XI - 24 de agosto de 1989 - Nueva York

 

 

Había amanecido con lluvia. Con el cuerpo reclinado y una manta en el regazo, Agnes miraba enajenada al vacío y su postura apenas la había variado en las últimas horas. Zoze, en cambio, por la excitación, no había podido evitar narrar los acontecimientos que conocía de la vida de Stefan, andando por el amplio salón. Andar le ayudaba a hilvanar los sucesos, estrujar de su memoria los hechos que recordaba haber escuchado.

Si Zoze hizo un alto en su narración, fue por la irrupción de Sandhya, que les llevó dos jarras de café. Le dijo algo en voz muy baja a Zoze, gesto innecesario, porque Agnes se hallaba enfrentándose a su desolación, divagando entre las imágenes del relato y el miedo. Con suavidad, Zoze atrajo la atención de la desorientada mujer.

-Agnes querida, llegó Graham.

-¿Graham?

-Graham Kornizc, el abogado.

La palabra abogado produjo en Agnes una reacción y se estiró casi con violencia.

Graham Kornizc era espigado y descarnado y, al verle, uno siempre se preguntaba, si fue de niño cuando había sobrevivido a Auschwitz o si, por el contrario, acababa de salir de ahí. El abogado, de origen polaco, parecía desarmarse al saludar. Su esqueleto temblaba dentro del holgado traje, su mirada era limpia y directa, y Agnes se sintió un poco reconfortada con su presencia.

El hombre esmirriado reparó en las tazas de café humeante y no pudo más que rogarle a Zoze que se compadeciera de él.

-Esto os va a salir caro de todas maneras, así que una taza de café no engordará mis honorarios. Estoy reventado. Estuve cinco horas sin parar al teléfono y he dormido veinte minutos.

Sandhya apenas tardó con otra taza.

-¿Y? ¿Cómo lo ves? -preguntó Zoze.

El hombre se refugió unos segundos en la apocada mirada de Agnes, sondeando qué palabras escoger. Optó por la sinceridad.

-¡Jodido!

Agnes carraspeó y escrutó aquel rostro famélico.

-Jodido -confirmó el abogado-. Pero tendremos que ir mirando. Ubiqué al señor Llori-Breslar cerca de la una de la mañana y, desde entonces, fueron cinco horas eternas al teléfono.

-Entonces conoces los hechos. ¿Nos ayudarás? -Zoze preguntó, aunque bien sabía la respuesta.

-¿Alguna vez no lo hecho? -Volvió a mirar a Agnes y ella advirtió compasión en su mirada-. De momento, señora Prinz, que me parta un rayo, si a su Stefan no lo tenemos afuera antes del mediodía.

 

 

Las dependencias del primer distrito de laNYPD, la policía de Nueva York, se encontraban en Ericsson Place. El abogado polaco se desenvolvía allí con soltura. Zoze y ella tuvieron que esperar resignados en una minúscula antesala, mientras Kornizc desparecía para sus gestiones. El frenético movimiento en aquella estación y la presencia de hombres de uniforme desalentaban a Agnes y multiplicaban sus recelos. Aun así, agradecía estar ahí, aferrando la mano de Zoze y clavando la vista en el pasillo por el que Graham Kornizc había entrado. El martirio de la espera duró casi una hora.

Cuando el hombre volvió, dio instrucciones a Zoze y éste se marchó.

-¿Saldrá? -preguntó Agnes.

-Sí. Nos llamarán en otra hora. De momento solo podemos esperar.

-¿Entonces, Stefan no ha hecho nada malo? Aún tiemblo desde cuando dijo que la situación estaba jodida.

-No dije que la situación fuese jodida. Dije que yo la veía así. Aún me faltan muchos datos, señora, como a usted.

Agnes no se turbó, porque hacerlo más era imposible.

-Vi al señor Prinz y hablé con él más de media hora.

-¿Cómo está?

Graham Kornizc apretó los labios.

-Yo diría que, para alguien que, dado el caso, podría enfrentarse a quince o diecisiete años en alguna cárcel, a su marido lo vi bastante jovial.

Entonces, Agnes se derrumbó. Aunque en la estación se acostumbraba ver escenas cargadas de tensión, Kornizc prefirió guiarla afuera y que el sereno aire húmedo de agosto le ayudara a reanimarse.

-¡Quince años de cárcel! -musitó Agnes.

-Escúcheme, señora, y yo sé que no es fácil mantener la calma. Stefan la va a necesitar. Yo mismo, hasta no hablar anoche con ese amigo Jonathan, me habría puesto firme y hubiera asegurado que una condena es inevitable, tan solo variarían los años. En realidad, aún lo pienso. Sin embargo, valdrá la pena ayudar al señor Prinz. Aquí no lo van a retener. Más adelante lo tendrá complicado.

Agnes buscó en la mirada limpia del polaco un salvavidas, una esperanza, una respuesta. No las halló.

Zoze volvió con los pasaportes de Stefan y Agnes.

-También pasé por el hotel para recoger el resto de cosas. Todo está ahora en casa.

A las diez de la mañana, un agente le indicó a Kornizc que lo siguieran. Zoze se quedó esperando afuera. En el cubículo que hacía de oficina había cuatro hombres. Uno de ellos era Stefan, sentado frente a un escritorio. Agnes no pudo refrenar un instintivo grito y lanzarse a sus brazos. Los otros, incómodos, respetaron en silencio el abrazo y el desahogo de la mujer.

