11
Las transformaciones en el cómic comercial al filo del siglo XXI

EL COMIC-BOOK DE AUTOR: HAY VIDA MÁS ALLÁ DE MARVEL Y DC

Volvamos ahora al mainstream estadounidense. El impacto de Frank Miller y Alan Moore en el mercado del comic-book fue enorme, hasta el punto de que no es exagerado decir que lo cambiaron de forma decisiva. Tras sus trabajos, decenas de autores se lanzaron a replicar los aspectos más imitables y superficiales de los mismos: la violencia y el tono oscuro y pesimista de sus relatos. Lo hacen con suerte dispar, como es lógico: no todos entienden la verdadera naturaleza de obras como The Dark Knight Returns o Watchmen, o tienen la calidad necesaria para seguir su senda. Además, el asentamiento del mercado de venta directa y el éxito de los formatos de lujo llevó a ambas editoriales a lanzar toda una batería de títulos que buscaban responder a lo que el público adulto que había disfrutado Watchmen o The Dark Knight demandaba. Obras como Arkham Asylum, de Grant Morrison y Dave McKean, o Daredevil: Love and War de Frank Miller y Bill Sienkiewicz, que eran estilizaciones de las fórmulas de siempre, convivieron con otras de vocación más personal y propiedad de sus autores, como Stray Toasters de Bill Sienkiewicz o Why I Hate Saturn (Por qué odio Saturno) de Kyle Baker, publicadas igualmente por las dos grandes editoras de comic-books y distribuidas por los mismos canales de venta directa.

Otra de las consecuencias fue la creación por parte de DC del sello Vertigo. El éxito fulgurante de Alan Moore llevó a DC Comics a buscar a mediados de los ochenta repetir la fórmula por la vía más obvia: buscando otros guionistas británicos que poner al frente de proyectos diferentes a lo habitual. Así, a Moore le seguirán nombres como el guionista Jamie Delano, que se encargará de Hellblazer, una serie protagonizada por John Constantine, el carismático mago posmoderno creado por Moore para La Cosa del Pantano. Grant Morrison, escocés, guionizará series como Shade, Animal Man o Doom Patrol. Son colecciones que llevarán a veces una advertencia en su cubierta: for mature readers (para lectores adultos). Algo estaba cambiando en el mainstream estadounidense. Aunque quizás no son estrictamente lo que hoy entendemos por cómic para adultos, sí están dirigidos a un público que ha estado leyendo tebeos de superhéroes desde su infancia y ahora busca algo un poco más sofisticado, o con un tratamiento de los géneros más maduro, con frecuencia libre de la censura de la Comics Code Authority, aunque aún sujeto a ciertos códigos editoriales.

La serie que resume a la perfección todos los valores de esta «invasión británica» es The Sandman. Arranca en 1989 guionizada por el inglés Neil Gaiman y dibujada por Sam Kieth, que muy pronto abandonará la serie por sentirse fuera de lugar. Gaiman presenta a Morpheus, también conocido como Sueño, un eterno miembro de una familia de seres más antiguos que el mundo que personifican abstracciones —Destino, Muerte, Delirio, Desespero, Destrucción y Deseo—. Partiendo del universo DC, Gaiman va construyendo poco a poco su propio mundo de ficción, en el que, en realidad, caben todas las ficciones. The Sandman se convirtió en una serie de protagonismo coral en la que el lector podía encontrarse con Lucifer, Caín y Abel, la reina Titania, William Shakespeare, Odín y Thor, G. K. Chesterton, Orfeo, o el emperador Augusto. Es un cóctel en el que se mezclan terror, mito, folclore, relato histórico e incluso humor. Gaiman, junto con el desfile de dibujantes que lo acompañó durante la serie, algunos tan importantes como Bryan Talbot, P. C. Russell o Marc Hempel, sumados a las sofisticadas cubiertas de Dave McKean, organizó The Sandman en grandes sagas en medio de las que intercalaba historias autoconclusivas relacionadas en mayor o menor medida con la principal. The Sandman tuvo la capacidad de atraer a muchos nuevos lectores y aún hoy sus reediciones obtienen abundantes ventas. Además de ganar numerosos premios del mundo del cómic, consiguió con su número 19, «Midnight summer dream» (Sueño de una noche de verano), una recreación de la obra de Shakespeare, el World Fantasy Award a la mejor historia corta. Corría 1991 y era el primer cómic en conseguir un premio literario.

