Para el padre de Jonathan, el que su hijo naciera en 1958 significaría para siempre un buen presagio. Solía decir que, en el cincuenta y ocho, habían ocurrido grandes cosas. Al igual que millones de personas, celebró el primer campeonato mundial de fútbol conquistado por Brasil y con su jovencísima estrella Pelé iniciando su camino hacia la leyenda. En Cuba, la revolución castrista llegaba a su clímax con su segundo año de lucha, y una generación joven y rebelde idolatraba al carismático Elvis Presley, bailando como nunca antes ninguna generación se había atrevido a bailar. Aquel año, a juicio de Carlos Llori, era representativo de todo lo que él consideraba importante en la vida.
Carlos, peruano, orgulloso y bien parecido, tuvo a comienzos de 1955 la intención de abrirse caminos propios y decidió para ello intentarlo en la emergente Alemania de la posguerra. Alentado por las nuevas políticas de inmigración alemanas, estimó que podía labrarse un futuro en aquella prometedora nación. Soportó por unos pocos meses los fríos del norte, buscando fortuna en Hamburgo y, sin encontrarla, se instaló en el otro extremo del país, en la sureña ciudad de Múnich, una urbe que consideró más a su medida. Nunca dio demasiadas explicaciones sobre su abandono repentino de la patria andina. Lo había impulsado una mezcla de afán de aventura en una Europa rica pero herida y el deseo de huir de la telaraña burguesa de su Lima natal. Llori era apellido de sociedad, de tradición y respetabilidad y Carlos, bohemio y rebelde, estaba ávido de aires menos sofisticados y oligarcas. Alemania estaba lo suficientemente lejos del seno familiar como para ello, si bien se aprovechaba para vivir del auspicio financiero de su irritado padre.
Sabine Breslar encajó como anillo al dedo en su vida y vivieron un intenso enamoramiento. Sabine lo sedujo con su estirada y rubia sensualidad nórdica, y ella se enamoró de su despreocupada lozanía latina. Sabine tenía un empleo de bibliotecaria en la escuela St. Thomas, mientras Carlos, haciendo poco y menos, derrochaba lentamente el generoso subsidio paterno. Y es que don Heriberto Llori, en sufrida sabiduría entendía que lo único que haría regresar a su descarrilado hijo hacia las obligaciones familiares sería acostumbrarlo a depender del dinero. Carlos se creía más listo y no ignoraba los razonamientos del padre, pero juzgó su dependencia económica como justa y solo temporal.
El joven peruano se tomaba la vida con ligereza, visitaba las tabernas cerveceras alemanas y se le conocía por generoso y buen vividor. Sabine amaba a su despreocupado compañero y administraba con destreza el pequeño hogar que habían formado. En ocasiones le preocupaban los excesos alegres de Carlos pero, sin duda, era feliz. Su apartamento era pequeño, un ático en la tercera planta, de paredes y ventanales reclinados, que cuando llovía tronaban con estruendo. Tenían una estufa de carbón y dos sillas mecedoras de madera noble, y allí se dejaban llevar por ensoñadoras conversaciones, imaginándose juntos un futuro prometedor.
Mantenían amistades con otros latinos que, al igual que Carlos, habían llegado a Alemania buscando porvenir y golpes de fortuna que algún día los llevaran de vuelta a las patrias. Con Leo, un panameño risueño y desalmado en el juego, Carlos jugaba partidas de ajedrez, mientras la compañera de Leo, Renate, se consolaba con Sabine por lo penoso que estaba resultando su primer embarazo. Leo era un socialista apasionado y emanaba la bondad propia de las personas gruesas. Sabía mucho de todo, y Carlos no siempre pudo seguirle en sus maquinaciones filosóficas. Carecía de toda pedantería y sus únicas rabietas las lanzaba en el juego, donde por nada le gustaba perder, rabietas que pronto se extinguían para emerger de nuevo su carácter bonachón.
Leo intentó introducir a Carlos en la poesía. Escribía versos y extrañas metáforas que solo él entendía, aunque Carlos leía todos los libros y cuadernos que su amigo panameño le prestaba con resignada paciencia. Carlos y Leo se habían conocido en la escuela nocturna para aprender el idioma alemán, aunque Carlos aprendía más rápido con Sabine y en las tabernas.
Poco antes de navidad, Carlos obtuvo su primer empleo. Sabine le había recomendado en St. Thomas a Ludwig Kleineberg, el conserje, y este abogó por un ayudante ante la dirección de la escuela. La ayuda de Carlos le convenía. El peruano se esforzó en sus labores y se hizo apreciar rápidamente por su veterano jefe. Más y más, éste le fue encomendando tareas de mayor responsabilidad, lo enviaba a encargos, y le permitía utilizar el viejo Volkswagen negro de la escuela. Ocasionalmente, jefe y aprendiz bebían juntos algunas cervezas en la Kneipe, la taberna, y Carlos le hablaba con falsa nostalgia de su tierra y sus costumbres, relatos que el viejo Ludwig absorbía con cándida fascinación. A Sabine le llegaban comentarios aprobadores sobre Carlos, que le hacían sentir el orgullo de las enamoradas.
Con su tercer salario, Carlos pudo comprar un coche propio, otro Volkswagen, de un verde espantoso y con latas chirriantes. Se sintieron dichosos con aquella inversión.
Poco a poco, fue aumentando su sentido de responsabilidad y se le fueron apaciguando las ganas de juerga. Se sentía a gusto en el país y, sin duda, hubiesen permanecido allí por mucho más tiempo, si no se le hubiese presentado un inesperado tropiezo con la perversidad humana.
No faltaban aquellos, para los que Carlos no era más que el extranjero aprovechado y hostil que, de alguna manera, representaba una amenaza. Carlos evitaba a aquellos de los que percibía rechazo, pero el más obvio en sus sentimientos e intenciones fue Karsten Schirmer, el instructor de gimnasia y física de la escuela, y con quien Carlos tenía que encontrarse inevitablemente a diario.
Cruzando por el campo de hierba para buscar el Volkswagen, había tenido que soportar en ocasiones las risas hirientes de algunos estudiantes que se recreaban, en ingenua solidaridad, con las bromas mal intencionadas de Schirmer. Entonces se había sentido humillado y había necesitado de una férrea voluntad para sobreponerse y mantenerse apartado. Nunca había sido agresivo. Sabine intentaba consolarlo y, con sus palabras, había podido evitar durante un tiempo que en Carlos se fraguara algún tipo de resignación o resentimiento.
Sin embargo, un jueves, volviendo de comprar encargos de Kleineberg, vio a la distancia a cuatro adolescentes, entreteniéndose en desmontar las ruedas delanteras de su escarabajo verde. Hirviéndole la sangre de inmediato, llegó a ellos corriendo, tomó enfurecido a uno por el cuello y lo tumbó de espaldas, golpeándose éste la cabeza contra el negro asfalto. La repentina agresión causó el estupor de los muchachos. Aún con furia, apartó a los otros tres a empujones, blasfemando insultos en español. Ninguno de los chicos supo reaccionar contra el agresor. Lo que, segundos después, despertó el letargo de los muchachos fueron los lastimeros gemidos del primer caído. Se sostenía la cabeza, sentado en el pavimento, y entre los dedos se escurría un generoso hilo de sangre.
