25

Los muros de la celda rezumaban humedad. Aunque casi no se veía nada, hacía por lo menos dos horas que había amanecido. Un minúsculo ventanuco con barrotes, a sólo unas toesas del suelo, sólo dejaba pasar un rayo de luz macilenta. Sentado en un mugriento jergón, con la espalda apoyada en la piedra, Idelsbad había pasado la noche rumiando la ligereza de su comportamiento de la víspera. ¿Cómo podía haber actuado con tanta estupidez? No sólo había sido incapaz de agarrar a Moser, sino que además había alarmado al otro personaje, aquel médico que ahora debía de estar ya al abrigo, lejos de Florencia.

¿Y Jan? ¿Qué iba a ser de él?

Era el día de la Asunción. Y allí estaba, prisionero, reducido a acechar un sonido, un rumor, una señal anunciadora del cataclismo por venir. Cerró los ojos, procurando controlar la angustia y los rabiosos latidos de su corazón. Finalmente, sin fuerzas ya, agotado, se dejó vencer por el sueño.

Dormía tan profundamente que no oyó la gruesa puerta metálica que cerraba la celda cuando giró sobre sus goznes.

—¡Signor Duarte! —gritó una voz—. Despertad. Sois libre.

Idelsbad se incorporó parpadeando, incrédulo. Un hombre, el carcelero, se inclinaba sobre él.

—¿Qué decís?

—Sois libre. Nos hemos confundido. Ha sido un error.

—Es lo que yo me cansé de deciros, pero nadie quería escucharme —replicó el portugués, de mal humor.

—Estamos sinceramente desolados. No podíamos sospecharlo.

—¿A quién debo mi libertad?

—No conozco los detalles. Sólo sé que un mensajero ha entregado a mis superiores un pliego, firmado por la propia mano del Médicis, ordenando vuestra inmediata liberación. Alguien os espera fuera.

Meneses, sin duda, pensó Idelsbad. Habría intervenido ante Cosme.

Cruzó el umbral de la celda y se dejó conducir por el carcelero hasta la salida del Bargello.

Allí estaba su amigo, esperándole.

—Me debes los ojos de la cara —soltó éste—. Si no hubiera presenciado toda la escena, aún estarías pudriéndote en ese agujero.

—Tienes toda mi gratitud, amigo. Sin embargo, hubieras podido impedir que pasara la noche aquí.

Meneses abrió los brazos en señal de impotencia.

—He hecho lo que he podido. Por desgracia, no he conseguido encontrar a Cosme hasta esta mañana.

—¿Dónde está Jan?

—Seguro. Con el príncipe Enrique. El propio infante ha querido tenerlo a su lado. Nos esperan en la catedral.

—¿La catedral?

Dom Pedro hizo un gesto de impaciencia.

—Es día de misa mayor, en Santa María del Fiore. —Arrastró a Idelsbad por el brazo—. Apresurémonos. Hace ya rato que ha comenzado el oficio.

Mientras caminaban hacia la plaza del Duomo, preguntó:

—¿Tienes idea de quién es el hombre que intervino para proteger a Moser?

—Si no les mintió a los guardias, es el médico personal de Cosme. Dijo llamarse Piero Bandini.

—¿Bandini? El nombre me dice algo, en efecto. ¿Formaría parte de la conspiración?

—¿Por qué otro motivo iba a proteger a Moser?

—El médico de Cosme —le repitió Meneses, pensativo—. Decididamente, esa gente se ha infiltrado en todas partes. En cualquier caso, de momento la enfermedad de Oltrarno no ha cruzado el río y no se ha señalado ningún intento de envenenar los pozos. Es curioso, nunca había reinado en Florencia tanta calma. Diríase que nuestros temores son infundados.

—¡Vamos, Pedro! ¿Realmente puedes creer que el mal haya aparecido por casualidad?

—¿Por qué no? ¿Qué dije cuando estábamos en la carroza de Cosme? Tal vez se trate de una afección desconocida.

