VI - 20 de agosto de 1989 - Nueva York

 

 

Desde Caracas, donde pernoctaron una noche, Agnes y Stefan Prinz continuaron viaje hasta Nueva York.

En Newark tomaron un taxi y les llevó más de cincuenta minutos llegar al barrio del Soho, donde Stefan había reservado un pequeño apartamento. A Agnes le había parecido bien la elección, porque sabía que las compras en aquel barrio eran ventajosas, aunque tampoco se resistiría en pasear por Times Square, Broadway y la Quinta Avenida. El apartamento era apenas más grande que una suite de hotel. Estaba decorado con coquetería, al estilo europeo, y el apartotel contaba con todos los servicios propios de un gran hotel. Después de refrescarse, dieron un paseo y aún hacía calor a aquella hora de la tarde. Lo que en otras épocas había sido vecindario de artistas, se había ido transformando en una zona de familias económicamente bien situadas, sumándose restaurantes, galerías, boutiques y tiendas de todo tipo, sin perder con ello su encanto residencial.

Entraron en un restaurante de comida hindú.

-Quiero que conozcas a alguien muy querido para mí -había anunciado Stefan.

Olía a naan y a cardamomo, y Agnes se sintió halagada, porque Stefan se acordó de su gusto ocasional por la comida picante. Una joven camarera india les sonrió cuando Stefan le dio su nombre y los guió a una de las mesas, a pocos metros del hombre de piernas cruzadas y que, sobre una tarima en posición reverente, tocaba el sitar para ambientación de los comensales.

La joven corrigió un par de detalles sobre la mesa y Agnes admiró el sari que vestía.

Cuando la camarera se retiró, instruyó a Stefan.

-¿Sabes que para vestirte con un sari hacen falta dos personas y solo las mujeres más experimentadas saben ponérselo solas?

Él confesó su ignorancia sobre la materia, lo cual dio lugar a una detallada explicación de ella, ayudándose con una servilleta de tela para mostrarle el concepto de vueltas y pliegues y que Stefan, por mucha imaginación que le ponía, no era capaz de seguir.

Los interrumpió un hombre apuesto que casi derribó la mesa en el ímpetu de darle un abrazo a Stefan. A Agnes le llamó la atención que, a pesar de la alegría de saludarse, el abrazo fue silencioso y reposado, un abrazo de segundos íntimos y callados.

El hombre después se estiró, echó los hombros hacia atrás en un afán de corregir la compostura de la chaqueta de traje cruzado, clavó con firmeza la mirada en Agnes con sus grandes ojos negros, y le sonrió con la que a ella le pareció la sonrisa más encantadora que había visto en toda su vida.

-Amor, este es Joseph a quién quería que conozcas.

La presentación fue el preludio para que el mencionado tomase a Agnes de la mano y acercara a ella sus labios, aunque no llegó a rozarla. Agnes se aturdió.

-Mi nombre es Zoze en realidad, pero es más fácil aquí llamarse Joseph -dijo el hombre sin dejar de mirarla-. La había visto en fotos, hermosa Agnes, y ahora entiendo por qué Stefan nunca la había traído. Es más, no comprendo porque no la tiene encerrada en un palacio para proteger tanta belleza de un mundo cruel y aprovechado.

Lo dijo con tanto encanto, que Agnes se ruborizó para luego corresponderle a aquel todavía extraño una de sus sonrisas que hacían entender que el halago había sido bien recibido.

Stefan se divertía.

-Hay una edad, amigo Zoze, en la que a un hombre ya le quedan pocas cosas de las que presumir. Así que, para ostentar, decidí hacerme acompañar de mi joya más valiosa.

A Agnes se le escapó un bufido de sorpresa.

-Joseph, no lo conozco a usted, ni sé todavía qué tipo de amistad le une a mi marido, pero usted parece ser la fuente de inspiración de lo que una mujer quiere escuchar todos los días de boca de su esposo. ¡Wow, Stefan!

Los tres rieron y Joseph se disculpó, porque deseaba ordenar para ellos un menú que él mismo seleccionaría.

-¿Stefan, quién es, por el amor de Dios?

Agnes se había percatado de que el encuentro lo había cargado de emoción.

-Se llama Zoze Brandao, y en realidad no es de la India, sino de Goa. Aquí se hace llamar Joseph, o Jo, y es el dueño de este restaurante.

-No me habías hablado de él -dijo ella-. Pero lo entiendo,  casi te supera en encanto. Pero admito que estuviste fino al reaccionar.

