7
La madurez del cómic europeo
LA PRIMERA BD ADULTA
Aunque Pilote había sido la vanguardia durante los años sesenta, en la década siguiente, por pura lógica cultural, se acabó convirtiendo en la publicación canónica del mercado francés. Era el momento de un nuevo paso, y este lo daría el colectivo Les Humanoïdes Associés (Los Humanoides Asociados), constituido en 1974 por gente como Jean-Pierre Dionnet, Bernard Farkas, Philippe Druillet o Jean Giraud. Al año siguiente lanza una revista que se convertirá en mítica: Metal Hurlant. Entre sus objetivos están romper con las encorsetadas reglas de la BD clásica destinada a los niños y lanzarse a la experimentación gráfica sin cortapisas editoriales, aunque, lejos de romper con el mercado, se integre en él con total naturalidad. Metal Hurlant se llena así de excesos y audacias de todo tipo, y desarrolla dos géneros hasta entonces marginales en el cómic francés: la ciencia ficción y la fantasía. La cabecera está dirigida a un público joven, pero ya adulto, por lo que no hay tantos límites de censura. Hay en muchos autores de la revista, además, cierto discurso político, intenciones ideológicas implícitas que, a través de las parábolas en clave fantástica, reproducen los discursos del no tan lejano mayo del 68.
En ese clima de libertad cupieron autores muy diferentes, venidos además de otros países, con lo que se rompía con la tradicional endogamia de la BD, centrada en el binomio Francia/Bélgica. En Metal Hurlant publicaron los estadounidenses Richard Corben y Bernie Wrightson, el italiano Milo Manara, el argentino Juan Giménez o el chileno nacionalizado francés Alejandro Jodorowsky.
Este último y Jean Giraud fueron dos de los autores principales de la publicación y los que de alguna manera marcarán su ritmo e influirán a autores más jóvenes. Jodorowsky, uno de los artistas más polifacéticos y controvertidos del siglo XX, vivió en París durante los años cincuenta, pasó después un largo período en México y volvió a Francia en 1974, e ingresó en el colectivo de Los Humanoides Asociados poco después de su fundación. Dramaturgo, escritor, marionetista, pintor y, ahora, guionista de cómics, Jodorowsky supuso un terremoto en la manera de afrontar la historieta. Desde su interés en el chamanismo, en el tarot, en los estados alterados de conciencia y en las tesis jungianas, cada tebeo suyo será una baldosa en un camino que pretende llegar hasta el autoconocimiento. Sus primeros cómics con Jean Giraud, ya transmutado en Moebius, son densos, extraños y llenos de símbolos, y supusieron una ruptura brutal con los cánones habituales en el género de aventuras, al dotarlo de un trasfondo inédito. Giraud, lector compulsivo de ciencia ficción, ve la ocasión perfecta para soltarse y dibujar con una libertad que no podría tener en El teniente Blueberry, sometido a estrictos códigos editoriales. Pero siendo Moebius puede depurar el trazo, experimentar con el color, y jugar con los espacios y con las reglas de la perspectiva. Así se convierte en uno de los más influyentes artistas de su tiempo: Blade Runner o Alien jamás habrían sido lo que fueron sin él.
Moebius publica, entre otras, The Long Tomorrow (1975) con guion de Dan O’Bannon, y la pentalogía de Arzach. Su obra en solitario más recordada puede ser Le garage hermétique (El garaje hermético), de 1979. Con Jodorowsky publicó primero una historia corta experimental, Les yeux du chat (Los ojos del gato), y después una larga saga, L’incal (El incal), que cubre toda la década de los ochenta y que cuenta la historia del detective John Difool y sus viajes a un mundo fantástico donde se enfrenta a extraños personajes. De aquella saga deriva otra, La Caste des Méta-Barons (La casta de los Metabarones), que bajo la influencia del Dune de Frank Herbert narra las crónicas de diferentes generaciones de una estirpe de guerreros. Esta saga se publica ya en los años noventa, y sin Moebius en la parte gráfica, de la que se encargan diferentes artistas.
