Fueren meses de dolor, del oscuro anhelo de bajarse del tren de la vida. Su alma ansiaba buscar en otra vida a Denali y ponerle fin al tormento que se cebaba una vez más con él. ¿Cuánta crueldad habría de soportar aún, pagando por sus errores? Stefan lidió con la postración de su ánimo desolado, vacío y ultrajado. Annegreth apenas había empezado a sanar sus propias penas durante el tiempo en Canadá, cuando tuvo que volver al hogar de Würges para sufrir junto a su hijo y cuidarlo. Ver cómo se iba rindiendo ante la vida fue el dolor supremo de una madre, que ya había sufrido lo impensable.

El rescate llegaría con una carta del padre Gabriel Mateu, en febrero de 1962.

 

 

Quito, 21 de enero de 1962

 

Mi más apreciado hermano:

 

Sigo viendo en tus cartas, en la más reciente, sobre todo, que continúas viviendo tus días con sufrimiento y resignación. Como te dije en mi carta anterior, ¿quién soy yo para atreverme a opinar sobre tus padecimientos, no habiendo jamás vivido en carne propia la pérdida de un amor? Es tu dolor de una fuente de la que jamás he bebido. Pero me permito exhortarte y pedirte que te levantes, Old Shatterhand, que dejes que tu mente y tus ojos absorban de nuevo lo que hay alrededor de ti, lo que hubo, y te prepares para lo que vendrá.

Viviste con mucha intensidad estos últimos años y parece que no has aprendido nada. Ahora te estás dejando derrotar por una desgracia que te está dejando ciego. ¡Tantas cosas vividas en Cádiz, mi pequeño guiri, en la cárcel, y ahora en tus viajes! A veces releo tu larga carta desde Bombay, aquella en la que narrabas tus emociones y preocupaciones de lo que vivías, tus logros como periodista, pero sobre todo el mundo tan fascinante y controvertido que estabas descubriendo. Todo esto no pudo ser en vano. Ni Dios, ni tu amada Denali, ni yo queremos eso para ti, y menos, tu madre, que se sentirá impotente de sostenerte ahora, cuando ella apenas estaba empezando a sanar en Canadá.

Mi amado Stefan, te hablo desde el corazón.

Después de este tiempo en El Salvador, se me han abierto nuevos retos en Ecuador. ¿Te acuerda, cuando te confesaba mis tribulaciones, mi impotencia y resignación de no ver mi ministerio satisfecho como cura de parroquia en Cádiz, y que mi corazón anhelaba que Dios abriese otros caminos para mí y para Él? Y ha sido bueno conmigo, compasivo con mis defectos y amándome como soy. No sé si soy digno de esto, pero me trajo a las Américas para que yo, con humildad, le sirva en el ministerio en estas otras tierras crispadas y fascinantes. Ya conoces mucho acerca de lo que estoy viviendo.

En mis últimas cartas estos años desistí en animarte a venir a verme, y miré con orgullo tus avances y el valor de abrirte al mundo. Pero por ese amor que te tengo, Stefan, ahora quiero volver a insistirte. Ven a verme a Ecuador, tomemos juntos un aguardiente de estas tierras, como en su día compartíamos el brandy en amorosa fraternidad. Déjame enseñarte esta nueva vida que llevo, mis nuevos esfuerzos, para gloria de Dios. Déjame recordarte que existe un mundo afuera y que abrirnos a él siempre merecerá la pena. ¡No te encierres, por favor!

Con todo mi amor

 

Gabriel

 

 

No fue la convicción de que su pena amainaría, ni un renovado deseo de dar pasos hacia otra aventura incierta. Lo que llevó a Stefan a sacudirse de su postración, fue la desesperante necesidad de un ancla, y Gabriel Mateu le ofrecía la oportunidad de asirse a la mano de alguien a quien veneraba y admiraba. La losa que oprimía los días de la madre Annegreth, del abnegado amigo Rolf Brenner, y de la familia a la distancia, empezó a aligerarse a partir del momento en que Stefan les anunció su decisión de viajar a Ecuador.

 

 

Llovía torrencialmente cuando Stefan desembarcó en el puerto de Guayaquil, el 5 de marzo de 1962. La pesada travesía y la monótona opresión del mar no le hicieron llegar con un talante optimista, pero el abrazo con Gabriel en la misma pasarela, ambos empapados de lluvia y lágrimas, fue un primer ramalazo de recuperación. Los pasajeros y mozos se extrañaron con la imagen del bajo y fornido hombre con alzacuellos, sollozando como un niño y prendido de la cintura del europeo espigado. Se dieron un abrazo redentor, el de dos hermanos que no se habían visto en largos años y se necesitaban.

-Llegaste, mi guiri tontorrón. Bienvenido al paraíso de las bananas y de los fantasmas del altiplano, en el centro del mundo -dijo el padre Gabriel, mientras acomodaba el equipaje en el cajón de una destartalada camioneta Ford.

Stefan se secó con la manga la humedad de los ojos.

-Gabriel, un día más en el mar y me hubieses tenido que rescatar de las fauces de Neptuno. Pensar, que en otros tiempos me encantaba el mar. Ahora solo llévame lejos de aquí, que no soporto ver más agua.

-¿Y la que está cayendo del cielo? -preguntó el otro bromeando.

