V

Esta exhibición parecía más pequeña que las otras, quizá por estar muy concurrida. En torno a las patas atenuadas de una jirafa cacareaban y graznaban las aves de corral. Enormes escarabajos trepaban por las paredes, resbalaban y caían al suelo, donde se retorcían y luchaban hasta poder darse la vuelta y subir de nuevo.

Entonces, en el otro extremo de la cámara, atisbando desde detrás de un enorme armario estilo Imperio de nogal aceitado que se alzaba en medio de los animales en su grandeza napoleónica, Joe vio los ojos del hombre. Éstos lo miraron fijamente por un instante. La impresión que recibió fue de una insondable maldad. Luego, los ojos desaparecieron. Una figura salió corriendo como una flecha, encorvada como uno de los escarabajos, desde detrás del armario y desapareció en la oscuridad de la salida siguiente.

Joe profirió un grito y, bajando de un salto del extremo de la cinta, muy inclinada, se abrió paso por entre aquellas bestezuelas inmateriales que pululaban a sus pies; pero, al llegar al centro de la sala, las puertas del armario se abrieron de golpe como las puertecitas de un juguete de Navidad y un hombre con los ojos vendados le obstruyó

el paso. Chocaron y cayeron estrepitosamente al flexible suelo de plástico.

Cuando se hubo puesto en pie, supo que era demasiado tarde. Con la ayuda de la muchacha levantó al robot sin dejar de preguntarse, muy vagamente, como habría podido meditar acerca de una historia de la última página de un periódico, si el esfuerzo que acababa de realizar podría matarlo. Sentía cómo martilleaba su corazón, igual que si estuvieran aporreándolo desde el interior del pecho.

— Bon soir -dijo el Tobot ciego-. Soy Jean Baptiste Fierre Antoine de Monet, caballero de Lamarck. -Hizo una cortés reverencia.

— ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó la chica de pronto.

Señalaba, y Joe vio que a Lamarck le faltaba la mano derecha. Ésta parecía haber sido arrancada o cortada con un hacha: la carne de plastisol estaba lacerada en torno a la amputación y del muñón colgaban cables con códigos de color, azul y amarillo.

— Me temo, mademoiselle -musitó Lamarck- que debe de haber un vándalo en nuestro complejo. -Parecía avergonzarse de la herida que con tanta claridad revelaba su condición, y bruscamente se llevó el miembro herido a la espalda.

— Sí, casi lo he atrapado -respondió Joe-. Si usted no hubiera saltado de ese enorme armario en ese momento, lo habría cogido. Dígame, ¿qué hacía usted ahí dentro?

— Es un armario de servicio -explicó Lamarck-. Hay uno en cada átomo, equipado para realizar un mantenimiento rutinario del guía que tiene asignado y también efectuar pequeñas reparaciones. Cuando el vándalo me ha soltado me he metido ahí con la esperanza de que me arreglaran la mano; pero luego los he oído a ustedes tres venir y he pensado que conservaba la suficiente capacidad de funcionamiento como para realizar mi tarea y que, por lo tanto, debía cumplirla.

Un ave alta y de andar torpe, inmaterial como la niebla, atravesó volando su cuerpo en tanto él hablaba, las zancudas patas arrastrando tras ella.

— ¿A nosotros tres?

Sobresaltado, Joe miró atrás al tubo por el que habían entrado él y Mary Hogan. Cerca del extremo de la cinta había una segunda muchacha. Era ésta más alta que Mary, pero parecía aún más joven y juguetonamente insegura. Al igual que la de Mary, su falda terminaba muy por encima de las rodillas; pero por debajo del sombrero ajustado asomaba el cabello rubio y corto, y llevaba un bolso de cuentas con una larga correa. Lo balanceaba, nerviosa, mientras miraba a los tres.

— Venga -dijo Mary haciéndole una seña-. Únase a la fiesta. No vamos a decepcionarla.

— Les he oído hablar de alguien que ha hecho algún estropicio aquí dentro. -La voz de la recién llegada sonaba aguda y falta de naturalidad-. Y quería que supieran que no he sido yo.

— Sabemos quién ha sido -dijo Joe, enfurruñado-. Es un hombre y va delante de nosotros, no detrás. Yo no voy a quedarme aquí a contemplar la exhibición. Voy a seguir adelante a ver si lo cazo.

Se le antojó a Joe que esta idea se había formado en su mente mientras hablaba, pero, una vez formada y articulada, sintió que poseía la fuerza de la ley divina. Se veía a sí mismo agonizando, el clavo bloqueando la actividad de su corazón en el preciso instante en que el fugitivo al que había visto aparecer surgido de detrás del armario de Lamarck ponía en funcionamiento una sencilla y horrible trampa que dejaba su cuerpo mutilado; y no le importaba.

— ¡Espere! -El robot ciego lo cogió por el brazo con su única mano-. Si no ve las cosas que hay aquí (si no escucha lo que yo tengo que contarles acerca de ellas) no sabrá lo más importante de todo.

— Creo que debe ir. -Era la voz de la muchacha, aguda e insistente.

— Yo también lo creo -añadió Mary Hogan-. Cualquiera sabe qué daños puede ocasionar esa cosa suelta por ahí arriba.

— Se lo preguntaré al ordenador jefe. -El rostro ciego

de Lamarck no miraba a nadie en particular-. Monsieur, cuando no está presente ninguno de los programadores, el ordenador jefe es la autoridad máxima. ¿Se atendrá usted a la decisión del ordenador maestro?