-¡Scheisskerl! -le gritó uno de los chicos a todo pulmón, mientras acudía en auxilio del caído.
-¡Scheisskerl, casi lo matas!
Carlos sentía como su rabia iba transformándose en una horrible desolación. Apenas logró balbucear palabras inconexas.
-¡Pero…, mi coche!
-A la mierda tu coche y a la mierda contigo -se envalentonó otro de ellos.
Fue entonces cuando apareció Karsten Schirmer. De una mirada cargada de sarcasmo evaluó lo acontecido e hizo evidente todo su desprecio.
-Querían robar las ruedas -tartamudeó Carlos, buscando con la mirada alrededor algún rostro amigable, pero no había nadie.
-Era solo una broma, du Idiot. Íbamos a esconder las ruedas en la caseta de herramientas. Las hubieras encontrado -gritó uno de los que aún no habían reaccionado.
El herido recobró el habla.
-¡Te denunciaré por esto!
Carlos se enfrentó al odio inclemente en la mirada de Schirmer.
-Tienes un problema, amigo. ¡Es mi obligación informar de esto a Herr Direktor!
La repentina comprensión de la escasa justicia que cabía esperar en todo aquel embrollo, hizo que en Carlos se sublevara otra furiosa tentación, solo que, ahora, mucha más consciente e intencionada. Le hirvió la sangre con una rabia nueva, quijotesca, que desencadenó en una serie de hoscos movimientos desesperados y que culminaron con un certero puñetazo en pleno rostro embobado de Karsten Schirmer. Fue del todo inesperado, sobre todo para el ahora petrificado profesor quien, sentado junto al otro herido, no lograba articular palabra. Carlos, excitado, se acercó tanto a su víctima como pudo, hasta poder olerle el pútrido aliento a sangre y, distinguiendo el miedo en los ojos del alemán, apenas susurrando, lo mandó al diablo:
-¡Karsten Schirmer, vete al infierno!
En la noche habló con Leo. Conforme más meditaba sobre su desenfreno, más vértigo sentía ante lo que iba a pasar. El director lo había citado para la mañana siguiente.
-El director me parece un hombre justo -se escuchó decir Carlos con escaso convencimiento.
-Puede que lo sea -le contestó Leo-, pero deberá sopesar la presión que ejercerá sobre él el entorno y lo que arriesgaría por pronunciarse a tu favor. No, Carlitos, no creo que llegue a tanto su justicia.
Hablar con Sabine tampoco le reconfortó. Ella había sido testigo del ambiento enrarecido que se vivió en la sala de maestros durante las pausas. Su presencia había incomodado a algunos, porque no se hablaba de otra cosa más que de la tajante agresividad del peruano.
Carlos tenía ganas de gritar. Gritar y hacerle saber a todo el mundo quién era él en realidad, Carlos Llori, hijo de don Heriberto Llori y que, ¡maldita sea…, se merecía un respeto por ello!
No se presentó ante Herr Direktor. Por muchos días se quedó encerrado en el apartamento, carente de ánimos, intentando en lo posible ignorar hasta su propia existencia.
Sabine cumplió hasta el final del curso, sobrellevando de manera estoica la palpable falta de solidaridad, entregó su carta de dimisión con la debida antelación y supo armarse de valor para así cerrar un capítulo de su vida e iniciar un camino nuevo junto a su compañero.
Este camino se abrió antes de lo esperado. Don Heriberto Llori dejó de enviar las transferencias mensuales a su hijo. Sin el dinero ni trabajo estable, aguantaron unos pocos meses, pero a finales de octubre de 1956, Carlos Llori y Sabine Breslar se fueron a vivir a Lima. Había otra razón poderosa para ello. Sabine había quedado embarazada.
Poco después de llegar a Lima, se casaron. Con el orgullo herido, pero con humildad, Carlos accedió a una boda grande y lujosa, lo pertinente para un miembro de la familia de los Llori. Aseguró a sus padres que únicamente accedía a ello por amor a Sabine, y éstos, tranquilos ya de tenerlo de vuelta en casa, no tomaron demasiado en serio sus habladurías. La luna de miel fue larga, tres semanas en Punta Hermosa, con sol y playa, y sin más distracciones que el poder amarse, hablar mucho y rearmarse como pareja, con la melancolía de haber tenido que abandonar Alemania por una circunstancia injusta.
Carlos adoró el embarazo de Sabine. Lo vivió expectante como un chiquillo, y gozaba ilusionado con cada leve movimiento del niño invisible. Empezó a trabajar con su padre. La venta de autos Chevrolet y las primeras importaciones de electrodomésticos americanos eran un próspero negocio que había iniciado don Heriberto años antes. Si bien en aquellos tiempos eran pocos los peruanos que podían permitirse tales artículos de lujo, los precios de importación eran favorables, y una cierta clase social adinerada respaldaba con creces el éxito de tales negocios. Don Heriberto había podido abrir cinco tiendas en Lima.
Carlos se había dejado instruir en los pormenores de la empresa, poco hábil para los asuntos contables, pero absolvió la fase de aprendizaje con subordinación, de tal manera que tres meses más tarde su padre le confió la administración de la tienda en la Avenida Larco, en Miraflores. Sabine sabía lo lejos que estaba su marido de ser feliz.
En abril de 1957 nació Elisa. Todo el mundo había esperado que el primer hijo de Carlos Llori y Sabine Breslar fuese varón. El abuelo no ocultó su desdicha, interpretando el hecho como otra muestra visible de que su hijo era un bueno para nada. La pareja en cambio, tras el eterno embarazo y un año de convulsos cambios en sus vidas, descubrió con la llegada de la pequeña Elisa una felicidad renovada. Se volvió a equilibrar la balanza de la armonía, apaciguando las otras insatisfacciones de Carlos, porqué había descubierto una nueva y poderosa razón de existir: la paternidad.
Comprendieron, por el bien de todos, que a la larga no era conveniente continuar viviendo en la inmensa mansión de los Llori y decidieron buscar una vivienda propia. El banco concedió el crédito y don Heriberto avaló la deuda. El apartamento era hermoso, algo por encima de sus reales posibilidades, pero vivir en la Avenida Camino Real, en San Isidro, tenía su precio y fue un lujo, al que sucumbieron con placer.
La mañana que Jonathan nació, el 4 de septiembre de 1958, Sabine hubiese jurado que el color del cielo pintaba un azul mucho más intenso que el habitual y que su luminosidad revestía con intención el nacimiento del niño, quizás en premio por tan fatigosa y sufrida noche.
