Cuando yo era Ming el Cruel
«Gracias. ¿Me está permitido sentarme? Estupendo. No, en realidad no puedo quejarme…
»Deseo decir que no se podía esperar más cortesía por parte de cuantos están aquí… esto no es del todo cierto, en realidad, pero ya sabes a lo que me refiero. Nadie me ha golpeado.
»No, no fumo. Pero sí me apetecería un café. Ésa era una de las cosas que echábamos de menos. El café. Al menos, al principio. Teníamos abundantes existencias de té, pero nada de café. A mí me gustaba mientras estuve allí (me refiero al té), pero ahora no soporto su sabor.
»No sé si fue intencionado o no. Creía que tú lo sabrías.
»Es curioso el modo en que lo has dicho. Porque yo lo he pensado también a menudo, así mismo, desde el fin. Recuerdo cómo eran las cosas. Cómo era yo, fuera. Y en seguida acuden a mi mente los enfermeros echando abajo la pared con las culatas de sus armas, y cómo pelearon con ellos mis guardias. Teníamos lanzas, ¿sabes? Lanzas y sables; los sables eran para los oficiales. Alguien me contó hace unos días que tres de los enfermeros sufrieron heridas; pero yo estoy seguro de que fueron muchos más. Nos cogieron por sorpresa, naturalmente. Es lógico, teniendo en cuenta las circunstancias; pero peleamos bien. Mis guardias estaban bien preparados y todos y cada uno de ellos, hombre o mujer, eran guerreros de demostrada valentía.
»Oiga, no es preciso que le diga eso. La pregunta es válida: "¿No te avergüenzas?". Y yo voy a darle una respuesta válida: no, no me avergüenzo. Estoy orgulloso del Imperio, orgulloso de lo que hicimos, orgulloso de cómo luchamos al final. Era un enfrentamiento en el que no podíamos ganar, pero peleamos bien. Esto es lo que importa: pelear bien. El que gane uno u otro depende de la casualidad y de la ventaja.
»No es preciso que me digas que me relaje; no puedo estar más relajado. Si he alzado la voz era sólo para que me entendieras: es un truquito mío, igual que golpear el brazo del sillón según voy pronunciando las palabras.
«Estábamos hablando de moralidad, y yo creo que ése es un tema más interesante, que da más de sí; pero puedo contarte muy sucintamente de qué modo construimos nuestras armas, si quieres… siempre que comprendas que luego vamos a volver a la cuestión moral.
»No, no siento la menor necesidad de justificarme, ni ante ti ni ante nadie. Pero quiero que comprendas los imperativos de la situación. Al fin y al cabo, ése era el verdadero motivo del experimento: aclarar los imperativos de ese tipo de situación. Para qué sirvió toda aquella época…
»Dios mío, la construcción, la lucha…
»Lo siento. Estoy bien. Gracias por el café. Las lanzas fueron fáciles, en realidad. Había varios cuchillos de carnicero en la cocina, y muchos cuchillos más pequeños. Serramos los mangos de las escobas y de las fregonas, y unimos dos de ellos. En los extremos hicimos juntas biseladas. ¿Sabes lo que es una junta biselada? Como un escalón en la madera, para que haya más espacio para la cola. Había en la tienda de madera una cola más fuerte que la madera misma, sí, sólo había que dejarla secarse durante la noche. Verás, hicimos pruebas. Pegamos trozos de madera y luego los rompimos. Hicimos cortes de sierra en los extremos de los palos y clavamos en ellos las hojas de los cuchillos, les pusimos unas abrazaderas y las encolamos. Después, metimos clavos en los agujeros de las raberas: esto sólo para mayor seguridad. Aquí fuera habrá
más lugar para el ingenio; incluso es posible que nos hagamos con explosivos de fisión. Es broma, claro.
»Allí dentro, los cuchillos de carnicero eran lo mejor que había en la cocina. Los introdujimos unos veinte centímetros por el extremo del palo y pusimos en el extremo una hoja de cuchillo de deshuesar. Con un arma así, el guerrero podía dar tajos y también acuchillar; era casi tan eficaz como un sable.
»Los sables fueron lo más difícil de confeccionar: por eso los limité e hice que fueran sólo para los oficiales. De este modo, servían también como emblemas de rango. Levantamos los suelos del Centro de Artes Gráficas para sacar las barras de acero de refuerzo, las calentamos en la llama de la caldera y luego las aplanamos a martillazos. Muchas se rompieron y hubo que volver a forjarlas… Hubo que repetir la operación una y otra vez, en algunos casos. Yo tenía el mejor, naturalmente. ¿Os enteráis ya?
