5
Hacia la madurez del medio

TOKIGA-SŌ Y GEKIGA, DOS MANERAS DE ENTENDER EL MANGA

La década de los cincuenta en Japón va a suponer la consolidación de la industria del manga, cuyo arranque frenó en seco la Segunda Guerra Mundial. Tras ella tuvo que empezar casi de cero, pero ya tenía sus bases: primero, formatos de publicación, y segundo, un autor que sirviera de maestro a todos los demás.

Y ese fue Osamu Tezuka, de quien ya hemos hablado. Su estilo moderno caló inmediatamente entre los jóvenes mangakas. La proliferación de revistas de manga —la primera de ellas, Manga Shônen, data de 1947— hace necesario un elevado número de dibujantes, que constituyeron una generación de oro fundamental para entender el cómic japonés hasta nuestros días.

Dicha generación se creó alrededor de un fenómeno que hoy ha alcanzado la categoría de mito: los Tokiwa-sō. Se trataba de un bloque de apartamentos en Tokio donde las editoriales enviaban a sus jóvenes dibujantes para que se concentraran en su trabajo sin distracciones, y al mismo tiempo estuvieran en contacto permanente con otros autores. El propio Tezuka vivió un tiempo en los apartamentos y habló siempre de lo importante que esa estancia fue para él.

El hecho de que aquel al que consideraban un idolatrado maestro hubiera vivido allí animó a muchos jóvenes artistas a instalarse en los Tokiwa-sō durante los años siguientes. Uno de sus más importantes inquilinos fue Shôtarô Ishinomori, quien empezó como asistente de Tezuka y acabó siendo apodado como «el rey del manga». Su ingente producción lo convirtió en el autor más prolífico de la historia de Japón y, por extensión, del mundo. Se especializó en el género histórico, y su gran obra de madurez es una historia de Japón en cuarenta y ocho volúmenes. Cuentan las crónicas que llegó a producir quinientas páginas en un solo mes.

Fujio Akatsuka, otro gran desconocido en Occidente, comenzó como autor de shôjo pero pronto se especializó en manga humorístico, y se convirtió en el gran renovador del mismo. El dúo conocido como Fujiko-Fujio puede parecer igual de anónimo para el lector de estas líneas, pero si decimos que son los creadores del archiconocido Doraemon, seguramente sea más fácil entender su importancia. Hideko Mizuno fue a los quince años la única mujer que pasó por los apartamentos, además de convertirse en una de las primeras en dibujar manga. Fue una importante autora de shôjo, pero en los setenta comenzó a dibujar historias para mujeres maduras, lo que acabó siendo conocido como josei manga.

Todos los autores que formaron esa generación de los Tokiwa-sō contribuyeron en gran medida a fijar los códigos del manga de posguerra, y su poderosa influencia llega hasta nuestros días. Junto con Tezuka, convirtieron el manga en un fenómeno de masas y definieron sus géneros. Algunos de estos mangakas eran tan conscientes de este papel que incluso fundaron el Shin Manga-tō (Partido del Nuevo Manga). La importancia de los Tokiwa-sō es tal que han sido objeto de varios libros teóricos, además de una película donde puede verse el peculiar estilo de vida de los mangakas, que se veían obligados a trabajar todo el día sin apenas salir de su habitación para cumplir con las exigentes fechas de entrega de las revistas. En ocasiones, incluso un editor podía llevarse a un dibujante a un hotel y encerrarlo allí para asegurarse de que ninguna distracción lo apartaba de sus páginas.

Este grupo de autores formaba la vanguardia del manga comercial infantil y juvenil. Pero paralelamente a esta corriente surgió otra, conocida como gekiga. Yoshihiro Tatsumi, creador del término e impulsor del nuevo género, admiraba profundamente a Tezuka, igual que el resto de los artistas de su generación. Pero sentía que su obra era demasiado infantil y que además producía demasiado, lo que hacía que la calidad de sus páginas se resintiera. Y poco a poco va dando forma a lo que después se conocerá como gekiga: historias para un público más adulto, sin los tabúes de las publicaciones infantiles de las grandes editoriales, y con una factura más cuidada. Eligió la palabra gekiga (imagen dramática) para distanciarse de lo que el público entendía que era el manga, y contactó con otros autores con sus mismas inquietudes. Se movían en editoriales más pequeñas, con distribución limitada a las librerías de alquiler, y publicaban revistas como Kage (Sombra), donde daban rienda suelta a su creatividad a través de géneros como el terror, el policiaco y el misterio, con mucha más violencia de la habitual e incluso sexo. Su estilo de dibujo, pese a que sigue siendo icónico, es mucho más realista de lo que hasta entonces se veía en los mangas influidos por Tezuka.