Idelsbad frunció el ceño. No sólo no creía ni una sola palabra sino que, a juzgar por la ansiedad que se leía en su rostro, las afirmaciones de su amigo, lejos de tranquilizarle, habían hecho nacer en él una nueva inquietud. Consideró inútil discutir y apretó el paso.

A medida que se acercaban al centro, forzoso era advertir que dom Pedro no había exagerado al evocar la calma que envolvía la ciudad. Pero no había precisado, tal vez porque no era consciente de ello, la extraordinaria tensión latente. La atmósfera era pesada, la ausencia de transeúntes había sido colmada por una presencia invisible, amenazadora.

Los aledaños de Santa Maria del Fiore estaban también casi desiertos, lo cual era del todo insólito en un día de fiesta. ¿Era el cordón de soldados que montaba guardia ante el atrio y los alrededores de la plaza del Duomo lo que había asustado a los fieles, o bien el temor al contagio retenía a los florentinos en sus casas?

Los dos hombres subieron rápidamente los pocos peldaños que llevaban a la entrada principal y penetraron en Santa Maria del Fiore. La catedral estaba medio vacía. Una discordancia más, pensó Idelsbad. El miedo se había apoderado sin duda de los habitantes. En cambio, las primeras filas estaban completamente ocupadas por los notables y los dignatarios.

El gigante mojó su mano derecha en la pica de agua bendita y se persignó, buscando a Jan con la mirada. El adolescente estaba allí, en efecto, en primera fila, de pie entre Cosme y el príncipe Enrique. Tranquilizado, se instaló junto a dom Pedro, a la sombra de una columna.

Por encima de la nave flotaba la gigantesca sombra de la cúpula de Brunelleschi. Majestuosa, aérea, sublime. En lo alto se recortaba una abertura por la que se vertía un torrente de luz.

—¿Cómo es posible que se haya mantenido este orificio? —susurró Idelsbad a dom Pedro.

—Las obras no han concluido por completo. Se está construyendo un cupulino que debe cerrarlo todo.

El coro entonó una antífona a la gloria de la Virgen María. El canto corrió como una ola a lo largo de los mosaicos y acarició los vitrales antes de rebotar al pie del altar mayor.

Se acercaba el momento del ofertorio.

—No veo a tu amigo Ghiberti —susurró de nuevo el gigante.

—Sí, está allí. Detrás de Cosme. Hay un sacerdote a su lado. El padre de Cusa. Nunca había visto tantos genios reunidos al mismo tiempo, en un mismo lugar. Brunelleschi, Alberti, Fra Angélico, Donatello, Michelozzo, y sin duda olvido alguno.

Fue interrumpido por la voz cristalina de un monaguillo que declamaba un responso.

Cuando se hizo de nuevo el silencio, el celebrante tomó la hostia, se arrodilló, la presentó al crucifijo que se levantaba sobre el tabernáculo, al tiempo que la concurrencia inclinaba piadosamente la cabeza. Luego rompió el pan y se llevó un pedazo a la boca. A continuación, tomando el cáliz, bebió un trago y se recogió.

Sólo cuando volvió a levantarse inició el coro un cántico a la gloria del Omnipotente. Iba a comenzar la comunión.

Idelsbad se fijó en Jan. Pero ¿qué le ocurría? La sangre había abandonado sus mejillas y su rostro parecía sometido a una tremenda tensión, como si se hubiera colocado una máscara de cera.

Lleno de angustia, el gigante dio un codazo a dom Pedro.

—¡Mira a Jan! Tengo la impresión de que se encuentra mal.

Cosme de Médicis acababa de dirigirse al pie de los peldaños que separaban el altar de la nave. Llegado ante el sacerdote, puso una rodilla en tierra y entreabrió los labios, dispuesto a recibir el santo sacramento.

