El mapa

La noche anterior había olvidado todos sus planes y peleado, cegado casi por su propia sangre después de que Laetus le rompiera el aguamanil en la cabeza. Quizá había sido mejor así.

Y sin embargo, si no se hubieran apoderado de su cuchillo mientras dormía, quizá los hubiera matado a los dos.

«El amo Gurloes se enfadará.» Esto es lo que solían decir para darse miedo el uno al otro y hacer que el otro se comportara. Seguro que Severiano también se habría enfadado, y Severiano le había pegado más de una vez. Escupió coágulos de sangre. Le había pegado con mayor dureza que Laetus y Syntyche anoche. Severiano había sido capitán de aprendices el año anterior al de él.

Ahora, Severiano era el Autarca. Severiano era la ley, y los asesinos morían bajo la mano de la ley.

Alguien aporreaba la escotilla. Escupió de nuevo, esta vez en el cubo de los desechos, y gritó en la dirección de la lumbrera. Entraba por ella la suficiente luz como para ver la huella que había dejado Syntyche en su litera mientras yacía de cara al mamparo, fingiendo dormir. Alisó la superficie con las manos.

Buscó por un instante a tientas su ropa y su cuchillo, pero éste ya no estaba. Rió entre dientes y se echó hacia atrás sobre su propia litera estrecha, metiendo ambas piernas al mismo tiempo en los pantalones.

Más golpes; el barco se balanceaba debajo de él mientras el desconocido buscaba otra entrada al camarote. Escupió por tercera vez y, movido por la fuerza de la costumbre, alzó los brazos para correr el cerrojo, que estaba ya abierto.

— ¡Escotilla abierta! Baja, sodomita, yo no subo. -El desconocido levantó la escotilla y bajó cautelosamente la empinada escalerilla-. Cuidado con los baos de cubierta.

El desconocido se agachó mientras giraba en torno, era tan alto que no tenía más remedio.

— ¿Eres el capitán Eata?

— Siéntate en la otra litera. Nadie la utiliza ya. ¿Qué quieres?

— Pero ¿eres Eata?

— Hablaremos de eso más tarde, quizá. Cuando me hayas dicho lo que quieres.

— Un guía. -Como Eata se tocara el corte de la cabeza y no contestara, añadió-: Me han dicho que eres un hombre inteligente.

— Seguro que eso no te lo ha dicho un amigo.

— Necesito un hombre con un barco para ir río abajo. Necesito que me diga lo que hay que saber en relación con las ruinas. Dicen que tú las conoces mejor que nadie.

— Un asimi -dijo Eata-. Un asimi por día. Y tendrás que ayudarme a manejarlo: mi marinero de cubierta y yo tuvimos una pequeña discusión anoche.

— ¿Digamos seis cobres? Sólo hará falta un día, y yo…

Eata no prestaba atención. Se había fijado en la cerradura rota de su baúl, y reía.

— ¡La llave está en mi bolsillo! -Agarró por la rodilla al hombre, más joven y más alto-. ¡Los pantalones estaban en el suelo! -En su hilaridad, casi se le atragantaban las palabras.

En las tierras llanas que el mismo Gyoll había creado, el río tenía poca corriente; pero el viento venía del este y el barco de Eata se inclinaba un poco forzado por la amplia vela cangreja. El viejo sol, ahora muy por encima de las torres más altas, pintaba la negra imagen de la vela sobre las aguas oleosas.

— ¿Qué haces tú, capitán? -preguntó el desconocido-. ¿De qué vives?

— Hago cualquier cosa por la que me paguen. Carga para el delta y pescado para la ciudad, generalmente.

— Es un buen barco. ¿Lo construiste tú?

— No -contestó Eata-. Lo compré. Demasiado lento para lo que tú estás acostumbrado.

Todavía le dolía la cabeza y se apoyó en la caña del timón al tiempo que se oprimía la sien con una mano.

— Sí, he navegado un poco en un lago que tenemos allí en el norte.

— Yo no he preguntado -le dijo Eata.

— Creo que todavía no te he dicho cómo me llamo: Simulado.