En 1993, el éxito de todas estas series llevará a la editora Karen Berger a proponer a sus jefes la creación de un sello específico que las englobe. Así nació Vertigo Comics. Lo que hizo el sello fue estandarizar las características básicas de las series que cobijaba, dando oficialidad a lo que de facto ya existía: ausencia del sello de la Comics Code Authority, historias al margen de los superhéroes tradicionales de la editorial, mayor libertad creativa, audiencia de más edad… A partir de ese momento, no sólo series como The Sandman y Hellblazer pasarán a publicarse bajo el sello Vertigo, sino que se empezarán a reeditar colecciones antiguas que eran claramente el germen del mismo, como La Cosa del Pantano o Doom Patrol. Al mismo tiempo se potencia la línea creando nuevas colecciones que amplíen sus temáticas. A lo largo de casi dos décadas —el sello aún existe—, han ido apareciendo series como Books of magic (Los libros de la magia), protagonizada por Timothy Hunter, un niño mago con gafas, posible inspiración para el archiconocido Harry Potter; The Invisibles (Los Invisibles), una serie en la que Grant Morrison, una década antes de que se estrenara la película The Matrix, ya planteaba un mundo virtual y una célula de rebeldes que luchaba por liberar a la humanidad; Transmetropolitan, de Warren Ellis y Darick Robertson, una sátira política ambientada en un futuro en el que las libertades civiles están seriamente restringidas; Preacher (Predicador), de Garth Ennis y Steve Dillon, una provocadora serie llena de violencia visual y verbal; Fables (Fábulas), de Bill Willingham y Mark Buckingham, una actualización de los cuentos de hadas clásicos en la que sus protagonistas son exiliados al mundo real.

Cubierta de uno de los números de The Sandman, obra de Dave McKean. ©DC Comics

Pero todo lo sucedido en los ochenta tuvo otras consecuencias quizás más imprevisibles. Marvel y DC estaban viendo marchar a sus mejores guionistas y dibujantes, en general debido a cuestiones contractuales. Alan Moore, Frank Miller, Walter Simonson, John Byrne… los mejores creativos de la industria habían dado la espalda a las grandes corporaciones y se refugiaban en pequeñas editoriales independientes para sacar adelante proyectos personales en los que su control era absoluto y retenían los derechos de autor.

Una de las grandes beneficiadas de esta espantada fue Dark Horse, una editorial fundada por Mike Richardson en 1986. Nació como una editorial alternativa a las grandes, que además de atraer varias series autoeditadas de las que hemos hablado anteriormente, como Groo el errante o Usagi Yojimbo, dio cobijo a varios «exiliados» de Marvel y DC. Tal fue el caso de Frank Miller, que a partir de 1991 al fin podrá hacer la serie negra que siempre quiso: Sin City. En ella cuenta historias ambientadas en la ciudad del pecado, un lugar de depravación moral donde un puñado de antihéroes sobreviven como pueden. El uso magistral del blanco y negro y la evolución de su estilo gráfico hacen de Sin City una obra estéticamente muy atractiva, donde la violencia se desata.

Otra de las franquicias emblemáticas de Dark Horse es Hellboy, serie creada por Mike Mignola, que había triunfado dibujando a Batman en DC. Hellboy es una compleja amalgama pulp donde tienen cabida las creaciones de Lovecraft, el ocultismo, la criptohistoria, o la mitología de diferentes culturas. El protagonista es un demonio llegado a la tierra debido a un experimento nazi, pero que acaba cayendo en manos del ejército estadounidense y trabajando para ellos en una agencia de defensa contra lo paranormal. Tanto él como el plantel de secundarios disfrutarán de varias series limitadas, aunque Mignola dibujará cada vez menos, para centrarse en las labores de coordinación de la franquicia, llevada al cine en dos ocasiones por Guillermo del Toro.

Al margen de las series que en Estados Unidos se conocen como creator owned (propiedad de su creador, podríamos traducir), Dark Horse se ha especializado en la edición de cómics licenciados de populares franquicias televisivas y cinematográficas, como Star Wars, Aliens o Buffy the Vampire Slayer.

