Nuestro vecino
Después de que algunos bosquejos míos fueran recibidos con un asomo de aprobación por parte del público, mi buen amigo el editor me ha pedido -a beneficio del influyente grupo antes nombrado- que le ponga a éste un preámbulo con una explicación de los medios por los que las circunstancias concomitantes aquí narradas llegaron a mi atención; algo que yo no me atrevería a hacer de no ser así, ya que la narración es de carácter tan vulgar que sólo la petición de mi estimado amigo ha podido darme el valor necesario para castigar con ella a mis lectores.
Estoy casado desde hace poco tiempo y vivo con mi querida esposa Dora y una sola criada en una hermosa casita. Ésta da a una también hermosa calle; y al otro lado de la hermosa calle se alza otra hermosa casa, no tan bonita como la nuestra, tal vez, pero sí algo más grande. Como quizá sepan algunos de mis indulgentes lectores, me dedico a informar de los debates del Parlamento para un periódico de la mañana; pero, cuando no me dedico a registrar predicciones que nunca se hacen realidad, promesas que jamás se cumplen y explicaciones destinadas tan sólo a confundir, me ocupo de historias propias, cosas menos falsas y mucho más inocentes que aquellas de las que debo dar constancia como realidades. Mi mesa de despacho está en la salita, y la luz de la ventana con divisiones hace que la escritura sea fácil y agradable. Esta misma ventana me proporciona una excelente vista de nuestra calle -cuando me tomo la molestia de utilizarla- y de todos los carruajes y carros, y viandantes a pie o a caballo.
Semejante ventana presenta peligros, en especial para alguien como yo, cuyo trabajo consiste en hacer garabatos contando las cosas que hacen los seres humanos. ¿Se necesita un personaje?: pues bien, pronto pasará uno adecuado… Luego llega la hora del té, y con ella Dora y su perro Jip y además una hora y media de conversación. Estaba yo precisamente hundido en este tipo de dificultad, mordiendo mi pluma y mirando por la ventana al tiempo que me preguntaba -sin atreverme a mirar mi reloj- si no sería ya hora de que llegaran mis dos visitantes de la tarde, cuando observé a un tipo joven, delgado y desastrado apoyado contra mi verja y mirando fijamente -así me lo pareció- al tráfico de la calle con mucho más interés que yo mismo.
Naturalmente, esto puso fin a mi observación de los transeúntes. A partir de ese momento, y durante casi una hora, estuve observándolo a él y a aquellos que por casualidad pasaban ante él. Cuando mi estimada Dora hubo entrado con su pequeña tetera azul de porcelana de Delft en su bandeja, y también las galletas y el pan untado de pasta de pescado y mantequilla, yo había llegado ya a la convicción de que el tipo no tenía el menor interés por los carreteros y buhoneros y vendedores ambulantes de frutas y verduras y mozos de cuerda que deambulaban por nuestra calle, aun cuando estas gentes me resultaban a mí fascinantes. Estaba mirando, lo supe con certeza, la casa de enfrente; y se mostraba muy irritado cuando una carga de viejos muebles o uno de esos útiles pero tan curiosamente bautizados vehículos llamados cabriolés le bloqueaba la vista de la casa.
La cuestión tenía ahora un cariz más serio. Yo no tenía la menor idea de quién podía ser nuestro vecino, ni ganas de saberlo. Pero, debido a nuestra reciente vecindad, me sentía en cierto modo responsable. En un exceso de buen ánimo, supuse que el vigilante debía de estar aquí enviado por algún siniestro enemigo para espiar a mi vecino, o tal vez tuviera intención de robar en la casa. Así pues, en cuanto
mi querida Dora se hubo marchado, dejando -como tiene por costumbre- tras de sí lo que quedaba del té, salí al exterior, puse con firmeza la mano sobre el hombro del tipo y lo invité a entrar.
Me acompañó de buena gana, y parecía divertido más que desconcertado.
— Señor -dije yo-, debe decirme cuál es su nombre. Es imprescindible.
— Tom Tipsing -dijo él al tiempo que me tendía también la mano. Era una mano grande y bastante blanda, pero lucía en el dedo índice ese pequeño callo que delata a quienes sostienen una pluma noche y día. Yo conozco muy bien ese callo, que poseo también.
