeta-. Intentaron retenernos, sí, pero no podían enviarnos al gulag… a los campos. Nuestros padres eran miembros del Politburó, y dijimos que acudiríamos a la embajada norteamericana. Tenían que dejarnos marchar, y así lo hicieron.
— Pero ahora desea usted regresar -dijo él.
— Sí, se combate en el este. -Vaciló-. Yo podría hacer algo, con preparación; podría ser enfermera. Nuestras abuelas combatieron a los alemanes junto a sus hombres; incluso eso podría hacer yo.
El aguardó y se quedó mirando fijamente por la ventana hacia la fachada de ladrillo insípido y aburrido del edificio de apartamentos que había al otro lado de la calle.
— Y estoy muy sola aquí.
Con voz monótona, él aventuró:
— Hay otros rusos por Washington.
— No los suficientes, y también regresan o quieren regresar. -Pasado un momento, la mujer añadió-: Quiero ver a mi madre y a mi padre, y a mi hermano y a mi hermana y a mi tía. ¿No lo entiende?
— No parece que su padre desee verla a usted.
— ¡Cómo se enfadó! ¡Recibí unas cartas suyas espantosas! Pero me envió dinero para que no pasara penurias. Luego, justo cuando yo había decidido regresar…
— El dinero dejó de llegar.
— Sí, y le escribí. Le decía: «Vuelvo a casa, papaíto, perdóname, por favor». Y nada.
— ¿Nada?
— Ni más cartas, ni más dinero.
La mano de Krasilnikov tocó la de la muchacha.
— ¿No se le ha ocurrido pensar que quizá su padre no desee en realidad que regrese a Rusia?
Por un instante, ella lo miró fijamente.
— Fue antes de que yo le dijera que volvía a casa. Me había reclamado cien mil veces, me había llamado traidora, me había insultado de mala manera.
Con cautela, Krasilnikov dijo:
— La posición que él ocupa en su gobierno seguramente lo obliga a tener esa actitud, ¿no es así? ¿Cómo sabe que no se siente en el fondo orgulloso de usted?
— ¡Pero eso fue antes! Antes de que yo le dijera que quería regresar.
— Quizá lo adivinara de todos modos, por el tono de sus cartas. Y, como ya le he dicho, hay un montón de rusos por aquí en Washington. ¿No es posible que alguno de ellos le hiciera llegar la información?
Ella suspiró, la mirada clavada en la alfombra.
— Usted no comprende lo que ocurre en nuestro país, lo que ocurre en nuestras familias.
Habría debido sentirse orgulloso, y se dijo a sí mismo que debía sentirse orgulloso; pero lo que había despertado era un llanto en su pecho.
— Supongo que no -respondió-. Pero me parece que, si estaban ustedes orgullosos de sí mismos cuando hicieron lo que hicieron, su padre quizá estuviera orgulloso de usted aunque no pudiera decirlo en voz alta. Yo sé que nos sentimos todos orgullosos del hijo del Presidente, y también de los que fueron después de él.
Ella sacudió la cabeza, evitando todavía la mirada de Krasilnikov.
— Si quiere que le devuelva el cheque -dijo él-, se lo devuelvo. Puedo romperlo también, si así lo desea.
Al oír esto, ella levantó la mirada.
— Usted no es en realidad una mala persona, ¿verdad, señor Percival? Yo esperaba contratar a una mala persona,
porque creía que sólo una mala persona podría conseguirme lo que necesito.
El sonrió.
— Soy lo suficientemente malo, si no se echa atrás. Y llámeme Charlie, señorita Aralov. Si todavía desea volver a su país, vamos a vernos bastante a menudo. -Esto era totalmente cierto, y, por ridículo que pareciera, saber que era cierto le hacía sentirse mejor.
— De acuerdo, Charlie. Yo me llamo Sonja. Sí, vuelvo a casa.
— ¿No tiene pasaporte?
Ella negó con la cabeza.
— Los quemamos al llegar; formaba parte de nuestra promesa de quedarnos aquí. Dirá usted que fue una tontería, y no se equivoca.
Él sacudió la cabeza.
— Yo jamás me ocupo del pasado, Sonja. Se gastan demasiadas energías.