—¡No! —El aullido de Jan resonó bajo la bóveda con la fuerza de un clamor—. ¡No, monseñor! ¡No comáis la hostia! —Empujando a Enrique y a las demás personalidades, desembocó en el pasadizo central y corrió hacia el Médicis—. No —repitió—. ¡No lo hagáis! Vais a morir.

Cosme frunció el ceño, desorientado.

—¿Qué dices, niño?

—Está en el pan. ¡La enfermedad está en el pan! Las hostias están envenenadas.

Se produjo una agitación en la concurrencia. Nadie parecía comprender, y menos aún el sacerdote que, perplejo, seguía tendiendo la hostia a Cosme.

—Pero bueno, ¿qué significa esta historia? —exclamó éste con cierto enfado—. ¿No ves que estás interrumpiendo el oficio?

—Os lo aseguro, monseñor. ¡Tenéis que creerme! El mal de Fiesole, en el Oltrarno, procede del pan. Han puesto en él cornezuelo del centeno.

Idelsbad había llegado junto al muchacho.

—Jan, ¿quieres explicarnos tranquilamente de qué se trata? ¿Por qué hablas del cornezuelo del centeno?

El sacerdote consideró oportuno advertir:

—Tanto más cuanto nuestras hostias están hechas con trigo sin levadura...

—Explícate —insistió el gigante.

—Un panadero de Damme... Él me lo dijo cuando iba, precisamente, a buscar hostias. —Y anunció con voz angustiada—: El cornezuelo del centeno es una pequeña excrecencia producida por un hongo que se desarrolla en detrimento del grano. Mezclado con la harina, puede provocar un ardor que devora las entrañas, temblores, espantosos dolores y, poco a poco, los miembros se desprenden y se reducen a polvo.

—¡Es absurdo! —interrumpió una voz—. ¡Completamente necio!

Todas las miradas se volvieron hacia el hombre que acababa de protestar: era Antonio Sassetti, uno de los consejeros del Médicis. Su silueta hética se erguía a contraluz. Su figura, habitualmente impávida, mostraba una increíble dureza. Llegó junto a Jan y agarró firmemente el brazo del muchacho.

—Vamos, pequeño. Vuelve a tu sitio. Estás sembrando el desorden. Ten un poco de respeto.

—¡No! —gruñó Idelsbad—. Dejadle hablar.

—Esa enfermedad que afecta a la gente... —continuó Jan con voz febril— tiene exactamente los mismos síntomas que el panadero describió. Vos...

Sassetti volvió a interrumpirle:

—¡Eso no tiene sentido alguno! Si la harina estuviera contaminada, toda la ciudad se vería afectada y no sólo un barrio o una aldea. Lo repito: todo eso es pura necedad.

—¡Tal vez no, signor Sassetti! —dijo un hombre de unos sesenta años, plantándose ante el consejero de Cosme—. Soy médico. El muchacho no desvaría en absoluto. Escuchándole hablar he recordado algo que se refiere al cornezuelo del centeno. La enfermedad existió realmente en tiempos remotos. La gente de la época la había bautizado como «el mal de los ardientes». Tengo en mi casa un antiguo grimorio en el que se lee que, hacia el año 997, la ciudad de Limoges fue asolada por este mal, hasta tal punto que el abate y el obispo se pusieron de acuerdo con el duque y ordenaron a los habitantes un ayuno de tres días. Tres o cuatro siglos más tarde, no sé en qué región, se habló de una secreta sentencia del Señor que hizo caer sobre el pueblo la venganza divina. Y el texto dice: «Un fuego mortal comenzó a devorar a muchas víctimas, tanto entre los grandes como en las clases medias e inferiores; respetó a algunos, aunque amputados de parte de sus miembros, para ejemplo de las siguientes generaciones.» —El médico concluyó—: Ya veis que las palabras del muchacho no carecen de fundamento.

Sassetti se había sobrepuesto. Su expresión volvía a ser gélida, impenetrable.