— Es usted oficinista -dije.
— De Lincolns Inn -respondió.
Y ahora, querido lector, ya va siendo hora de que salude y me salga de esta historia, en la que llevo demasiado rato estorbando. Baste decir que mi visitante era alto y delgado y no tendría más de veintitrés años; que lucía manchas de tinta en el chaleco y una cara redonda y sonriente; y que, si bien yo lo consideré libre de culpa cuando me hubo explicado la razón de su interés por mi vecino, regresó luego para compartir un té de última hora con Dora y conmigo y narrar sus aventuras.
He aludido ya al empleo de Tom. Era pasante de una firma de abogados. No voy a mencionarlo otra vez o, al menos, no más de lo que sea imprescindible. Baste decir que ese empleo representaba largas horas de trabajo tedioso y le proporcionaba sólo dinero suficiente para el mantenimiento de lo que él daba en llamar un apartamento en un cochambroso edificio situado cerca de Oldham Stairs. Fue allí adonde se dirigía cuando finalmente me dejó. Encontró a una andrajosa anciana esperándolo, y la invitó a entrar.
— Muy amable por su parte, maestro Thomas -dijo ella cuando se hubo aposentado en la silla que ocupaba el segundo lugar en el orden de predilección de Tom-. Por una pobre vieja como yo, no muchas personas jóvenes harían eso. ¿Cree usted que estoy loca? Admito que a veces tengo sospechas… y sí que me inquietan lo mío, en especial cuando me acuesto. Porque, ¿cómo puede un ser vivo maquinar semejante cosa?
— No puede usted estar más cuerda -dijo Tom, no muy seguro-, y lo estará hasta el día en que se muera.
— ¿Se ha enterado de algo?
Tom negó con la cabeza.
— Otro día perdido, entonces. ¿No ha entrado nadie en la casa?
— Cuatro visitas -contestó Tom. Tom llevaba una larga chaqueta ajustada de color rapé y se la iba desabrochando al tiempo que hablaba-. Una mujer pobre con un niño, un comerciante de la ciudad y un caballero de profesión abogado… se llama Brass, lo sé porque a veces viene a nuestras oficinas.
— ¿Le ha podido preguntar qué hacía allí'? -inquirió la vieja con ansia.
Tom movió la cabeza.
— Dudo de que me dirigiera la palabra en la calle.
— ¿Es rico?
— Muy rico. -Las mejillas redondas de Tom, coloradas por el frío de la calle, parecieron enrojecer aún más. Se sentó delante de la mujer y se inclinó hacia ella, frotándose las manos-. Las leyes dan dinero, señora Nedels. Muchísimo. Sí, hay casos que se prolongan durante cincuenta años. ¡Cien años!
— Lo sé, maestro Tom.
— Uno o dos casos buenos: eso es lo que hace falta una vez se es abogado. Quizá me vea usted todavía yendo en mi propio carruaje.
— Lo espero y ruego por ello. Maestro Thomas, opino que debemos interrogar a algunos de ellos.
— A los pobres, querrá decir usted -respondió Tom-. Sería una acción temeraria, señora Nedels.
Fuera, la luz había casi desaparecido ya; pero el último resplandor daba de lleno sobre las manos de la vieja, que jugaba con su falda.
— No podemos preguntar a los ricos, maestro Thomas; me da la impresión de que ésos ni siquiera se dicen la verdad entre ellos. Pienso en el tiempo que ha dedicado usted a esto, y sin ningún resultado.
— ¿Nos cuenta Jenny todo lo ocurrido mientras estuvo allí?
— Yo creo que sí-contestó la vieja-. No es una chica sincera; lo sé precisamente porque soy su madre. Pero creo que sí ha sido sincera en este caso. Y no bebió una gota, lo juro, en quince días después de dejar esa casa. Ahora ha vuelto a las andadas, pero esos quince días fueron los más felices de mi vida. Ni tocarlo, y decía que no lo deseaba, no sabía por qué. ¿Y él? Los criados ni siquiera me dejan hablar con él. Yo cogí lo que teníamos y compré flores… Oh, todo esto ya se lo he contado.