La influencia de Metal Hurlant fue enorme. Contribuyó de manera decisiva a un boom de la ciencia ficción sin precedentes, que encontraba en el cómic su hábitat perfecto, por la capacidad de mostrar cualquier ambiente o «efecto especial» sin barrera alguna. En 1977 se empezó a publicar en Estados Unidos Heavy Metal, la versión estadounidense de la cabecera francesa. España fue uno de los mercados más influidos por su estilo oscuro y experimental. Autores como Alfonso Font, Josep María Beá o Esteban Maroto realizaron trabajos en esa línea durante los ochenta.
Nos falta un último apunte. Al año siguiente de la fundación de Metal Hurlant, en 1975, apareció otra revista de gran importancia para el mercado franco-belga: Fluide Glacial. Su máximo impulsor y figura más visible es Gotlib, un autor humorístico que orientó la revista a este campo y buscó un público adulto, aunque partiendo de los estilos clásicos de Pilote y Tintin. Por sus páginas han ido pasando varios de los más importantes autores franco-belgas, como Franquin, Moebius, Alexis o, en fechas recientes, Manu Larcenet. Incluso publicó en ella uno de los grandes autores españoles, Carlos Giménez, de quien vamos a hablar dentro de poco.
Ilustración del mayor Grubert, uno de los personajes más populares de Moebius. ©Jean Giraud y Les Humanoïdes Associés
EL CÓMIC DE AUTOR ITALIANO
Ese nuevo cómic para lectores más adultos que empezaba a germinar en el mercado francés con las obras de Los Humanoides Asociados y en Estados Unidos con el underground tendrá también su réplica en otros países, de la mano de autores que crean y conciben su obra desde presupuestos artísticos y comerciales diferentes a los que imperaban hasta entonces. El mercado más importante fue Italia, donde ya hemos visto que existía una sólida tradición de fumetti para niños y jóvenes. En 1965, Giovanni Gandini fundó la revista Linus, una cabecera que daba la réplica a las revistas francesas en un país en el que el formato más popular era el cuadernillo. En Linus se publicaron historietas de prensa estadounidenses, estudios teóricos sobre el cómic —por ejemplo, alguno a cargo de Umberto Eco— y obras de autores italianos, como las adaptaciones literarias de Dino Battaglia. La importancia histórica de algunos de ellos merece que nos detengamos en sus carreras con calma.
Empecemos con Guido Crepax, un autor de trazo elegante y estética art decó que en 1963 publicaba una serie de un superhéroe, Neutrón, en la que apareció como personaje secundario una joven llamada Valentina, cuyos atractivo y potencial hicieron que se convirtiera en la protagonista absoluta de las historias. Las historias clásicas de género fueron dejando paso a otras más experimentales, centradas en la fértil imaginación de Valentina, volcada en un erotismo, para la época, muy atrevido. Las secuencias oníricas y las sofisticadas fantasías sexuales se apoyan en experimentales composiciones de página que situaban a Valentina en la cumbre de los iconos del cómic europeo, una mujer sexualmente liberada con una personalidad compleja, a pesar de que muchas de las situaciones que afrontaba le valieran a Crepax críticas feministas. El éxito de Valentina hizo que su autor se especializara en el género erótico, dentro del que creó a otras heroínas, como Bianca, y adaptó obras como Historia de O. Su último cómic, ya en 2002, un año antes de su muerte, fue una adaptación de Frankenstein.
Seguimos con el que posiblemente sea el autor italiano más importante: Hugo Pratt. En su juventud, tocada por la Segunda Guerra Mundial, ya comenzó a interesarse por el dibujo, y en una larga estancia que pasó en Argentina dibujó importantes series sobre guiones de un autor del que ya hemos hablado, Héctor Germán Oesterheld. Pero será a su vuelta a Italia cuando cree a su personaje más importante, Corto Maltesse (Corto Maltés), un aventurero cínico y melancólico que vivirá innumerables aventuras situadas en las primeras décadas del siglo XX. Sus influencias literarias, especialmente el realismo mágico, dotaron a las aventuras de Corto de un tono diferente a otras series de aventuras de la época, y de un calado más profundo que la convirtió en serie de culto, especialmente durante los setenta, cuando llamó la atención de muchos intelectuales. Quizás fue la calidad del dibujo, o el tono reflexivo, o la influencia literaria, pero lo cierto es que Corto Maltesse se convirtió en una de las series de autor más importantes de Europa, y Pratt en una celebridad admirada en todo el mundo, cuya obra maestra posiblemente sea la primera historia de Corto, La balada del mar salado.