El cura estaba más ancho de hombros, pero había adelgazado y una tupida barba le hacía parecer mayor. Había más canas en su ensortijado cabello, y se exhibía tan radiante como Stefan lo recordaba.

-Nos espera un viaje largo, guiri. Preparé una bolsa con fruta y bizcochos. Es tarde y llegaremos de noche a Riobamba. Dormiremos ahí y continuamos mañana.

Stefan se acomodó en el amplio asiento de la Ford, aunque viajó consternado por los chirridos que surgían desde todas partes de la vieja camioneta. Los amortiguadores protestaban con los saltos por los socavones, pero Gabriel era un conductor prudente y avanzaba con cuidado. El cuarteado pavimento de la carretera le trajo a Stefan a la memoria los caminos de la India, y la húmeda vegetación que se extendía a los costados se asemejaba al verde de Mauricio. El dulce tufillo del aire tropical le penetró en las fosas y le hizo animarse.

El viaje hasta Riobamba, capital de la provincia de Chimborazo, y a casi cuarenta kilómetros del volcán del mismo nombre, en la cordillera andina, les concedió el tiempo para contarse detalles de los años en los que no se habían visto.

-Dios me amansó con el reto de dejar el tabaco, guiri. ¿Te lo puedes creer? Pasé temporadas largas sin poder conseguirlo, sufría, pero de esa manera, Dios me disciplinó y me habitué al vicio del aire puro.

Fue la primera revelación asombrosa de muchas para Stefan.

Gabriel había cumplido con su sueño misionero en El Salvador y le contó acerca de las dificultades que vivió como sacerdote en las empobrecidas áreas rurales, con movimientos guerrilleros inspirados en la revolución cubana, que no hacían de aquel lugar un territorio fácil para el ministerio. Aun así, habló con fervor de los ideales de izquierda que alimentaban los esfuerzos de unos combatientes que no conocían otra manera de dar batalla por un pueblo castigado por los capitales y las oligarquías.

-Ecuador, en este sentido, es mucho más tranquilo -explicó-, pero la política de sometimiento de los ricos también aquí castiga duramente a los pobres. En España, creo que somos menos valientes, Stefan. Pero tengo amigos sacerdotes en Francia que empezaron a acercarse a los movimientos obreros. Son curas, pero para el pueblo, y son parte de un movimiento eclesial, que ya lleva funcionando años allí. Sacerdotes obreros los llamamos. Son compañeros valientes, que decidieron vivir como el pueblo y ejercer las profesiones más bajas. Aunque, lamentablemente, también descuidan sus labores como ministros de la fe y eso tampoco está bien. Hace tres años, nuestro Papa Juan XXIII les prohibió su movimiento. Y ahora aquí, en América Latina, hay muchos que tienen ese mismo sentir, y las míseras condiciones del pueblo llano son terreno fértil para la obra de Dios. Estar con los más necesitados. Me escribo con compañeros de Brasil y pronto nuestra iglesia irá cambiando. Tiene que volver a acercarse a los pobres, entender sus verdaderas necesidades, además de las espirituales. Créeme, guiri, aquí soy feliz.

Gabriel le contó acerca del devenir de las personas queridas que Stefan había dejado años atrás en Cádiz. Así supo de Pepi, que había concluido sus estudios en Madrid, y Gabriel sabía de oídas, que la hermosa gaditana tenía intención de quedarse en la capital por el noviazgo que había iniciado con un joven dedicado a la carrera militar. Saber a Pepi prometida tuvo un ligero efecto descorazonador en Stefan, que solo pudo combatir con secretos suspiros y el conato de una aprendida resignación.

 

 

Pernoctaron bajo techo gracias a la hospitalidad del cura de la parroquia Santa Rosa, en la ciudad de Riobamba, en una mediagua adyacente a la iglesia, mal acomodados sobre colchones de paja, bajo unas mantas de olor rancio, todo ello para protegerse del frío. A Stefan, conforme habían ascendido hacia las alturas de la cordillera, se le había dificultado la respiración y un progresivo dolor de cabeza se estaba ensañando con él. Los efectos de la altura fueron un azote desconocido, pero Gabriel lo reconfortó, asegurando que, con los días, se iría acostumbrando.

Con la salida del sol, continuaron hacia el norte y Stefan divisó por primera vez los paisajes raudos y altivos del altiplano. El día despejado les ofreció toda la magnificencia del volcán Chimborazo y las vistas eran intimidantes.

-Tú has visitado más mundo que yo, guiri, pero te aseguro que tampoco habías contemplado paisajes tan sobrecogedores -dijo Gabriel-. ¿A que, a pesar de la luminosidad y los amplios espacios, todo tiene un cierto aire trágico?

El camino se extendía desolado, y pocas veces se cruzaban con otros vehículos. Junto a la carretera apresuraban sus pasos familias de indígenas, arengando a sus mulas cargadas. Los escenarios del día anterior que aún le habían parecido familiares a Stefan, por su verdor y aires rociados, se diferenciaban de los de ahora, en plena zona de sierra. Era como si el color verde le hubiese cedido el protagonismo a los tonos terrosos y pardos. Todavía aquejado de su dolor de cabeza o mal de altura, Stefan sentía el recelo de haberse aventurado a un país nuevo y extraño. Agradecía la presencia protectora de Gabriel.