El nacimiento de Jonathan se adelantó en casi dos semanas. De madrugada, las contracciones habían sorprendido a Sabine dormida y con Carlos ausente, viajando. En un esfuerzo de autocontrol, Sabine intentó comprender los movimientos extraños en su interior, para convencerse de que no tenía motivos para preocuparse. Pero se preocupó y se estremeció sabiéndose sola, tomó a la pequeña Elisa y optó por bajar al apartamento de la anciana vecina, doña Alba.
Sobresaltada por la hora, le abrió la empleada, Mercedes, en el exacto momento en que Sabine rompió aguas, sobre el felpudo de la entrada, y si la pequeña Elisa no se le cayó de los brazos, fue por la pericia de la mujer india que la rescató. La frágil y pequeña Alba Beatriz Vargas apareció desde su alcoba. Tenía ochenta y seis años la mujer, pero su decadencia física no había mermado su porte aristocrático y su mente lúcida. Acomodaron a Sabine en un sillón, y Michita se ocupó de tranquilizar a Elisa, que lloraba desconsolada, llevándosela al salón.
-Niña, no estés asustada -dijo la anciana, acariciándole a Sabine el cabello. A manera de perlas se le había dibujado el sudor en la frente y la muchacha agradeció infinitamente la calma y protección que le ofrecía doña Alba.
-¿Está bien que Michita te mire? -preguntó la anciana con ternura.
La idea incomodó a Sabine. Las tragedias nunca llegaban solas, y Michita volvió al cabo de un rato anunciando que el teléfono no funcionaba.
-Deja que Mercedes te mire -repitió doña Alba-. Es del campo y ha parido a tres hijos. Sabremos el tiempo que nos queda y qué hacer.
Sabine accedió y la instalaron en la habitación de invitados. Con suavidad, Mercedes la examinó y apenas sintió el roce de las toscas manos de la mujer. La india murmuró unas palabras que ni Sabine ni la anciana entendieron, volvió a mirar, y solo dijo:
-No queda tiempo -casi en momento de aparecer el primer sacudón, lo que acrecentó aún más el desánimo de la alemana. Empezó a maldecir la ausencia de Carlos.
A las cinco y media de la mañana, el niño empezó a trabajar en su salida. A Sabine le vinieron las contracciones con saña, sintió los desgarros y el aire casi no le llegaba a los pulmones. Fue en ese momento, que tomó conciencia de que pariría ahí mismo, sin la asistencia necesaria y en manos de una india, que sin duda desconocería las técnicas necesarias.
Doña Alba trajo toallas. La anciana se sentó en la cabecera de la cama y tomó a Sabine de la mano. Mercedes continuaba susurrando plegarias incomprensibles.
-¿Qué dices? -preguntó Sabine entre jadeos.
-Rezo, señora, rezo para que el niño salga bien.
-¿Cómo sabes que es niño? -se quejó fastidiada.
-Es varón, mi señora. Por la forma de su barriga y por cómo está trabajando.
Sabine recordó, que el embarazo no había cumplido su ciclo de cuarenta semanas. Aquel cálculo se le antojó terrible, intentó incorporarse, pero la llegada de otro sacudón se lo impidió.
-Está dilatando bien, señora Albita -La india adivinaba la angustia de la anciana y procuró mostrarse confiada.
Afuera empezaba a amanecer, cuando a Sabine se le desgarró cada palmo de vida consciente en el cuerpo. Se le nubló el pensamiento y ya tan solo le quedaba rendirse a los espantosos dolores. El pánico alimentó su energía y empujó valiente, mientras la india le jadeaba gritos de coraje y doña Alba suplicaba a la virgen. Mercedes, de rodillas entre las piernas, exclamó:
-¡Viene! -y con destreza ayudó al niño en el giro, aferrándolo primero de la cabeza y luego del resbaladizo cuerpo. Cuando el cuerpo estuvo afuera, un éxtasis incoherente estalló en Sabine y un último escalofrío testimonió el final del parto. El agudo llanto del crío sonó sublime.
La india seccionó el cordón y sonrió satisfecha.
-Es pequeño, pero está fuerte.
-Sabine sintió al niño por primera vez sobre el pecho, y toda penuria quedó olvidada, mientras los primeros rayos del sol, a través de la cortina, bañaban su cansado rostro.
Cuando Carlos llegó al mediodía, tardó su tiempo en apaciguar sus reproches y sentimientos de culpa, lívido de vergüenza por no haber estado, desconsolado y abrumado.
Los primeros diez años de la vida de Jonathan transcurrieron serenos, en una plácida existencia sin contratiempos. Carlos se acomodó en su vida ordenada, cumplió con lo que esperaban de él, que no era poco, y Sabine regentaba con devoción el hogar y la vida social ineludible en Lima. Elisa y Jonathan crecieron sanos y rebosados de cariño, y todo parecía bienestar, si no hubiera sido por la circunstancia de que Carlos Llori, en todo ese tiempo, seguía estando muy lejos de ser completamente feliz.
Según las memorias de Jonathan, el cambio inició cuando los oyó un día discutir.
La lluvia golpeaba incansable y ruidosa contra la ventana de la habitación, pero las voces sobresalían pese al ruido. Su madre lloraba y Jonathan odiaba oírla llorar. Llevaban así desde la tarde, aunque, en realidad, las discusiones habían comenzado una semana antes, desde que Carlos les había contado lo de la casa del excéntrico tío Sebastián.
El tío había aparecido en sus vidas unos años antes, en un festejo de cumpleaños del abuelo Heriberto. Era mayor que el abuelo y diferente a los demás Llori. A Jonathan y a Elisa les había caído bien con sus bromeos y sacadas de quicio al hermano. El abuelo Heriberto había tolerado la visita por tratarse de su único hermano vivo y con la leve esperanza de que los años hubiesen concedido a Sebastián un talante más formal, que hubiese madurado y abandonado sus rarezas. Pero el equívoco había quedado manifiesto nada más vieron llegar el extravagante hermano. Los había despistado el hecho de llegar desde Miami en primera clase y, para Carlos y Jonathan, cuando fueron a recibirlo, la sorpresa fue mayor al verlo presentarse en alpargatas, bermudas, barba hirsuta y una cola de caballo en su largo cabello gris.
En el camino hacia San Isidro, el niño había disfrutado con la jocosa personalidad de Sebastián, mientras tío y sobrino se habían lanzado alegres puyas, contentos de verse a los muchos años. Sebastián, en clara afrenta a su soporífero hermano Heriberto, se había hospedado en casa del sobrino y mostrado generoso en afectos y atenciones hacia Elisa y Jonathan. Al personaje se le podía haber atribuido torpeza y rudeza por sus fachas pero, muy por el contrario, era refinado y galante en el trato, de lengua vivaz pero comedida. Le había resultado fácil ganarse el favor del resto de la familia, menos del abuelo Heriberto, quien nunca había logrado acostumbrarse a las formas ligeras del hermano. Ambos mantenían un pobrísimo concepto el uno del otro y esto era, acaso, lo único en lo que sí coincidían.