La mujer empezó a moverse adelante y atrás en la silla, presa de una excitación que resultaba extraña en una persona tan vieja y gastada.
— Es igual -aseguró Tom.
— No sabe usted lo que es tener que dedicarse a cuidar de una hija por la noche, esperando encontrarla dormida debajo de un banco en alguna bodega, y que sólo sea eso… No lo sabe usted, maestro Thomas. El mayordomo ni siquiera me permitió entrar con ellas en la casa; me refiero a las flores. Eran margaritas, más que nada; se las compré a un amigo en el mercado del Covent Carden. Me las cogió de la mano. -La vieja suspiró-. Pero ahora me voy y le dejo a usted dormir. Debe de estar cansado, después de pasarse el día vigilando. Pero ¿por qué no sigue a una de las pobres la próxima vez y le pregunta? ¿Lo hará?
— Si se presenta la ocasión -contestó Tom.
Se levantó para abrirle la puerta a la anciana.
Cuando ésta se hubo marchado, sacó una oxidada caja de cerillas del bolsillo del chaleco y encendió una para prender la única lámpara que había en la estancia. Ante él, sobre la mesa, yacía abierto un libro de derecho; como cena, se aplicó a él y a una pipa de tabaco.
Durante tres días, el trabajo mantuvo la mirada de Tom alejada de la puerta de mi vecino. Pero al cuarto día estaba allí de nuevo, apoyado en el poste de mi verja. El invierno se estaba afirmando, el cielo era más oscuro y la temperatura más fría. Pasó más de una hora sin que su estoicismo se viera recompensado; y entonces, como una lluvia de oro, llegaron los ricos. Cuatro carruajes, uno tras otro, pararon frente a la puerta que había sido objeto de su fiel investigación. Se puso a llover, una de esas finas y frías lluvias de otoño que tenemos en nuestro país. Llamó a mi puerta confiando en poder guarecerse -esto nos diría más tarde- pero Dora y yo habíamos ido de visita y Mary Anne, nuestra sirvienta, no quiso dejarle entrar. Mary Anne informaría más tarde que el hombre había dicho algo acerca de un pobre que venía; ella pensó que se refería a sí mismo, pero yo sabía ya a esas alturas lo suficiente del misterio en el que Tom se veía envuelto como para comprender que se refería a la persona a la que esperaba ver admitida a la casa de mi vecino junto con los ricos visitantes.
Ocurrió que Tom abandonaba justamente mi casa cuando fue abordado en persona por mi vecino. Nunca hasta ahora había visto él al hombre, pero conocía su nombre -era el doctor McApple- por la información que había sonsacado de los comerciantes; y su aspecto por el testimonio de la hija de la señora Nedels, Jenny: un hombre viejo, alto y de rostro afilado, con las mejillas hundidas y unos ojos negros y penetrantes. Llevaba un magnífico sombrero, dijo Tom, pero cubierto por un pedazo de hule para protegerlo de la lluvia; parecía, así, una dama de compañía española en una obra de teatro.
— ¡Señor! -gritó el tal doctor McApple como si Tom estuviera a cien metros de distancia en lugar de a unos pasos-. Señor, ¿que hace usted aquí?
— Verá -respondió Tom, creyéndose descubierto-, he venido a ver a mi conocido el señor Copperfield, pero veo que no está en casa.
— ¿De veras? -El doctor McApple dio un paso atrás y pareció examinar al desdichado pasante como si tuviera
la intención de comprarlo-. ¿Puedo preguntar a qué dedica usted su tiempo, señor, y dónde habita?
— Ya le he dicho -dijo Tom después de haberse recuperado un tanto de la conmoción inicial de creerse descubierto- a qué dedico mi tiempo en este momento. Habito en el número 27 de Perry Lane, cerca de Oldham Stairs; puede preguntar por mí allí. -Y dicho esto, se volvió dispuesto a marcharse.
— ¡Espere! -gritó el viejo-. Usted mismo me vendría bien… señor, ¿querría buscarme a un pobre? Le pagaré una libra… es decir -añadió apresuradamente-, diez chelines para usted y diez para él.
El primer impulso de Tom fue el de aceptar la oferta; pero reflexionó y pensó que una aceptación tan rápida tal vez despertara las sospechas del doctor escocés.