Llegaron a Quito a las once de la mañana y lo primero que a Stefan le vino a la mente al cruzar el centro de la ciudad, fue reconocer el parecido de la arquitectura con la que recordaba de Cádiz. Avanzaron por caminos empedrados, entre el tumulto de los viandantes que transitaban por la vía. Gabriel se reportó en su diócesis y continuaron hasta una casa esquinera de la calle Junín.

-Es una familia de buenos católicos. Te hospedarás aquí, y yo estoy cerca, apenas a unos pasos.

 

 

La fraternidad con don Santiago Proaño y su esposa, Carmen, fue de extraordinaria ayuda a la hora de aclimatarse a la ciudad, de sentirse acogido y protegido por un entorno familiar carismático y desprendido. Los Proaño eran originarios de Loja, la ciudad importante más meridional del país, pero llevaban quince años afincados en la capital, dedicados a la industria de calzado fino. Estaban bien situados económica y socialmente. Vivían en la señorial casona de la calle Junín con sus dos pequeñas hijas gemelas que, poco antes, habían iniciado su vida escolar. Santiago era buen conversador y un apasionado jugador de ajedrez, por lo que se juntaban regularmente con Gabriel para compartir esta afición. Empatizaron con Stefan de manera natural y se ocuparon de él como un familiar querido de tierras lejanas. Junto a los Proaño aprendió acerca de las costumbres de hospitalidad ecuatorianas, estrictamente enraizadas en los ideales de amistad y en la observancia de la unión de las familias.

Durante las primeras semanas, Stefan se fue adentrando en el complejo entramado de una sociedad donde la convivencia de cholos, criollos, mestizos, blancos e indios, estaba marcada por las diferencias entre el desmedido poder de unos y un resignado sometimiento de otros. Gabriel le iba dando lecciones.

-Mientras el hombre siga siendo hombre, Stefan, no existen tantas diferencias entre un país y otro. No en cuanto a su orden social -había afirmado-. Pueden existir diferencias culturales o históricas. Pero, en cuanto a la sociedad, te encontrarás siempre con las mismas estructuras. Unos tienen mucho y otros tienen poco o nada. Y lo más escabroso de nuestra humanidad es que esto siempre tiene una misma causa: ¡Unos son fuertes y otros son débiles! ¿Me equivoco?

 

 

La ciudad se extendía larga sobre las laderas orientales del estratovolcán Pichincha. Stefan la vivió con controvertida seducción y retomó, de a poco, la costumbre de husmear por los recovecos de una ciudad. Volvió a mirar más allá de las fachadas y apariencias, y los descubrimientos fueron despertando de nuevo su espíritu fisgón de periodista.

Se adentró en el patrimonio colonial a través de los edificios reliquia y las iglesias y monasterios que abundaban en la parte centro de la ciudad. La zona norte, mucho más despejada, le aleccionó acerca de la controversia entre un naciente modernismo y una población que a duras penas lograba seguirle el ritmo. La amenazante cordillera que lo vigilaba todo, lo impulsaba a imaginar el místico pasado de la región, cuyos orígenes en la historia podían remontarse a diez mil años a. C. como territorio de pueblos nómadas. Stefan vivió la ciudad con la humildad de un foráneo que pisaba las huellas de un largo pasado. Quedó encandilado con los legados de la conquista incaica, así como con los de la española, tanto o más controvertida y oscura que la primera.

La dominante posición del poder militar y su influencia en el orden político fue compleja de entender. Poco antes, el presidente del país había sido depuesto por conveniencia militar. Sus enemigos políticos lo consideraron un peligro para sus intereses particulares y ninguno de ellos estaba dispuesto a perder su cuota de poder.

Stefan aprendió que Ecuador vivió su historia desde la independencia marcada por las pugnas entre civiles y militares, clero contra librepensadores y blancos contra indios. Aquello seguía latente en 1962, más de ciento cincuenta años después del primer grito de independencia. Esta rivalidad aparecía también en el orden geográfico del país. La ciudad de Quito, como capital, era conservadora y clerical, mientras que la importante ciudad puerto de Guayaquil revestía su importancia con lo comercial, liberal y anticlerical.

Stefan se introdujo en el pequeño núcleo de la colonia alemana y se volvió a reencontrar con el fenómeno de la emigración de la posguerra. Trabó amistades con empresarios y expatriados, que en el pequeño país habían encontrado una nueva bonanza para vivir alejados de la agotadora Europa, casi siempre beneficiados por las prebendas que los países latinos brindaban a los blancos. Su condición de periodista del conocido semanario Wochenfenster le abrió puertas en la sociedad y Gabriel miraba su adaptación con complacencia.

 

 

Al mes y medio de llegado, Stefan, todavía padeciendo por la tragedia de Denali, pero con renovados impulsos, retomó el contacto con su editor jefe. Éste se sorprendió no poco al tener noticias de su reportero, a quien había considerado perdido, y mostró un franco encantamiento por saberlo en tierras sudamericanas. Stefan aún no estaba dispuesto a comprometerse demasiado, pero ofreció a Klee una redacción sobre el país y éste, a cambio, le ofreció armarse de paciencia y enviarle en algún momento una que otra sugerencia para ciertos artículos.

Pero todo adquirió un ritmo mucho más acelerado porque, lo que Klee entendía por en algún momento, no era sino la inmediatez de un teletipo que le hizo llegar al día siguiente a través de la diócesis. Con el papel en la mano, Gabriel reía mientras a Stefan se lo veía apesadumbrado.