Pero hubo otros autores que prefirieron crear sus propias editoriales e intentar hacer la guerra por su cuenta. El más significativo de ellos es Alan Moore, que, harto de tratar con DC, corta por lo sano su relación con ella y funda en 1988 Mad Love, una editorial independiente en la que publicar proyectos de amigos y propios. Paralelamente, empezó a publicar en otra pequeña editorial, Taboo, dos de sus series más importantes. La primera, Lost Girls, con dibujos de Melinda Gebbie, es una revisitación en clave pornográfica de El Mago de Oz, Peter Pan y Alicia en el País de las Maravillas. La segunda es una de las obras magnas de Moore, que merece que nos detengamos un poco en ella: From Hell.

Serializada entre 1989 y 1996, y recopilada posteriormente como una novela gráfica, From Hell es una aproximación al mito de Jack el Destripador contada desde el punto de vista del asesino en serie victoriano, que se apoya en un inmenso trabajo de documentación. El dibujo de Eddie Campbell, el autor de Alec, transmite la opresión y sordidez de los arrabales londinenses, y reproduce la inquietud que generaban las ilustraciones de la época. Mientras trabajaba en From Hell, Moore tomó una sorprendente decisión vital: al cumplir los cuarenta se convirtió en mago. Como suena. Eso lo llevó a incluir elementos esotéricos en From Hell y poner en boca de su protagonista sus propias reflexiones acerca de la magia, y sobre todo, de la relación entre realidad y ficción, que a la postre puede considerarse la clave fundamental de la obra. Pero al margen de eso, From Hell quizás es el mejor ejemplo de la transición entre el cómic de género puro y duro —en este caso policiaco— y el cómic de autor, personal, donde este expone sus propias tesis. Su éxito, una vez fue recopilada en tomo, acabó originando una adaptación al cine de la que el propio Moore abominó.

No es de extrañar que la calidad de los cómics de superhéroes fuera baja, comparada con la de comienzos de los ochenta. Se publicaban muchas series, con el objeto de intentar asfixiar a esa competencia en forma de pequeños sellos que amenazaban, aunque fuera tímidamente, su hegemonía. Y en esta tesitura tendrá lugar algo que afectará mucho al mercado estadounidense, y cuyas repercusiones llegan hasta hoy: el nacimiento de Image Comics.

Cubierta del recopilatorio de From Hell de Alan Moore y Eddie Campbell. ©Alan Moore y Eddie Campbell

Pongámonos en situación. Marvel, comienzos de los noventa. Ante la marcha de sus principales creadores, se ve en la necesidad de ponerse en manos de algunos jóvenes dibujantes que se habían convertido, en el último par de años, en lo que en Estados Unidos se conoce como hot artists, dibujantes amados por el aficionado que por sí solos son capaces de vender centenares de miles de tebeos. Todd McFarlane, Rob Liefeld o Jim Lee no son los mejores dibujantes del mundo, pero sus estilos espectaculares, sus páginas llenas de enormes viñetas y su tendencia a mostrar grandes armas y mujeres ligeras de ropa aparentemente pesan más que sus carencias en anatomía, perspectiva o narrativa. Marvel estaba experimentando un crecimiento enorme, pero no era debido sólo a estos dibujantes: el mercado había entrado en una burbuja especulativa en la que se vendían millones de copias de algunos títulos, con la esperanza de revenderlos años más tarde por cantidades astronómicas. Entonces fue cuando los hot artists empezaron a preguntarse por qué se llevaban tan poco de aquel pastel. La disputa con Marvel para conseguir mejores condiciones económicas, más royalties y derechos de autor sobre los personajes que crearan ellos mismos terminó con siete dibujantes marchándose de la editorial para fundar la suya propia.

