XVIII - 26 de agosto de 1989 - Toronto / Madrid

 

 

Descansaron unas pocas horas y a las diez de la mañana estuvieron en pie para iniciar otro día cargado de preocupaciones, pero con el consuelo de encontrarse juntos. Martin se llevó el carrete de fotografías de Zoze a la oficina, con la intención de darle pesquisa al tal Gregorio con ayuda de unosamigos en elToronto Police Service.

Las mujeres empezaron el día con una calma falsa. Las preocupaciones latentes se centraban en Stefan, pero no sabrían de él antes del mediodía, desde Frankfurt, o quizás más tarde incluso, cuando hubiera llegado a Madrid.

Entre Zeenat, Charlotte y Annegreth intentaron darle respuestas a Agnes, quien aún no lograba encadenar muchos hechos. En algún momento, Charlotte les dio aviso de reunirse en la oficina de la segunda planta. La estancia luminosa era amplia y grandes ventanales enmarcaban el paisaje arbolado de la parte trasera de la urbanización. Las indicaciones ceremoniosas de Charlotte hicieron comprender a Agnes que la reunión no tendría nada de casual y que se acomodaban allí con un propósito que desconocía.

-No te sientas extrañada, querida, queremos mostrarte lo que realmente es importante en toda esta historia.

Agnes asintió en silencio, casi temiendo que a paso seguido, Charlotte hiciera aparecer el fruto del crimen de Stefan en forma de un cofre de piratas cargado de oro. Pero no apareció ningún cofre. Zeenat corrió las persianas, mientras Charlotte y Annegreth desempacaron un proyector. Lo ubicaron sobre uno de los dos escritorios y descolgaron de una pared una lámina enmarcada, con la imagen de una puesta de sol de Armand Guillaumin. Annegreth dispuso dos carretes junto al proyector.

-Con los años se ha ido acumulando mucho material -dijo Charlotte.

Agnes preguntó estupefacta.

-¿Fotografías?

-También. Es bueno que veas estas diapositivas, querida, son la mejor evidencia de las fechorías de mi hermano. Te lo iré explicando.

Colocó uno de los carretes en el carril y encendió el proyector, cuya lámpara tardó unos segundos en calentarse. Mientras lentamente tomaba vida el cuadro de luz blanca reflejado en la pared, Agnes procuraba dominar su nerviosa expectación, no muy segura de qué es lo que debía esperar que apareciera arrojado en el recuadro. Un ligero traqueteo al pulsar el botón de avance se lo iba a revelar.

 

 

Tres horas después, al mismo tiempo que descorrieron las persianas y dejaron que la luz les reanimara con un tenue baño de sol, Stefan salía del edificio de llegadas de Madrid Barajas y, pacientemente, hizo la larga cola para tomar un taxi. Los días de finales de agosto castigaban aún con dureza por el calor, y las ráfagas de bochorno parecían letales. Cambió la hora en su reloj y volvió a ser las siete de la tarde para él.

Llegó al departamento de la calle Herreros de Tejada poco antes de las ocho. Lo habían alquilado con Agnes un poco antes de casarse. A ella le había entusiasmado el amplio ático, desde el cual, mirando hacia el oeste, tenían una gran vista de la modernidad del barrio de Chamartín, con edificios emblemáticos en la lejanía, como la poco antes inaugurada Torre Picasso. No era un departamento excesivamente grande, pero tenía las comodidades de tres dormitorios y una magnífica terraza en la que a Agnes le gustaba asolearse los domingos, mientras Stefan se afanaba en el placer de la lectura o vigilando las brasas de una moderna parrilla. Antes, Stefan había vivido en un estudio minúsculo, no muy lejos de ahí, pero que no consideró digno para la vida en pareja, y había querido comenzar su nueva condición de casado con mimos y placeres para su mujer.

Fijar su residencia en la ciudad de Madrid no había sido fortuito. Su zarandeada vida desde joven en algún momento le había hecho sentir el deseo de echar raíces en un lugar lo suficientemente céntrico y cálido, que ofreciera las ventajas de una relativa modernidad y una cultura con la que sentirse a gusto. España le había ofrecido todo eso. Prefirió Madrid a otras ciudades y, en especial, aquel barrio al norte de la ciudad. Hacía casi cinco años que Stefan había adoptado a Madrid como su nuevo hogar.

La sospecha de que estaría siendo vigilado no le abandonaba, pero Stefan creyó que, hasta no recibir la anunciada llamada de Gregorio en unos días, nada debía temer. Las muchas horas de viaje le habían dado la oportunidad para decidir bien sus pasos y, para cuando había llegado a su casa, muchos de éstos ya los tenía decididos.