Tenemos que mencionar también Diabolik, un tebeo de serie B creado por Angela y Luciana Giussani aparecido en 1962 que presentaba a un genio del mal en sus sucesivos golpes criminales. La serie recoge la tradición del pulp y de los cómics de Bonelli y le añade altas dosis de violencia —para la época—, con lo que consigue un gran éxito, hasta el punto de que hoy en día se siguen publicando sus aventuras.
Y terminamos con Sergio Toppi, un dibujante e ilustrador de estilo detalladísimo y realista que alcanzó la madurez como artista en la década de los ochenta. Sus historias, de ambientación histórica, recorrieron el espacio y el tiempo, desde las estepas habitadas por los indios americanos a la Rusia de los zares.
Uno de los álbumes de Corto Maltés en la edición de Norma Editorial. ©Hugo Pratt
NUEVOS AIRES EN LATINOAMÉRICA
Mientras tanto, la historieta argentina declinaba poco a poco. Los años setenta serán años de cierre de revistas y un drástico descenso de ventas. Muchos autores emigran al mercado europeo, donde entonces, como hemos visto, la historieta adulta vivía una edad de oro. Se publicaron las últimas obras de Oesterheld antes de su asesinato por parte de la dictadura, y comenzaron a publicar nuevos autores, los más reseñables de los cuales fueron Horacio Altuna y Carlos Trillo, dibujante y guionista respectivamente, que colaboraron entre sí y con otros para dar algunas de las obras más interesantes de la época: Las puertitas del señor López, por ejemplo. También comenzó a dibujar Enrique Breccia, el hijo de El Viejo, que junto con Trillo publicó Alvar Mayor, una serie de historias cortas protagonizadas por un aventurero en la América recién conquistada por los españoles, que se somete a una mirada muy crítica por parte de sus autores.
Robin Wood fue otro importante —y prolífico— guionista que trabajó dentro de los parámetros de los géneros clásicos, y que publicó su trabajo en revistas como D’artagnan o Intervalo. Su primer colaborador fue el dibujante Lucho Olivera, con quien creó Aquí la retirada o Nippur de Lagash. También trabajó con Enrique Breccia en Ibáñez. Wood fue un nombre muy presente en la historieta argentina hasta el declive definitivo de las revistas en los noventa.
Una portada de la revista Fierro perteneciente a su primera etapa en los años ochenta. ©La Urraca
Todos estos autores, salvo excepciones, practican una historieta que, temáticas al margen, es menos experimental que la de sus predecesores, especialmente si recordamos a Alberto Breccia. Pero algo va a suceder en los ochenta que animará el panorama autoral de Argentina.
En 1984 aparece la revista de historieta Fierro, dirigida por Juan Sasturáin. Se trata de una cabecera ambiciosa, que en buena medida puede considerarse el equivalente argentino de Cimoc o Metal Hurlant, tanto por su visión artística del medio como por su orientación definitiva a un público adulto. En sus páginas publicaron Horacio Altuna o Enrique Breccia, pero también publicaron páginas del francés Moebius. Y aparecen autores que vamos a mencionar por primera vez en estas páginas, el dibujante, Carlos Nine, de estilo rupturista y muy personal, y el guionista Carlos Sampayo. Sampayo formó durante muchos años pareja artística con José Muñoz, ya en los setenta, y juntos fueron probablemente los autores argentinos de más éxito en el mercado internacional de los setenta y ochenta. Su serie policiaca, Alack Sinner, se publicó desde 1975 en Italia y Francia, y poco después también apareció en las páginas de Fierro.