Heriberto Llori, siempre en rectitud y nunca en ligerezas, había escogido el camino del esfuerzo constante, los negocios bien trazados y las prebendas del éxito social. Sebastián, en cambio, había preferido la bohemia, la aventura y los estragos de rendirse a las pasiones. El uno había proyectado su porvenir al amparo de la casa paterna y, el otro, bajo la llama de la rebeldía, que lo había impulsado a separarse del hogar en la temprana juventud. Esto le había llevado a Sebastián a batallarse la vida en los más diversos quehaceres por el mundo. Había sido panadero en Francia, empresario limpiabotas en Chicago, reportero libre en el Congo y cantaor de boleros en Sicilia. En algún momento se había asentado con unas cuantas inversiones hoteleras en el Caribe y el Cono Sur de América, y había amasado un respetable patrimonio que, a la vejez, seguía despilfarrando con gozo e ímpetu juvenil. Nunca tuvo esposa y se desconocía si hijos.
Carlos y el peculiar tío habían reavivado durante aquella visita una natural afinidad, que les venía a partes iguales por lastrar un poco más la aflicción del incomprendido Heriberto, y por entenderse de manera fácil en sus jerigonzas y opiniones acerca de la vida y sus abstracciones. La amistad la habían afianzado posteriormente a través de cartas y, alguna que otra vez, se habían vuelto a ver en Lima y en Ayacucho. Carlos idolatraba las manías de su tío por echar de bruces todo lo convencional y se sentía seducido por sus estrafalarias ocurrencias. Sabine juzgaba que en exceso, aunque estimaba al tío.
Sentados a la mesa, Carlos soltó la sorpresa.
-Valparaíso es un gran sitio -comentó con entusiasmo-. Sé que os gustará.
El sabor de la sopa se tornó repentinamente amargo, y el silencio que siguió, penoso.
Les habló del hotel, de la ciudad y sus planes, mientras Sabine apenas alzaba la mirada y los niños se descorazonaban por la tensión. Jonathan intentó en su curiosidad no contrariar al padre e hizo preguntas, que solo le sirvieron para granjearse un medido puntapié de Elisa bajo la mesa.
Carlos no se rindió, siguió contándoles, y Jonathan se percató de que pocas veces en su vida había visto a su padre tan animoso y efervescente. Pero también veía que su madre no coincidía en tales ardores, que, muy por el contrario, torcía el ceño con visible despecho.
-Sabine, amor, no entiendo tu enfado. ¿Quién mejor que tú para comprenderme? -Ella le retiró la mano cuando Carlos la buscó, pero él no decayó.
-Sé que nos puede ir bien en Chile. Hace pocos años la idea de lo que os propongo te hubiese encantado, Sabine, quizás más que a mí incluso.
Luego lo intentó con Elisa.
-Eli, tú ya eres grande, ¿no crees que merezco esta oportunidad?
Jonathan se adelantó.
-¿Qué tiene de malo vivir aquí, papá?
-No tiene nada de malo. El problema es otro. El problema soy yo. No soy feliz.
Estas últimas palabras apenas las susurró.
-En estos años, no nos ha ido mal. Ahorramos un dinero, pero por los negocios del abuelo, no por lo mío. No me agrada la sociedad aquí. Deseo, que salgamos por un tiempo e intentemos otra vida. ¡Juntos! Y la oportunidad que nos ofrece el tío Sebastián es única. Una vez, de joven, quise vivir otras aventuras y así conocí a vuestra madre en Alemania.
Sabine estalló.
-Una vez fuimos jóvenes y carecíamos de responsabilidades, Carlos. Una vez pudimos pensar solo en nosotros. Pero ahora ya no es así. ¿Por qué pretendes, que tu felicidad también sea la nuestra? ¿Por qué no nos consultaste antes de comprar la casa? ¿Y por qué en Chile? Debe de haber mil lugares más cerca para que des rienda suelta a tus impulsos egoístas.
Sabine se incorporó y dio a entender que no estaba dispuesta a prolongar la discusión delante de los niños. Los mandó a la habitación. Pero se les seguía oyendo y Jonathan buscó respuestas en su hermana.
-No lo entiendo, Eli. ¿Por qué papá quiere irse de Lima?
La adolescente de trece años intentó aliviarle la tensión a su hermano, aunque su propia congoja la atormentaba.
-Ya sabes que papá no se lleva bien con el abuelo. Y el tío Sebastián es como su amigo. Cuando vino de Valparaíso, ¿te acuerdas lo emocionado que estaba cuando nos contaba sobre las cosas de allí?
-Pero dice que ha comprado un hotel. ¡Eso significa, que nos iremos por mucho tiempo!
-Eso parece, Jonny. No me hace ninguna gracia, créeme. Quizás mamá lo haga cambiar de opinión.
-Mamá está llorando.
-¿Y no crees que es normal que esté enojada?
-Pero es que, cuando llora, no hablan.
-Hablarán, te lo prometo. Quizás es bueno que hayamos salido.
Jonathan reflexionó, con la impronta mutante que solo los niños son capaces de experimentar.
-¿Sabes? A mí, creo, que no me importa vivir en ese lugar. En Valparaíso. Allí hay mar.
-¡Qué tonto eres! Aquí también hay mar.
-No es igual. Papá dijo que allí hay turistas y esas cosas. Es como en vacaciones.
Elisa parecía no poder simpatizar con esa idea. Pero Jonathan insistió.
-¿Por qué no me enseñas en tu mapa dónde es Valparaíso, Eli?
Lo miraron, apenas un punto entre miles en aquel estirado y flaco país. Se quedaron en silencio, tendidos sobre la alfombra y sintiéndose más solos que nunca.
Semanas después, Carlos viajó a Chile e iniciaron los trámites de compra de aquella casa a precio simbólico, que ni siquiera pudieron hacer constar en las escrituras.
-Tan solo prométeme que sabes lo que haces -pidió el tío Sebastián-, y que no estás tan loco como yo.
-Reconozco que estás loco. Me estás regalando esta casa.
-Está vieja y tienes que arreglarla. Me quedan dos hoteles y no tengo ánimos para reflotar éste.
Sebastián acompañó a su sobrino durante una semana, le facilitó los trámites para la residencia y lo introdujo en la ciudad de Valparaíso a sus círculos de amistades y gente clave.
Luego, Sebastián se despidió. Se fue por asuntos impostergables en Panamá, le deseó suerte al sobrino, y prometió volver en unos meses para ver los avances. Así quedó Carlos Llori en Valparaíso, dueño de una vieja y espléndida mansión venida a menos, que otrora había sido el hotel Tacama, de mucha solera y sortilegios. Ahora le pertenecía, pero resultaba complicado imaginarse a la desvencijada edificación recuperar su antiguo esplendor. Harían falta unas buenas dosis de capital y paciencia. Tres mil metros de jardín rodeaban la mansión, ahogados en un espeso follaje al que por años no le había sido metido mano. La residencia tenía aires de palacete victoriano, las fachadas estaban ajadas como testimonio del abandono sufrido. El tío Sebastián se había asociado bien, años atrás, con don Germán Palomino, oriundo de la zona y propietario de la casa, pero el chileno en su momento se había aburrido y el visionario peruano quedado como dueño en solitario. Había sabido sacarle provecho durante una década, pero hasta ahí había llegado su constancia, y se había ido al Caribe para nuevas aventuras prometedoras, aunque nunca vendió la casa. Ahora esas paredes agonizaban y Carlos quería extraer de sus entrañas de nuevo el alma de hotel que alguna vez había poseído. El olor rancio a mugre y aire encerrado no podía turbar su felicidad, y los ruinosos restos de muebles y enseres solo avivaban más su sueño de verlo renovado. Satisfecho, desde el borde superior de la escalera que crujía, en su imaginación empezó a situar cosas en su lugar, vestir los ventanales de cortinajes alegres y llenó en su fantasía los ambientes de coloridos ornamentos.
