Dulce doncella
A la edad de treinta y tres años, Lenor Stacy dejó su apartamento, vendió sus muebles y la mayor parte de su vestuario, renunció a su empleo y partió en búsqueda de la Adorable Mujer del Bosque.
Pero, naturalmente, había mucho más que esto. Si hubiera vivido cincuenta años antes, los amigos de Lenor habrían dicho que había sido decepcionada por el Amor, y casi habrían acertado. Hoy en día nadie dice estas cosas, tal vez debido, en parte, a que las mujeres como Lenor ya no tienen amigos; los viejos vínculos, la obligación de los amigos de la madre y de las hermanas -Lenor no las tenía- de ser también amigos de la hija o de la hermana, se han roto.
Así pues, Lenor había sido decepcionada por el Amor. Luego había sido decepcionada también por el odio, experiencia que le había venido quitando ilusiones durante trece años hasta convertirla en una mujer -no muy bien vestida, con gusto pero sin exceso- feliz de llegar a su mesa de despacho temprano todas las mañanas de los días laborables y más que satisfecha de quedarse media hora más después del cierre siempre que podía imaginar algún motivo. (Decían: «Ella dirige esto», y ella lo sabía y le gustaba, y los despreciaba porque era cierto; ya la conocéis.) Por la noche veía la televisión o leía, y sólo los fines de semana, durante esos trece años, le plantearon en realidad auténticas dificultades.
Iba al cine, hacía ejercicio en un gimnasio -que había
sido un supermercado-, conducía, asistía a conciertos y exposiciones de arte y a menudo no hablaba con nadie en absoluto desde el viernes por la tarde hasta el lunes por la mañana.
A veces se aburría, pero rara vez se sentía desdichada. En cierto modo, estaba cansada. En ningún momento mostró interés por la caza, la pesca, las excursiones, los campamentos o alguno de esos pasatiempos silvestres que han brotado como setas de las raíces muertas de la Naturaleza.
La Mujer del Bosque era una figura negra de una revista, una estatuilla negra colocada en un bosque en Kodachrome. El hombre que había sacado la foto creía que era una versión femenina del Abominable Hombre de las Nieves (el yeti o metoh kangmi, el sasquatch americano, el «pies grandes» o el «apestoso»; y que Gitcbe-Manitú te ayude, rostro pálido); y le puso el nombre de Adorable Mujer de los Bosques con la esperanza de que este atractivo título disuadiera a otros amantes de la Naturaleza de emprenderla a tiros con ella. Era un artificio vestido de pieles, un mono huido, un oso, un animal, un último superviviente del gigantopithecus, un mito fotografiado, una mujer troll. Imagina, si quieres, una muchacha alta y fornida -también Lenor era alta-, una muchacha de anchas caderas y senos generosos. Cúbrela de pelo, negro y espeso como el de un spaniel; pónle la cabeza de un gorila.
No (como se dijo Lenor a sí misma) os habéis equivocado.
«Esa cosa que tenéis en la mente no es el rostro de un gorila. Pensáis con palabras, y las cosas que hay detrás de las palabras cambian hasta dejar de ser lo que eran. Esa máscara tonta que tienes en la mente es fantasía, el chiste malo y grosero de algún empleadillo de Hollywood.» Se dirigió a un zoo y observó a un auténtico gorila, lo observó -estaba de pie detrás de unos niños, bebiendo cocacola con una pajita- hasta que la máscara de duende feo del empleadillo desapareció de su mente y conoció aquel aspecto sabio y triste.
O había o no había una mujer (¿muchacha?) en un bosque de California que tenía ese aspecto.
Sí la había, ella -y probablemente sus padres, hermanos, hermanas y cerdos y cerdas increíbles- vivía todavía como habían vivido las gentes antes de aquellos absurdos inventos que eran el fuego y la lanza de punta de piedra, salvo que a todas las demás cargas de su vida se había añadido el temor mortal a esa raza de elfos pálidos y empequeñecidos que encerraban su mundo con la magia. Se sustentaban de gusanos y semillas. Se estremecían bajo la lluvia y exultaban bajo el sol, aguardando a que volviera a abrirse el Edén.