— Un buen nombre, estoy seguro.

El desconocido apartó la mirada por un momento, jugueteando con el cabrestante del foque para que Eata no viera el color subir a sus mejillas.

— ¿Cuándo crees que llegaremos a las zonas desiertas de la ciudad?

— A la hora nona aproximadamente, si este viento aguanta.

— No sabía que estuviera tan lejos.

— Habrías debido contratarme más abajo. -Eata soltó una risita-. Y ahí es sólo donde empiezan las zonas muertas. A lo mejor tú quieres ir más lejos.

El desconocido volvió a dirigirle la mirada.

— Es muy grande, ¿verdad?

— Más de lo que imaginas. Esta zona, donde vive la gente, es sólo una especie de línea fronteriza.

— Oye, ¿conoces un lugar donde tres calles anchas se juntan?

— Media docena, tal vez más.

— El más meridional, creo.

— Puedo llevarte lo más lejos al sur que conozco -dijo Eata-. No digo que sea lo más meridional que existe.

— Entonces, empezaremos allí.

— Será de noche cuando lleguemos -le advirtió Eata-. Y al día siguiente será un asimi más.

El desconocido asintió con la cabeza.

— ¿Ni siquiera estarnos todavía en la zona en ruinas?

— ¿Ves esa ropa? -indicó Eata con un gesto-. Puesta a secar. La gente tiene lo suficiente que comer, así que pueden tener dos o tres camisas, por ejemplo. Más al sur ya no verás eso: una persona que sólo tiene una camisa o una muda no la lava mucho; pero sí verás humo de cocina. Y, más al sur aún, ni siquiera verás eso. Es la ciudad muerta, y la gente no enciende allí fuego alguno por lo que pueda acarrearles el humo. Omófagos, así los llamaba mi vieja profesora. Significa los que comen la carne cruda.

El desconocido miró, al otro lado del agua, los harapos tendidos de las cuerdas. El viento le revolvió el cabello, y las camisas y faldas rotas lo saludaron como una muchedumbre de niños pobres y tímidos temerosos de que no regresara. Finalmente, dijo:

— Aun cuando el Autarca no los proteja, podrían unirse y protegerse entre sí.

— Se tienen miedo entre sí. Viven, de algún modo hay que llamarlo, cribando la vieja ciudad, con un tamiz más fino de año en año. Todo hombre roba a su vecino si puede y lo mata si encuentra algo que realmente valga la pena. No es preciso que sea algo de gran valor. Un cuchillo con el mango de plata… eso ya es mucho.

Pasado un instante, el desconocido miró la empuñadura de plata de su puñal.

— Creo que podríamos acercarnos un poco aquí -dijo Eata-. Viene un meandro.

El desconocido hizo girar el molinete, y la botavara retrocedió.

A estribor, un tkalamegus de popa alta venía río arriba, reluciente al sol como un escarabajo sagrado, todo él dorado y lapislázuli. El viento le era favorable y, mientras observaban -Eata con un ojo puesto en su propia vela-, las entenas bajaron sobre sus robustos mástiles para luego subir de nuevo arrastrando amplios

triángulos de seda rosáceo. Los largos remos se encogieron y desaparecieron.

— Han bajado a ver el panorama -dijo Eata al desconocido-. De día no hay peligro, si tienes a bordo un par de tipos jóvenes armados de sables y remeros en los que puedas confiar.

— ¿Qué es eso de allí? -El desconocido señalaba, más allá del tbalamegus, a una colina coronada de agujas-. Parece fuera de lugar.

— Lo llaman la Vieja Ciudadela. No sé mucho acerca de ella.

— ¿Es de ahí de donde procede el Autarca?

— Eso dicen algunos.

Urth miraba ahora al sol casi directamente a la cara, y el viento había pasado a ser un simple susurro. La vela mayor parda y apedazada aleteó, se infló y aleteó de nuevo.

El desconocido permaneció un rato sentado en la borda, con los pies, calzados con botas, colgando al exterior y casi tocando las lisas aguas; luego los balanceó y los posó de nuevo en cubierta como si tuviera miedo de caer.