—No creo ni una sola palabra —dijo entre dientes.

Algunos fieles habían abandonado sus sitios para acercarse al altar mayor. En sus rostros se leía el mayor desconcierto.

—Vuestro escepticismo me parece curioso, cuando menos —se burló Idelsbad.

—¿Qué queréis decir?

—¿Por qué os empeñáis tanto en que tomemos esta comunión? ¿No sería lógico que, en la duda, nos abstuviéramos?

—¿La duda? ¿Qué duda? ¿Acaso creéis que debemos dar crédito a las divagaciones de un chiquillo?

—Y según vos, ¿debemos correr el riesgo de morir?

Sassetti se encogió de hombros con desdén y eludió la pregunta.

—Tiene razón —concluyó Cosme—. ¿Acaso el doctor, aquí presente, no acaba de darnos a entender que el muchacho podría haber dicho la verdad?

No hubo respuesta.

Cosme miró a su consejero con una cierta suspicacia.

—Creo que vos y yo deberíamos mantener una conversación, Sassetti —dijo, y añadió—: Es curioso. Recuerdo de pronto el asunto del préstamo. No me habéis proporcionado aún los informes que exigí, con respecto a los dos mercaderes que, al parecer, poseen acciones en las minas de alumbre de Tolfa. Espero que no lo hayáis olvidado.

Un ligero temblor apareció en la comisura de los labios del consejero.

—Realmente, no veo la relación, monseñor —murmuró entre dientes. Luego se dirigió al sacerdote—: ¿No acabáis de comulgar, padre?

—Sí..., en efecto —balbució el eclesiástico.

—¿Y sentís algún malestar? ¿Algún dolor? ¿Una náusea?

El sacerdote se apresuró a responder negativamente.

—Y sin embargo, de creer en este médico y en el niño, deberíais estar agonizando, presa de mil dolores. —Dirigiéndose de nuevo al Médicis, prosiguió—: Las almas frágiles son en exceso influenciables. Se lo probaré a monseñor.

Se arrodilló de pronto ante el sacerdote y declaró en un tono solemne:

—Dadme la comunión, padre. —Puesto que el sacerdote no reaccionaba, insistió—: Lo habéis oído bien. Vos, mejor que nadie, debéis saber que la muerte no puede entrar en el cuerpo del Salvador. —Y repitió, aunque esta vez en tono de mando—: ¡Dadme la comunión!

El eclesiástico buscó con la mirada el asentimiento de Cosme, que se lo concedió con un parpadeo.

Entonces, en absoluto silencio, el sacerdote se resignó a depositar la hostia entre los labios de Sassetti. Éste inclinó la cabeza, unió las manos y comenzó a orar. La catedral se había sumido en una muda espera, conteniendo el aliento.

Al cabo de unos momentos, una eternidad, se levantó y abrió los brazos.

—¿Dónde está la muerte? —dijo en tono triunfante—. ¿Dónde está este supuesto mal de los ardientes? —Su mirada sobrevoló el conjunto de los fieles, mientras proseguía—: ¿Cómo es que rechazáis el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, símbolo de la vida eterna? ¿Acaso os habéis vuelto paganos? —Dio un paso hacia uno de los lados y asió la mano de un personaje sentado entre Fra Angélico y Alberti—. ¡Vos, amigo mío, dad el ejemplo!

Lucas Moser, pues se trataba de él, se desprendió vivamente y apartó la cabeza.

Sassetti repitió su petición, pero sin efecto.

—Venid —dijo volviéndose hacia el sacerdote—, acercaos, os lo ruego. Conceded la santa eucaristía a nuestro hermano. Estoy convencido de...

El resto de la frase quedó en suspenso. Moser había abandonado su lugar, pálido, con la frente cubierta de sudor. Como un animal acorralado, empujó con violencia a su vecino intentando abandonar la hilera de bancos.

Sassetti lo agarró en el último momento.

—¿Adónde vais, hermano? Mantened vuestra sangre fría.