Encontró pocas cosas en la despensa, se sirvió una lata de anchoas con bizcochos añejos y un refresco. Se acomodó en la terraza, con el sol en declive inundando los espacios. En verano, para él, aquella era la hora más bella del día, cuando la claridad se iba opacando y la luz pintaba un dorado casi sacro sobre los edificios y la vegetación. Madrid, a pesar de su veloz crecimiento de cemento y ladrillo, seguía siendo una ciudad verde, quizás la más verde de todas las capitales europeas.

Estiró el largo cable del teléfono hasta su butaca de mimbre y marcó el número en Canadá.

Su madre contestó y le resumió el viaje. Habló brevemente con Zeenat y después con Agnes.

-Todo bien, cariño. Ya sabes, con la despensa vacía, así que me estoy dejando las muelas en unos bizcochos que encontré.

Volvió a contarle del viaje y Agnes escuchaba atenta, hasta que él le lanzó la escueta pregunta.

-¿Y?

-Aún no me repongo, Stefan. He llorado durante tres horas. Demasiadas impresiones.

Stefan le habló con dulzura.

-No era la intención hacerte llorar.

-Pero lo hice, Stef, y creo que voy a empezar de nuevo.

-No, pequeña -se rió-. Que estas llamadas son caras.

-Stef, miré todas las diapositivas. La gente. Charlotte y Zeenat me fueron explicando.

-No lo hago yo solo, amor. Apenas hice mi parte.

Agnes intentó darle control a su voz y que no se le quebrara.

-Ahora es cuando lo entiendo todo, Stef. Recién ahora.

-¿Y, qué opinas?

Ella dilató la respuesta.

-Uff… Opino que eres el canalla más hermoso de la tierra.

El soltó otra carcajada.

-Pero canalla al fin y al cabo -dijo divertido.

Hablar con Agnes le reconfortaba, era lo que le había hecho falta. Stefan recordó las palabras de Emilia: Ella te hará más fuerte había dicho, y su afirmación estaba tomando vida a pasos agigantados.

-¿Qué haremos, Stefan?

-Creo que solo hay una manera de salir de este embrollo -contestó él, más reflexivo-. Todo ha tomado un curso más peligroso ahora. Mañana llegará Jonathan y volveré a Quito.

Ella protestó, preocupada.

-Pero Stef, ¡Te encerrarán!

-No si juego bien mis cartas, querida. Necesito hablarlo con Jonathan. Quizás haya una manera.

-¿Cuál?

-Decirles dónde está el oro…

Ella insistió.

-¿Pero, crees que por eso no te juzgarán culpable?

-Tendré que correr ese riesgo. Pero quizás la avaricia juegue a nuestro favor.

-¿Y ese tal Gregorio? -preguntó ella.

-Esa es la parte que aún no controlo. ¿Martin tiene las fotografías?

-Sí, se las llevó en la mañana. Aún no nos ha dicho nada.

-Esa es la parte más importante ahora, saber con quién tratamos. Intentaré dormir un poco, pero dile a Martin que me llame apenas haya averiguado algo. No importa la hora, cariño. Me sentiré mejor si sabemos algo de ese sujeto.

Agnes pensó en las imágenes de las diapositivas.

-¿Qué pasará con toda esa gente?

-Espero que nada, amor. Aunque entregarles el oro podría ser… -No terminó la frase.

-¿Y no hay manera de evitarlo?

-No estoy seguro. Pero te juro que es en lo único en lo que centro todas mis energías. Se lo debo a un muerto.

Ahora ella sí estaba en condiciones de entender.

-Sí, amor. Aunque se lo debes a muchos más que solo a un muerto. ¡Y te lo debes a ti! No serías Stefan Prinz, si fuera de otra manera.

Él reflexionó sobre aquellas palabras.

-¿Me ayudarás, Agnes?

El retardo en la línea no fue un freno para la clara y entregada respuesta.

-Hasta la muerte, Stefan…, o como dice tu hija… ¡Por ti, todo!

Cuando los caminos convergen
titlepage.xhtml
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_000.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_001.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_002.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_003.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_004.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_005.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_006.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_007.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_008.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_009.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_010.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_011.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_012.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_013.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_014.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_015.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_016.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_017.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_018.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_019.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_020.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_021.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_022.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_023.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_024.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_025.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_026.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_027.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_028.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_029.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_030.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_031.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_032.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_033.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_034.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_035.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_036.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_037.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_038.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_039.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_040.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_041.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_042.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_043.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_044.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_045.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_046.html
CR!S2AKZFQSHH3WF8V45V64TYQTVQCS_split_047.html