— Casi puedes imaginártelos subiendo, ¿verdad? -dijo-. Despegando con un grito de plata y dejando atrás este mundo.

— No -respondió Eata-. Yo no puedo.

— Eso es lo que van a hacer al final de los tiempos. Lo he leído en alguna parte.

— El papel es peligroso -advirtió Eata-. Ha matado a muchos más hombres que el acero.

La velocidad del barco apenas era mayor que la de la perezosa corriente. Un aeroplano pasó volando por encima de sus cabezas, veloz y callado como un dardo lanzado por la mano de un gigante, y desapareció en una blanca nube estival para volver a aparecer luego empequeñecido hasta ser casi invisible, una chispa más entre las estrellas apagadas por el día. La vela parda obstruyó la vista que contemplaba el desconocido, la Vieja Ciudadela al nordeste. A pesar de la sombra que le proporcionaba, el hombre sudaba. Se desató el coleto de cordobán.

Por la noche, en cubierta, se lo ató de nuevo, lo más prieto que pudo. Hacía frío ya y sabía, sin que se lo dijera nadie, que pronto iba a refrescar aún más.

— No me vendría mal una manta -dijo.

— Sólo servirá para que te duermas -contestó Eata moviendo la cabeza-. Anda arriba y abajo y menea los brazos. Así entrarás en calor y te mantendrás despierto al mismo tiempo. Yo subiré a relevarte en la próxima guardia.

El desconocido asintió con la cabeza, distraído, y miró el fanal anaranjado que Eata había colgado de lo alto del mástil.

— Nos van a ver.

— Si no fuera así, no me molestaría en hacer guardia. Pero, si no lo pusiera, cualquier carraca grande pasaría por encima de nosotros como si nada. No se te ocurra apagarlo; créeme, estamos mucho más seguros con el fanal en lo alto y bien encendido. Si se apaga solo, lo bajas y vuelves a encenderlo. Tú haz lo que puedas, y si no consigues encenderlo, me llamas. Si ves otra nave, especialmente si es grande, haz sonar la concha. -Eata indicó el cuerno en forma de espiral que estaba al lado de la bitácora.

El desconocido asintió de nuevo con la cabeza.

— Sus barcos no tienen luces, claro.

— No, ni mástiles tampoco. Además, podría ser que vinieran dos o tres de ellos a nado. Si ves un rostro en el agua que mira fijamente la luz y desaparece, es un manatí. No te preocupes. Pero si ves algo que nada como un hombre, me llamas.

— Lo haré -contestó el desconocido.

Observó mientras Eata abría la escotilla y bajaba al diminuto camarote.

A proa yacían dos botavantes, los hierros de sostén inmersos en la sombra de tinta que producía el saliente de la cubierta inferior, y los extremos puntiagudos sobresaliendo de los soportes del botalón. Bajó y cogió uno, luego se encaramó a la cubierta de nuevo. El botavante, de tres anas* de largo, tenía un chuzo muy feo y un afilado gancho destinado a cortar jarcias. El desconocido lo esgrimía al tiempo que recorría el pequeño espacio de la cubierta, arriba, abajo, a derecha, a izquierda, con los movimientos torpes del hombre que recuerda una habilidad aprendida en la juventud.

Al este, apenas visible, podía percibirse la curva lunar que enviaba hacia él chorros de virescencia en un fluir callado, espumado y sobrenatural. Recortada contra esta luz verde musgosa, la ciudad de la orilla oriental parecía, más que muerta, dormida. Las torres eran negras pero sus ventanas ciegas; así iluminadas por detrás, parecían delatar un sutil resplandor, como si los tenebrosos corredores y estancias desiertos fueran rondados por hecatonquiros,** los mil dedos untados de noctulescencia para iluminar su camino.