— Soy un caballero, señor-dijo-, y los caballeros no actúan por chelines. Si desea que haga lo que me pide, habrá de ser por una guinea. Pero, si sus intenciones son filantrópicas, explíquemelas. Y entonces, si estoy de acuerdo con ellas, colaboraré con usted por nada.
— Amigo mío -respondió el doctor McApple-, mis intenciones no pueden ser más filantrópicas, pero no puedo explicárselas a usted.
— ¿Cómo? -exclamó Tom-. ¿Acaso hay que ocultar la caridad?
— A veces, sí. Dice usted que me traerá a un pobre por una guinea. No es un precio justo, pero tengo que aceptar; yo debía recibir la visita de un mendigo, pero parece que ha sido detenido y mi criado, quien se ocupa de estos menesteres, está de fiesta. No puedo dejar solos a mis invitados ni exponerme a que me vean traer a alguien así hasta mi casa, por lo que debo pedirle ayuda a usted. Una mujer servirá lo mismo que un hombre, pero no más. Tráigame a quien quiera, pero en todo caso ha de estar sobrio o casi sobrio, y que no sea un lunático. Y pobre, ¿comprende? Va a cenar bien en mi casa, puede usted decírselo. Pero hágalo con rapidez; no tiene más de una hora, y, señor, sería mejor para todos que la cosa se solucionara en menos tiempo.
Tom asintió y se puso en camino bajo la lluvia. Lo primero que se le ocurrió fue ir a buscar a la misma señora Nedels, aunque no estaba ni mucho menos seguro de encontrarla y poder estar de vuelta con ella antes de una hora. Había andado unas pocas manzanas, sin embargo, cuando vio precisamente a la persona que parecía necesitar el doctor McApple. Era un hombre alto, pero bastante encorvado, y con su chaqueta cubría lo que parecía ser una gran caja que pendía de su cuello de una correa, mientras la camisa empapada, pegada a su cuerpo, dejaba ver las costillas, tan claras y descarnadas como las estacas de una valla. Tom se acercó a él, y el rostro del pobre hombre se iluminó por un instante al verlo.
— ¿Pájaros, señor? -dijo-. ¿Desea comprar un pájaro, joven? Cantará en su habitación aunque esté tan oscura como esta noche. Es un estupendo regalo para una muchacha.
— ¿Pájaros? -preguntó Tom, sin acabar de comprender al principio a qué se refería el hombre.
— ¡Reyezuelos! -respondió el pajarero-. Y también petirrojos y alondras. Usted señáleme el que le gusta y yo lo saco en un abrir y cerrar de ojos. -Apartó la chaqueta de la caja que llevaba al cuello y Tom pudo ver en efecto dentro de ella ocho o diez pájaros de diversos tipos, temblorosos, con el plumaje encrespado y demasiado cansados y desalentados para revolotear-. Tengo un cestito trenzado en el que podrá llevarse al mochuelo a casa -prosiguió el hombre sin chaqueta-, pero necesitará una jaula para cuando llegue allí.
— No quiero ningún pájaro… -empezó a decir Tom.
— Como quiera, señor. Tal vez otro día.
— Pero sí puedo hacerte ganar diez chelines con gran facilidad. Es lo que valen cinco de tus pájaros, digo yo.
— Verá, señor -dijo el pajarero-, lo normal (si entiende usted lo que quiero decir) es que me den tres por ellos. Sin embargo, teniendo en cuenta que llueve y todo eso, me conformaría con dos. Pero eso sólo por ser usted, señor, como favor.
— Pero preferirías que fueran diez, ¿o no? Ven conmigo y tendrás una buena cena gratis, además.
Tom se encaminó en la dirección de la casa del doctor McApple mientras el pajarero iba tras él, cojeando.
— Dígame, señor, ¿qué es lo que tengo que hacer?
— Ningún trabajo pesado, te lo prometo.
— Ah, eso está bien. Tengo una pata de palo, señor, y no podría. Lo haría si pudiera, se lo digo de verdad.
— Pareces desenvolverte bastante bien -dijo Tom.
— No tan mal como se podría creer, si tenemos en cuenta que me falta la pierna justo desde debajo de la cadera -respondió el pajarero. Después de esta observación filosófica, permaneció callado. Y, como fuera que Tom no deseaba animarlo a que hiciera más preguntas, también él permaneció en silencio.