Y así nació Image Comics. Cabeceras como Spawn, WildC.A.T.s, o Youngblood arrasaron en las listas de ventas. Durante meses desplazaron a los títulos de Marvel o DC Comics y sus creadores se hicieron millonarios. Poco importaba que en su mayoría los conceptos de estas series fueran calcados, con menor o mayor descaro, de los superhéroes de las grandes editoriales: la mayor violencia y el discreto erotismo que podían permitirse al no someterse a la Comics Code Authority y los colores informáticos, una absoluta novedad en la época, atrajeron a los lectores en masa. La estructura de Image era tan caótica como los contenidos de sus tebeos. Cada autor editaba bajo su propio sello, y contrataba por su cuenta a otros artistas. Las disputas entre ellos motivaron que en poco tiempo varios decidieran independizarse. El primero fue Liefeld, que se marchó en 1996. Poco después, Jim Lee decidió vender su Wildstorm Productions a DC Comics, aunque mantuvo sus privilegios y su puesto de editor jefe. Esto, sumado a la irregularidad con la que se publicaban las series, y al abuso de dibujantes que clonaban el estilo de los fundadores pero que estaban aún muy verdes, hizo que artísticamente pueda catalogarse esta aventura como un fracaso. Comercialmente, si bien en un principio funcionó más que bien, los problemas comentados poco a poco fueron mermando las ventas, aunque con el tiempo se logró cierta estabilidad gracias a autores de calidad que consiguieron reflotar esas series.

Pero la importancia de Image va más allá de las intenciones iniciales de sus fundadores: su mayor aportación al mercado estadounidense fue crear un espacio donde autores independientes pudieran publicar sus series conservando sus derechos de autor. No es que no existieran editoriales así antes de Image, pero las que había, salvo Dark Horse, no tenían la infraestructura y distribución necesaria para luchar contra las dos grandes. Dark Horse, además, daba cobijo a autores consagrados, pero le costaba más hacerlo con los jóvenes.

Fue el caso de Jeff Smith con su Bone, Mark Evanier y Sergio Aragonés con Groo the Wanderer, Terry Moore con Strangers in Paradise o Sam Kieth con The Maxx. En pocos años, además, comenzaron a publicarse nuevas series en los diferentes sellos de Image que no tenían una trayectoria previa, tanto de autores de Marvel y DC que compaginaron su trabajo de encargo con su proyecto personal como otros que simplemente se sentían cómodos en Image.

Una de las series más importantes fue Astro City, creación de Kurt Busiek, un guionista de Marvel que se caracterizaba por su conocimiento enciclopédico del género y su amor por los clásicos. Con Astro City, junto con el dibujante Brent Anderson, crea todo un universo de personajes que homenajeaban a los grandes héroes de Marvel y DC, y les añadía un toque humano y el punto de vista del hombre a pie de calle.

Otra revisión de los superhéroes pero en una clave totalmente distinta la llevó a cabo Warren Ellis, un guionista británico que ya había trabajado en Vertigo y que ahora revitalizaba Stormwatch, una serie de derribo de Wildstorm. Stormwatch pronto se transformó en The Authority, donde el espectacular dibujo de Bryan Hitch consiguió mostrar la acción superheroica como nunca antes. La siguiente etapa de la serie, a cargo del guionista Mark Millar y el dibujante Frank Quitely, abundaba en los rasgos iniciales y añade un componente político interesantísimo, cuando el equipo de héroes decida gobernar el mundo y derrocar a sus líderes corruptos. Al mismo tiempo que iniciaba The Authority, Ellis también creaba Planetary junto con John Cassaday, serie en la que traza un mapa de la cultura pop del siglo XX a través de una organización secreta y una gigantesca conspiración.

Por último, no podemos eludir hablar de uno de los cómics más exitosos de los últimos tiempos: The Walking Dead (Los muertos vivientes). Creada en 2003 por Robert Kirkman y Tony Moore, la serie abandera el revival de la fiebre por lo zombi de la última década recogiendo la versión de George A. Romero y actualizándola para los nuevos tiempos. En esta serie, que sigue en activo y ha pasado ya de los cien números, un apocalipsis zombi sobreviene a la humanidad mientras el protagonista, Rick Grimes, está en coma. Cuando despierta, todo su mundo ha cambiado para siempre, y tendrá que liderar a un grupo de personas en su intento de sobrevivir. Lo interesantes es que, una vez planteado el punto de partida, en realidad, los zombis son más parte del escenario que enemigos activos de los protagonistas: en The Walking Dead la maldad siempre es humana, y lo interesante es saber qué podemos hacernos los unos a los otros en condiciones extremas. Pese al agotamiento lógico que acompaña a cualquier folletín —y este lo es—, la serie goza aún de buena salud y ha sido llevada a la televisión en una serie que ha completado ya varias temporadas.