-Mein Gott -lanzó Sabine al bajar del coche. Se apearon ante el portón de entrada y la espesa maraña de hierba mala y arbustos fueron una imagen tétrica de bienvenida.
-Desde mañana viene un jardinero -apuntó Carlos, con los nervios de recibirlos finalmente.
Recorrieron la casa en silencio. Elisa lo hizo con el ceño fruncido. Jonathan en cambio, se fue entusiasmando con el desorden que había en el interior. Era domingo y las herramientas y materiales de los albañiles y ebanistas estaban desperdigados por el suelo. Olía a madera y cemento fresco, a obra en marcha. Había humedad y fragancias de sudor en el aire. Dejaron que Carlos los guiará por las estancias y explicara los detalles, que en su imaginación bullían y que al fin podía compartir. Jonathan no tardó en perder el recelo y husmeó por las entrañas del nuevo hogar. Elisa prefirió descubrir el jardín.
-Te ves fatigado -dijo Sabine en algún momento.
-Quizás lo parezca, pero la verdad es que estoy lleno de energía -la intentó tranquilizar Carlos-. Además, ya estáis aquí y me ayudareis a terminarlo.
-¿Y el dinero?
-Va alcanzando. En dos semanas terminan las obras. Luego vienen los muebles. De eso ya te encargas tú, amor. Con la ayuda de Elisa.
-Elisa ha llorado mucho en estas semanas. Debes tenerle paciencia.
Carlos la abrazó con fuerza.
-Pronto os habréis acostumbrado y me amarás locamente por esto -dijo con esperanza.
-No sé si locamente. Es posible. Locura ha sido todo esto, pero ya estamos aquí. ¿Dónde viviremos?
Carlos esbozó una sonrisa socarrona y chifló para que acudieran sus hijos.
-Chicos, vamos a ver nuestras habitaciones -gritó, y las paredes llanas rebotaron el eco. En el ático de la tercera planta, las habitaciones amplias y vacías serían las estancias privadas de la familia. Formaban una hilera de cuatro cámaras a lo largo del pasillo.
-¿Dónde dormiremos, papá? ¡No hay camas! -se sorprendió Jonathan.
-¿Cómo creéis que he dormido yo estas semanas?
-¿En el suelo? -preguntó Elisa seria.
-En colchones de aire, chicos. Tengo tres y servirán hasta que lleguen los muebles.
Jonathan rió desenfrenado.
-¡Claro, tonta, en el suelo! Es más divertido.
Carlos rodeó con el brazo a su hija.
-La habitación de la derecha había pensado que podría ser para ti, Eli.
La niña pestañeó, como solía hacer cuando estaba nerviosa.
-¿La del baño grande y el balcón?
-Baño grande para una señorita grande -dijo Carlos, y la niña se dejó ver un pequeño destello de emoción en los ojos.
-Sí, la quiero -susurró y se fue hacia la pieza.
-Se acostumbrará -dijo Carlos, satisfecho-. ¡Todos nos acostumbraremos!
Después de cinco semanas, juzgaron que el esfuerzo había merecido la pena. Exhaustos, ayudaron a descargar las últimas butacas desde el camión, y Sabine, desde adentro, dio las instrucciones para ubicar el mobiliario. Carlos había amanecido embriagado de satisfacción, sintiendo la euforia de la obra terminada y el cálido gozo del triunfo. Quedarían detalles para los meses siguientes, pero el pequeño hotel familiar de once habitaciones quedó listo para acoger a los primeros huéspedes.
-No quisiera volver a llamarlo hotel Tacama -dijo Carlos, mientras desandaban el sendero de piedra del formidable jardín hacia las tres acacias que habían sobrevivido a la reforma. Elisa podaba el rosal junto a la arboleda y le habló a su padre con un chispazo en la mirada.
-Sí, papá. Necesita un nombre nuevo. Uno más nuestro -Vaciló, pero luego se animó a sugerir-. ¿Por qué no lo llamamos Blumengarten? Hotel Blumengarten.
-¡Blumengarten! -repitieron Sabine y Carlos a coro, sorprendidos.
-Sí, jardín de flores en alemán. Es poético y apropiado.
Con espontánea solemnidad se abrazaron, y pactaron con el destino su felicidad por el nuevo hogar.
En octubre iniciaba la temporada seca y, con ella, llegaban los turistas. La mayoría acudía desde la capital, para repartirse entre Viña del Mar y Valparaíso. El litoral del centro de Chile se privilegiaba por su clima templado, las lluvias moderadas de invierno y la regularidad de sus amables temperaturas durante todo el año.
Inauguraron el Blumengarten a fines de ese mes e iniciaron con buen pie, porque a la segunda semana pudieron ocupar ocho habitaciones. Carlos contrató a una joven menuda, de nombre Marta Calvo, como ayuda en las tareas administrativas y la recepción durante el día. Marta, a su vez, llevó a una prima desde Concepción y le dieron trabajo en las faenas de limpieza. Improvisaban mucho. Cometían equivocaciones por falta de organización y conocimientos, pero atendían a sus huéspedes con animosa hospitalidad. No tuvieron excesiva suerte con los cocineros que se sucedieron uno tras otro, hasta finalmente aparecer el viejo Jorge. El vetusto hombre era de estirpe siria, pero su impronunciable nombre en árabe hizo que quedara como Jorge, lo más parecido al sonido gutural del verdadero. Resultó ser un poco machista y tuvo al principio dificultades para acatar órdenes de Sabine, pero su arte en la cocina era inmejorable y enriqueció la oferta con tales exquisiteces, que pronto el restaurante quedó acreditado como recomendable y contribuía en su buena parte al negocio.
Para Jonathan y Elisa no fue sencillo cumplir con las tareas escolares que desde Lima les habían asignado y que requerían para el pase de año escolar. Las distracciones y quehaceres del hotel eran seductoras, y Sabine precisó de buenas dosis de paciencia con ellos. A la niña le hechizaba el jardín, a Jonathan, deambular y hacerse amigo de los huéspedes.