Le resultó extraño a Tom llamar a la puerta que durante tanto tiempo había vigilado. Pero estaba ansioso por escapar de la lluvia y aporreó la puerta con fuerza. El pajarero permanecía a un paso detrás de él, con la mano en la gorra -dijo Tom- y aspecto dubitativo. El doctor McApple en persona abrió la puerta, y no prestó la menor atención a Tom pero sí, y mucha, al pajarero, cuya mano estrechó con fervor y a quien encaminó a la cocina al tiempo que declaraba que el cocinero tenía una comida esperándolo.
Cuando el pajarero se hubo ido, el viejo se volvió hacia Tom.
— Tenemos una deuda pendiente, señor -dijo-, que voy a saldar ahora mismo. -(Al tiempo que entregaba a Tom dos medios soberanos y un chelín)-. Después de lo cual, debo pedirle que se vaya.
— Gracias, señor -respondió Tom cogiendo el dinero.
Entonces, viendo alejarse al doctor McApple mientras su mano estaba todavía sobre el pomo de la puerta, hizo como que la abría y cerraba y -con una suavidad y silencio excesivo, dice- se metió detrás del perchero del vestíbulo.
Permaneció ahí durante cinco minutos sin oír nada y con un molesto cosquilleo en la nariz producido por un abrigo gris con el pelillo largo. Finalmente, se aventuró a echar un vistazo y vio que el doctor y sus invitados estaban reunidos en un salón que daba al vestíbulo. Se dirigió de puntillas hasta un lugar próximo a la entrada de esta estancia, desde donde podría oír cuanto se dijera.
— Es muy amable de su parte, caballeros, prestarse a ayudarme en mis investigaciones. -Era el doctor McApple.
— No, no. En absoluto. -Esto decían varias voces, y otra añadió:
— Está usted adquiriendo una destacada reputación como doctor. Un conocido mío de la ciudad, el señor Breedlove, dice que lo considera a usted como el único sucesor digno del gran Franz Joseph Gall.
— Me parece excesivo -respondió el doctor-. Pero les doy las gracias sinceramente a los dos. Y ahora que han terminado ya con sus lecturas, me gustaría hacerles una demostración de una segunda ciencia: la del mesmerismo. -Se oyó un excitado rumor-. O, según lo llaman otros -prosiguió el doctor McApple-, el magnetismo animal. En el campo de la frenología tratamos con lo que me atrevo a llamar el más concreto de los fenómenos mentales: el mismo cráneo.
— Concreto; eso está bien -dijo una alegre voz-. No es de extrañar que nos llamen hombres de negocios de cabeza dura.
— Guarde silencio, Parsons, y deje hablar al doctor; a usted lo oiremos en otro momento.
— Como iba diciendo, nos ocupamos del cráneo en sí. Determinadas zonas del cerebro son responsables de aspectos mentales específicos, tales como el honor, la justicia, el juicio, la templanza, la fuerza de voluntad, etcétera. Palpando el cráneo podemos determinar el desarrollo de estas cualidades en el individuo examinado, igual que he hecho yo con ustedes, caballeros. Los elementos de la frenología están ya bien establecidos. Lo único que nos queda a los investigadores como yo es resolver conflictos aparentes, los casos en que nos encontramos con que la conducta de un hombre no se corresponde exactamente con lo que su cráneo dice que debería ser.
— Entonces, esa ciencia no está perfeccionada, si entiendo bien -dijo la alegre voz.
— No. Ocurre a veces que una combinación de otras cualidades puede servir para reprimir una que parecía estar muy desarrollada.
— Entiendo. Ha dicho usted que Waterford tiene buen carácter. Pero es muy posible que las protuberancias correspondientes a la porfía y a la más obcecada obstinación estén tan perfectamente desarrolladas que nadie se haya dado cuenta.
Durante medio minuto, sonó una carcajada general. Luego, el doctor dijo:
— Algo así, eso es.
Una nueva voz preguntó:
— Pero ¿y el mesmerismo? Creo que todos comprendemos bastante bien la frenología gracias a sus esfuerzos por explicarnos esa ciencia.
