Epílogo - 2 de febrero de 1990 - Port Louis
Era agradable sentir la arena escurrirse entre los dedos de los pies. El mar apenas traía oleaje, se mecía en su brillante letargo, adormecido a aquella hora de la tarde
Stefan cerró el cuaderno y le señaló el horizonte a la niña que jugaba encaramada a sus pies.
-Por ahí vine volando la primera vez, cuando conocí a tu madre. Era más pequeña que tú.
La niña estaba aprendiendo sus primeras palabras.
-Mamá -dijo, y volvió a echarle una palada de arena sobre la pierna, riéndose al ver cómo los granos se le enganchaban en los vellos.
La madre acudió corriendo.
-¡Oh, Stefan! Tienes tanta paciencia. Te voy a librar de este monstruo, apenas de deja descansar.
-Tu niña es un encanto, como lo eras tú, Aline. Me gusta que me hayan dejado tranquilo con ella. Los que me agotáis sois vosotros.
Aline Dalban se rió.
-Igual me la tengo que llevar. Mi madre nos espera a todos para la cena, ¿lo olvidas?
-No, cariño. No lo he olvidado. Por algo no he comido en todo el día esperando los manjares de Coralie.
Karl Friedrichs, cuya enorme panza estaba convirtiéndose en pancita, llegó con varias bolsas.
-De todo lo que tengo que agradecerte en la vida, Stefan, lo mejor siempre será que me hayas traído aquí. ¡Qué isla, qué tesoros!
-Me alegro que estés disfrutando, bribón. Aprovecha. Cuando viajemos a Bombay te encontrarás con realidades menos agradables.
-¡Pamplinas! -repuso el hombretón. Tenía la cara exageradamente embadurnada de crema, lo cual disimulaba un tanto su insolación-. Igual ya son demasiados días de vagancia, de vez en cuando sería bueno que trabajemos. Aunque sea en Bombay. La empresa te podría necesitar y, ahora que la otra aventura se nos está agotando, hay que ocuparse en alguna cosa.
-¿No queda mucho dinero, verdad?
-Ya asignaste todo lo que hay guardado. Sin añadir nada, para los proyectos que elegiste, habrá para un año más o menos.
Stefan suspiró y dejó caer la mirada sobre unos pequeños veleros que volvían de su faena en el mar.
Se sentía somnoliento, pero se distrajo admirando a Agnes arreglarse. Siempre había sido guapa, pero desde que habían aflorado en ella nuevos y desconocidos impulsos, su belleza se había tornado más llamativa. Se sintió afortunado.
-Pensé, que tendría que ir solo a casa de Coralie -dijo.
-Oh Stefan, lo siento. Es que hay tanto que hacer. Estuvimos en Dagotiere con el doctor Gangee. El nuevo dispensario se inunda, y es posible que haya que demolerlo y construir uno nuevo desde los cimientos. Y ni siquiera pude acercarme a ver a Pocopanni. Casi no puede moverse por la gota. Me pidió que pase por su casa. Tendré que hacerlo mañana, quiere explicarme lo del mercado.
Stefan puso semblante de horror.
-¡Dios, he creado un monstruo!
Ella rió animada. Se tumbó junto a él y le acarició el cabello nevado.
-Es posible que el monstruo siempre haya estado en mí. Tú solo lo despertaste.
Stefan le devolvió la caricia, jugó con sus rizos, que la humedad de la isla iba esculpiendo de forma natural.
-¿Eres feliz?
-No sé si feliz es la palabra, Stef. Más se parece a sentirme viva. Eso es. ¡Estoy viva! Es mucho más que la felicidad.
Claude Dalban se había convertido en uno de los empresarios más estimados de la isla. Regentaba una flota de autobuses y furgonetas turísticas, un par de talleres automotrices para marcas europeas, había ensanchado, y sonreía igual que siempre.
-Estoy ansioso por ver a tu madre, Claude.
-Y ella está histérica. Todo el día ha pasado volando en su silla por la casa, nerviosa. Es posible, que se haya olvidado hasta de cocinar por tu visita.
Karl Friedrichs acarició la capota del flamante Roadster BMW Z1.
-Sabes tratarte bien, Claude -confirmó admirado.
Se presentó a la carrera el conserje del hotel para anunciarles una llamada telefónica para Agnes Prinz.
Agnes volvió a apearse del auto con una disculpa y se dirigió de nuevo allobby.
-¿Agnes?
-Zeenat, cariño. Casi no nos encuentras. ¿Va todo bien?
-Sí, Agnes, todo bien. No te voy a entretener mucho, pero creí que era importante…
Diez minutos después salió al exterior, mareada y enajenada.
-¿Te sientes bien, amor? -Stefan había advertido la tenue palidez.
-Sí, Stef. Era Zeenat. Para saludar. Le dije que hablaríamos mañana.
La cena fue de gala, de amor y confraternidad. Coralie había preparado los mejores manjares, engalanado con innumerables detalles los rincones de su casa, desviviéndose desde su silla de ruedas por atender a sus invitados, ayudada por Colette.
Después de la copiosa comida y el ambiente tan festivo, Agnes había tenido que auxiliarse con la brisa fresca de la terraza, mientras Stefan seguía disfrutando con los juegos de los niños de Gabrielle, Isabel y Aline Dalban.
Friedrichs siguió a Agnes con dosAlouda frescos.
-Si no te conociera tan bien, no te preguntaría. Pero la llamada de Zeenat te intranquilizó ¿verdad?
Agnes lo miro agradecida.
-No, Karl. No es intranquilidad lo que siento. Es algo diferente que todavía no sé cómo manejar.
-Nada malo, espero.
Agnes alzó la mirada hacia el cielo estrellado. Buscaba claridad en los fulgores de los astros.
-No Karl, nada malo. Clement Faubré ha estado buscándonos desde hace días. Como no sabía dónde encontrarnos, había llamado a Zeenat.
-¿Y?
Los centelleos del cielo habían contagiado la mirada de ella, que ahora fulgía con idéntico resplandor.
-Por favor, no se lo digas a Stefan, todavía… Aún no… -Tomó aire-. Clement Faubré nos buscaba para compartirnos algo increíble.
Y, tras pausar un poco su agitada respiración, finalmente le confesó los detalles al amigo.
-¡Melchor hacía años que había cambiado el oro de lugar! Con ayuda de Humberto.
Los labios de Karl Friedrichs no llegaron a rozar el vaso por el repentino asombro.
-Pero, eso significa…
-Sí, Karl. ¡Significa que el oro todavía existe! ¡Y Humberto quiere que lo sepamos…!