Como un día viernes, más avanzado en el tiempo, que trabó amistad con el hombre de lentes y cara de buena gente. Los cristales gruesos y la montura ascendente empequeñecían los ojos briosos del huésped. No era alto, pero robusto, y lucía un bigote cano bajo la nariz. Jonathan le había entregado un periódico, y el hombre se acomodó en la esquina del salón de entrada, visiblemente cansado, pero agradecido. Jonathan intuyó que el personaje era de importancia, por los nervios diligentes de su padre, y porque el buen señor iba acompañado por servidumbre que le subió la maleta a la habitación, mientras él esperó leyendo. Apenas estuvieron media hora en el Blumengarten y se marcharon a pie.
-Así que es un político -repitió Jonathan.
-Sí. Cuenta papá que uno bueno. Ya había leído su nombre en alguna parte. Papá me comentó que si tuviese que votar, lo haría por ese señor.
Jonathan se dio por satisfecho con la aclaración, aunque, sin entender muy bien aquello de las votaciones.
En la mañana lo volvió a ver. Sabine había consentido en que llevara la jarra de café a la habitación número seis. El hombre lo recibió con media cara embadurnada en espuma de afeitar.
-¿No estás en la escuela? -preguntó al muchacho mientras seguía con el ritual de afeitarse.
-Es sábado, no hay escuela los sábados.
-Ah, qué bueno. ¿Entonces ayudas a tus padres cuando no hay clases?
-Siempre -se afanó Jonathan en afirmar-. Mi padre me paga por horas y dice, que un día seré el jefe.
-Bien, bien. Trabajar es bueno. A tu edad, yo también hacía trabajos.
-¿Y ahora es usted famoso? -preguntó Jonathan.
-Sí, supongo que lo soy. He recorrido por este país más kilómetros que ningún otro. Por lo menos me han visto en muchas partes.
Jonathan llenó la taza de café como Sabine le había enseñado.
-¿Y para qué viaja tanto?
-Eres un chico listo. A veces también me lo pregunto. Supongo que es para conocer a la gente y hablar con ella. Como ahora, para conocerte a ti y charlar un ratito contigo.
-¿Y dónde vive usted, señor?
El político se limpió los restos de espuma de las patillas.
-Fíjate que, a veces, no estoy seguro. Pero sabes, soy de aquí, de Valparaíso.
Naturalmente sorprendió con esto a Jonathan.
-¿Y entonces, por qué vino al hotel? ¿No tiene casa o familia?
El hombre le guiñó el ojo con complicidad.
-Oh, sí que tengo. Pero ya ves, uno no siempre puede hacer lo que le apetece, por ejemplo, encontrar tiempo para ver a la familia. Esta vez tuve que dormir aquí. Puedes llamarlo misión secreta, si deseas. Y lo bueno es que te pude conocer.
El político viajero le había caído bien al muchacho y había sentido pena al verlo partir de nuevo por la tarde, con la caída del sol.
-Pretendo volver a finales de año, mi buena señora -le había dicho a Sabine, estrechándole la mano con calidez y antes de subir al auto, donde ya le esperaban.
-Me reconforta ver que gente extranjera como ustedes se sientan tan a gusto en mi país. Espero que no extrañen demasiado Alemania o el Perú. Tienen un lindo hotel. ¡Y una familia envidiable!
Con esto había subido al automóvil, dejando a Jonathan con la sensación de querer preguntarle muchas más cosas.
El 4 de septiembre de 1970, en sufragio universal, el pueblo chileno eligió democráticamente a Salvador Allende Gossens como nuevo presidente de la nación. Formando una coalición de izquierdas, la Unidad Popular, aventajó con poco a las candidaturas de derecha. Con un treinta y seis por ciento de los sufragios a su favor, culminó una lucha política ardua, y de muchos años de perseguir la aspiración de gobernar a su patria. Habían sido varios intentos y fracasos en elecciones anteriores por tan ansiado cargo.
Nacido en Valparaíso en 1908, hijo de abogado y con estudios en medicina, había comenzado su andar político en 1933, al fundar con otros idealistas el Partido Socialista de Chile. Salvador Allende siempre había soñado con un socialismo distinto, alejado de imitar el modelo soviético y en demanda de un camino propio para su país. El hombrecito de gafas gruesas había llegado al senado, a presidirlo incluso, pero la ansiada presidencia de la república se le había negado en cuatro ocasiones anteriores, siempre batido por opositores que, a su entender, menos tenían que contribuir a las masas, pero que en su discurso habían sabido convencer a su ignorante pueblo. Pero en 1970, los chilenos, aunque no con mayoría, le obsequiaron la confianza y venció a los candidatos rivales, Alessandri y Tomic.
La mañana que Jonathan volvió con el pan, vio sobre el mostrador el periódico desplegado.
-¡Es el huésped que estuvo aquí! -exclamó emocionado-. ¡El político!
Elisa lanzó una mirada a la imagen.
-Sí, es Allende, el nuevo presidente.
También Carlos apareció y soltó junto al rellano la caja que cargaba desde el sótano.
-Papá, el hombre que se alojó aquí, el político, ¿te acuerdas? Ahora es el presidente.
Carlos se acercó afecto.
-Es Salvador Allende. Me alegro que haya ganado las elecciones.
Jonathan no entendía mucho de política, pero reconocer en el nuevo presidente al huésped de meses antes, tuvo un efecto seductor sobre él y de inmediato idolatró al hombre con cara de buena persona.
-Pues, creo que deberíamos llamar a la habitación seis la habitación presidencial. Él se alojó en ésa -sentenció el niño con convicción.
Carlos alzó el diario y repasó brevemente el texto.
-Me acuerdo que lo reconocí ni bien entró. Había oído mucho de él y sabía que es de Valparaíso, pero no me atreví a preguntarle por qué se alojaba en el Blumengarten. Fue amable cuando habló conmigo. Se dio cuenta de mi acento peruano y se interesó por cómo habíamos llegado a establecernos aquí. Escuchaba con atención porque sabía escuchar. Cuando le dije -bienvenido, -él me contestó: -¡también yo le doy la bienvenida!
El niño habló con un ligero altibajo de emoción.
-Ahora que es el presidente, ya no creo que venga al hotel. Ahora es más importante.
Carlos sonrió a su hijo.
-Sabes, no creo que el señor Allende se dé más importancia por ser presidente. Quizás vuelva.
Con esto, Carlos vaticinó que Salvador Allende, presidente de la República de Chile, en sus diligencias por Valparaíso, habría de alojarse en varias ocasiones en el Blumengarten durante su mandato y hasta poco antes de los trágicos episodios que pondrían fin a su regencia, el 11 de septiembre de 1973.
Las veces que había huéspedes alemanes, Sabine los atendía con una diligencia casi patriótica y le placía hablar con ellos en su idioma. En especial, le agradaban los viajeros de la prensa y los delegados de Naciones Unidas, que siempre tenían a bien compartir con ellos las coyunturas internacionales, y en lo específico, los avances en la República Federal de Alemania, bajo la batuta de Willy Brandt y su partido socialdemócrata.