—¡No! No quiero. ¡No quiero morir!

—¿Quién habla de morir? ¡Sobreponeos! ¡Vuestra actitud es ridícula!

La voz de Idelsbad ahogó las últimas palabras del florentino:

—¡Este hombre, monseñor, forma parte de la conspiración!

Cosme vaciló unos momentos, atónito.

—¡Soltadme! —aulló Moser—. ¡Dejadme salir!

El gigante se precipitó hacia él.

—¡Guardias! ¡Detened a esos hombres! —ordenó el Médicis, repuesto de su sorpresa.

En el recinto sagrado estalló un tumulto. Ruido de pasos. Como si sólo hubieran estado esperando ese instante, los lansquenetes surgieron de las cuatro esquinas de la catedral. Primero se apoderaron de Lucas Moser, que dio patadas, maldijo y luchó, aunque en vano. Después fueron a por el consejero de Cosme, que en cambio permaneció sin inmutarse cuando los soldados llegaron a su altura.

—¡Es inútil! —declaró con desprecio—. La cobardía me es ajena. No soy de los que huyen. —Y añadió, dirigiéndose al Médicis—: Por favor, ahorradme la humillación... —Su voz se transformó en un hilillo inaudible—: Dentro de veinticuatro horas, todo habrá terminado.

Una gélida corriente atravesó a la concurrencia. Artistas, notables, fieles anónimos miraban al consejero de Cosme con una mezcla de consternación y espanto. ¿La escena era real o Santa Maria del Fiore había caído en algo indefinible, entre la alucinación y la pesadilla?

—De modo que el niño tenía razón —susurró Cosme, aterrado—. Vuestro odio debe de ser inmenso para que os hayáis sacrificado con el único propósito de arrastrarnos también a la muerte...

Sassetti permaneció hierático, sin expresar sentimiento alguno.

En el campanile las campanas doblaron de pronto; hubiérase dicho un tañido mortuorio que brotaba de las entrañas de la tierra.

Lorenzo Ghiberti abandonó el banco que ocupaba y se dirigió hacia Sassetti, seguido en el acto por el padre de Cusa, Fra Angélico, Alberti, Brunelleschi y los demás.

—¿Por qué? —preguntó el orfebre de la Puerta del Paraíso—. ¿Por qué yo? ¿Por qué mis compañeros?

El pétreo rostro del consejero apenas se inmutó:

—Porque representáis el Mal. ¡Vos! —Barrió el aire—: ¡Vos, y todos éstos!

Ghiberti soltó una risa chirriante.

—¿Acaso el cornezuelo del centeno os corroe ya el cerebro?

Sassetti había cambiado de actitud. En su frente levantada había ahora una expresión de desafío.

—¡Sí, el Mal!

Desdeñando a su interlocutor, subió por los peldaños del altar mayor y, levantando los puños al cielo, se dirigió directamente a la muchedumbre:

—¡Hermanos! ¡Al sur y al norte del Escalda se ha instaurado el reino de la barbarie! Estamos en el amanecer de una era maldita: la del caos, que prepara el hundimiento de nuestra civilización. De Bolonia, Nápoles, Mantua, Colonia, París suben ecos portadores de blasfemias, de negaciones, de abandonos. Aquí mismo, en Florencia, esos ecos han adquirido tal magnitud que se han hecho ensordecedores. Se da a entender que nuestros hijos están embrutecidos por fórmulas estériles, que no deben ya repetir y aprender de memoria las leyendas de los santos. ¡Herejía!

Calló, como si intentara apaciguar la fiebre que se había apoderado de todo su ser.

En la nave ni un solo movimiento. Ni un soplo. Por encima de las cabezas, la cúpula parecía oscilar al borde de un abismo.

La voz de Sassetti subió un poco más.

