I - 14 de agosto de 1989 - Miami
-Te miró -dijo ella.
Stefan sonrió, pero continuó concentrado en lo que ocurría al otro lado de la ventanilla.
-¡Te miró! -insistió, fingiendo irritación.
-¡Agnes, casi parezco su abuelo! -protestó él, sin apartar la vista del plástico rayado.
-Naturalmente pareces su abuelo, pero a esa niña ya se le escaparon varias miradas. Las mujeres entendemos de eso.
Él la tomó de la mano.
Siempre hay mil soles en el reverso de las nubes.
El proverbio indio le vino a la mente como un presagio, su proverbio, aquel que había hecho suyo a lo largo de la vida. La luz que aparecería pronto en el reverso de las nubes siempre le había parecido pretenciosa. En unos instantes, la densidad blanca y lechosa se rendiría a la luz.
Agnes se inclinó hacia él y lo asió del brazo en el momento que abandonaron aquel colchón de nubes y la claridad apareció.
A sus cincuenta y cuatro años, Stefan Prinz aún podía sentir la dulce vanidad de un atractivo estimable. Su fino y escaso cabello albo y la barba escarmenada le hacían de ornamentos sugestivos a su piel curtida y bronceada. Era de facciones rectas, cejas pobladas y mirada limpia. Los pliegues en el rostro revelaban experiencia, y una pequeña cicatriz en el pómulo derecho apenas le endurecía el semblante sereno.
La señal luminosa sobre los asientos se apagó. La joven azafata de las miradas inició con sus tareas y Agnes la observó con picardía.
-La verdad es que tiene buen gusto la muchacha -dijo sonriente.
Agnes tenía la firme intención de disfrutar aquel viaje. Se sentía extasiada por lo que Stefan había prometido mostrarle. Necesito que veas algo, le había anunciado. Poco más, y sus palabras habían sonado desazonadas, con señales de gravedad. En un inicio, su manera de hablarle la había incomodado, pero Stefan había sabido apaciguarla. De cualquier manera, Agnes había aprendido a confiar en él y viajaba esperanzada. Stefan se relajó mientras sentía las caricias de los rayos del sol sobre la cara. Observó el trajín de las tripulantes de cabina preparando detrás de la cortina entreabierta el carro de las bebidas.
-La verdad es que la muchacha no está nada mal -susurró lo suficientemente alto para que Agnes le oyera y se aguantó valiente el pellizco que se ganó con ello.
Cuando desembarcaron no hacía calor. Había muy pocas nubes en el cielo, que lucía de azul zafiro, y el frescor era agradable. Siguieron a los otros pasajeros y avanzaron con su equipaje de mano los casi cien metros desde el avión hasta el edificio principal del terminal. Stefan advirtió que Agnes respiraba con dificultad y se ofreció a llevarle el bolso. La antesala de migración del aeropuerto internacional Mariscal Sucre de la ciudad de Quito era lóbrega y reducida. Los noventa pasajeros enfilaron hacia los dos únicos puestos de control de pasaportes, para disgusto de unos cuantos impacientes. Avanzaron con lentitud y Agnes sintió agobiarse. Stefan, por el contrario, se relajó distraído, observando jocoso el mutismo con el que los policías revisaban la documentación de cada viajero, como si fuese la primera vez que veían unas credenciales. Después del control, en la banda de equipajes, los rostros de los pasajeros parecían más aliviados. Stefan y Agnes tuvieron suerte al pasar por el control aduanero sin que nadie se interesara por ellos. En la salida, hombres y niños ofrecieron con molesta obstinación llevarles las maletas y Agnes admiró la elegante firmeza de su marido, rechazándolos en español.
Tomaron un taxi de olor mohoso y por la avenida Amazonas se dirigieron hacia el sur, al Hotel Colón Internacional.
Agnes sentía fatiga.
-No estoy bien, Stef. Ha sido un viaje largo. Siento como si la cabeza me fuera a estallar.
Stefan la atrajo hacia sí con un gesto amoroso.