-Hola, pequeña -susurró Stefan, con una sonrisa cansada. Se lo veía bien, y nada en su postura hacía ver que hubiese pasado por malos momentos.

El hombre detrás del escritorio se levantó galante y se presentó.

-Señora Prinz, soy el capitán Michael Brendan.

Su caballeroso gesto al indicarle que se sentara en su silla, relajó a Agnes, pero ella declinó, para quedarse a las espaldas de Stefan con las manos agarrotadas sobre sus hombros.

Brendan presentó a los otros dos.

-Este caballero es el señor Enrique Moreira y es vicecónsul de Ecuador en Nueva York. Lo acompaña el señor Anthony Escobar, asesor legal del consulado.

Agnes se percató de que Graham Kornizc ya parecía conocerlos. El polaco se mantuvo en la puerta, sin hablar. El vicecónsul desencajaba con la cordialidad del ambiente y su gesto de saludo puso por evidente su contrariedad. Era bajo y entrado en kilos, algo joven, quizás, para el ilustre cargo. El otro, Escobar, parecía sin embargo dominar al joven diplomático con la mirada, atajándole con señas cualquier intento de hablar.

-Señora Prinz, han sido horas intensas y bien puedo imaginar que usted y su esposo querrán irse a descansar. El señor Prinz me pidió que no nos detuviésemos aquí con largas explicaciones y estoy de acuerdo con él. Eso es más bien dentro del ámbito de su intimidad y, de momento, no hay razón para que el señor Prinz quede detenido.

Quiso proseguir, pero el vicecónsul lo interrumpió.

-Prinz, no le quepa duda alguna de que moveremos todos los recursos diplomáticos a nuestro alcance para cogerlo.

El capitán Brendan se molestó con la interrupción.

-Señor vicecónsul, no quiero faltarle al respeto, pero lleva usted repitiendo esa amenaza al menos diez veces desde que llegó hace dos horas. Imagino perfectamente, que usted y sus autoridades saben lo que deben hacer. Usted sabe que no puedo retener al señor Prinz por más tiempo. Ruego respete la presencia de la señora Prinz y refrene sus arrebatos, al menos aquí, en mi despacho.

De nuevo la mirada del abogado Escobar cortó las intenciones del diplomático a protestar.

Pero fue Stefan quien habló y en su voz hubo una fingida cordialidad.

-Señor vicecónsul, soy consciente de que no me quedará otra opción que atender los requerimientos de su país -Su postura gallarda y la firmeza en la voz no dejaban lugar a dudas. Stefan estaba tranquilo.

El capitán Brendan continuó.

-Señor Prinz, como ya le comenté, su pasaporte quedará de momento en custodia. Señor Kornizc, usted conoce los procedimientos, sabrá manejarse, no tengo dudas. El de la señora, por supuesto, se le devolverá.

Dicho esto, se incorporó e hizo el gesto de despedirlos. El joven vicecónsul salió aireado, blasfemando en murmullos en español, algo que solo Stefan y Escobar entendieron. Agnes no soltó la mano de Stefan. Ya en la puerta, la voz de Brendan los detuvo.

-Señor Prinz. Únicamente por curiosidad, y por favor no me lo tome a mal. ¿Todo lo que nos ha contado es cierto? Digo, suena un poco increíble su historia.

Stefan volteó desde el umbral de la puerta y aferró de los hombros a su mujer.

-Lamentablemente sí, capitán. Todo es absolutamente cierto.

 

 

Zoze había esperado en su Ford Falcon y saludó a Stefan con un expresivo abrazo. El camino a casa lo hicieron en silencio, quizás para no tentar a la suerte y que, en un despiste, la policía los hiciere regresar. Agnes, aunque feliz, seguía aturdida por el temple de su marido, con un arsenal de preguntas que necesitaba soltar, aunque sabía que aún no era el momento para esto.

-Luego -le había rogado Stefan con una sonrisa.

Si el ánimo de Stefan no había decaído, el cansancio físico sí se hizo presente, y la reconfortante ducha en casa de Zoze fue el detonador para al fin vencer su orgullo y volverse más frágil y humano. Se rindió de inmediato al sueño. Si Agnes necesitaba hablar, que lo necesitaba, no pudo más que resignarse y dejarlo dormir.

Graham Kornizc y Zoze Brandao se habían encerrado por media hora en el despacho del de Goa y, para cuando Agnes los buscó, ya Graham se despedía, asegurando volver en la noche.

La sobrina, Sandhya, y su esposo, Manjit, se fueron al restaurante y Zoze se puso a preparar el almuerzo. Agnes aceptó una taza de témasala y acompañó al hombre, sentada en una butaca de la cocina.

-Creo conocer a Stefan y preferirá ser él quien te cuente el resto -dijo el amigo.

Agnes protestó.

-Pero, Jo. Todos parecen saber y yo, aquí, mortificándome.

-Lo entiendo, dulce Agnes, lo entiendo. Pero es complicado y, por favor, créeme cuando te digo que ni yo mismo conozco todos los detalles. Pero quizás pueda seguirte contando qué fue de Stefan, cuando dejó Cádiz.

La mujer hizo un esfuerzo por traer a su memoria lo que Zoze le había contado durante la noche.

-Después de aquel día de su confesión al padre Gabriel, Stefan, en vez de sentir alivio, empezó de nuevo a enfrentarse a sus mortificaciones. Tu marido debía tomar una decisión, aunque para eso, aún tardó un tiempo, quizás esperando que madurase su valentía…

Cuando los caminos convergen
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