—Con mis propios oídos escuché decir a un enseñante que las únicas fuentes del saber procedían de Grecia, de Roma, que debíamos exhumar las esculturas profanas y paganas de la Antigüedad y restablecer el estudio de los escritos de Plinio, Platón, Apuleyo y Séneca. ¿Sabíais que este hombre... —señaló con el dedo a Cosme—, que este hombre y su entorno se dan nombres inspirados en los héroes antiguos? ¿Sabíais que declaman el Canzoniere de Petrarca, tan religiosamente como si se tratara de versículos evangélicos? ¡Petrarca, el símbolo absoluto de esta fauna depravada!

Tenía los puños crispados. La sangre golpeaba ahora sus sienes. Cada fibra de su cuerpo gritaba el odio y la locura.

—¿Cómo dejar que esas ideas proliferen? —prosiguió—. ¿Cómo aceptar que zozobren siglos de sacrificios, que nuestra fe sea amenazada, mancillada la santa Iglesia, profanadas las sepulturas de nuestros mártires en nombre de Eros y de Danae? Se nos predican bobadas, se ofende el orden establecido. ¿Cómo? ¿Qué dicen? Al parecer, no puede verse en el mundo nada más admirable que el hombre. Pero sabemos muy bien lo que el hombre vale. En esos cenáculos bárbaros enseñan que el desarrollo de nuestros hijos sólo es posible liberándolos de cualquier obligación moral y religiosa. ¡Peor aún! Predican que deben criticarse los textos sagrados para, según dicen, devolverles su pureza original. ¡Blasfemia!

Señaló al conjunto de los artistas presentes.

—¿Comprendéis ahora por qué estos individuos representan al Maligno? Con sus esculturas, sus pinturas profanas, son los destructores del orden y de lo adquirido. ¿Qué nos proponen a cambio? ¡La incertidumbre!

Miró al padre de Cusa.

—Y pensar que vos, un hombre de Dios, pretendéis cuestionar el sistema de Ptolomeo, reconocido y bendecido por nuestra santa Iglesia. De modo que no es la Tierra sino el Sol el centro de nuestro universo, un universo que fue creado por el Omnipotente, de acuerdo con principios inmutables.

En el silencio que siguió a sus palabras, se oyó la voz temblorosa de Jan.

—Pero ¿qué os he hecho yo?

Una cínica sonrisa animó los labios del florentino.

—Tal vez seas tú, entre todos ellos, el más peligroso, el más amenazador. —Clavó su mirada en la del muchacho—: ¡El ámbar! El ámbar y su misterio, al que nunca hubieras debido acceder. El descubrimiento del gran secreto.

—No comprendo... —farfulló Jan—. ¡Os juro que no comprendo! ¿De qué estáis hablando?

Sassetti lo miró, súbitamente desconcertado. Podía advertirse claramente que la respuesta del adolescente le había sorprendido. Por primera vez dio la impresión de estar perdiendo pie. Se encogió de hombros con desprecio, prosiguiendo con más rabia aún:

—Y pensar que por medio de la escritura artificial, a través del libro, de los libros forjados en pocas horas y en miles de copias, que escaparían de cualquier control, el descreído de Laurens Coster quería que el saber se extendiera por la muchedumbre, permitiendo así que estuviera al alcance de cualquier recién llegado. ¡Una locura! ¿Ignoraba acaso que el saber es un arma, que de su dominio depende el arte de gobernar los pueblos? ¿Y qué es un pueblo, salvo el rodeo que da la naturaleza para llegar a la grandeza de un solo hombre? El vulgo no puede, ni debe, acceder al saber, salvo si es considerado superior e instruido por el iniciado. Sólo algunos seres tienen derecho a ser sus depositarios y su misión sagrada es proteger el Conocimiento para que jamás caiga en manos impías. Dios nos concedió este privilegio. ¡Que Dios nos guarde!

En un rincón, la estatua de santa Reparata pareció estremecerse en su túnica de alabastro. Un sudario había caído sobre la concurrencia. Aquel discurso no existía. No había podido existir. Nadie lo pronunciaría nunca. No hoy, ni mañana, ni en los siglos venideros...