La fuerza que Fierro y alguna otra cabecera quisieron insuflar a la historieta argentina no fue suficiente. Muchos de sus mejores autores, como Muñoz y Sampayo o Nine, estaban publicando en Europa, y el público pareció darle la espalda a las revistas, que fueron muriendo una a una. En 1992, tras cien números, Fierro cerraba sus puertas. Afortunadamente, el propio Sasturáin, su primer director, la recuperará en 2006.
En el mercado mexicano, con Editorial Novaro como gran dominadora del mercado y la revista de historieta popular convertida en el formato por antonomasia, aún quedaba espacio para un par de sorpresas.
La primera fue la irrupción de Rius, seudónimo de Eduardo del Río, un autor clave en la historieta de México. Su serie más conocida fue Los Supermachos —que aludía a los otros dos maestros mexicanos, Butze y Vargas—. Con ella, la crítica política irrumpía en el cómic. Rius era un autor de izquierdas, comprometido socialmente y siempre decidido a denunciar las injusticias y las malas decisiones del poder, lo que le ocasionó no pocos problemas legales. En Los Supermachos ensayó un humor adulto con el que escenificaba las cuestiones sociales del país en un imaginario pueblo, San Garabato. Tras cien entregas de la serie, Rius se encontró con la oposición de su editor, Octavio Colmenares, de Meridiano, a finalizarla. El resultado fue que Rius perdió los derechos sobre su creación, que quedó en manos de la editorial, que encargó nuevas entregas a otros autores que carecían del aguijón de su creador.
Cubierta de una entrega de Los agachados, la serie de Rius. ©Eduardo del Río
Tas esto, Rius creó en 1968 una nueva cabecera en otra editorial: Los agachados. Fue diferente a Los Supermachos, sin personajes fijos, con secciones diversas e historietas expositivas y didácticas, que versaban desde el punto de vista crítico y de izquierdas de Rius sobre el pasado y el presente del país y sus problemas. Pura ideología en viñetas.
El otro fenómeno editorial de la época no podía estar más alejado de las historietas de Rius. Hablamos de la serie de Kalimán, la respuesta autóctona a los exitosos superhéroes de Estados Unidos. Kalimán, ataviado con su traje blanco y su turbante, es descendiente de la diosa Kali y cuenta con un nutrido abanico de poderes mentales, fruto de su herencia y de su estancia en el Tíbet, y está decidido a luchar contra la injusticia por todo el mundo. El personaje nació en un serial radiofónico en 1963, y salta a los tebeos dos años más tarde. Los autores de los mismos siempre fueron anónimos, y crearon historias llenas de épica y fantasía folletinesca, en la que se fagocitaban sin rubor conceptos ajenos: aparecieron incluso varios personajes de Marvel, por supuesto sin contar con los derechos pertinentes. La serie tuvo un enorme éxito: se publicó durante veintiséis años y se exportó a otros países latinos, que incluso contaron en algunos casos con ediciones propias, como Colombia.
EL BOOM DEL CÓMIC ADULTO EN ESPAÑA
El mercado español, por su parte, no había parado de crecer. Bruguera se consolidaba y se extendía por Hispanoamérica, mientras arrinconaba a su competencia en España, multiplicando el número de revistas que editaba. Así es como aparecieron cabeceras como DDT o Din Dan. Una vez que la legislación se endureció y las publicaciones infantiles fueron sometidas a una rigurosa vigilancia, la crítica soterrada que algunos autores habían conseguido colar en sus historias ya no fue posible. Y así, tuvieron que entregarse a un humor más blanco e inofensivo, que no socavara los principios fundamentales del régimen. Eso significó el fin de personajes como Doña Tula, suegra, de Escobar.