«Y bien, ¿por qué no?»
Y, una semana más tarde: «¿Por qué no hacer algo… sólo por una vez?».
Ella no sabía nada de fotografía, pero se compró una cámara japonesa de precio medio y se leyó el folleto que traía la caja. Tomó luego fotografías en el parque hasta aprender a medir la distancia y la luz.
El equipo de acampada que ofrecían las tiendas de artículos de deporte la repelía. Parecía un crimen pensar en llevarse bajo los árboles todo aquel material costoso, llamativo, duradero y artificial; además, sería demasiado pesado para transportarlo, y sabía que no iba a encontrar nada cerca del camino. Finalmente, adquirió un par de zapatillas de tenis porque le recordaban las que llevaba para ir al gimnasio en la escuela superior, y cogió una manta vieja para dormir y una tela de plástico que había comprado cuando volvió a pintar el apartamento. La tela de plástico la preservaría de la humedad cuando durmiera en el suelo y, si llovía, podría hacer con ella una especie de refugio. Llevó ropa interior, jerseys y blusas, tres pares de pantalones deportivos y una vieja cazadora; vendió o regaló el resto de sus ropas. «Lo compraré todo nuevo -pensó- cuando vuelva. Me daré ese gusto.» No se miró en el espejo -no había ahora en el apartamento más que un espejo, en el cuarto de baño- mientras decía esto, pero, además, se miraba ya poco en los espejos; el lápiz de
labios era ahora su único cosmético, había aprendido a aplicárselo utilizando el espejo pequeñito del estuche de los polvos, en el que sólo se veía la boca.
El bosque de Klamath, en el norte de California, rara vez aparece en los mapas aun cuando ocupa más de seis mil quinientos kilómetros cuadrados. Al parecer, a los cartógrafos no les gusta indicar los nombres de los bosques porque es muy difícil precisar sus límites. No tienen límites claros. A pesar de ello, Lenor, que conducía por la carretera estatal 96 entre el pueblecito de Happy Camp (¿dónde estás, Bret Harte?) y la reserva india del valle de Hoopa, sabía que el bosque de Klamath se hallaba al sur y al este de donde estaba ella. Y que era inútil buscar lugares fáciles: lugares donde se pudiera penetrar en el tupido bosque sin grandes problemas, donde el terreno fuera apto para andar en lugar de tener que trepar o donde alguna firma de explotación forestal hubiera construido un camino. Así pues, detuvo el coche en un lugar que parecía muy poco adecuado, bajó y se abrió paso como pudo. Así de sencillo.
El bosque de Klamath se encuentra en la sierra de Klamath, que constituye geológicamente uno de los más antiguos macizos montañosos de Norteamérica. Las montañas de Klamath han visto aparecer y desaparecer glaciares, y recuerdan todavía la presencia de terribles lobos, grandes como ponies, bajo sus árboles; no son ya altas y orgullosas como las jóvenes Rocosas, pero sí son muy, muy accidentadas.
Todo subidas y bajadas, como un viento irlandés. Corrientes de agua que no van a ninguna parte y se hunden en estanques muertos. Otras que descienden treinta metros en poco más de medio kilómetro, rugiendo sobre las rocas. Hay también en las Klamath repliegues secos, y grietas profundas y silenciosas a las que es mejor no bajar.