Miró hacia el oeste justo a tiempo para ver cómo un par de ojos relucientes se hundían en el agua con un chapoteo apenas perceptible. Miró fijamente el lugar de la aparición por el espacio de una docena de respiraciones, pero no vio nada. Dirigió de nuevo rápidamente la mirada a estribor, hacia lo que era ahora el lado oriental del barco anclado, imaginando que un artero adversario habría pasado nadando por debajo o alrededor de él a fin de cogerlo por sorpresa; el Gyoll se deslizaba impertérrito.

Por el lado del puerto, la sombra del casco se extendía alargada sobre el río de cristal, aunque él habría podido tocar con facilidad el agua con las manos. Ningún esquife o chalupa echado a la corriente desde la costa silenciosa.

Río abajo, la ciudad en ruinas parecía extenderse hasta el infinito, como si Urth fuera una llanura rasa que ocupara todo el espacio y toda Urth estuviera llena de muros desplomados y pilares inclinados. Un ave nocturna voló en círculos por encima de él, bajó en picado hacia el agua y no volvió a alzarse.

Río arriba, los fuegos de las cocinas y las lámparas de grasa de la viviente Nessus no creaban fulgor alguno en el cielo. El río parecía ser la única cosa viva en una ciudad de muerte; y, por un instante, el desconocido se dejó llevar por la convicción de que el mismo frío Gyoll estaba muerto, de que los maderos empapados y los restos de excrementos que transportaba nadaban, por así decirlo, buscando la salida en un interminable viaje hacia la disolución.

Estaba a punto de volverse cuando observó lo que parecía ser una forma humana que venía a la deriva hacia él, con un movimiento apenas discernible. La observó, fascinado e incrédulo, como se dice que miran los gorriones a la serpiente dorada que llaman soporor.

Se acercó más. A la luz verde de la luna, el cabello parecía incoloro y la piel de berilina. Vio que se trataba realmente de un ser humano y que flotaba boca abajo.

Una mano extendida tocó la cuerda del ancla, que flotaba sobre el agua, como si quisiera subir a bordo. Por un momento, el cáñamo contuvo los dedos rígidos y el cadáver realizó una lenta pirueta, como la media vuelta de un cuchillo lanzado visto por un ser efímero o el desplome de un despojo por el abismo que separa los mundos. Bajó a la proa e intentó apresarlo con el botavante; no lo alcanzaba por unos centímetros.

Esperó, horrorizado e impaciente. Finalmente, pudo acercarlo y pasar el gancho por debajo de uno de los brazos. El cadáver dio la vuelta con facilidad, con mucha más facilidad de lo que él esperaba, y vio el rostro, comprimido bajo la superficie oscura por el peso del brazo levantado, y saliendo al exterior cuando éste cayó de nuevo al agua.

Era una mujer; estaba desnuda y no hacía mucho que había muerto. En sus ojos fijos se apreciaban todavía rastros de polvillos negros ornamentales; los dientes relucían con un fulgor difuso a través de los labios entreabiertos.

Intentó hacerse un juicio sobre ella, como se lo había hecho acerca de las mujeres cuya avenencia había conseguido por dinero, intentó sopesar los senos con la mirada y alabar o condenar la redondez del vientre; y descubrió que no podía, que, tal como él quería verla, ella estaba fuera de su vista, inalcanzable como los nonatos, inalcanzable como lo fue su madre cuando una vez, de niño, la encontró bañándose.

La mano de Eata sobre su hombro hizo que girara en redondo.

— Mi guardia.

— Esta… -empezó, pero no pudo decir nada más y se quedó señalando.

— Yo la alejaré -dijo Eata-. Tú ve a dormir un poco. Coge la otra litera. No la utiliza nadie.

Entregó el botavante a Eata y se dirigió abajo, sin apenas saber lo que hacía y casi aplastándose los dedos al cerrar la escotilla.

La cera de una vela goteaba en un plato sobre el baúl roto, y se dio cuenta de que Eata no había dormido. Una de las estrechas literas estaba deshecha. Cogió la otra, no sin antes hacer un triple nudo en la correílla que sujetaba su bolsa al cinturón, se aflojó el coleto, colocó los pies calzados con las botas sobre el colchón, delgado y duro, y se tapó con una manta de lana de merino sorprendentemente suave. De un soplido apagó la llama amarilla de la vela, y cerró los ojos.