»Sí, supongo que me gustaría verlo. Me acompañó en algunas buenas peleas. Eso no podéis entenderlo vosotros. La empuñadura era de hueso, casi de marfil, e hice que Althea incrustara el Lung-Rin en el hueso. Althea era nuestro mejor artista.
»¿El Lung-Rin? Era el símbolo del Imperio: dos dragones luchando.
»No adorábamos al Lung-Rin, era un símbolo, nada más. Con el tiempo, ya me entendéis, el Lung-Rin fuimos nosotros. Había ceremonias, sí. Instalamos una figura que representaba a todos los Amarillos. Don la hizo, con madera y piel, y aquello se convirtió en el centro de las ceremonias. Althea lo ayudó a modelar el rostro, y yo le mandé que le diera un aspecto parecido al mío: un poco de psicología, entiéndeme: resulta extraño, pero se puede hacer una cosa así y obligar a todo el mundo a inclinarse ante ella y a ofrecerle las cosas que hemos tomado en la guerra, y al cabo de un tiempo se convierte en… no sé, otra cosa. Otra cosa que la figura que habías instalado en un principio. ¿Has hablado con Don?
»É1 tenía una teoría. No sé si creía en ella. Yo no, pero de todos modos… Algo de verdad había. ¿Entiendes lo que quiero decir…? No era cierto, y sin embargo…
»Muy bien, he aquí lo que él creía. O en todo caso lo que decía creer. Que hay cosas de las que no sabemos y que viven en el mundo junto con nosotros, cosas que están en otro plano de realidad. Y cuando creas algo así, viene… una de ellas aparece. Se da a sí misma la forma adecuada a la imagen que tienes tú, y se convierte en el auténtico Espíritu de los Amarillos. El caso es que cuando hacíamos las procesiones con antorchas, a veces habrías dicho que se movía. No era más que las luces que titubeaban, naturalmente, y el hecho de que, al ser tan alto, el rostro quedaba iluminado desde abajo. Supongo que cualquier rostro tiene un aspecto extraño si se lo ilumina desde abajo. Cuando lo construimos, cogimos ratas y palomas y los metimos dentro para que produjeran sonidos extraños; algunos de esos animales debieron de vivir mucho tiempo.
»No, no sé qué ocurrió con él ni me importa. No se puede matar a "la cosa", el Espíritu de los Amarillos. Para ello tendríais que matarnos a todos, y eso no lo haréis. Algún día seremos libres. ¿Cómo podríamos olvidarlo? Aquel experimento fue lo más grande de nuestras vidas. De noche, antes de que hubiéramos ganado, servía para sentarnos en torno al fuego y hablar; fuera, los edificios eran entonces demasiado peligrosos. Tú nunca has hecho eso, no estabas allí.
»No, no hablábamos de lo que íbamos a hacer cuando ganáramos, en general no, al menos. Ni siquiera de nuestros planes para el día siguiente. Hablábamos principalmente de nuestras vidas antes del experimento. Contábamos las desgracias que nos habían acontecido, por turno, primero uno y luego otro. Nunca lo decíamos, pero pensábamos todos que aquí no era así. Estábamos todos juntos, juntos todos los Amarillos. Fue ésta una de las primeras cosas que hicimos, creo que al cuarto día después de que las verjas se cerraran. Juramos que íbamos a permanecer juntos o caer juntos. No habría ninguna división. Habíamos visto lo ocurrido a los Verdes. Los Verdes iban siempre cada uno por su lado, y no se apoyaban mutuamente. Cuando se hubieron organizado ya era demasiado tarde. Los otros tenían armas, organización y espíritu combativo. Los habían fustigado demasiado, los habían reprimido demasiado, ¿entiendes lo que quiero decir? Si a la gente así la coges y la vences una y otra vez, la mayoría quedan como vencidos. Uno o dos se irán hacia el lado contrario, se harán duros y fuertes hasta lo indecible. Pero la mayoría, no. Así que cuando uno o dos intentan dirigir, poner orden, se encuentran sin apoyo. Y luego, está el efecto sexual. Quizá no debiera hablar de esto. ¿Quieres parar la grabadora?