Cubierta del primer volumen de la edición española de Una vida errante de Tatsumi (Astiberri, 2009). ©Yoshihiro Tatsumi

En cierta forma, Tatsumi y el resto de los autores del gekiga se adelantaron durante los años cincuenta casi una década al movimiento underground estadounidense y en la consideración adulta del medio. A lo largo de las décadas, el gekiga ha continuado vigente en autores como el propio Tatsumi, Masahiko Matsumoto o Yosiharo Tsuge, e influyó no sólo a todos los autores de manga histórico de samuráis de los setenta y ochenta, sino también a grandes maestros como Shigeru Mizuki o el mismísimo Tezuka, que acabaron dibujando obras más adultas gracias en parte a la inspiración del gekiga. Su origen fue el tema principal de una de las obras maestras de Tatsumi: Gekiga Hyôryû (Una vida errante).

OESTERHELD: EL GENIO ARGENTINO

En la década de los cincuenta irrumpió en Argentina la figura de Héctor Germán Oesterheld. De ascendencia alemana, el joven Oesterheld devoró durante su juventud todos los clásicos de la literatura de aventuras y ciencia ficción, géneros a los que dedicaría su carrera como escritor literario y guionista de cómics. Publicó sus primeras obras en los cuarenta, y en los primeros cincuenta trabajó con Hugo Pratt, otro autor fundamental del que hablaremos más adelante. Son cómics juveniles, no muy diferentes al resto de los que se publicaban en la época. Pero en 1957 todo va a cambiar. Oesterheld funda junto con su hermano la revista Hora Cero, dedicada a la ciencia ficción, y comienza en sus páginas a serializar su obra más importante: El Eternauta. La serie, que cuenta con los dibujos de Francisco Solano López y se completa en dos años, arranca con el propio Oesterheld recibiendo la visita en su estudio de un viajero temporal, Juan Salvo, que le relata la invasión alienígena que el mundo iba a sufrir sólo unos pocos años después, y que empieza con una nevada letal en las calles de Buenos Aires. La serie entronca con la tradición literaria de la ciencia ficción más comprometida y crítica con su tiempo, y la dimensión humana que Oesterheld sabe darle con sus personajes y sus dilemas morales apenas tenía igual en la historieta de los años cincuenta. Quizás por situarse la acción en la propia Argentina, El Eternauta tuvo un impacto increíble en su momento, y se convirtió en la serie más importante del cómic argentino.

Una de las primeras páginas de El Eternauta de Oesterheld y Solano López. ©H. G. Oesterheld y Francisco Solano López

En 1969 realizó un remake junto con el dibujante Alberto Breccia —con el que ya había publicado Mort Cinder—, y una segunda parte en el 76, de nuevo junto con Solano López. Esta segunda parte tenía una lectura política aún más obvia, fruto del posicionamiento ideológico por parte de Oesterheld frente a la dictadura militar de Videla, que se había iniciado el año anterior. Su compromiso político con la democracia lo llevó a pasar a la lucha clandestina en 1977, junto con sus cuatro hijas, todas ellas secuestradas y asesinadas por el régimen. El propio Oesterheld fue desaparecido el mismo año, y asesinado en algún momento entre el 77 y el 78. Sus restos nunca se encontraron, pero su caso y su figura se convirtieron en un símbolo de la lucha contra la dictadura, así como de la historieta argentina.

Ya hemos mencionado a Alberto Breccia, apodado El Viejo, como colaborador de Oesterheld, pero su enorme figura merece que nos detengamos unas líneas. Nació en Uruguay en 1919 pero a los tres años su familia se trasladó a Argentina. Durante su juventud trabajó durante varios años en un matadero y, por las noches, cuando llegaba a su casa, dibujaba sin parar. Gracias a su determinación consiguió sus primeros trabajos, tiras en prensa y colaboraciones en revistas infantiles principalmente.

Pero fue con la llegada de los cincuenta y el cómic más adulto cuando Breccia explotó como artista, muchas veces a partir de los guiones de H. G. Oesterheld. Con él realizó Sherlock Time y la citada Mort Cinder —esta ya en los sesenta—, una obra de ciencia ficción que les valió a ambos el reconocimiento en el mercado europeo. En ella ya se pueden apreciar las principales virtudes de El Viejo: una sensibilidad expresionista, influida más por las artes plásticas que por la historieta preexistente, un dominio total de la mancha y la pincelada y un espíritu experimentador infrecuente en su época pero que lo convirtió en el referente de su generación. Sus hijos Enrique y Patricia también se convertirán en dibujantes, como veremos en un próximo capítulo.