Y así no fue diferente, cuando en el Blumengarten buscó hospedaje el apuesto reportero de Wochenfenster, poco antes de las elecciones chilenas. Tenían alguna referencia sobre la reputación de Stefan Prinz y, aunque desactualizados, en el hotel conservaban ejemplares del semanario con sus aportes. La afinidad paisana con Sabine y las simpatías de Carlos Llori ayudaron a congeniar rápidamente con Stefan. Cómo sería, que Stefan buscó orientación en el peruano para sus pesquisas periodísticas y Carlos, de buena gana, intentó serle útil.
Lo que definitivamente les unió, fue el episodio que se dio tres días antes de las elecciones del 4 de septiembre, en una tarde que fue preludio a una honda amistad, aunque hubiese de fraguar al son de una buena reyerta, de esas, que consiguen hermanar a los hombres.
En la Plaza de la Victoria, en el sector El Almendral, un mitin callejero de la Unidad Popular agotaba los tiempos de campaña electoral, y Carlos se ofreció acompañar a Stefan, siendo cada vez más afín a las prédicas de izquierda. En uno más de tantos discursos, los representantes locales de la coalición de Allende proclamaban conjuras de esperanza para los chilenos y, con ímpetu pasional, sus blasfemias contra la oligarquía criolla. Stefan había visto tantas de esas asambleas improvisadas en los países latinos, donde la efervescencia de los oradores se batía en un toma y daca verbal con las proclamas y aportaciones de los oyentes. Porque en épocas de campañas, al apasionado corazón latino le gustaba desahogarse a través de la boca. Las concentraciones en la calle eran el pretexto para lanzar consignas de “gobierno huevón” o “fascistas concha su madre”. El lenguaje, más que coloquial, era el que impregnaba las improntas verbales, y elevaba las arengas a categoría de advertencias para salvar al pueblo del mismísimo infierno dantesco de la derecha.
En la plaza, y con mítines como este, no solo los partidarios hacían su agosto, sino también los vendedores ambulantes, combatiendo la sed y el hambre de los vapuleados oyentes y se creaba un ambiente de francachela variopinto y popular.
Stefan y Carlos se apostaron en un lateral, donde quedaba un único banco libre, del que se apropiaron para tomar fotografías. Serían una centena de partidarios y curiosos los que se habían agrupado cerca del improvisado estrado de bloques de ladrillo y unas planchas de madera mohosas, pero aún resistentes. Junto a Stefan, Carlos miraba desde lo alto del banco y, reconociendo a alguien, bajó y se abrió paso entre la gente para acercarse a la tarima. La amplificación era mala y costaba entender a los oradores desde donde Stefan se encontraba. Tampoco favorecía que, al unísono con las declamaciones, sonaran con estridencia canciones de las llamadas protesta, pero a nadie parecía importarle. La proclama de vítores y ardientes consignas eran chispa suficiente para encandecer los ánimos.
Desde su espontáneo palco, Stefan, quizás, fue el primero en advertir la llegada de otro grupo que avanzaba desde la izquierda en procesión manifestante, y los bramidos de nuevos megáfonos iniciaron a fundirse con los ya presentes. Cuando cruzaron frente a él, pudo entender las nuevas peroratas y cayó en cuenta de que éstas arengaban hacia la vertiente política contraria, la del candidato de derechas Jorge Alessandri. Algunos curiosos iniciaron con apartarse del tumulto, adivinando que izquierda y derecha eran un mestizaje imposible, y no deseando verse atenazados entre los dos mítines.
A partir de ahí, pueden hacerse mil conjeturas sobre qué es lo que incendia más los apasionamientos del hombre, si las convicciones ideológicas o el simple instinto de batirse por el bando de uno contra cualquiera que milite en un bando contrario. Algo así como la simpleza de: si yo soy bueno, tú tienes que ser malo. La disputa entre las estridencias amplificadas duró unos minutos y, de lado y lado, fueron elevándose en tono e intención los ataques verbales entre los oradores del estrado y los cabecillas de la comitiva en marcha. Hasta ahí, todo iba normal, también la presencia relajada de los policías hacía entender que tales contiendas dialécticas eran lo usual en plena época electoral y una potestad más de una sociedad en democracia.
Stefan no se inquietó mucho al principio, armado con su cámara, hasta el fugaz momento en el que a través de la mirilla, en el instante preciso de una toma nueva, captó una bandera en un vuelo repentino que se cruzó en su imagen. Algún desavenido, desde la manifestación, había lanzado aquel palo con tela, quizás con intención de bromear, pero el grito desgarrado desde la cabeza donde impactó el palo, hizo evidente que la supuesta ligereza del lanzador se le había ido de las manos y fue el preludio de una pelotera gorda.
Porque gorda fue, y más para Stefan, que a pesar del gentío que empezaba a moverse y mezclarse en el motín, pudo reconocer desde su altillo que la cabeza flagelada por el palo no era otra que la de su amigo Carlos. De cien cabezas asistentes tuvo que ser la de él la que se partiera, y aquello llevó a Stefan a una reacción enloquecida. Durante los quince saltos que dieron sus piernas, advirtió que se estaba abriendo paso a empujones entre una muchedumbre que ya había iniciado con sus delirios físicos. Hombres enfebrecidos se atacaban ahora con sacudones y puñetes, los policías se atragantaban con sus silbatos, al tiempo que sus porras asestaban golpes a diestra y siniestra. Los gritos, insultos y trifulcas, convirtieron a la plaza en una loca orgía de rudeza. Para abrirse paso, Stefan tampoco escatimaba en rodillazos y trompadas, sin ninguna conciencia de a quién le caían sus acometidas, solo intentaba no caer en su avance y, con la mirada desorbitada, intentó llegar a la tarima. Algún golpe también le cayó a él, los percibía distantes y amortiguados por la adrenalina, pero no le detuvieron. Alguien atendía al encorvado Carlos sobre el estrado, que parecía territorio de tregua, y Stefan estuvo a punto de alcanzar su objetivo, cuando todo se confabuló contra él, en forma de dos cachiporras simultáneas que, con endiablada puntería, aterrizaron al unísono sobre ambos laterales de su cabeza. Aún le quedó una fracción de segundo que le hizo tomar conciencia del espantoso dolor pero, por suerte, se impuso de inmediato la negrura y, cuan largo era, se desplomó en una horrenda contracción, a apenas dos metros de su amigo de cabeza ensangrentada. Menos mal, que la inconciencia le llegó antes de aterrizar sobre las baldosas y le evitó sentir el crujido de la nariz.
Cuando despertó, la blancura del cielo lo cegaba, y en un reflejo de susto, crispó los ojos de nuevo. Por suerte, no le vino ningún pensamiento de esos que hacen creer que uno despierta en el más allá, los dolores esparcidos por todo su cuerpo despertaron con él y le revelaron que seguía con vida, aunque terriblemente magullado. Tomó valor para abrir los ojos de nuevo y entendió que no había cielo, sino un blanco techo que amenazaba con caerle encima, si es que no lo había hecho ya, pensó, por la presión que sentía sobre el frontal del cráneo. Intentó manosearse el rostro, pero la tirantez de una sonda detuvo el movimiento y apenas giró un poco, advirtió el esqueleto metálico del que pendía una bolsa de suero. No le hizo falta más para comprender que estaba en un hospital, y el descubrimiento le incrementó de inmediato los dolores desde cada una de sus heridas y hematomas. Pero el dolor del frontal del rostro se impuso sobre los otros y la rigidez al intentar una mueca le esclareció que algún tipo de vendaje o prótesis le atenazaba media cara.