DECADENCIA Y RESURGIR DE LOS SUPERHÉROES

A la vista de todo lo que acabamos de explicar sobre la fuga de talentos y autores superventas, la pregunta está clara: ¿qué fue de Marvel y DC? Lógicamente, intentaron combatir las amenazas a su hegemonía como pudieron. En este caso, lanzando tantas nuevas series como pudieron para asfixiar al mercado, sin que importara demasiado la calidad de las mismas. Un puñado de nuevos guionistas y dibujantes dio un paso al frente antes de estar realmente preparados para suplir a las estrellas que se habían marchado, y el resultado fue una de las etapas más pobres creativamente hablando de ambas editoras, obsesionadas con imitar el estilo de Image. Y cuando eso no bastó, intentaron llamar la atención de los compradores a base de cross-overs y grandes maniobras comerciales, de las cuales, sin duda, la más recordada es la muerte de Superman y su sustitución por cuatro duplicados. No se queda atrás la rotura de la espalda de Batman, o la saga del clon de Spider-Man, donde se revelaba que el carismático personaje no era más que un duplicado creado genéticamente, aunque luego se diera marcha atrás ante la virulenta reacción de los fans. Los superhéroes tendían a ser más agresivos y violentos, en una banalización de las visiones de Moore y Miller. La necesidad de mano de obra urgente posibilitó la llegada a Marvel y DC de dibujantes que aportarían algo de aire fresco entre tanto imitador de estrellas. Por ejemplo, Joe Madureira se convertiría en uno de los favoritos de los fans con un estilo fuertemente influido por el manga, que revolucionó la serie de Uncanny X-Men. Los noventa fue la década del debut de los hermanos Andy y Adam Kubert, hijos del mítico Joe Kubert. También en esta década llegaron a ambas editoriales dibujantes españoles como Carlos Pacheco, Salvador Larroca y Pascual Ferry, los tres consolidados a día de hoy en el mercado estadounidense.

En medio del caos y la confusión, unos pocos nombres seguían siendo sinónimo de historias bien construidas. Uno de ellos era Peter David, un guionista que ya había dado muestras de su buen hacer con Spider-Man en los ochenta y que desde 1987 hasta 1998 llevó las riendas de The Incredible Hulk. Su personal sentido del humor convirtió la cabecera en una serie de culto, si bien nunca estuvo entre las más vendidas. Además, David se atrevió a tocar temas tan controvertidos como la homosexualidad y el sida, tabúes en la industria de entonces. También dejó su huella en X-Factor, dentro de Marvel, y en Supergirl, Young Justice y Aquaman en DC.

Otro nombre clave es el de Mark Waid, un guionista que estaba decidido a recuperar el clasicismo que le gustaba como lector, la esencia de las buenas historias de superhéroes de los setenta y ochenta. Su larga etapa en Flash, de DC, anunciaba ya ese camino, que hacia los años finales de la década fue la tabla de salvación para los dos gigantes editoriales, acosados, especialmente Marvel, por unas malas condiciones económicas. Waid se encargó de Captain America en dos etapas diferentes, y de personajes menores como Ka-zar, mientras que Busiek, popular gracias a su trabajo en Marvels, una miniserie de cuatro números, junto con el dibujante de estilo pictórico Alex Ross, relanzó series clásicas como Avengers o Iron Man. En las mismas fechas volvía a Marvel Chris Claremont para hacerse cargo de Fantastic Four y retomar poco después su trabajo con los populares X-Men. DC, por su parte, contraataca con series con el mismo tono clásico, como Starman de James Robinson o Justice League of America de Grant Morrison pero también adquiere el sello Wildstorm, propiedad de Jim Lee.

Marvels, la miniserie de Kurt Busiek y Alex Ross que devolvió el sentido de la maravilla a Marvel. ©Marvel Comics

EL MANGA EN LOS NOVENTA

El manga más comercial seguía su rumbo a toda máquina, con el mismo sistema basado en la prepublicación de las series en revistas. Los modelos establecidos en los años ochenta, con Dragon Ball a la cabeza, se mantuvieron más allá de lógicos ajustes estéticos, aunque los géneros se multiplicaron aún más, sobre todo por la influencia del ciberpunk. Fue, eso sí, la primera década de manga sin la presencia de Osamu Tezuka, muerto en 1989. Vamos a repasar una muestra representativa de lo más importante que llegó al mercado occidental desde Japón.