-Tu jefe te quiere explotar -dijo el cura jocoso-. Tenías razón, ¡es un personaje!

Stefan leyó el teletipo tres veces, asombrado por la maquiavélica rapidez con la que Klee había reaccionado a su llamada. Sin preámbulos ni palabras superfluas, el teletipo contenía una lista larga y extravagante de los más diversos temas y acontecimientos en el continente, por los más diversos países, como si se tratara de unos simples saltos para darles cobertura.

-Tu jefe es una máquina de producir, guiri. Me gusta su estilo de trabajo.

-Es pronto, Gabriel. Aún no estoy preparado. Quiero seguir tranquilo.

-¿Preparado para qué, Stefan? ¿Para vivir nuevas experiencias con tu profesión? Pero si eres un bendecido con ese don que Dios te ha dado.

Tú nunca has leído nada mío, Gabriel!

-Ah no, guiri. Pero te conozco como si te hubiera parido. Creo que es una buena manera de volver a serle útil a la sociedad, ¿no te parece?

Stefan repasó la lista de nuevo y suspiró.

-Quizás en algún momento, Gabriel. Por ahora escribiré sobre este país. Pensaré en un tema.

El tema llegó solo, a consecuencia de una de esas casualidades que nunca parecen serlo. La diócesis encomendó a Gabriel a hacerse cargo de los esfuerzos de la iglesia en el cantón el Chaco, a ministrar desde la comunidad de Ñawisacha, en la provincia del Napo, en el lado oriental de los Andes. No cabía en sí de gozo, porque anhelaba los retos en las áreas remotas, creyéndose mucho más afín a la rudeza del campo que a las exigencias urbanas. Su pasión por los indios y las minorías eran para él lo más parecido a sentirse un real discípulo de Cristo, y a aquellos esfuerzos creía que Dios lo había destinado.

Stefan decidió acompañarle y, de esta manera, por primera vez en su vida iba a emprender una experiencia en una región montañosa a más de tres mil metros de altura, esperándole las enseñanzas que las culturas y tradiciones milenarias le tenían reservadas.

 

 

Cinco días después viajaron por la Panamericana Norte hasta la pequeña ciudad de Cayambe, donde fueron recogidos por una delegación de indios y se adentraron durante varias horas a lomo de caballo hacia el este, hasta llegar al área habitada de la comunidad. Los parajes altiplanos que cruzaba el sendero eran sobrecogedores, y la nubosidad grisácea pesaba doblemente por su cercanía. Ahí parecían fundirse la tierra y el cielo, más que en ninguna otra parte que Stefan hubiera conocido. Pensó que tierra y aire jamás se habían presentado más inseparables que en aquella cordillera, como si, en esencia, hubieran sido creadas de un mismo material.

Los indios hablaban en kichwa entre ellos y cuando se dirigían a Gabriel y a Stefan en español, su acento seguía sonando con fonemas parecidos y costaba entenderles. Apenas verbalizaban escuetas indicaciones, en evidencia de su silencioso e introvertido carácter, tan propio de las etnias andinas.

Llegaron a la población de apenas dos docenas de chozas en una amplio claro, donde la vegetación había sido segada para formar una especie de plaza. La comunidad se reunió para dar la bienvenida al nuevo cura. Contaron cerca de sesenta personas, entre hombres, mujeres y niños. Ellos vestían pesados ponchos de colores pardos, y ellas, gruesos chales atados al cuello, de colores apagados. Los brazos los mantenían ocultos con reverente recato. El sombrero de fieltro lo usaban por igual hombres, mujeres y niños.

Stefan observaba a sus anfitriones, y no tardó en comprender lo diferentes que se mostraban a los indios que había visto deambular por la ciudad. Aquellos de Quito, parecidos en apariencia, caminaban encogidos y con pesadumbre en las espaldas, con las secuelas del desarraigo de su entorno natural y modo de vida. Aquí los veía con porte digno, como seres que pertenecían a esta tierra agreste, y que no concebían que fuera de manera distinta. Eran indios del altiplano, del páramo que los cobijaba y castigaba por igual, pero que era su hogar y allí seguían anclados a su dignidad. Portaban ese tipo de temple acuñado por el orgullo.

Gabriel, quien había visitado Ñawisacha anteriormente, se desenvolvía con fraternidad, y en especial se mostró deferente con Melchor Aigaje, el jefe de la comunidad, algo parecido a lo que en otras épocas hubiese sido el cacique local. Era de edad mediana y rostro cortezudo, hablaba en nombre de todos y ceremoniosamente invitó a iniciar con el ritual del almuerzo. En el centro de la plaza, sobre el suelo, fueron dispuestas dos grandes esteras tejidas y desde las chozas aparecieron las mujeres con sus ollas, bandejas y cuencos. Lo que trajeron, lo vertieron ahí formando un revoltijo de patatas, maíz, mote, arvejas, huevos duros, presas de pollo y cuy, truchas de rio y cebollas con hierbas y culantro. Fue la primera de muchas vivencias, que a Stefan le enseñarían el significado de pertenecer a una comunidad y el papel de esta en la supervivencia de sus individuos. Todo se compartía. Cada familia aportó al festín lo que podía. La comida fue el momento de discutir entre los hombres las tareas necesarias para las jornadas siguientes. Hablaron de las reparaciones que requería la capilla, la choza adyacente que habría de servir a Gabriel de hogar, los trabajos rutinarios con la tierra y los animales, la siega en las chacras, la pesca y las tallas de madera.