-Se te pasará -le susurró-. Es el efecto de la altura. Estamos a dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar.
El taxi recorrió la avenida, una de las arterias principales de la ciudad. Cruzaron la avenida Colón y la calzada se estrechó, ampliándose la acera peatonal. A ambos lados de la vía se alzaban modernos edificios de arquitectura lineal y mundana, de cristales oscuros y hormigón pesado. Entre ellos se apostaban casas de estilo colonial, otras de construcción austera y ruinosa, casi todas ocupadas por tiendas y almacenes, bares o cafeterías. Las personas transitaban a ritmo desigual. Se adivinaba que muchos iban o venían de sus lugares de trabajo a paso urgido, otros, la mayoría turistas, sugerían no tener rumbo, indiferentes al ajetreo de la calle. Hippies tarambanas ofertaban baratijas sobre mantas; una docena de muchachos betuneros esperaban a que les cayera otro par de zapatos para lustrar, y unos pocos indígenas clamaban por la atención de los transeúntes desplegando sus artesanías. Varios estudiantes de uniforme se entretenían piropeando a las gringas que paseaban en shorts y, de esquina en esquina, algunos hombres con calculadoras en la mano ofrecían al disimulo cambiar dólares americanos. Desde alguna parte sobresalía en el ruido la melodía melancólica de un rondador desafinado.
Llegaron al hotel cerca de las cuatro. El edificio se alzaba en la esquina con la avenida Patria. Agnes, complacida, reparó en las estrellas junto al nombre. El interior era luminoso, sofisticado y la recepción ostentaba un aire digno, en tonos pasteles. Con un animoso Willkommen, un recepcionista de imponente mostacho le entregó la llave a un botones de edad avanzada y les deseó una feliz estancia.
Agnes se dejó caer sobre la cama.
-Este viaje me va a gustar -exhaló feliz, a pesar del dolor de cabeza. Stefan tomó una chocolatina de una fuente de cristal y descorrió las persianas. Abajo fluía el denso tráfico, desentonando con el fresco verdor del parque El Ejido.
-Ya no estoy tan cansada -musitó Agnes, casi al tiempo de quedarse dormida. Stefan la cubrió con la sobrecama y bajó a la calle.
Se informó en la recepción y caminó las tres cuadras hasta llegar a la agencia de viajes que no conocía. Una agencia nueva cada vez.
-Un pasaje aéreo a Guayaquil, ida y vuelta, pasado mañana, 16 de agosto -repitió la empleada.
Stefan pagó en efectivo y volvió a salir. Avanzó otras dos calles y llegó a una agencia en la que reservó un Chevrolet Trooper para cuatro días. Contrató la tarifa de kilometraje ilimitado y pidió que se lo llevaran al hotel por la mañana. Compró dos excursiones con guía al monumento de la “Mitad del Mundo” para el mismo día dieciséis y se apresuró en volver al hotel. Eran casi las cinco y media cuando se recostó junto a Agnes e intentó dormir. A pesar del agotamiento, no le resultó fácil; el sabor del engaño se negaba a desaparecer.
Agnes lo despertó a las ocho. Vestía su traje blanco Chanel y era imposible concluir que llevaba a sus espaldas un viaje de veinte horas. Radiante, su rostro reflejaba diez años menos que antes de acostarse. A Stefan le extasiaban sus largos cabellos rubios cuando los llevaba sueltos. Aún había pocas canas en ellos, como había pocas arrugas en su tersa piel. A sus cincuenta y un años, Agnes era sensual y elegante, de cuerpo pulido y una bella madurez que sabía explotar.
Stefan tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse.
-Supongo que me llevarás a cenar -señaló ella, regalándole un cálido beso. El dulzor de su fragancia Lauren excitó a Stefan.
-Supongo -contestó él perezoso, distraído…
Deambularon por la calle tomados de la mano y advirtieron que había menos gente. Los pocos que aún paseaban eran parejas como ellos y turistas.