La atmósfera se había hecho irrespirable, asfixiante, entre las hileras de bancos.

Ghiberti dio un paso hacia delante y miró de arriba abajo al florentino.

—Os compadezco, Sassetti —declaró con voz neutra—. Os compadezco, no sólo porque vuestro espíritu está enfermo sino también porque ignoráis el sentido de la vida, la audacia y la generosidad. Sin esas tres cualidades, cualquier creación, cualquier idea, por muy sublime que sea, es sólo un astro muerto. Como vos, Sassetti. Un astro muerto...

Se hizo el silencio en la catedral hasta que Cosme decidió romperlo.

—Dejadlo partir —ordenó a los guardias—. Ninguna cárcel, ningún castigo estaría a la altura de sus actos. Que desaparezca, al igual que los inocentes de Fiesole y los del otro lado del río. Y si uno de vosotros se cruza con él, descarnado, gimiendo por las calles de Florencia, que se limite a repetirle sus propias palabras: «Bien sabemos lo que vale el hombre...»

Sassetti recorrió con paso lento el largo pasillo central, abrió la puerta y desapareció, tragado por el sol.

No hubo alivio alguno. No cedió la tensión. En los espíritus seguían agitándose las palabras pronunciadas por aquel hombre. Seguían resonando en la catedral, repetidas por los mosaicos y las piedras, por los pliegues de las estatuas y los reflejos de los vitrales. Atravesaron la abertura de la cúpula de Brunelleschi y se elevaron hacia el azul, volando hasta los confines de la Tierra. Alguien, algún día, las recogería...

—Ven —dijo Idelsbad, tomando a Jan de la mano—. Marchémonos de aquí.

El gigante y el niño se alejaron, indiferentes al alboroto que había estallado en la nave. La luminosidad de fuera era maravillosa. Hubiérase dicho que el cielo se bañaba en un aire renovado, puro, tan transparente como las telas de Van Eyck.

Al cabo de un rato, Idelsbad preguntó:

—Dime, Jan, ¿qué ha querido decir cuando ha hablado del ámbar y del gran secreto?

El muchacho, sumido en su meditación, tardó un poco en responder.

—Tengo la impresión de que comienzo a entrever la verdad.

—¿De qué se trata?

El adolescente no contestó. Una oleada de recuerdos estaba remontando las riberas de su memoria. Por sus ojos desfilaban algunas escenas. Recordaba a Van Eyck en el jardincillo, el día en que Katelina había maldecido el acre hedor del aceite cocido.

El maestro había vertido en el crisol el contenido de un cubilete que tenía en la mano: aceite de espliego.

«Ya verás. Será mucho mejor así. Dada su volatilidad, el espliego se evaporará rápidamente y en la tela sólo quedará la fina película de óleo cocido. Además, he descubierto que la combinación de ambos permanece estable en el panel, mientras que el óleo cocido solo tiende a correrse.»

Recordó el taller lleno de objetos heteróclitos... El hornillo hecho de tierra de alfarero, las retortas, el atanor, los líquidos grisáceos de color ceniciento que desprendían un fuerte olor almizclado, la reacción de Van Eyck, la primera vez, ante su asombro: «Pequeño, hay que saber callar, sobre todo si se sabe.» Y la curiosa actitud del maestro, protegiendo tan celosamente sus cuadros de las miradas ajenas, y mucho tiempo después de que los colores se hubieran secado...

Simultáneamente acudieron a su memoria la escena de la taberna, la persistencia de los artistas en evocar sólo un modo de pintar: la témpera; y las palabras de Donatello: «Me maravilló la transparencia de los colores y la riqueza de los matices. Van Eyck debía de tener un excepcional dominio de los colores.»

Sin saber cómo, sus pasos les llevaron ante la bottega por la que habían pasado la víspera.