La mujer muerta flotaba en la oscuridad. La apartó de su pensamiento y dejó que éste volviera a las cosas agradables: la habitación donde había dormido de niño, y el halcón y el perro lebrel que habían quedado atrás. Ante sus ojos se extendían los prados montañeses de la hacienda de su padre, moteados de amapola e índigo silvestre, helecho y trébol de flor púrpura. ¿Cuándo cabalgó por ellos por última vez? No podía recordarlo. Las lilas cabeceaban con sus panículas cargadas de miel.

Se enderezó, olisqueando, y casi se rompió la cabeza con los baos de cubierta.

Un sutil perfume languidecía entre los fuertes olores mezclados de la sentina y la vela. Cuando enterró la cara en la manta, estuvo seguro. Justo antes de que llegara el sueño, oyó los sollozos apagados, roncos, de un hombre arriba.

Era la suya la última guardia, cuando las ruinas caían desde el rostro airado del sol como una máscara raída. Había visto torres durante la noche; ahora veía que estas torres estaban semiderruidas y cubiertas de retoños y exuberantes vides verdes. Tal como le habían dicho, no había humo. Habría estado dispuesto a apostar cuanto poseía a que tampoco había nadie.

Eata apareció en cubierta; traía pan, carne seca y mate humeante.

— Me debes otro asimi -dijo.

Desató el triple nudo y sacó uno.

— El último que te doy. ¿O es que vas a hacerme pagar un día más si no eres capaz de devolverme al lugar donde subí a tu barco para mañana por la mañana?

Eata sacudió la cabeza.

— El último, entonces -dijo el desconocido-. Ese punto donde se encuentran tres calles, ¿es en el lado oriental? ¿Allí?

Eata asintió.

— ¿Ves aquel espigón? Desde allí, media legua hacia dentro. Estaremos en el espigón antes de primera hora.

Hicieron girar juntos el pequeño cabrestante que subía el ancla. El desconocido sacó el botalón mientras Eata izaba las drizas de la vela mayor.

La brisa marina había llegado, ásperamente anunciada por una bandada de gaviotas blanquinegras que se dirigían tierra adentro en busca de sustento. Empujado con fuerza, el barco cabeceaba de tal modo que el desconocido temió fuera a hundir el espolón en el espigón medio desintegrado. Cogió un botavante para utilizarlo como bichero.

En lo que pareció ser el último momento, Eata viró el timón en ángulo recto y puso la proa al viento.

— Muy bien hecho -dijo el desconocido.

— Bueno, sé navegar. Y pelear también, si es necesario. -Eata hizo una pausa-. Voy contigo, si quieres. -El desconocido movió la cabeza negativamente-. No creía que fueras a decir que sí -añadió Eata-, pero valía la pena probar. ¿Te das cuenta de que pueden matarte ahí?

— Lo dudo.

— Pues bien, yo no. Toma este botavante, tal vez lo necesites. Te esperaré hasta la hora nona, ¿entendido? No más tarde. Cuando tu sombra rodee tus pies, yo me habré ido. Si sigues con vida camina en dirección al norte, tan cerca del agua como te sea posible. Si ves una embarcación, haz señas con la mano. Llámalos. -Eata vaciló por un momento, al parecer sumido en pensamientos-. Enseña una moneda, la más grande que tengas. Eso funciona a veces.

— Estaré de vuelta antes de que te hayas ido -dijo el desconocido-. Pero este botavante debe de haberte costado al menos un asimi. Tendrás que reponerlo si no lo devuelvo.

— No es para tanto -dijo Eata.

— Cuando vuelva, te daré un asimi. Lo consideraremos como el alquiler del botavante.

— Y a lo mejor me quedo un poco de tiempo más con la esperanza de cobrar, ¿verdad?

El desconocido asintió.

— A lo mejor sí. Pero estaré de vuelta antes de la hora nona.

Después de saltar a tierra, observó cómo Eata se hacía a la vela y luego se volvió para examinar la ciudad que tenía ante sí.