— Se halla en el polo opuesto -declaró el doctor McApple-, como ya les he indicado. Se dice que se basa en la manipulación magnética de éteres impalpables, e incluso esto es dudoso. Pero puede producir efectos sorprendentes, aunque a menudo sean breves. Ustedes, caballeros, han sido todos carne de cañón en una serie de experimentos, así que no les voy a pedir que se ofrezcan voluntarios para otro; en especial, teniendo en cuenta que los sujetos magnéticos rara vez recuerdan su experiencia después. Pero sí tengo en la cocina a un pobre desgraciado al que voy a examinar en presencia de ustedes, permitiéndoles, como pequeño pago por la paciencia que me han dispensado, ver de qué modo podemos utilizar el mesmerismo igual que hemos utilizado ya la frenología. Para calibrar las cualidades humanas.
Dejó de hablar el doctor y se oyó el repiqueteo de una campanilla. Entonces, adivinando correctamente que se
trataba de la señal al cocinero para que hiciera venir al pajarero al salón, Tom se apresuró a ocultarse de nuevo detrás del perchero. A los pocos segundos oyó unos pasos: el ruido sordo de la pata de palo del pajarero y el sólido pisar de otra persona. Cuando el pajarero hubo entrado en el salón y los pasos del cocinero hubieron desandado el camino recorrido antes, Tom salió de nuevo subrepticiamente y se apostó una vez más junto a la puerta del salón.
Uno de los visitantes decía:
— ¿Cómo puede estar seguro de que el trance es total?
— Observen.
Por un momento, como diría Tom más tarde, la estancia quedó en silencio como una iglesia. Se oyó a continuación una exclamación colectiva de asombro y alguien preguntó:
— Y ¿eso no le ha hecho daño?
— No siente nada -explicó el doctor McApple-. Ahora, John, estás sangrando y vas a manchar mi alfombra. Quiero que pares la hemorragia.
De nuevo el silencio, hasta que uno de los hombres que habían hablado anteriormente dijo:
— ¡Asombroso!
— ¿Ven ustedes? En el estado de trance, incluso funciones corporales que normalmente son involuntarias pueden ponerse bajo el control del manipulador. Del mismo modo, podemos enterarnos de toda la historia de este pobre hombre… con una veracidad de la que no podríamos estar seguros de no ser por el estado al que lo hemos inducido.
— ¿Durará mucho?
— No creo. Este es un motivo más, como pueden comprender, para utilizar a un mendigo como sujeto: las vidas de esta pobre gente pueden comprimirse en una breve narración.
Hubo una pausa, y el doctor McApple dijo:
— John, quiero que cuentes a estos importantes caballeros la primera cosa de tu vida que recuerdas, luego la siguiente, y así sucesivamente hasta el momento actual.
— Es mamá. -(El pajarero parecía soñoliento, pensó Tom, pero, por lo demás, su voz no difería en gran cosa de la que había oído en la calle)-. Ella lavaba, lavaba ropa, ¿sabe? Yo miraba el agua que ella tenía a los pies mientras lavaba, y una vez cogí el jabón y me lo quería comer, y ella me lo arrebató; esto me dejó muy extrañado en aquel momento, y creo que lloré. Tenía parientes en el campo, creo, aunque no sé quiénes eran, íbamos a veces a visitarlos cuando yo era pequeño, ella me llevaba en brazos parte del camino. A veces, nos traía de vuelta a casa una carreta tirada por un burro; no sé si le daban algo para tirar, quizá la llevaban ellos; no sé. Luego, cuando fui mayor, seis o siete años, fui a trabajar en la cordelería. No era en realidad un aprendiz, porque no había nadie a quien servir; pero éramos veinte o treinta chicos, y también algunas mujeres, que cardaban el cáñamo. Era duro para las manos; se veía en seguida a los que acababan de empezar por el colorcillo de lo dedos: mitones colorados, así es cómo nos llamaban. Había un chico de Somerset y todos se burlaban de él porque hablaba mal. Pero a mí me caía bien y siempre andaba con él. Y fue él quien me enseñó a coger pájaros con liga.