Stefan observaba y escuchaba todo, con extrema atención, sintiéndose un extraño en aquella realidad mística y desconcertante para él.

-Haremos una misa después de comer -dijo Gabriel-. Mi antecesor se retiró a la vida monástica hace más de dos meses y corresponde cumplir con ese deseo de la comunidad.

-¿Son todos católicos? -preguntó Stefan a Melchor.

-Todos -dijo Melchor-. Aunque algunos piensan como protestantes -Lo dijo con apenas una mueca escondida de fastidio.

-Melchor, lo importante es que todos sostengan su fe en Cristo. A los hermanos evangélicos que vienen también les mueve su amor por Dios.

Melchor asintió, aunque reflexivo.

-Sí, taita Gabriel. Pero no hablan bien de nuestra virgen y eso ofende mis oídos.

Gabriel le contó a Stefan acerca de la virgen, una imagen mariana que los pobladoras de la región, en especial de Ñawisacha, consideraban suya e inseparable de sus creencias y devociones. En los años recientes, algunos misioneros evangélicos habían iniciado esfuerzos de reconversión al protestantismo en los páramos andinos, y también por Ñawisacha aparecían de vez en cuando. Gabriel juzgaba que, con independencia de las diferencias en doctrinas y hábitos, los afectos de los evangélicos por los indígenas eran genuinos y loables.

-Melchor es un buen líder y jefe y le preocupa la vida espiritual de la comunidad -concluyó, con un halago sincero hacia el indio reservado-. Además, ahora seremos los dos, Melchor, los que podremos departir con los protestantes y hacerles ver que no todas sus doctrinas son sabias y se alejan de lo que nos enseña la madre iglesia.

Aseveró esto último confiado, dio un brinco para ponerse en pie y alzó la voz para que todos en la planicie pudieran oírle.

-Vamos, vamos mis hermanos holgazanes. ¡Tantos meses sin ir a misa! Seguro, que a alguno ya se le ha olvidado hasta el Padre Nuestro.

Los que lo oyeron, rieron y apuraron sus faenas para acudir prestos a la capilla.

Cuando quedaron a solas, mientras Stefan ayudaba a desempacar los ornamentos para la liturgia, el cura se vistió con el alba, se ajustó el cíngulo y se puso la casulla bordada.

-Esta gente, hermosa y sencilla, es muy dura de cabeza. Tienes que pensar, mi guiri, que ni quinientos años de reconversión al catolicismo han mitigado del todo sus propias creencias ancestrales, ¿no es hermoso? Yo no les quiero quitar sus creencias, sino que más bien quiero que las entiendan como parte de su espiritualidad.

La pequeña campana repiqueteó, dos meses después de la última vez, y su eco se postró con melancolía sobre el vasto erial.

 

-¿No se te hará monótona la vida aquí, Gabriel? -preguntó Stefan por la noche.

El cura exhibió una sonrisa cargada de agitación.

-Imposible, guiri. Aun no te imaginas todo lo que Dios espera de mí. Pensarlo, me da vértigo. Hay muchas familias que viven lejos y necesitan atención. Has visto la sencillez con la que vive esta comunidad. Todo es de todos, sea mucho o sea poco. Pero hay carencias, no hay escuela cercana más que a tres horas de camino, las enfermedades son atendidas con costumbres ancestrales y no siempre efectivas, hay necesidad de un sistema de aguas y letrinas, han de aprender de higiene y cuidados y un montón de cosas más. Es como si, por primera vez en mi vida, puedo ser algo más que un sacerdote. No me malentiendas, amo serlo, pero aquí, con estos hermanos, puedo ser un cura campesino, comerciante, albañil, maestro y enfermero. Las distancias son grandes. Viste que aquí no puedes entrar con vehículos, dependes del caballo, de la mula o de tus piernas para todo. ¿Crees que podría aburrirme? Aquí me siento más cerca de Dios que en ninguna otra parte.

Stefan asintió.

-Nada de lo que he conocido hasta ahora, Gabriel, se parece a esto.

-Lo sé, guiri, por eso quería que vengas. No tengo intención de verte convertido en misionero. Cada cual a lo suyo. Pero vivir esta experiencia, siempre que lo hagas con la mente y el corazón abiertos y sin prejuicios, te hará un hombre más completo, porque despertará nuevas emociones en ti. Emociones que luego te servirán de inspiración para escribir sobre esta América. Porque Américas hay muchas, incluso en un mismo país. Tienes la del mestizaje, la América colonial, la América blanca, la América politizada, la América explotada y la América autóctona, la que en esencia siempre existió, desde mucho antes de que todos nosotros viniéramos. Ñawisacha es un pedacito de esta. Quizás te animes a descubrir a esta América más en profundidad y apresarla en tus relatos. ¿Quién sabe?

 

Después de dos intensas semanas en Ñawisacha, Stefan volvió a encontrar las palabras, y esbozó los rudimentos de un nuevo relato:

 

 

Hubiese creído que, después de haber conocido Mauricio, ese punto minúsculo en el mapa, de Madagascar a casi seiscientas millas hacia el oriente, apenas un suspiro en la vasta extensión del Océano Índico, al planeta tierra ya no le quedaban lugares secretos con los que atraparme o sorprenderme.