Definitivamente, Francisco Ibáñez se consolidó como el autor de la editorial más exitoso, y sus creaciones fueron explotadas al límite, especialmente Mortadelo y Filemón. Ibáñez transformó su estilo, influido fuertemente por autores franceses como Morris, Peyo y en especial Franquin, a quienes imitaba e incluso llegaba a copiar secuencias, obligado por el ritmo de trabajo excesivo impuesto por Bruguera. De hecho, el personaje del Botones Sacarino, creado en 1963, es una fusión de Gaston Lagaffe y Spirou —que también iba vestido de botones, recordemos—. Sus historias calcaban situaciones y gags de las historietas de Franquin, aprovechando que sus personajes no eran muy conocidos en la España de los sesenta. Otra consecuencia de esta «etapa afrancesada» de Ibáñez fue que adoptó el formato de la narración seriada que posteriormente podría ser recopilada en un álbum, frente a las historias de una o dos páginas que habían sido la norma hasta ahora. A este nuevo modelo responden algunas de las historias más recordadas de Mortadelo, como El sulfato atómico (1969) o Valor y… ¡al toro! (1970).
Portada de una edición en álbum de El sulfato atómico de Francisco Ibáñez (Ediciones B, 1969). ©Ediciones B y Francisco Ibáñez
También en los setenta apareció el que podemos considerar último gran dibujante infantil de Bruguera: Juan López Fernández, alias Jan. Con un estilo caricaturesco muy personal, Jan mezcló la aventura más pura con un inteligente humor en cómics como Don Talarico o Pulgarcito, pero sin duda su obra más famosa es Superlópez, que inició en 1973 como una parodia muda de Superman pero que pasó después al formato de aventura larga. Los primeros álbumes sofisticaban la propuesta inicial de sátira de los superhéroes con los guiones de Francisco Pérez Navarro, pero tras ellos Jan se hizo cargo también de la escritura y crea grandes clásicos del cómic de humor español, como La caja de Pandora, Los cabecicubos o La gran superproducción. Poco a poco, la libertad creativa que va conquistando le permite tratar temas sociales y políticos, y Superlópez se convierte en el único personaje de Bruguera junto con los de Ibáñez que sobrevive hasta la actualidad.
Al mismo tiempo que esto sucedía, surgía un nuevo fenómeno editorial: las agencias de autores, que funcionaban como intermediarias entre editoriales extranjeras y autores españoles. La más famosa fue la que dirigía Josep Toutain, Selecciones Ilustradas, en activo desde finales de los cincuenta y que en las dos décadas siguientes se convirtió en un gigante para el que trabajaban decenas de autores. Las páginas de los cómics de editoriales como la británica Fleetway y la estadounidense Warren se llenaron de los dibujos de toda una generación de españoles, que entraban así en contacto con un concepto de la historieta muy diferente al que conocían en España, más adulto, y con una factura realista mucho más cuidada. Uno de los mejores ejemplos fue Pura Campos, autora de la popular Esther y su mundo, publicada en revistas inglesas con enorme éxito durante casi dos décadas.
Este fenómeno, sumado a la relativa apertura que significó la transición política, y a que ya iba siendo posible publicar y leer cómics extranjeros en la España del desarrollismo, provocó que en los setenta tuviera lugar lo que se ha dado en llamar el boom del cómic adulto.
El cómic adulto llegaba tarde a España, pero llegaba. La influencia de revistas francesas como Pilote, Metal Hurlant o Fluide Glacial animó el mundo del cómic español. Muchos autores tomarán conciencia de su condición de verdaderos artistas, y asumirán una nueva forma de hacer cómic, más libre, alejada del férreo modelo industrial donde la intención del autor o las cuestiones artísticas no tienen importancia alguna, y el tebeo es un entretenimiento barato producido en cadena. Estos trabajos personales, a menudo realizados al mismo tiempo que se compaginaban con el trabajo de agencia para el extranjero, se empezaron a publicar en revistas como Dossier Negro (1968), Trinca (1970) y posteriormente las versiones españolas de las revistas de la Warren estadounidense. El terror, la ciencia ficción y el erotismo fueron los géneros estrella, al igual que el dibujo de corte realista, incluso con abundante referencia fotográfica, si bien muchos autores se lanzaron a una experimentación gráfica bastante radical para la época.