»Íbamos a hacer un pastel de alondra cuando tuviéramos la suficiente, eso decíamos. Pero no lo hicimos. No creo que tuviéramos el dinero suficiente para comprar la harina para la masa, si hubiéramos querido hacerlo. Pero me enseñó cómo había que mezclar la liga y cómo había que sacar a los animalitos sin hacerles daño cuando estaban pegados.
»A1 cabo del tiempo, yo no aguanté más aquel trabajo y fui corriendo a casa de mamá; pero se había ido y nadie sabía adonde. Puede ser que yo me equivocara de casa; no era más que un crío, ¿entiende? El caso es que nunca volví a verla. Espero que se casara con un buen hombre; tal vez un carnicero, porque siempre decía que quería casarse con un carnicero o con un tocinero. Le gustaban ese tipo de profesiones, decía, porque ésos sabían que era imposible sacar todas las manchas de sus delantales y no se quejaban. A lo mejor habría enviado a buscarme cuando hubiera convencido al patrón, pero por entonces yo ya no estaría allí. Pero, naturalmente, yo era un crío y no se me ocurría pensar en nada de todo eso, ni por asomo. Lo que sí ocurrió fue que conocí a otro chico que iba a enrolarse en un barco, y yo me enrolé también, en el Swiftsure.
»Todo me fue bastante bien después, salvo una vez, siendo joven, cuando decidí quedarme en España porque les había tomado apego allí a alguna gente. Mi capitán se enteró y envió a ocho marineros a buscarme, y por eso me dieron de latigazos en cuatro barcos, y tuve suerte de poder contarlo. Luego perdí la pierna: no por un cañonazo, no vaya a creer, lo que ocurrió fue que quedó aplastada cuando se rompieron los balsos y un cañón cayó encima.
»Y así terminó mi vida de marinero. Soy un hombre que no sabe ni escribir, pero yo diría que sabía mucho… Mire usted: yo sabía manejar casi cualquier tipo de barca o barco, con el tiempo que fuera, y recoger cuerda, y hacer todo tipo de nudos que usted pueda imaginar, y remendar las velas, y hacer trabajos de carpintería. Sé también cargar un cañón, y dispararlo, y cuando no tenía esta pata de palo era bueno subiendo a lo alto de los mástiles. Pero lo único que me ha servido a mí en los últimos tiempos es lo que me enseñó aquel chico de Somerset. Coger pájaros con liga.
»Cojo mi liga y me la llevo lo bastante lejos de la ciudad para atraparlos (y no le digo lo que me cuesta, porque me duele el muñón), luego los traigo aquí y procuro venderlos. Hoy ha sido un mal día, con tanto frío y tanta humedad. Hay un sitio donde puedo dormir por tres peniques, pero me gusta más otro que cuesta siete; y fuego necesito algo para comprar comida para los pájaros. Para algunos está bien el alpiste, pero otros tienen que comer un poquito de carne. Puedo comprar carne para gatos por medio penique, pero qué le voy a hacer si ni siquiera ese medio penique tengo.
— ¿Sabes dónde estás ahora? -preguntó el doctor McApple.
— En la casa de un caballero.
— Y ¿cuántos años tienes?
— Eso no lo sé a ciencia cierta, pero, si las cuentas no me fallan, paso de los cincuenta.
— ¿Has deseado alguna vez volver a ser joven, John?
— Sí, claro. Supongo que a todos nos gustaría volver a serlo en un momento u otro.
— Vas a ver realizado tu deseo. Te equivocas en relación con tu edad, ¿entiendes? Eres todavía un niño, ¿entiendes?
— Claro, claro, señor.
— Un niño pequeño.
— Sí, señor.
— De hecho, estamos en el día en que volviste a casa después de dejar la cordelería, a casa de tu madre. Llamas a la puerta de tu viejo hogar.
Tom dijo que había contenido la respiración al oír estas palabras, porque no sabía qué iba a suceder. Durante el espacio de tiempo que dura medio latido, no ocurrió nada. A continuación oyó tres golpes, tap… tap… tap…, muy espaciados, y una voz que habría podido ser la de un niño.
— ¿Mamá? ¿Mamá?
Tap… tap…
— ¿Mamá? Mamá, ¿estás ahí? Mamá, mamá, déjame entrar. -(Durante todo este tiempo, los golpes a la puerta proseguían.)