Stefan se disponía a contarle, pero Jo había vuelto. Se había desprendido de la americana para lucir más informal con su camisa de seda del color del nácar.

-Esta noche no trabajo -anunció determinante-. Está aquí mi hermano Stefan Prinz y, encima, trae un ángel a mi modesto local. Hoy no soy el jefe, hoy quiero disfrutar.

Zoze Brandao debía tener la edad de Stefan, pensó Agnes. Era de piel aceitunada y cabello negro, apenas iniciaba a canear en las sienes y tenía unos dientes maravillosamente grandes e inmaculados. Agnes era perspicaz y, cuando vio que ambos se miraban con mucha complicidad, no pudo evitar preguntar.                           

-¿De dónde os conocéis? Porque salta a la vista de que se trata de una amistad profunda.

Zoze Brandao estaba preparado para la pregunta.                           

-Conocí a tu marido hace treinta años, pero luego la vida nos separó y recién, trece años más tarde, volvimos a coincidir.

Agnes se percató de la mirada de Stefan, que parecía indicar al otro que no entrase en demasiados detalles. Naturalmente, aquello excitó aún más su curiosidad.

-Cuéntame, querido Jo -rogó, pero a éste, al menos por un instante, le salvó la llegada de sendas fuentes de naan, salsas varias como el picante kobbari pachadi, hecho de coco y arroces.

Disfrutaron de aquellas delicias y Stefan tuvo que pedir más agua y cerveza para aplacar el picor al que parecía no estar tan acostumbrado como su mujer.

-Stefan es como un hermano para mí, hermano mayor se entiende,  porque me lleva unos cuantos años -El propio indio rió su gracia con estruendo.

-Lo conocí en Bombay de la manera más fortuita. Corría y se chocó con el tenderete de mi abuela en el bazar. Se abrió la cabeza con una estaca. Sangraba como un cerdo y mi abuela no hacía más que blasfemar. Si yo no hubiese estado ahí esa tarde con ella, lo habría rematado de buena gana con su viejo bastón. Así que lo socorrí, lo llevamos a casa de mi madre y hubo que coserle la cabeza con cinco puntos. Recuerdo muy bien que el doctor Kimani soltaba improperios, mientras lamentaba que la dura cabeza de este granuja alemán le doblaba las agujas con cada puntada.

Zoze no paraba de reír.

-Esa cicatriz no te la conozco, Stefan -dijo Agnes con ironía-.

-Es que esa es mi cicatriz de la vergüenza -replicó él-. Una cicatriz nada heroica y fruto de una torpeza que no me gusta recordar. Menos mal que está cubierta.

Jo continuó animado.

-Ciertamente, la irrupción de Stefan en nuestra familia no tuvo nada de heroica y, para colmo de males, se había granjeado al peor de todos los enemigos imaginables: mi abuela.

-Que Dios la tenga en su gloria -dijo Stefan recordándola-. Creo, que nunca le he tenido en mi vida más miedo a nadie que a esa dulce anciana.

-Mi abuela Zâbel podía ser dulce, pero le tomó manía a este plebeyo alemán que, según ella, ni siquiera tenía modales a la hora de comer y por naturaleza desconfiaba de todos los de piel blanca y ojos vacíos, como los llamaba ella.

-¡Así os hicisteis amigos! -suspiró Agnes.

-Este bandido se quedó varios meses en nuestra casa y recorrimos parte de la India en mi vieja motocicleta.

Agnes miró a su marido sin ocultar su sorpresa.

-Desconocía que hubieses estado tanto tiempo en la India.

Zoze quiso auxiliar a su amigo con un brindis.

-La estancia de Stefan y nuestro tiempo juntos lo recuerdo como la época más importante de mi vida -dijo y levantó su copa de agua.

Agnes era consciente de lo mucho que aún desconocía del pasado de Stefan.

-Dime, dulce Agnes, ¿cómo alguien tan extraordinaria como tú se fijó en un hombre tan mundano como Stefan?

La joven mesera dispuso diferentes peroles sobre la mesa. El olor del curry lo impregnaba todo y la muchacha les explicó las diferentes preparaciones de pollo, cordero, marisco y verduras. Sonrió a Stefan al recordarle, que con el yogurt aliviaría el picor de los guisos.

A Agnes le gustaba contar la historia de su encuentro.

-Al menos para Stefan, fue una situación embarazosa -comenzó a relatar.