Una voz de muchacho evitó que cayera en la tentación de gritar.
-Hola, señor Stefan. ¡Vaya máscara le han puesto!
Reclinada sobre él, apareció la cara sonriente de Jonathan.
Creyó que tendría dificultad para hablar, pero parecía poder hacerlo, aunque con la boca horriblemente reseca. El niño lo adivinó y, en un santiamén, le puso en los labios un sorbete, sujetando el vaso de agua.
-¿Serías tan amable de explicarme, cómo llegue aquí, Jonathan? ¿Y tu padre?
El niño apartó el vaso y se sentó en el filo de la cama.
-Papá está muy bien. Le cosieron la cabeza, pero nada más.
Lo dijo con entusiasmo.
-A usted lo trajeron con él en la ambulancia, como hace tres horas, señor, ya creíamos que no iba a despertar nunca.
En ese momento apareció Carlos, con un enorme emplaste en la coronilla y una venda rodeándole la cabeza.
-Hola, mi amigo alemán, ¿ya de vuelta en el mundo de los vivos?
-Uff, no sé qué decirte, Carlos, aún no lo tengo claro. ¿Qué me pasó?
Carlos acercó una silla y se acomodó junto a su hijo.
-La verdad es que no lo vi, Stefan. Estaba lidiando con mi cabeza partida. Para cuando alcé la vista, ya estabas tirado en el suelo y un había un grupo de personas y policías a tu alrededor intentando auxiliarte. Ya te iban a traer solo en la ambulancia, pero atiné a decirles que estábamos juntos y nos trajeron a los dos juntos.
-A ti te dio el palo de la bandera -murmuró Stefan, recordando.
-Ya lo ves. En todo lo alto. Me pusieron siete puntos, pero no es grave. Pero tú…, creo que te llevarás un buen recuerdo de Valparaíso -Carlos rió con ganas-. El médico me explicó que recibiste unos cuantos golpes, pero que lo que te tumbó fueron dos porrazos en la cabeza. La nariz parece que se te rompió al caer de cara.
-¿Tengo la nariz rota? -se alarmó Stefan, y la mueca de asombro le provocó punzadas en los pómulos.
-Sí, mi hermano, se te fracturó, aunque dice el doctor que ya medio te la pudo arreglar. Parece que tienes los huesos duros.
-Vaya embrollo en el que nos hemos metido por ir a la plaza -dijo Stefan con un bufido de fastidio.
-Oh, esto no es nada -contestó Carlos, divertido-. En mi país hubieran caído disparos. Esto más bien fue civilizado, gringo.
-¡Hubo mucha pelea!
-Un poco, pero todo se apaciguó, cuando los carabineros empezaron a arrestar a los más peleones y la gente vio que había unos pocos heridos en la plaza. Cómo tú. Parece que eso hizo que todo el mundo se asustara y pararon las trifulcas. Se llevaron al que lanzó la bandera y a dos amigos míos, pero no pasará a mayores. Imagino que también ya están de vuelta en sus casas.
-¡Condenados latinos! -blasfemó Stefan-. De nada, arman bronca y yo en medio. Siempre me ocurre, pero nunca me habían roto la nariz.
-Pues ya tienes tu historia, Stefan. Solo intenta, que no se nos vea como demasiado salvajes.
Los tres rieron. Jonathan miraba a Stefan con apego, porque le habían contado que a fin de cuentas los dos carabineros se habían abalanzado sobre él con sus porras, porque, con lo alto que era, creyeron que era el que más trompadas repartía.
-Dicen que tuvieron que derribarle, porque creyeron que con su fuerza iba a matar a unos cuantos, señor Stefan -aclaró el niño para asombro del alemán.
-Pero yo…, solo quería llegar a la tarima…, con tu padre.
-Pues eso, que por el camino parece que dejó alguna que otra víctima. Dicen que parecía usted peligroso.
Reír le dolía, pero también ayudaba a calmar la excitación.
-La caída te salvó de que te arrestaran a ti también -dijo Carlos-. Me interrogaron media hora sobre ti cuando les dije que eras mi amigo.
-¿Y la cámara?
-Hecha trizas. La metimos en una bolsa, pero ya no te servirá.
Por precaución, Stefan tuvo que permanecer una noche en la clínica, después de la cual volvió al hotel para un fatigoso período de recuperación, encarcelado entre los muros del Blumengarten y sin apetencia de nuevas andanzas. Las elecciones encumbraron a Salvador Allende Gossens a la codiciada presidencia, y Chile, dividida en credos, cayó en un estado de expectación. Según la legislación chilena, el congreso tuvo que ratificar la elección de Allende en octubre.
El tiempo de descansó sirvió para estrechar la amistad de los Llori Breslar y Stefan. En lo particular, fue Jonathan quién hizo de paje y guardián a su nuevo héroe. Günther Klee, desde Hamburgo tuvo que resignarse ante la improductividad de su reportero. Algunos medios locales se hicieron eco del disturbio en Plaza Victoria y el alemán fue mencionado de pasada, porque no se avino a conceder entrevistas a los periodistas que para ello se acercaban al Blumengarten. La nariz sanó y, según la opinión de Jonathan, quedó más recta que antes.
El hotel vivió una transformación al convertirse en un lugar de moda, cada vez más frecuentado por un selecto público de intelectuales y artistas afines al régimen de izquierda. Carlos empezó a militar en el partido socialista, y le encontró más sentido que nunca a su decisión de haber abandonado Lima. Parecía un gobierno modélico y humano, que estaba siendo observado desde todos los confines del planeta con antagónicas simpatías. Ni bien Allende asumió su cargo en noviembre, los preceptos de su campaña iniciaron con restablecer relaciones diplomáticas con otras naciones socialistas, entre ellas Cuba, y el país fue declarado como nación no aliada. Con virulenta rapidez, fueron cambiando las realidades del país en reconstrucción. Inició con la nacionalización de la industria textil, a la que en los meses siguientes se le sumaron una medida reforma de la constitución, la reforma agraria, y más nacionalizaciones, como la del sector bancario y la del mineral del cobre. Los abrumadores cambios fueron de la mano de instaurarse la participación activa de los trabajadores en todos los ámbitos de la sociedad, la esencia magna de los anhelos del presidente para su modelo de socialismo.
Stefan, en amistad profunda con Carlos y su familia, vivió los acontecimientos con sentimientos de intriga y se dejó extasiar por el país, hasta el punto de abandonarse a su descanso por muchos meses, sin plan alguno para después.
Finalmente, la despedida coincidió con el 11 de julio de 1971, día que había sido declarado como el de la dignidad nacional, y Stefan volvió a Alemania.