De dos largos pasos llegó hasta el primer edificio en ruinas. Las calles eran aquí estrechas, y los escombros que casi las asfixiaban las hacían aún más estrechas. De entre estos cascotes, y de los grandes bloques partidos de pavimento arenisco brotaban acianos azules y pálidas enredaderas. No se oía otro sonido que el lejano lamento de las gaviotas, y el aire parecía más puro aquí que en el río. Cuando estuvo seguro de que Eata no lo había seguido y de que nadie lo observaba, se sentó en una piedra caída y sacó el mapa. Este estaba envuelto en pergamino aceitado, y a pesar de haberse mojado ligeramente la envoltura, el agua no había penetrado.

No se había atrevido a mirar el mapa casi en ningún momento desde que lo tenía en su poder. Ahora, mientras lo estudiaba a placer bajo la radiante luz del sol, su excitación se veía amargada por una culpa irracional.

Esta maraña de calles podían o no ser las mismas calles que se extendían ante él. Esta serpenteante línea azul podía ser una corriente o un canal, o el mismo Gyoll. El mapa ofrecía todo tipo de detalles, pero eran éstos detalles que en absoluto negaban o confirmaban su adecuada ubicación. Guardó en su memoria cuanto le fue posible, sin dejar de preguntarse qué rasgo de la ciudad derruida o qué esquina podía resultar importante, qué nombre de calle o de construcción podía haber sobrevivido allí donde no quedaba nadie para recordarlo, qué estructura de albañilería o metal podría conservar todavía su antigua forma. Se le ocurrió por un instante que no era el tesoro el que se había perdido, sino él.

Mientras volvía a doblar el cuarteado papel y lo envolvía de nuevo, pensaba -como había pensado tantas veces- acerca de ese algo tan precioso, oculto con tanto esfuerzo por hombres para quienes las estrellas habían sido otras tantas islas. Dejada a su libre albedrío, su imaginación volaba hacia cofres infantiles atestados de oro. Su intelecto consideraba estos gustos como lo que eran y los rechazaba, pero en su lugar sólo era capaz de proponer unas cuantas y oscuras improbabilidades, rumores del conocimiento secreto y terribles armas de antiguos tiempos. Vida y dominio ilimitados.

Se levantó y estudió los edificios desiertos para asegurarse de que no había sido visto. Un zorro estaba sentado sobre el montón más alto de cascotes, la roja cola encendida bajo el sol y los ojos relucientes como cuentas de azabache. Cualquier mirada le daba de pronto miedo, y le

lanzó el botavante. El zorro huyó y el botavante bajó rodando con estrépito por el otro lado y se perdió de vista. Se encaramó al montículo y buscó por entre los florecientes cadillos y dientes de león, pero también el botavante había desaparecido.

Tardó un buen rato en llegar a la zona donde se encontraban tres calles, y más aún en hallar su intersección. De algún modo, se había desviado hacia el sur, y perdió una guardia en la búsqueda. Otra la perdió rondando entre zumbantes insectos hasta convencerse de que no era la intersección del mapa, donde aparecían avenidas de la misma anchura que se dirigían hacia el suroeste, el sudeste y el norte respectivamente. Finalmente, sacó de nuevo el mapa y comparó sus tintas descoloridas con la desolada realidad. Aquí había desde luego tres calles, pero una era más ancha que las otras y discurría hacia el este. No era éste el sitio.

Regresaba al barco cuando se abalanzaron sobre él los omófagos, hombres del color del polvo, de ojos salvajes y vestidos con harapos. En un primer instante parecieron ser incontables. Luego, después de pelear con uno de ellos y matarlo, se dio cuenta de que sólo quedaban cuatro.

Cuatro seguían siendo demasiados. Huyó, una mano aferrada al costado sangrante. Siempre había sido buen corredor, pero ahora parecía volar, corriendo como nunca y saltando todos los obstáculos. Las ruinas pasaban veloces, rodando en torno a él. Las armas arrojadizas pasaban silbando junto a su cabeza.