El pionero de todo este movimiento quizás sea Enric Sió, que ya en 1968 estaba publicando Sorang, un cómic experimental con un uso revolucionario del color. En 1970 comenzó a serializar otra de sus creaciones más célebres, Mara. Posteriormente se marchó a vivir a Italia, pero su trabajo fue publicado y reconocido en las principales revistas europeas.
Esteban Maroto fue otro gran dibujante realista que triunfó en Estados Unidos, y que se especializó en cómics de fantasía. Su obra personal más interesante fue Cinco por infinito. Acabó dedicándose a la ilustración, aunque recientemente ha realizado algunos trabajos de encargo para DC Comics.
Como Maroto, Josep María Beá (Historias de la taberna galáctica) y Alfonso Font (Cuentos de un futuro imperfecto) se habían curtido como autores en Selecciones Ilustradas y sólo a finales de los setenta y comienzos de los ochenta empezaron a publicar sus series más personales en revistas españolas.
Y hemos dejado para el final al autor no sólo más importante de este grupo, sino a uno de los más grandes del cómic español de todos los tiempos: Carlos Giménez. Empezó su carrera profesional en los sesenta con series de géneros juveniles, concretamente un western, Gringo, y un serial de ciencia ficción, Dani Futuro, con guiones de Víctor Mora, al que el lector recordará como creador del Capitán Trueno.
La postura de Giménez con respeto a su profesión era muy adelantada a su época. Reivindicó la devolución de los originales y el respeto a los derechos de autor, lo que le llevó siempre a intentar proyectos propios, a los que pronto dará más importancia que a los meros trabajos de encargo por agencia. Ciertas historias breves, como sus adaptaciones de El miserere de Bécquer o El extraño caso del señor Valdemar de Poe son obra de un autor con conciencia de serlo, y con un afán experimentador inusitado. Su fuerte compromiso político con la democracia lo llevó a realizar una serie para la revista satírica El Papus junto con Ivá, el creador de Makinavaja, el último choriso, en la que ambos denuncian las irregularidades de la transición, la represión policial en las calles, las agresiones de la ultraderecha o las actuaciones de los políticos en el poder. Recopilada muchos años después con el nombre de España una, grande y libre, esta serie supone un documento increíblemente valioso y crítico de la época que la vio nacer, y demuestra el poder del cómic como difusor de ideas.
Viñetas de Paracuellos de Carlos Giménez, aparecido por primera vez en 1975 en Muchas gracias. ©Carlos Giménez
También en las revistas satíricas, en 1975, empezó a seriarse la obra maestra de Giménez: Paracuellos. En ella, adelantándose a la recuperación de la memoria histórica y al cultivo de la autobiografía en el cómic, narra sus vivencias como niño interno en varios colegios del Auxilio Social, donde lidió con el hambre y la represión asfixiante de una educación franquista despiadada. La crudeza con la que Giménez contó esas historias sorprendió tanto en su momento que tras un infructuoso intento de publicación por entregas en revistas españolas la primera edición se hizo en Francia; ningún editor español confió en que algo así pudiera venderse. Las miradas terribles de sus niños, que, sin embargo, nunca dejaron de serlo y de disfrutar de su imaginación, fueron y son una de las imágenes más icónicas del cómic español.
En la misma línea, Carlos Giménez comenzó otra serie en 1977, Barrio, que se convirtió en una continuación oficiosa de Paracuellos, al mostrar a un joven álter ego abandonando el internado y reintegrándose a la vida del Madrid de los años cincuenta. Se trata de una serie costumbrista, fiel retrato de su época, en la que Giménez vuelca sus recuerdos familiares.
Es adelantarse un poco a los acontecimientos, pero vamos a dejar ya constancia aquí de la que está considerada la tercera gran obra de Giménez: Los profesionales. Publicada por entregas a partir de 1982 en la revista Rambla, supone el retrato generacional de un grupo de dibujantes que trabajaron en los cincuenta y sesenta en la Selecciones Ilustradas de Toutain, sus métodos de trabajo, sus anécdotas, su forma de vida… El humor de Giménez dota de una increíble humanidad a sus personajes, y la serie acaba siendo un magnífico testimonio de una época clave de la historia del cómic.