Esta ignorancia, fruto de mi ceguera con la que vacilaba mirando hacia ninguna parte, en un ánimo carente de ilusiones y gallardías, no me dejaba alzar la mirada hacia las alturas, aunque fuese por suponer que Dios habría de crear sus mundos más fantásticos cerca de él, en las elevaciones que se codean con el cielo.

Y en lógica consecuencia, ¿qué habría sido de mí si no hubiese enviado a mi amigo Gabriel para ayudarme a descubrirlo? Por alguna peregrina razón, Dios se está apiadando de mí y me atrajo hacia lo que, posiblemente, es la obra más compleja de sus hechizos artesanales, los prodigiosos Andes, que creó con todo el arte de un orfebre, salpicando a estas tierras de joyas vivas.

Esta región en el altiplano ecuatoriano conserva la exuberancia de la creación y la melancolía de un Dios fatigado de tanta iniquidad en el mundo. En esta férrea región de cordilleras, llanuras y vientos, en la provincia de Napo, Cantón El Chaco, en la comunidad de Ñawisacha, voy comprendiendo que aún quedan héroes en el extenso mar de mediocridad y perversidad que ahoga todo a su paso de maremoto.

Héroes silenciosos, porque el indio del altiplano no habla mucho; héroes que apenas han mutado con los tiempos modernos y por ahí se avecina su desgracia de ser devorados por el avance de un tiempo cruel.

Convivir con Melchor, Luis, Estelita, María, Darwin y los demás, es vivir la epístola de una heroica pobreza con la herencia de un sabor de vida resignada pero fértil. Sus condimentos son la tierra, el aire, el azul moteado del cielo, el esquivo sol y la regente luna, la paja dorada y el horizonte a tiro de piedra, que evitan que leviten y se desarraiguen de lo que son: indios del altiplano, con milenios de llagas en los pies y en el ánimo.

María Julia vence el lomo con el tierno Manuel a la espalda, ambos atados por una tela, para segar con el “ayshu” la maleza de una porción de la chacra. Pablo parte con certeros machetazos toscos retales de madera de aliso, machetea con brusquedad, pero cada tajadura tiene sentido. Domina su arte con la destreza de un cirujano, que sabe por dónde buscarle la incisión a las vetas. Luis es el amo del recodo del río, el que mejor se entiende con las truchas y las acompaña en su ciclo hasta pescarlas en su momento de mejor madurez. Juan es el atleta, aquel que tiene las piernas como mula, duras y ferrosas, de ahí que, sin agotarse, puede hacer el viaje a Cayambe dos o tres veces sin descanso y se encarga de la venta de las “bateas” y “mama cucharas”. Sus hijos, Víctor y Samuel, lo acompañan, entrenan sus cuerpos adolescentes para las largas caminatas hacía el oriente, hacia la fraternidad y el comercio con las tribus amazónicas aledañas.

Melchor es el jefe, porque su padre ya lo fue, y porque domina todas las artes de la vida en el altiplano. Sabe domar las laderas inclinadas, las “jacas”, para el cultivo de hierbas aromáticas, y el suelo negro y fértil del “alli allpa” para la papa gorda. Es el jefe porque soporta la carga de las decisiones cuando las lluvias arrecian o las heladas amenazan, porque  embiste la ferocidad de la cordillera con la valentía de un toro y la delicadeza de una comadrona, porque sabe amansar el páramo y aliarlo para la causa de todos. Le toca bregar con el peso de impartir justicia en la comunidad, su palabra marca las sentencias en los conflictos y su consejo es la balanza para mantener la armonía.

Melchor tiene destellos de pena en su mirada. A veces clava los ojos en la lejanía, con mirada aparente de halcón, pero ahora sé que la tiene nublada y no mira más allá de su alma abatida. Dos hijos se le han ido ya, uno hacia el regazo de la virgen, hacia la eternidad de sus ancestros. El otro hacia la ciudad, a Quito, no apto para los flagelos de la montaña, ahora se está dejando flagelar por el monstruo urbano, convertido en un estibador de mercado y en un borracho de cuneta. Solo me atreví a preguntarle sobre ello una única vez, y sus labios lineales me dieron la dolida respuesta.

Los pastos, al sur del río, son húmedos, pero menos fértiles y sus terrenos son ladeados. De ahí, que se cultiva en el lado norte. Las distancias desde el poblado hacia las chacras son grandes. Las tierras son propiedad de la comunidad, al igual que lo es la vida misma y los quehaceres. Todo se comparte en armonía, todo se labra en complicidad, todo se siembra y todo se cosecha en conjunto y para beneficio de todos los habitantes de la comunidad. La arveja, el melloco y la oca necesitan germinar cerca del cielo, a tres mil metros de altitud al menos, mientras el fréjol, el zapallo y el ají crecen mucho más bajos. Así es el desafío de la agricultura, contradictorio e intimidante, pero la comunidad y sus seres no contemplan otra manera más sosegada de enfrentarse a su supervivencia. A menudo pienso que en ellos se cumple la sentencia del sudor de la frente con mayor vehemencia que para los demás, ¿acaso sea por lo cerca que están de los atributos de Dios?