Casi había llegado al río cuando le dieron alcance. Su bota resbaló en el barro, cayó sobre una rodilla y se vio rodeado. Uno debía de haber arrancado su puñal de empuñadura de plata de las costillas del muerto. Vio ahora cómo el puñal caía sobre su propia garganta con la asombrada incredulidad del dueño a quien ataca su perro guardián, y alzó los brazos tanto parar borrar la visión como para parar el golpe.

Su antebrazo se convirtió en hielo al hundirse en él el acero. Desesperado, se apartó rodando y vio cómo la figura gris que blandía su puñal caía bajo el garrote de otra. Un tercero se lanzó a por el puñal, y ambos lucharon.

Alguien gritó; miró hacia un lado y vio al cuarto, el que tenía el botavante y que estaba empalado en el de Eata.

La posada donde había pasado la noche se hallaba cerca del río. Había recorrido una buena distancia hacia el sur buscando el barco de Eata, y no se acordaba. La posada era el Cygnet; también esto lo había olvidado.

— Tírale la cuerda a uno de esos haraganes -gritó Eata-. Nos amarrará por un aes.

Vio que no podía tirar demasiado bien con el brazo izquierdo, pero uno de los haraganes se lanzó a por el rollo y lo cogió.

— Tengo equipaje -gritó mientras el hombre tiraba de la cuerda-. Quizá quieras llevármelo al Cygnet.

Eata saltó a la proa.

— El bachiller se llama Simulatio -dijo al hombre ocioso-. Estuvo allí hace tres noches. Informa al posadero. Dile que el bachiller desea la misma habitación de la otra vez.

— Aborrezco tener que irme -dijo el desconocido-. Pero no volveré hacia el sur hasta que me haya curado. -Jugaba con los nudos que ataban la bolsa.

— Si eres inteligente, no volverás a ir.

El haragán lanzó el equipaje del desconocido al muelle y saltó detrás de él.

— Quiero darte una cosa. -El desconocido sacó un criso de oro-. Quizá puedas volver la próxima luna y ver si estoy lo bastante bien como para ir.

— No voy a coger esa pieza amarilla -dijo Eata-. Me debes un asimi por el alquiler del botavante. Eso sí lo cojo.

— Pero ¿volverás?

— ¿Por un asimi al día? Claro que volveré. Lo mismo haría cualquier otro barquero.

El desconocido vaciló mientras miraba atentamente a Eata y éste a él.

— Creo que puedo confiar en ti -dijo finalmente-. Yo no me metería en esas ruinas con otra persona.

— Lo sé -respondió Eata-. Por eso voy a darte un consejo. Aléjate del río unas cuantas calles, y encontrarás un orfebre. La señal del Osela. Un pájaro de oro.

— Ya sé lo que es.

— Sí, por supuesto. Guárdate tu mapa… -Rió-. No pongas esa cara. Si quieres tratar con personas como yo, vas a tener que aprender a controlar tu expresión.

— No creía que estuvieras enterado.

— Lo llevas en la bota -respondió Eata quedamente.

— ¡Me has estado espiando!

— ¿Cuando lo sacaste? ¿Eso es lo que crees? No. Pero una vez, cuando estabas sentado en la borda, apartaste los pies bruscamente del agua; y no te quitabas las botas para dormir. Un barquero tal vez hubiera hecho eso, pero no tú. No a menos que tuvieras en ellas algo más que los pies.

— Entiendo.

Eata apartó la mirada y sus ojos siguieron el curso lento e inmutable del Gyoll hacia el suroeste.

— Conocí a un hombre que tenía uno de esos mapas -dijo-. Un hombre puede pasarse media vida buscando y no encontrar nunca nada. Quizá eso esté ya en el fondo del mar. Quizá alguien lo encontró hace mucho tiempo. Quizá ni siquiera haya existido. ¿Comprendes? Pero ese hombre no puede confiar en nadie, ni en su amigo, ni siquiera en su mujer.

— Y si su amigo y su mujer se lo quitaran -añadió el desconocido-, se matarían el uno al otro para tenerlo todo. Sí, ya sé. Pero no es ése el mapa que yo tengo, si es eso lo que crees. Éste lo encontré entre las páginas de un libro antiguo.