LA BD DE AVENTURAS

Volvamos ahora al viejo continente. En 1959 nace la revista Pilote, hito fundamental en la BD. Hasta ese momento, la historieta franco-belga se dirigía a un público casi exclusivamente infantil, y el código que regía sus contenidos desde 1949, similar al de la Comics Code estadounidense, no parecía que fuera a permitir que eso cambiase. Sin embargo, Pilote dio un paso adelante ofreciendo series que, si bien iban dirigidas principalmente a un público juvenil —que no infantil—, en un momento dado podían ser disfrutadas por adultos. Ya hemos hablado aquí de las series humorísticas que se publicaron en Pilote, sobre todo Astérix el galo, que debutó ahí, y otras que se trasladarían a ella posteriormente, como Lucky Luke y Aquiles Talón, pero ahora toca hablar de la verdadera revolución que Pilote supuso para el cómic de aventuras, que abandona la caricatura y los argumentos infantiles para entrar en una nueva época.

Y en esto tuvo mucho que ver Jean-Michel Charlier, guionista y hombre fuerte en Pilote junto con Goscinny. Charlier escribió varias series para la revista desde su primer número, con la intención de modernizar el género aventurero y dar una versión más adulta de la que ofrecían revistas como Le Journal de Spirou o Tintin. Una de las más exitosas fue Les aventures de Tanguy et Laverdure (Michel Tanguy en España), que contaba las aventuras de un par de pilotos de combate a los que les encargan arriesgadas misiones. La serie tuvo tanto éxito que Charlier acabó escribiendo veinticinco álbumes, primero con Albert Uderzo como dibujante, en un registro totalmente diferente al que empleaba en Astérix el galo, y después con Jijé, un dibujante belga de depurado estilo que se había adelantado a la aventura de corte realista con Jerry Spring, un western que realizaba para Le Journal de Spirou.

Precisamente a este género pertenecía la otra gran serie de Charlier: Blueberry (1963), en la que contaba las andanzas de un teniente de caballería pendenciero pero íntegro, en el contexto histórico de la guerra de Secesión estadounidense. Es un western oscuro y sucio, crítico con los procesos históricos y de raíz europea, más emparentado con el spaguetti western que con las producciones estadounidenses de los cincuenta. El enorme éxito de Blueberry se debe en parte al carisma de su protagonista, uno de los grandes héroes del tebeo francés, y uno de los primeros en demostrar cierta ambigüedad. Pero la otra clave de ese éxito está en su magnífico dibujante: Jean Giraud. Es la primera vez que hablaremos de él, pero no la última, ya que se trata de uno de los genios indiscutibles del cómic mundial, cuya influencia se percibe no sólo en la historieta, sino también en todas las artes visuales. Fue un artista con una clara conciencia autoral cuya búsqueda incansable de nuevos caminos lo llevó a reinventarse y convertirse en un autor de doble personalidad artística al adoptar la identidad de Moebius. Pero no es momento aún de hablar de Moebius: por entonces, Jean Giraud era sólo Gir, un discípulo adelantado de Jijé que había dibujado alguna historia de Jerry Spring y que se convirtió en una de las puntas de lanza de Pilote.

Otro grande, aunque poco conocido en nuestro país, fue Fred, autor de Philemon, una serie de tintes oníricos en la que experimentaba con el lenguaje del cómic en la línea de sus pioneros en la prensa. Fred fue una de las grandes influencias de la generación de la nouvelle BD de los noventa, como veremos más adelante.

Una ilustración de Blueberry, por Giraud. ©Jean Giraud y Dargaud

Aunque por supuesto la historieta más infantil seguía teniendo vigencia, esta nueva tendencia se asentó en el mercado y se extendió a otras revistas, e incluso aparecieron otros cómics con un contenido aún más adulto. Ese fue el caso de Barbarella, creada por Jean-Claude Forest en 1964 para la revista V Magazine. Con un público claramente adulto, Barbarella mezclaba aventuras de fantasía espacial con el erotismo de su «liberada» protagonista, en lo que se considera el más claro precursor del género fantaerótico. En 1968 se adaptó al cine, con Jane Fonda encarnando a Barbarella.