Empecemos por Sailor Moon, de la autora Naoko Takeuchi. Aparecida en 1992, la serie revolucionó el shôjo manga, en concreto el subgénero de las magical girls (chicas mágicas), al presentar a cinco adolescentes que encarnaban a guerreras de otra época, basadas en los planetas del sistema solar. Juntas se enfrentaban sucesivamente a todo tipo de enemigos demoniacos, ganaban nuevos poderes y descubrían más sobre su verdadera naturaleza, como en cualquier serie orientada a chicos, pero sin descuidar el romance que no podía faltar en cualquier shôjo. También en el shôjo fueron importantísimas las aportaciones de CLAMP, un colectivo de autoras que como Takeuchi introducirán la acción y la aventura en el manga para niñas, además de nuevos elementos, como la mitología y la fantasía. Ser un equipo les permitió ser tremendamente prolíficas, y así, los noventa están plagados de sus cómics. RG Veda fue su primer éxito, pero probablemente X y sobre todo Card Captor Sakura (Sakura la cazadora de cartas) son sus obras más importantes.

En la frontera entre el shônen y el shôjo —porque sus tebeos están dirigidos inicialmente a los chicos pero gustan mucho a las chicas— se encuentra Masakazu Katsura, un autor que, en realidad, debutó en 1980, pero que alcanzará el éxito en los noventa. El principal reclamo para el lector es su habilidad para dibujar chicas exuberantes en poses eróticas, pero además de eso demostrará una gran capacidad para mezclar la comedia de situación adolescente con la ciencia ficción en dos de sus series más importantes, Video Girl Ai y DNA2. Entre 1997 y 2000 publicó I’’s, una de sus obras más ambiciosas.

Ya inequívocamente encuadrado en el shônen de aventuras, encontramos uno de los fenómenos editoriales de la década: Rurouni Kenshin (conocido también en España como El guerrero samurái). Nabuhiro Wazuki la inicia en 1994 en las páginas de la Shônen Jump, y cuenta las andanzas en la era Meiji de Kenshin Nimura, un asesino de oscuro pasado que ahora, arrepentido, ayuda a la joven Kaoru a llevar su dojo. Concebida como una especie de híbrido entre los mangas históricos del estilo de Lobo solitario y su cachorro y Dragon Ball, Rurouni Kenshin se convirtió en un gran éxito, que enganchó a los lectores con su interminable sucesión de enemigos. En España fue la pieza clave de lo que se ha considerado el segundo boom del manga, que a finales del siglo insufló fuerza a lo que parecía entonces una moda agotada.

One Piece, de Eiichirô Oda, también fue y es —pues aún no ha concluido— un enorme éxito editorial. En Japón es desde hace años la serie más vendida. Arranca en 1997 también en Shônen Jump y narra las alocadas aventuras de un grupo de piratas con poderes y habilidades especiales capitaneados por Monkey D. Rufi, un chaval con la capacidad de estirar su cuerpo. Su humor absurdo y el dominio de los mecanismos de la aventura clásica de Oda son las claves del enésimo fenómeno de masas japonés.

Y a muy poca distancia lo sigue Naruto, el shônen de Masashi Kishimoto que debuta en 1997 y hoy continúa su andadura contando las aventuras del joven aspirante a ninja Naruto Uzumaki y sus compañeros. Naruto es probablemente el heredero más claro del trono que dejó libre Dragon Ball como gran serie de combates y técnicas de lucha que sus fans, una legión en todo el mundo, memorizan entusiasmados.

Otro éxito, aunque más moderado, fue Crayon Shin-Chan (o simplemente Shin-Chan en España), de Yoshihito Usui. Se trata de una serie de humor que protagoniza Shin-Chan, un niño de cinco años extraordinariamente maduro para su edad, que pese a sus buenas intenciones no puede evitar que todo lo que haga acabe en catástrofe. Shin-Chan se convirtió en un icono, sobre todo cuando dio el salto al anime en 1992, en una serie que a España llegó mucho más tarde y que recordó viejas polémicas con asociaciones de padres que no entendían que no era, en realidad, una serie infantil. Manga y anime constituyen un retrato fiel y humano de la sociedad japonesa en sus aspectos más cotidianos. Tristemente, Usui falleció en un accidente mientras hacía senderismo en 2009, aunque su creación continúa en manos de otros autores.