El joven pintor seguía allí, atareado ante su tela.

Jan le observó largo rato, y luego declaró en un soplo:

—He comprendido...

El gigante permaneció silencioso, al acecho.

—¡He comprendido! —repitió Jan. Hizo una profunda inspiración y anunció—: El secreto de la pintura al óleo...

El portugués abrió mucho los ojos.

—¿Quieres explicarte?

—¡Mi padre había descubierto el secreto de la pintura al óleo! —dijo el adolescente, y prosiguió con fervor—: En una obra titulada el Schedula Diversarum Artium, un monje llamado Teófilo describe y condena enseguida la utilización del óleo, y concluye: «Cada vez que tengáis que poner un color, no podréis superponer otro antes de que el primero esté seco, lo que es, en los retratos, muy largo y tedioso.» Y sin embargo nunca vi pintar a mi padre de otro modo que al óleo. Había hallado por tanto el medio de superar los obstáculos descritos por el monje. Para mí, que crecí sin conocer algo distinto a ese método, ha sido siempre natural. Nunca se me hubiera ocurrido que otros pintores pudieran ignorarlo. Ni en Flandes ni en ninguna parte. Está claro que me equivoqué. Bien he visto que los artistas de aquí nada saben a este respecto. La prueba: siguen pintando a la témpera. Ahora bien, sus estilos se basan en recetas muy complicadas. Los barnices a base de aceite y resina que utilizan sólo sirven para glasear sus colores, es decir, para cubrirlos con otros tintes que den la impresión de ser pinturas al óleo. Pero eso es todo.

—El secreto de la pintura al óleo... De modo que, para Sassetti, tú estabas en posesión de un nuevo conocimiento, tan decisivo como el arte de escribir artificialmente. Un arte capaz de trastornar por completo el pasado, que cuestionaba siglos de adquisiciones. Una liberación...

Tras la ventana de la bottega, el niño pintor, que había advertido su presencia, sonreía a Jan.

Éste se acercó y golpeó el cristal. Cuando el niño abrió, Jan le dijo al gigante:

—¿Podéis preguntarle su nombre?

—Antonello —respondió el joven pintor—. Antonello da Messina.

Jan asintió con cálida sonrisa, pero inmediatamente se llevó la mano a la frente, como aturdido. En la tela dibujada por el niño pintor, abajo, a la derecha, acababa de descubrir la firma: A. M.

Instantáneamente, como en sueños, volvió a ver la miniatura veneciana que tanto le gustaba.

—Preguntadle, os lo ruego, preguntadle si ha pintado alguna vez un cuadro que representara Venecia.

Idelsbad tradujo.

—Sí —respondió el muchacho, bastante sorprendido.

—¡Es increíble! —exclamó Jan pataleando—. ¿Está seguro? ¿Unas embarcaciones parecidas a hipocampos negros, cubiertas de satén de Damasco, terciopelo y paño de oro? ¡Traducid, por favor!

El portugués volvió a traducir y obtuvo la misma respuesta afirmativa.

—¿Y nobles moradas con galerías?

Esta vez, el joven pintor no se limitó a una simple confirmación, sino que añadió:

—Y, asomadas a los balcones, unas mujeres de gracioso aspecto saludando un cortejo.

Jan, conmovido, clavó sus ojos en los de Antonello y lo miró intensamente. Éste le devolvió la mirada. Sus dos corazones se anudaron, atracados el uno al otro como navíos en el muelle.

Se hablaban. No cabía duda. En un lenguaje que sólo ellos conocían. Intercambiaban un mundo de colores y saberes.

Jan levantó la cabeza hacia el gigante y susurró:

—¿Podéis volver dentro de un rato?

—¿Dentro de un rato? Pero ¿cuándo?

—No lo sé. Dentro de un rato.

—¿Puedo saber la razón?

Una llamita iluminó las pupilas de Jan.

Susurró, enigmático:

—Es mi secreto.