»Bueno, de acuerdo. Todo el mundo se dio cuenta, casi desde el principio, de que las mujeres iban a tener que luchar igual que los hombres. Jan era la mejor guerrera que teníamos, y desde el principio se mostró dispuesta. Los Azules lo hacían ya, y si nosotros no lo hacíamos perderíamos. Además, si las mujeres no combatían no habría verdadera igualdad, porque si una mujer se ponía en pie y decía: "Hay que enfrentarse a los otros colores", los hombres dirían al unísono que no era la sangre de ella la que se iba a derramar.
«Naturalmente, algunas mujeres no querían. Y algunos hombres tampoco querían que participaran. Yo diría que había como ocho mujeres en contra, y cinco hombres. Entonces empezó la instrucción. Eso sí fue duro. Es difícil, muy difícil, obligar a la gente a hacer instrucción. Hay que hacerlo poco a poco. Pero, una vez la hacen, aprenden a obedecer órdenes y cuando dices: "¡Adelante!" te siguen. Yo empecé haciendo que practicaran el uso de las armas (no había entonces más que cuchillos y palos), y luego vino la instrucción de rigor. Les decía yo que, aunque no fueran a luchar, lo menos que podían hacer era practicar con el resto de nosotros, y así, si en algún momento se veían obligadas a combatir, no estarían tan perdidas. Naturalmente, habría podido simplemente ordenarlo cuando estuvimos mejor organizados; pero yo no tenía por ese entonces tal autoridad: no era Emperador.
»No, yo era especialista, licenciado en ciencias políticas. Muchos eran estudiantes de psicología, y otros muchos procedían de la escuela de sociología. Nunca vi que se comportaran de modo distinto a como nos comportábamos los demás.
»A lo que iba es a que cuando un hombre (digamos un varón) pelea con una mujer y la derriba, y ella deja lo que tenía en las manos, un palo o lo que sea, y por ejemplo sangra porque él le ha hecho una herida o le ha partido el labio, y los pantalones cortos y la camisa de la mujer están rotos, hay un impulso de que es el que manda. No sé si a las mujeres les ocurre, pero el caso es que sí pasa a los hombres. Y cuando una mujer ha pasado por esta experiencia una o dos veces, se desanima. Ya no luchan, sólo quieren huir corriendo, esconderse. Algunos hombres decían que, en el fondo, a ellas les gustaba, pero yo no lo creo. De todos modos, en general, eran ellas quienes querían unirse a nosotros.
»No, claro que no se lo permitíamos. No podíamos permitírselo. Éste era en realidad el quid de la cuestión. Teníamos los brazaletes (¿ves?; yo todavía llevo el mío aquí en la muñeca), y no podíamos quitárnoslos. Es imposible. Una vez te colocaban el brazalete, eras un Amarillo o un Azul o un Verde; y punto. Algunos Verdes, en especial, intentaron quitárselos antes de que nosotros controláramos todas las herramientas. Era imposible, una lima no produce en ellos ni un arañazo.
»¿Que si molestaban? ¿Las ropas? Sí, llevábamos ropa de color, esto para empezar; pantalones cortos y camisas de color amarillo. Pero lo que importaba no era la ropa sino los brazaletes. Al final yo mandé que todos mis guardias fueran desnudos de cintura para arriba, con sólo una cinta de tela amarilla en la frente para identificarse. Verás, yo había observado que cuanto más valiente era un hombre más a menudo llevaba la camisa rota, y al final los mejores quedaban totalmente descamisados.
»Sí, las mujeres también. Te diré un secreto: cuando vas al combate, cualquier cosa que te haga parecer distinto, extraño, resulta útil. Les quita valor a los demás. Yo creo que al principio la ventaja era de los Azules, con aquellas camisas y pantalones cortos de color azul oscuro. Parecían de la Policía Federal. Pero con el pecho desnudo y el trapo amarillo en la cabeza se solucionó la cosa. Nos manteníamos unidos y nos lanzábamos sobre ellos en una masa compacta, los sables al frente, entre ellos sobresaliendo las lanzas y todos gritando. Esto es muy importante. Y la bandera. Yo di mi propia camisa para hacer la bandera. La pechera estaba completamente rota, pero no había ni un rasguño en la espalda, ni uno. Cogimos esta parte de la camisa y la utilizamos para hacer la bandera. Althea cosió a ella el Lung-Rin con hilo rojo. Algunos decían que no iba a verse porque no había en el edificio suficiente movimiento de aire, y era en el edificio donde solían tener lugar los combates. Yo les dije que si avanzaban con la suficiente rapidez la bandera se vería, destacada, y tenía razón. Era útil también en otro sentido: una o dos veces nos desperdigamos (recuerdo una vez en que los Azules nos tendieron una emboscada) y la bandera nos mostró dónde estaba nuestro centro. Nils la llevaba. No sé qué habrá sido de ella. Sería bonito tenerla cuando volvamos a reunimos.