— Yo esperaba que fuera el mío -dijo Eata-. Dices que comprendes, pero no es cierto. Yo dejé que se lo llevaran. Quería que lo tuvieran ellos, para que me dejaran en paz. Para no terminar como los hombres con quienes luchamos ayer. Me emborraché, dejé que vieran la llave, dejé que vieran cómo guardaba el mapa en el baúl.

— Pero despertaste.

Eata se volvió hacia el desconocido, furioso de repente.

— ¡Ese idiota de Laetus rompió la cerradura! Yo creía…

— No tienes por qué contármelo.

— El y Syntyche eran más jóvenes que yo. Pensé que desperdiciarían su vida buscando, igual que yo había desperdiciado la mía, y la de Maxellindis también. No creí que él fuera a matar a Syntyche.

— La mató él -explicó el desconocido-. No tú. Y tampoco tú hiciste que esos dos robaran. Tú no eres el Increado, y no puedes hacerte responsable de las acciones de los demás.

— Pero sí puedo aconsejarles. Yo te aconsejaría a ti que quemaras tu mapa, pero sé que no lo harás. Dóblalo pues, ponle tu sello y llévaselo al orfebre del que te he hablado. Es un viejo honrado y por un cobre lo guardará en su caja fuerte. Luego, vuelves a casa hasta que te repongas. Si eres inteligente, no volverás jamás para reclamarlo.

El desconocido movió negativamente la cabeza.

— Voy a quedarme en la posada. Tengo dinero suficiente. Y todavía te debo un asimi. El alquiler del botavante, tal como dijimos. Aquí lo tienes.

Eata cogió la moneda de plata y la lanzó al aire. Era reluciente, recién acuñada, con el perfil de Severiano estampado en un lado, hondo y nítido. A la rojiza luz del sol, habríase dicho un ascua encendida.

— Atas los cordeles de esa bolsa -dijo Eata-. Los atas una y otra vez, sólo por miedo de que yo meta la mano ahí mientras duermes. Voy a decirte una cosa: si vuelvo a por ti, quiero todos los aes de bronce antes de que esto se acabe. Sacarás todo tu dinero, todo, y me lo darás, pieza por pieza. -El asimi voló alto por encima del agua. Relució tan sólo un instante antes de apagarse en el oscuro Gyoll para siempre-. No voy a volver.

— Es un buen mapa -aseguró el desconocido-. Mira.

Lo sacó de la caña de su bota y empezó a desenvolverlo, con torpeza porque tenía una mano inutilizada. Cuando vio la expresión de Eata se detuvo, se metió el mapa en el bolsillo y bajó a la cubierta inferior.

Debilitado por la pérdida de sangre y entumecido por las heridas, no podía izarse hasta el muelle sin ayuda. Uno de los haraganes que quedaban le tendió una mano, y él la cogió. En todo este tiempo esperaba sentir cómo un botavante se clavaba en su espalda; sólo oyó la risa burlona de Eata.

Cuando tuvo ambos pies sobre el muelle, se volvió una vez más hacia el barco. Eata gritó:

— ¿Quieres desamarrar el barco, bachiller, por favor?

El desconocido señaló, y el hombre que lo había ayudado a desembarcar desató la cuerda de amarre.

Eata alejó el barco del muelle e izó la botavara dispuesto a aprovechar el máximo de viento posible.

— ¡Vendrás a por mí! -gritó el desconocido-. ¡Y dejaré que vengas conmigo! ¡Te daré una parte!

Lentamente, casi titubeando, la vieja vela parda se hinchó. Las jarcias se tensaron y el pequeño barco de carga empezó a ganar velocidad. Eata no miro atrás, pero su mano temblaba mientras aferraba la caña del timón.

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* Medida de longitud equivalente a un metro aproximadamente. (N. del T.)

** Gigantes de cincuenta cabezas y cien brazos, que ayudaron a Júpiter a vencer a los titanes; eran hijos de Urano y de la Tierra. (N. del T.)