Estos indios, resquicios honrosos de épocas mejores para ellos, me dan lecciones a mansalva y vivo con ellos la encarnación de ideales como la solidaridad y el compañerismo. Llaman “minga” al trabajo y al sudor compartido, al evento de emprender en comunidad las tareas para el bien de todos. Melchor los convoca y todos arriman el hombro. En esta actitud de compartir, dimos a la capilla de mi amigo cura los arreglos urgentes, techamos su choza y limpiamos el terreno para obsequiarle un antejardín menos salvaje. No hay uno que se excuse, las tareas cotidianas, salvo la atención a los animales, quedan aplazadas  por unas horas. Participar en la “minga” es la prioridad y, embelesado, comprendo que ella es el meollo de siglos de supervivencia. La comunidad prima por encima del individuo y el trabajo colectivo es un mandamiento, que a mí se me antoja que a Dios se le olvidó añadir a sus otros diez.

El tiempo aquí es parco de ocio. Toda actividad tiene una que la antecede y otra en consecuencia y, en los pocos tiempos que restan, busco darle algún descanso a mi cuerpo extenuado que, aunque grande y en apariencia fuerte, no puede seguirle el ritmo al poderío incansable de mis amigos indios. No logro adivinar si me lanzan miradas de compasión o burla cuando me rindo a las pocas horas de segar malezas con el lomo reclinado y, en compensación a mi inutilidad, creo más provechoso aliviar a María Julia de la carga del pequeño Manuel, y mirarla, con el crío en brazos, terminar la limpieza de la chacra. Melchor se me ríe, y me tranquiliza saber que la fuente inagotable de la pujanza de los indios les viene en los genes, heredados de milenios de lomos vapuleados en sus contiendas con la montaña.

Más destreza logro en la talla de bateas. Me aguanto el escozor de las ampollas reventadas al acometer con hacha y azuela contra los trozos de aliso, y sigo las indicaciones del maestro Pablo Acero, quien me instruye con condescendencia en la labor de asestar los golpes más certeros. Solo consigo entresacar toscos prototipos de cuencos y bandejas informes, y es luego él, quien con sus manos peritas, gubias y lijas, les da el refinamiento. Con la talla de las cucharas me rindo tras romper con torpeza los tres primeros intentos, sintiéndome un egoísta despilfarrador de madera buena. No se ha visto tallar la madera sin antes presenciar la tala del árbol, verlo en apariencia inútilmente muerto sobre el fango y admirar la liturgia artesanal de estos maestros, que lo van descuartizando de a poco, como un rompecabezas al revés. Del aliso esculpen bateas para todo uso, “mama cucharas” y cubiertos gigantes, cofres y pozuelos, pero los artesanos más versados hacen aparecer imágenes del santoral o de la mitología ancestral. Los tótems y figuras arrojan caras grotescas y otras más reales y refinadas. La actividad de la talla luego da frutos en el comercio del trueque, y se intercambian por dinero y otros productos que a la comunidad le hacen falta. Me entusiasma trabajar con las manos y ellos me dejan hacer, pero sospecho que se rindieron de asignarme otros menesteres. Con los animales me muestro torpe y desconfiado y no logro ni acercarme a la pericia de los niños con los caballos, las mulas, las gallinas y las cabras criollas. Melchor me consuela y alaba mi terquedad de hallar mi espacio útil en la comunidad. Mi amigo, el cura, encuentra los suyos en la albañilería y en la pesca, y todos son más condescendientes con el “taita” Gabriel, que al fin y al cabo tiene su papel en los asuntos de “taita” Dios, y aquello es sagrado.

Otro espacio que logro ocupar es el de cuentacuentos, porque a los indios les embelesa escuchar buenas historias, leyendas y fábulas, y es a eso a lo que nos dedicamos después del ocaso. Hago esfuerzos por hablar con una dicción pausada y les narro aventuras de mi vida anterior. Sobre todo levanto el entusiasmo con los relatos de Cádiz y con el padre Gabriel de protagonista, y le otorgo una merecida heroicidad al sacerdote que los indios celebran con gozo y orgullo. Y ellos narran leyendas que aún salpican sus creencias y se mezclan con su devoción cristiana para crear una religión propia y que de siempre les ha acompañado. Así aprendo acerca de “Chificha”, el ser mítico de doble rostro que se comía a la gente, o la “Supay Paccha”, la cascada del diablo.

En el altiplano ecuatoriano, levitando a tres mil metros de altura y con la Amazonía de fatua vecina, en Ñawisacha, cuya existencia se me antoja el paradigma del hades y del purgatorio a la vez, aprendo nuevas formas de existir y vivo las cábalas de Dios, con sus dos caras, como “Chificha”, la bondadosa y la virulenta. Nada es ni será igual para mí a partir de ahora…

 

 

Stefan permaneció dos meses en la comunidad y este tiempo le confirió nuevos impulsos. Gabriel le ayudó a trazar los siguientes recorridos por la geografía ecuatoriana, la que iba a revelarse rica en contrastes.