La muchacha del bolso de cuentas dijo:

— Es la unidad que controla toda La Cosa, toda, todas las exhibiciones.

Joe quería zafarse. Habría podido conseguirlo con facilidad -los diminutos servomotores que gobernaban la actividad de los robots sólo eran potentes en las películas de horror de la televisión-, pero comprobó que le era imposible. Lo retenían el rostro envejecido de Lamarck, aunque él sabía que se trataba de una máscara de plastisol, sus ojos sin visión y aquel aire intangible de genio derrotado.

— De acuerdo -dijo finalmente-. Haré lo que mande el ordenador. ¿Qué hay que hacer para consultarlo?

— Puedo ponerme en contacto con él desde el armario de servicio, monsieur. -Lamarck le soltó el brazo y dio media vuelta con misteriosa precisión hasta quedar de cara al armario Imperio. Las dos muchachas lo observaban inexpresivamente. En cuanto las puertas se hubieron cerrado, Joe partió de un salto hacia la salida que llevaba al siguiente átomo.

Esta vez no esperó a que la cinta lo transportara, sino que subió por ella a trompicones. El golpeteo inseguro que oía detrás de él, de zapatos de tacón alto, le decía que al menos una de las dos muchachas venía detrás.

El átomo en el que irrumpió contenía a Charles Darwin, pero el gran científico yacía volcado en el suelo y su abdomen era una masa de elementos de circuito destrozados que un galápago parecía contemplar fríamente desde cerca. Polillas grandes como cisnes cubrían todas las paredes, las alas rígidas y extendidas formando un increíble dibujo de color iridiscente.

Estaba inclinado sobre el Darwin inerte cuando algo

pasó silbando junto a su cabeza. Lo oyó golpear la pared que tenía detrás y caer con un ruido metálico al suelo cuando levantó la mirada.

El vándalo ya no se ocultaba. Estaba de pie junto a un modelo a escala del H.M.S. Beagle, la mano izquierda aferrando un manojo de delgadas varas con el extremo dentado y amenazador. El brazo derecho estaba echado hacia atrás como si fuera a arrojar una lanza y, mientas Joe observaba, la arrojó; Joe apenas tuvo tiempo de hacerse bruscamente a un lado al tiempo que la vara dentada volaba hacia él. Con un ruido sólido y sordo, se clavó en el pecho de Darwin.

La arrancó mientras se erguía, preparado para esquivar el siguiente proyectil. Éste venía directamente hacia su cara. Cuando se agachaba, el vándalo subió de un salto a la cinta que iba a llevarlo hasta el siguiente átomo.

Este átomo estaba vacío un momento después de la llegada de Joe, pero una vara de metal le rozó la camisa cuando saltaba de la cinta y veía a su presa desaparecer en el siguiente tubo.

Después de esto perdió la cuenta de los átomos por los que iban pasando, y no paraba ya mientes en las exhibiciones que éstos contenían ni en si estaban enteros o no.

La estructura de La Cosa era compleja y la mayoría de los átomos poseían varios tubos radiantes, por lo que la figura que Joe perseguía podía fácilmente haberlo despistado. Pero no parecía que fuera ésta su intención; cuando Joe estuvo demasiado fatigado como para seguir trepando por las empinadas cintas que los llevaban cada vez más alto, comprobó que no perdía terreno en la persecución. Siempre, al término de cada tubo, vislumbraba al hombre corriendo hacia la siguiente cinta. Y escogía siempre la cinta que iba a llevarlos más arriba.

Pero, a medida que proseguía la persecución, Joe fue dándose cuenta de que también a él lo seguían. Detrás de él, el sonido de las pisadas de las dos muchachas fue en aumento hasta convertirse en el bramido de un gentío, un vocerío alto y rápido.

Llegaron por fin a un átomo que carecía de suelo y desde el cual no salía ninguna cinta, un globo vacío de fibra de vidrio con enormes orificios a los lados. El hombre al que iba siguiendo lo esperaba con una vara de metal levantada junto al más bajo de los agujeros, y más allá sólo había el cielo azul y las nubes. Detrás de él resonaba el clamor apresurado de un centenar de mujeres.

— Adelante -gritó-. ¿Qué vas a hacer? ¿Saltar?

La figura recortada contra el cielo se limitó a mirarlo fijamente, con aire vacío.

Muy erguido, Joe avanzó por el interior curvo de la esfera que llevaba al fondo nivelado, y luego subió lentamente hasta que el hombre al que había seguido miles de metros por el aire y él estuvieron a sólo unos metros de distancia. La vara metálica en forma de lanza seguía apuntando; pero las comisuras de la boca del hombre bajaban cada vez más, a cada paso que él daba, hasta que la piel amarillenta pareció estar a punto de romperse bajo la tensión y la boca se abrió mostrando unos dientes blancos y perfectos.

De pronto, con un gesto casi casual, la vara de metal salió despedida al vacío. Joe se precipitó con el hombro por delante, golpeó al hombre y lo apartó del borde.

Al producirse este contacto la resistencia del hombre volvió a la vida, y durante unos segundos luchó denodadamente. Tenía todavía en la mano izquierda cuatro o cinco varillas de metal similares a la que había arrojado; pero Joe le arrancó una de un tirón y se la puso en la garganta. La pelea se detuvo.

— ¿Qué ocurre? -preguntó alguien detrás de él-. ¿Qué son esas cosas?