Una niña de no más de seis años se les acercó, ofreciéndoles unas rosas envueltas en celofán. Agnes sintió un primer impulso de apartarse; la niña india, descalza, tenía el rostro sucio de moco seco y miraba a Stefan con grandes ojos suplicantes. Pero él no se detuvo y fingió no verla. La niña los siguió a lo largo de una cuadra, mendigando con voz quebrada por un poco de atención. Finalmente, se apartó y lo intentó con la siguiente pareja. Agnes la siguió con la mirada.
-Es aún tan pequeña -susurró-. ¿La viste?
-La vi.
-Quizás debimos haberle comprado alguna flor.
Stefan se detuvo.
-Te irás acostumbrando -dijo-. Te aseguro, que a esa niña la espera su padre en algún callejón para quedarse con el dinero y gastarlo en aguardiente.
-No creo que llegue a acostumbrarme -repuso Agnes-. Esa niña aún es muy tierna.
-Es una desgracia, pero por muchas rosas que le compres, difícilmente cambiará su situación.
Estas últimas palabras de Stefan a ella le sonaron ásperas y él se percató de ello.
-Si al regreso aún está ahí, le compraré una flor -dijo conciliador. Agnes no se serenó, pero se lo agradeció.
Doscientos metros calle abajo, encontraron un restaurante italiano. El ambiente con luz de velas era seductor. Olía a orégano dulce y pan horneado. Se acomodaron en una mesa y ella se rindió al hechizo de las atenciones de Stefan.
-He alquilado un coche desde mañana. Será más cómodo pasear con él. Pienso que recorreremos la ciudad y pasado mañana haremos una excursión a la Mitad del Mundo.
-¿Mitad del Mundo? -inquirió Agnes.
-A pocos kilómetros, al norte, cruza la línea ecuatorial -explicó él-. Ahí se divide la tierra en el hemisferio norte y el hemisferio sur y, según parece, existe un monumento con un museo que valdrá la pena ver.
Agnes degustó el vino, algo avergonzada por su ignorancia.
-Lo que tengas pensado estará bien, Stef.
-También iremos hacia el norte, a visitar el mercado indígena de Otavalo -añadió él.
Les sirvieron pasta y comieron con apetito.
-No me has dicho aún, por qué hemos venido a Ecuador -comentó Agnes.
Stefan dudó, buscando una respuesta evasiva.
-Todo a su tiempo, amor. Es un gran país y deseo que disfrutes de este viaje diferente.
Agnes asintió, incómoda. Por alguna razón había imaginado que Stefan se sinceraría.
-Es curioso, pero al pensar en Latinoamérica, lo primero que me viene a la mente es Brasil o Argentina, también el Caribe y México. ¿Tú habías venido a Ecuador, verdad Stef?
-¿Para qué quieres el Caribe, si vivías nueve meses del año junto al mar? -Stefan falseó la sonrisa, deseando que ella se distrajese con la ironía. Forzada, Agnes asintió, y a Stefan no le quedó más remedio que intentar complacerla con una respuesta.
-Vine hace un tiempo. Fueron estadías cortas, pero a raíz de mis primeras impresiones, continué interesándome por este país. Y como he estado continuamente viajando en estos años, simplemente no hubo oportunidad de venir de nuevo. Por eso quise hacerlo ahora. ¡Contigo!
Ella lo miró y avisaba con la mirada que las dudas persistían.
-No lo habías mencionado -concluyó al fin, con serenidad aprendida, refugiándose en su intuición de no ahondar, por mucho que le pesara.
Después de cenar, caminaron de regreso hacia el hotel. Ya no hablaron. Cada uno se mantuvo inmerso en sus reflexiones. Agnes resolvió conformarse con el bienestar de saberse junto a él. Stefan, en cambio, pensó en la muchacha de la agencia de viajes y los horarios de ida a Guayaquil. Pensó en Agnes y en lo mucho que detestaba sostener el engaño.
Y, a diferencia de ella, pensó en la niña de las rosas.