En el pequeño país se suman regiones tan diversas como antagónicas, que de izquierda a derecha se interconectan. Primero están las Islas Encantadas, las Galápagos, que habrían de ser cruciales en poner al mundo patas arriba con las conclusiones sobre la evolución de las especies del renegado naturalista Charles Darwin. Más de una vez, el dios de los creyentes puristas debe haberse arrepentido de no haber borrado aquellas islas del mapa para evitarle a la humanidad las contradicciones con el relato bíblico de la creación. Desde las islas, a seiscientas millas marinas hacia la diestra, el océano baña las cálidas y temperamentales costas de Ecuador y que marcan una morfología verde y jugosa, habitada por seres de espíritu cálido y de querencia libre como las aguas. Le sigue el muro de la cordillera andina, los altibajos de las montañas y de los volcanes, como eslabones que engranan una frontera de norte a sur. Y, en una carrera descendente, cierra el capítulo geográfico del país la Amazonía, la pomposa coronación botánica que le hace al planeta de pulmón y de campo de fechorías y que, en 1962, ya sufría las lacras de una explotación inclemente. La selva es tan exuberante, que sus codiciados tesoros han terminado por convertirla cruelmente en la tumba de nativos milenarios que nunca pudieron defenderse.

En Ecuador, Stefan escribió no pocos relatos controvertidos. Escribió sobre los prodigios naturales, pero también arremetió contra los vapuleos de la codicia humana que lo aniquilaba todo con su irrefrenable gula. Sus escritos empezaron a ser cada vez más lúgubres, más críticos, y comprendió, a golpe de ver, la inutilidad de vivir en un paraíso, cuando los hombres se adueñan de él, no en actitud sumisa, sino apoderándose del rol de Dios.

En ocasiones volvía a Ñawisacha, donde al abrigo de la amistad con sus habitantes reponía sus fuerzas y terminaba la escritura de algún relato. Con más de un año de peregrinación y, habiendo husmeado por todo el hermoso país, Stefan consiguió reponerse y abandonar la apatía con la que había llegado de Alemania. Solo entonces estuvo listo y dispuesto a nuevos retos, para felicidad de Günther Klee, quien se reafirmó en su pretensión de enviarlo por el continente. Debía cubrir los acontecimientos en aquellos países, a los que les salían salpullidos por doquier, casi siempre de alergias políticas y que se contagiaban unos a otros.

Latinoamérica lo mantuvo ocupado durante varios años, y en Alemania cuajó su fama de “Guerillaschreiber”, el escritor guerrillero, porque asestaba golpes de pluma y se hicieron famosas sus historias con las que fustigaba casi siempre a las clases pudientes. No eran épocas ni seguras ni propicias para juicios valentones, y de ahí que sus atrevimientos y desenfados al escribir le aseguraban el éxito con los lectores.

 

 

No nos detendremos mucho en narrar la vida periodística de Stefan entre los años 1963 y 1970. Recorrió el mundo, y se echó a las espaldas un gran bagaje de vivencias dispares, muchas de ellas atroces y peligrosas. Quizás solo quepa hacer una breve reseña acerca del descanso que se concedió en 1969, ello con el ánimo de escribir un libro. Consideró que, para eso, lo mejor era residir en Canadá, sintiendo remordimientos por haber descuidado a su familia durante demasiados años. Hasta el más aventurero se cansa en algún momento y busca desacelerar la vida, aunque sea por poco tiempo.

-Tengo treinta y tres años, pero siento que ya estoy escribiendo mis memorias -había confesado a su cuñado Martin en una ocasión, cuando la montaña ya sumaba más de seiscientos folios.

El libro quedó sepultado en un cajón de la mesilla de noche de Annegreth por largos años, hasta ser desenterrado por Agnes en 1989.

Durante ese año, volvió a retomar contactos con amigos que apreciaba, como el honorable Karl Pocopanni, ahora ministro en la República de Mauricio, desde la independencia de la isla como país soberano y reconocido en 1968. También volvió a escribirse con Claude y su familia, finalmente establecidos en un mejor entorno, por los esfuerzos de madre e hijos en darle un giro a sus miserias. Y Zoze, desde Bombay, le hablaba de sueños de emigración, fatigado por la pena desde la muerte de su joven esposa Aarushi.

 

La vida moderada en Canadá tuvo en algún momento su fin, y el destino, personificado una vez más en la persona de Günther Klee, lo condujo a Chile en 1970, para dar cobertura a las tensiones políticas. No debía ser una estancia larga, con el compromiso tan solo de cubrir las elecciones presidenciales y el entuerto político y social que llevaría a Salvador Allende a ganarlas. El encargo parecía sencillo, porque en Santiago, la capital, Wochenfenster tenía destacada a una pequeña delegación de periodistas que cubrían los acontecimientos del cono sur de América. Este hecho confundió a Stefan, pero Klee había sabido cómo engatusarlo.

-Stefan, déjele la política a esos imberbes. Usted tráigame las historias de verdad.

De esta manera, y sin propósito claro, Stefan se familiarizó con el país a ritmo pausado. Acordó con el resto del equipo los imprecisos temarios y, a la segunda semana de estancia, se dirigió a la ciudad costera de Valparaíso. Por recomendaciones, se alojó en un pequeño hotel en segunda línea de playa, regentado por una pareja de extranjeros. La mujer era alemana y se mostraba inmensamente agradecida con las visitas de paisanos con los que podía hablar en su idioma.

El hotel “Blumengarten” era una acogedora mansión de pocas habitaciones. El esposo de la alemana, de nacionalidad peruana, también se defendía con un rústico alemán y las afables maneras de la pareja fomentaron que Stefan hiciera pronto buenas migas con la familia.

Y de esta manera fortuita, en un momento imprevisto de esos, que se suman para escribir el devenir de las vidas, Stefan conoció a la familia Llori-Breslar y a su pequeño hijo Jonathan.

Cuando los caminos convergen
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