— Pero con quien tengo problemas de verdad no es con nuestro gobierno, sino con el gobierno de aquí. No quieren que me vaya. Han puesto en mi camino todos los obstáculos posibles. Está el mandato de los tribunales. -Le habló de ello con rapidez y sin precisión.
Cuando hubo terminado, él dijo:
— Muy bien. Lo primero que hay que hacer es conseguirle una tarjeta verde.
— ¿Una tarjeta verde?
— Para que pueda trabajar aquí. Dice que no tiene demasiado dinero, y su padre no va a enviarle más. Va a tener que comer mientras, hasta que yo la saque de aquí.
— No.
— Y pagar el alquiler de este apartamento, y tal vez los honorarios de algún abogado. Si quiere que la ayude va a tener que hacer lo que yo le diga, de lo contrario no habrá nada que hacer.
Ella se levantó del escabel, furiosa y arrogante.
— ¿Qué puedo yo hacer aquí? Nada. ¿Quiere que me ponga a trabajar de camarera?
— Lleva un lindo vestido.
Con un suspiro, ella se relajó y sonrió.
— Ah, le gusta. Creo que tengo cierto gusto para la ropa. La mayoría de nuestras mujeres no lo tienen; son mujiks, campesinas.
— Quiero que se cambie de ropa -dijo él-. A los encargados de dar las tarjetas verdes no les gustan los vestidos bonitos. Póngase la ropa que lleva cuando limpia la cocina.
— Le he dicho…
— ¿Ha pensado en hacer de modelo, Sonja? Seguro que no. Es alta, y con esa cara y ese acento… -Dejó que las palabras pendieran en el aire-. Conozco a una mujer que dirige una agencia aquí. Quizá tendría que perder cuatro o cinco kilos.
— ¿Usted cree? -La atención de la muchacha estuvo inmediatamente concentrada en su cuerpo, las manos acariciando su cintura y demorándose en las caderas.
— Si fuera un hombre no, pero se trata de una agencia de modelos, y a lo mejor se lo exigen. Dejaremos que decida madame Deppe.
— ¡No con la ropa que llevo para limpiar el horno!
— Tendrá tiempo de sobra para cambiarse y bañarse antes de ver a madame -explicó él pacientemente-. Pero es inútil ir a verla sin la tarjeta verde.
Ella titubeaba, pero él supo que había ganado. Y finalmente:
— De acuerdo. No se pierde nada por probar. ¿Esperará usted mientras me cambio?
— Naturalmente -dijo Krasilnikov.
Cuando ella se hubo ido, él se puso en pie y se dirigió a la ventana. Hacía calor fuera. Recordaba cómo el calor le había golpeado el rostro al bajar del coche. Había climas muy buenos en este país y, sin embargo, habían construido su capital aquí.
Sonó el teléfono y ella gritó desde el dormitorio:
— ¿Quiere cogerlo, por favor? Seguramente es un error; se habrán equivocado de número.
— De acuerdo -contestó él, y descolgó-. Apartamento de Sonja Aralov.
«Soy yo: Wilson. ¿Y usted es?»
— C. C. Percival.
«Envían a Ipatiev.»
— ¿ El actor de cine?
«Sí. Me cuesta trabajo creerlo, pero eso han dicho. El la retendrá.»
Medio para sus adentros, él susurró:
— A menos que se vaya a Hollywood.
«¿Cómo dice? No he entendido.»
— ¿No se habrán equivocado de número? -gritó ella. Él tapó el micrófono con la mano.
— Era para mí. Le he dicho a mi secretario que estaría aquí. -Por el micrófono, añadió-: Gracias. -Y colgó.
— ¿Estoy tardando demasiado?
— No hay prisa.
Había un ejemplar de la revista Time en el estante de debajo de la mesita, al lado del samovar. Pensó: «¿Por qué nos suscribiremos todos a esta revista? Es un buen recurso para localizar a cualquier agente: la lista de los suscriptores de Time. Naturalmente, deseamos que lo sepan; los agentes contamos para algo también. Quizá para no mucho, pero sí para algo».
Cogió el ejemplar. Los chinos estaban en Kazakistán. El Ejército Rojo había sido detenido a las puertas de París. Era aún mejor que en los viejos tiempos, decidió. Mejor que cuando teníamos todos tanto miedo, aunque al menos había paz.