Uno de los invitados dijo:
— Cielo santo, se ha puesto a llorar; esto es realmente asombroso, doctor.
— ¡mamá!
— ¿Cuánto tiempo va a estar así?
— Cuatro horas, si yo no le ordeno que desista.
— ¡Soy yo, mamá, Johnny! Señor, señor, ¿ha visto a mi madre? ¿Sabe si está en casa?
— No se irá a poner violento, ¿verdad?
— No es probable.
— Señor, por favor, señor, ¿vive todavía aquí?
— Creo que será mejor que nos vayamos. ¿Viene usted, Parsons?
Los golpes proseguían, pero el doctor no esperó a oír más. Tom iba a ocultarse de nuevo detrás del perchero cuando se le ocurrió que los invitados recogerían al salir sus abrigos y él quedaría expuesto, como el tronco desnudo de un haya en otoño. No había otro lugar donde esconderse; estaba a punto de abrir bruscamente la puerta y echar a correr cuando salió al pasillo el primero de los invitados.
Tom se habría ido ahora de todos modos, pero había leído recientemente un texto de un juicio en el que se presentaba ante los tribunales la huida como prueba de culpa y esto lo convenció de que quizá fuera mejor quedarse. Al fin y al cabo, había entrado en la casa en calidad de colaborador de su propietario y podría argüir, de ser ello necesario, que en ningún momento había sido directamente despedido y que se había quedado con la esperanza de poder seguir prestando sus servicios. Con esta esperanza, abrió la puerta, ayudó a los hombres a ponerse sus abrigos y se comportó en todo como habría cabido esperar de un mayordomo. Vio endurecerse la expresión del viejo doctor escocés al encontrarlo allí, pero el hombre no dijo nada y Tom siguió comportándose con naturalidad.
Cuando se hubo ido el último de los invitados, el mismo doctor fue hasta la puerta y la cerró.
— Tiene usted agua de lluvia en las mejillas -dijo.
— Me lo imagino -respondió Tom.
— Es posible que le lloren los ojos a causa del viento.
— Es posible. ¿ Puedo preguntar dónde está mi pajarero?
— Durmiendo. Tengo la impresión de que nos ha estado usted escuchando.
— Sí, así es.
— No ha sufrido daño alguno, puede estar tranquilo. Y no recordará nada en absoluto cuando despierte.
— Usted cree que soy un entrometido o un espía -dijo Tom-. Y es lógico que así lo crea. Pero yo soy amigo de la madre de una muchacha a la que usted utilizó como ha utilizado a ese desdichado esta noche; es por instigación de esa mujer que me he tomado estas libertades.
— ¿Ha sufrido esa muchacha por el hecho de haber estado aquí? -quiso saber el doctor McApple. El ceño se había suavizado.
— No, señor. Se ha visto muy beneficiada, al menos por un tiempo.
— Recuerdo a la muchacha. Yo hice una sugerencia que creí podía serle útil mientras se hallaba en estado de trance. ¿Puede decirme cuánto tiempo duró el efecto?
— Unos quince días, creo.
— Eso es más tiempo de lo normal. Yo intento ayudar a esa gente cuando puedo, aunque no me dedico en realidad a eso.
— ¿Puedo atreverme -preguntó Tom con gran osadía- a preguntar a qué se dedica usted en realidad?
— A la piedad. -El ceño del doctor desapareció por completo, sustituido por una expresión de enorme tristeza. Yo sostengo la teoría de que un área que hay en este punto -levantó la mano, y antes de que Tom pudiera impedírselo, tocó el lado izquierdo de su cabeza por encima y detrás del oído- controla la piedad, ese sentimiento que se espera de las personas ricas en relación con los desposeídos.
— Entiendo -respondió Tom-. Y está intentando comparar la que observa con el grado de desarrollo que ha encontrado en los individuos ricos.
— No, señor -replicó el doctor-. Lo que intento más bien es determinar por qué, sea cual sea el desarrollo aparente, la cualidad en sí parece no existir.
Dicho lo cual, el viejo doctor escocés calló; giró sobre sus talones y dejó a Tom plantado en el estudio, desde donde éste, luego, vendría para contarnos su aventura a Dora y a mí.