»Ya te he hablado de eso. Era imposible: si eras un Amarillo, eras un Amarillo, un Azul era un Azul, y un Verde, un Verde. Y seguía siendo así, se dijera lo que se dijera. Jan tuvo durante un tiempo un amante-esclavo Verde; incluso luchó con nosotros algunas veces contra los Azules. Los Verdes estaban ya acabados, y no valía gran cosa.
»No, como ya te he dicho, los Verdes tenían unos cuantos auténticos ^combatientes. No tengo ni idea de cómo se llamaban. Ésta fue una de las primeras reglas que proclamé: los Verdes y los Azules no tienen nombre. Si conocías a algunos de ellos de nombre antes del experimento, lo olvidabas lo antes posible. Cuando había que hablar acerca de alguien en particular, decíamos: la mujer Azul rubia o bien el chico Verde dejan. Ni más ni menos.
»Otra cosa que nos daba ánimos para la lucha era la
idea del Imperio. Cuando pregonas una cosa así, se vuelve real. Igual que la figura que instalamos. Estaban los Guardias Imperiales, que tenían que ser valientes porque si no lo eran perdían su puesto, dejaban de ser guardias. Y los otros luchaban con más brío con la esperanza de ingresar en sus filas: si alguien se distinguía, fuera hombre o mujer, yo lo nombraba guardia. Y si ello ocurría con un guardia, yo convertía a ese guardia en oficial. A los guardias yo los utilizaba para mantener el orden entre los demás.
»¿Que de qué iba el experimento? Ya sabes: el mundo. Pero tantos recursos… y tantos, tantos grupos de personas… Entiendo que algunos de los otros procesos del experimento dieron un resultado un tanto diferente; pero ellos querían ver cómo lo solucionábamos, qué solución proponíamos. Por eso no lamento lo que hicimos. Era nuestro problema, el problema que se nos planteaba (si quieres llamarlo así) y lo solucionamos. Cuando rompieron el muro estábamos organizados; todo el mundo sabía cuál era su puesto, de quién recibía órdenes y cuánto se le daba. Cuánta comida, cuánta agua potable, cuánta agua para el aseo. Esto era el Imperio.
»Normalmente lo llamábamos así, sin más: el Imperio. Oficialmente, empezamos llamándolo Mongolia. Porque éramos los Amarillos. Luego, acortamos el nombre.
»No, no lamento lo ocurrido con ella quienquiera que fuera. Éramos todos voluntarios en un principio, no lo olvides. Ella estaba constantemente desobedeciendo, una y otra vez, era una apestosa Verde o Azul o lo que fuera. Ni siquiera me acuerdo. Decidí, pues, que merecía un castigo. Hicimos una ceremonia, con fuego en los braseros y el gran gong.
»Se encargó Jan de la tarea. Jan era coronel. Neal y Ted la sostuvieron mientras Jan le hundía el sable en el vientre: así viviría lo suficiente como para saber lo que estaba ocurriendo. Cuando Jan sacó el sable, ella lamió la sangre de la hoja. El resto de los Verdes y los Azules habrían obedecido después de esto, créeme.
»Sí, cuando por fin murió. Fue entonces cuando derribaron el muro. Controlaban a unos cuantos individuos seleccionados, aunque nosotros no lo sabíamos. Ella debía de ser uno de ellos.
«Naturalmente. Entiendo tus sentimientos al respecto, entiendo los sentimientos de la escuela, del público y del Presidente. Pero ¿entiendes tú nuestros sentimientos? Tú no has pasado por lo que pasamos nosotros juntos. Nosotros hemos aprendido muchísimas cosas que no olvidaremos, pero ninguno de vosotros puede ni siquiera imaginar cómo eran las cosas entonces, cuando yo era Ming el Cruel.»