El manga dirigido a adultos continuó su expansión y diversificación, y por ello veremos muchas series que toman los géneros habituales del shônen pero les dan un tono más oscuro, con una violencia más explícita y cierto contenido sexual. Es el caso del Berserk de Kentaro Miura o Mugen no jūnin (La espada del inmortal) de Hiroaki Samura, que actualiza el manga de samuráis.

Pero al margen de eso comenzaron a despuntar varios autores que, de forma paralela a lo que sucede en Estados Unidos con el cómic independiente o alternativo, trataban otros temas y otros géneros. Antes de hablar de ellos, no está de más recordar que autores consagrados del manga adulto de los que ya hemos hablado como Tatsumi —que dibujó Una vida errante en 2008— o Mizuki —con varias obras autobiográficas— siguen en plena forma y haciendo, de hecho, sus obras más personales y mejores.

Al primero de estos autores, Jiro Taniguchi, puede parecer extraño ubicarlo en este epígrafe, dado que debutó en los setenta y realizó bastantes obras en colaboración en los ochenta —Hotel Harbour View es la más famosa de ellas—, pero a partir de los noventa, y por eso aparece aquí, empieza a hacer cómics más personales, obras autoconclusivas de extensión breve frente a la serie abierta que era habitual en el manga. Con su estilo de dibujo realista y limpio, de influencia europea, y su pasión por la naturaleza, ha desarrollado durante los últimos años una intensa actividad que lo ha convertido en uno de los más prolíficos autores de manga adulto. Además de revisiones de géneros clásicos como el negro o el western, ha realizado varias obras más intimistas, centradas en la cotidianidad y en los sentimientos de sus protagonistas. Un ejemplo es Aruku Hito (El caminante), una serie en la que, simplemente, se cuentan los largos paseos de un hombre por su barrio. Chichi no Koyomi (El almanaque de mi padre) es una de sus mejores obras, y posiblemente la más conocida en Occidente. En ella profundiza en la memoria familiar y en las complejas relaciones entre padre e hijo. En la misma línea dibujó Harukana Machi (Barrio lejano), en la que un hombre de mediana edad viaja en el tiempo por accidente para ocupar el cuerpo de su yo adolescente y entender así por qué su padre abandonó a su familia. Hoy, Taniguchi es uno de los grandes maestros del manga, y goza de una gran popularidad tanto allí como en Europa. Uno de sus últimos cómics ha sido Fuyu no Dobutsuen (Un zoo en invierno), una autobiografía donde cuenta cómo se convirtió en mangaka.

Una página de La sonrisa del vampiro de Suehiro Maruo. ©Suehiro Maruo

Naoki Urasawa es un caso similar a Taniguchi: debuta en la década de los ochenta, pero es a partir de los noventa cuando comienza a producir series en solitario que le depararán un gran éxito. Se especializa en largos thriller psicológicos llenos de personajes complejos y giros de guion inesperados, como Monster, o Nijusseiki Shônen (20th Century Boys), donde añade elementos de ciencia ficción a la mezcla. En una de sus últimas series, Pluto, recoge una serie del maestro Tezuka para hacer un remake adaptado a los tiempos modernos.

Acabamos este recorrido breve por necesidad con un nombre fundamental en el manga de terror: Suehiro Maruo. Tras su cuidado y detallado dibujo de corte clásico se esconde un maestro del terror más perturbador: el que combina sexo, violencia y muerte. Su facilidad para crear personajes siniestros y ambientes malsanos la demuestra en cómics como Midori, la niña de las camelias, una revisión del tópico del freak show, o La oruga, una versión de una novela de Rampo Edogawa. Pero su mejor obra es La sonrisa del vampiro, donde reimagina el mito vampírico y lo pasa por su propio tamiz, lo que da como resultado una obra perversa, donde la sociedad no queda en buen lugar. Maruo no tiene límites, y sus mangas nos obligan a enfrentarnos a todo lo que no nos gusta de nosotros mismos. Quizás por eso es tan universal sin dejar de ser profundamente japonés.