-Fue en Marbella. Yo atendía en la joyería y este hombre no paraba de dar vueltas al escaparate de los anillos. Yo lo observaba, divertida, porque parecía un trompo. Miraba y miraba, pero no se detenía. Tampoco escuchó cuando, por tres veces, le pregunté si se le ofrecía algo.

-Sí -rió Zoze con gana-. Así es Stefan, distraído. Aunque tampoco descartes la edad, mi querida Agnes -y se señaló con gesto evidente el oído.

-No, si a la tercera ya me oyó y se ruborizó. ¿Te lo imaginas? Empezó a balbucear algo en español y, de inmediato, detecté su acento alemán, así que mejor le hablé en nuestro idioma. Naturalmente se sorprendió e intentó ser galante conmigo al felicitarme por mi buen alemán.

Zoze no contuvo las carcajadas y acentuó su diversión con una sonora palmada en la pierna de Stefan.

-¡Stefan Prinz, eres un bruto! ¿Felicitarla por su buen alemán?

Stefan sonrió de vergüenza al recordar la escena.

-Yo reí igual que usted, Zoze. Me resultaba divertido este larguirucho cincuentón, así que me tomé mis segundos antes de revelarle, con disculpas, que mi buen alemán quizás se debía a que era alemana.

Ahora Zoze se ahogaba con sus risas.

-Descubrir que era alemana lo avergonzó aún más pero, aliviado por poder hablar en su idioma, me pidió ayuda para elegir un anillo…

 

 

-Un anillo, claro -confirmó la rubia, por fin algo más seria. Stefan intentó calcular su edad. Quizás por la mitad de los cuarenta, determinó. Era atractiva y atlética, el cabello lo llevaba recogido en una coleta y vestía un ceñido vestido amarillo de verano.

-¿Para alguna ocasión especial?

Stefan dudó.

-Es para una joven. Algo sencillo quizás. Elegante.

La mujer titubeó unos segundos, repasando con la mirada el escaparate.

-¿Número?

-¿Número? -repitió Stefan.

-Sí, los anillos vienen en tallas con números, igual que la ropa -explicó la mujer con paciente encanto. Se percató de la ignorancia del alemán en el tema. Decidió no ofrecer las joyas expuestas en el escaparate y sacó una bandeja cubierta de terciopelo.

-Será difícil acertar, si no sabemos el número, pero la joven puede volver y cambiarlo.

Stefan suspiró incómodo.

-Temo que sería difícil -dijo-. La joven no vive cerca y es un regalo que pretendo enviar.

-Entonces quizás le convenga buscar otro tipo de joya.

-Quizás -convino él, avergonzado por lo perdido que estaba en aquellos menesteres de comprarle un regalo a una mujer.

La alemana, solícita y profesional, le tendió una mano.

-¿A lo mejor un bonito colgante le puede ayudar? Tenemos unos modelos exclusivos. ¡Orfebrería de Marruecos!

Stefan sintió alivio.

-Sí, un colgante también sería un buen regalo.

En aquel momento se cruzaron sus miradas con intención y Stefan admiró los ojos color turquesa en rostro heleno. Se llamaba Agnes María Villette. Stefan se relajó y rearmó la compostura para entretenerse durante casi una hora con las recomendaciones de ella. Dilató el tiempo a conciencia. Mostró interés por el negocio y supo que ella era la propietaria, en sociedad con una amiga. Un pequeño negocio propio en Puerto Banús, el puerto deportivo de Marbella, era una opción placentera y honrada para ganarse la vida. La mujer le contó que, después de un divorcio enojoso, no se lo había pensado dos veces, cuando su amiga y socia sevillana, Inmaculada, le había propuesto instalarse en la Costa del Sol. Cambiar la fría ciudad industrial de Hannover, de donde provenía, por la hospitalaria región turística española junto al Mediterráneo, no había resultado ser una decisión en absoluto difícil. Y de aquella manera, con pocos más recursos que unos ahorros limitados y la ambición de poner distancias con casi todo del pasado, había trasladado su residencia a España.

Para cuando quiso darse cuenta, la atracción de Stefan por Agnes María Villette había aumentado. Le contó que se hospedaba en el hotel Los Monteros y que no conocía a nadie en aquella región. Aquel fue el preámbulo para, en consecuencia, tomarse el atrevimiento de invitarla a cenar. Finalmente compró un pequeño delfín en oro blanco con su cadenilla a juego. La destinataria sería una joven familiar que residía en Canadá.