Lenor avanzó por este terreno durante dos días. Un hombre le habría dicho que no era lugar para una mujer, y
al cabo de unas horas habría decidido que tampoco era lugar para un hombre y habría vuelto. Un hombre habría procurado llevar las suficientes provisiones para tres comidas abundantes al día; Lenor llevaba té, cerillas y chocolate duro para cocinar, una caja de higos secos, azúcar y una pequeña sartén. Confiaba en perder peso, había hecho ya ayuno -aunque ella lo llamaba dieta- y no padecía dudas neuróticas acerca de su resistencia de hoy en comparación con la de ayer. Al término del segundo día encontró un lugar más abierto que lo que predominaba aquí -aunque no hay en el bosque de Klamath ningún lugar realmente abierto- y con un nivel casi horizontal que, después de lo que llevaba recorrido en las últimas treinta y seis horas, parecía llano. (Aunque no hay en las Klamath un terreno que pueda llamarse llano.) Siguiendo el desdibujado rastro de algún animal salvaje llegó a una corriente y construyó allí una pantalla de hierbajos para ocultarse, a la que no llamó persiana porque no pensaba en tales términos. Cuando hubo terminado, se instaló y esperó cámara en ristre. Sin fumar, sin moverse más de lo imprescindible, a la escucha para oír los pájaros y el viento.
Pasados tres días había visto varios conejos, tres zorros grises, un mapache y un gamo, al que fotografió para tener algo con qué recordar la experiencia. Se llamó a sí misma tonta y decidió que ya era hora de volver a casa.
Estuvo «volviendo a casa» durante otros tres días sin tocar la carretera en la que había dejado el coche, y al término del tercer día se halló en una zona que estaba segura de no haber pisado antes. Se le habían acabado los higos y el chocolate, y también prácticamente el azúcar. Comió un puñado de insípidas bayas, y cangrejo de río que limpió con una lima para las uñas e hirvió. Sabía, o creía saber, en qué dirección se hallaba el camino; pero el terreno no le permitía seguir esa dirección y la obligaba a desviarse una y otra vez en ángulo recto.
Al cuarto día -el séptimo desde que había bajado del coche- se puso a llover. Construyó un refugio con la tela de plástico y se pasó el día durmiendo y preparando té
sobre un diminuto fuego alimentado con leña que había conseguido poner a cubierto antes de que estuviera demasiado mojada. Cuando al llegar la noche se envolvió en su manta, llovía todavía.
En el curso de la noche, la fiebre vino y la despertó. No se oía más que el golpeteo de la lluvia, y podía sentir cómo el ardor de su rostro y oídos se desparramaba por todo el cuerpo. Pensó: «Voy a ponerme muy mal». En seguida se recostó de nuevo y se durmió.
Al día siguiente estaba enferma, con fiebre y una profunda tos. Seguía lloviendo, pero podía llover todavía durante una semana y ella no podía esperar una semana. Se lió la manta y la tela de plástico a la cabeza, a modo de desmesurados chales, y caminó cuanto pudo hasta detenerse para descansar bajo un saliente de roca. De repente era ya de mañana, y no recordaba noche alguna entre el sol y los pájaros y la tarde húmeda del día anterior. Intentó ponerse en pie y vio que tenía que apoyarse para erguirse, aferrándose a las rocas… mientras, no muy lejos, una piedra se deslizaba sobre otra.
Quedó petrificada y se dejó caer de nuevo, perversamente contenta de abandonar el esfuerzo. Un arrastrar de pies. «Un oso -pensó-. Un oso.» Y se aplastó contra las rocas. Fuera lo que fuera, estaba muy cerca pero no era visible, y lo ocultaba tan sólo el ángulo de la pared rocosa. Se arrebujó en sus chales y oyó cómo se acercaba. Entonces, mientras observaba, una mano cogió un insecto que se arrastraba a sólo dos metros de donde se hallaba ella agachada. Los dedos estaban cubiertos de vello, las uñas sucias y rotas, pero era una mano humana. «Al fin y al cabo son personas», pensó, y dio un paso adelante, despacio -como para no asustar a la criatura, aunque ahora ya sólo podía moverse despacio-, hasta que pudo ver los ojos asustados y profundos de la muchacha. «Tal vez me ayuden», pensó, y descubrió ahora que no sabía qué decir.