Ambos se enamoraron con ese amor plácido que la madurez otorga y otros desamores bendicen. Stefan alargó su estancia otra semana, dándose tiempo para disfrutar de las nuevas emociones. Pasearon por Andalucía con la intensidad que se conceden los corazones al enamorarse. A Agnes le apasionaba la región andaluza y junto a ella, Stefan la fue redescubriendo con un hechizo renovado.

Se volvieron a ver en otro viaje, dos meses después y, para entonces, Stefan ya tuvo la certeza de que le propondría matrimonio.

 

 

-Y así, hace casi dos años que nos encontramos para no volver a separarnos -concluyó Agnes.

-Es una bella historia -decretó Zoze, al tiempo que miraba con afecto a su viejo amigo.

-Has tenido suerte, Stefan. Siempre digo, que la vida se compone no de planes, metas o propósitos, sino de pequeñísimas circunstancias. Y tu fortuna te sonrió porque tú estabas en Marbella en aquel tiempo y no fui yo, que me hallaba aquí, cocinando en Nueva York. Porque de otra manera, esta hermosa dama se hubiera quedado conmigo, viejo amigo. No lo dudes, yo me habría batido en duelo con cualquiera por esta magnífica mujer.

Zoze brindó y rió sus gracias por enésima vez. La joven mesera retiró los platos y sirvió las clásicas masitas fritas gulab jamun, con unas raciones de barfi y jalebi para compartir. Agnes se extasió con aquellos postres y alabó a Zoze.

-Tengo cuatro cocineros, todos de Goa -dijo el anfitrión orgulloso-, y a todos les enseñé yo. Cocinar es posiblemente una de las pocas cosas que no se me dan tan mal. En Bombay hacía hamburguesas americanas de pollo y aquí preparamos cocina tradicional de la India para los neoyorquinos. Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa, aunque en este caso a la inversa.

Brindaron de nuevo con feni de coco, original de Goa, y Agnes compartió con el nuevo amigo sus impresiones sobre lo que había conocido en el viaje. En algún momento, Zoze Brandao se incorporó y preguntó a Stefan ceremoniosamente:

-¿Permitirías por nuestra amistad de tantos años que le hiciera un obsequio a tu maravillosa esposa?

Hizo una indicación a la joven mesera en su idioma y después se dirigió de nuevo a Agnes.

-Mi querida amiga. Por favor, acompañe a Sandhya a mi oficina para una pequeña sorpresa.

Agnes, avergonzada aunque complacida, siguió a la joven hacia la parte trasera del local.

-Realmente es maravillosa -confirmó Zoze cuando quedaron solos.

-Sí que lo es. Soy afortunado.

-¿Por qué no la dejaste acompañarte a Guayaquil?

-No era el momento -replicó Stefan, incómodo. – Temo que no entienda.

-Esta mujer bebe las aguas por ti, buddy, ¿por qué no habría de entender? Con ella tendrías más paz y serías más fuerte.

-Algo parecido dijo Emilia el otro día. Mi intención era contarle, mostrarle, por eso el viaje, pero sucedieron cosas.

Zoze se intranquilizó.

-¿Qué cosas, Stefan?

Y él le contó.

 

 

Agnes lucía deslumbrante en su nuevo sari color bermellón. Zoze se vanaglorió de su buen gusto y la joven Sandhya alabó las exquisitas hechuras del combinado de tres piezas. Stefan, sin embargo, enmudeció, y ráfagas de graves recuerdos le atenazaron la voz. El de Goa, una vez más, le salvó con sus oportunas ocurrencias.

-¡Oh, amigo Stefan! -declamó-. Deja que este triste viudo pueda aún gozar de un poco de felicidad durante los días que me queden en esta vida. Estoy dispuesto a batirme en duelo contigo por esta reina, digna de todos los palacios. El mismo Taj Majal no sería más que una covacha para tan fulgente belleza. Salgamos pues afuera, y que sea el mejor entre nosotros el que, sin merecerlo, se quede con tan magnífico premio.

Estallaron aplausos desde las otras mesas, cuyos comensales no habían quedado ajenos a los exabruptos teatrales del dueño. Hasta el hombre del sitar lanzó unos evocadores acordes desde su instrumento y subrayó así el melodramático momento. Stefan consiguió serenarse y soltó despacio el aire en un profundo suspiro para disimular su conmoción.

Cuando los caminos convergen
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