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Florencia, junio de 1441

El calor que reinaba en la Toscana desde comienzos del estío había seguido aumentando. Desde la piazza della Signoria en Santa Maria del Fiore se tenía la impresión de caminar por una nube de bruma. Incluso el campanile parecía haberse abatido, y su revestimiento de mármol verde y rosado ya sólo reflejaba un único matiz, turbio de sol.

Lorenzo Ghiberti, arrodillado ante la puerta del baptisterio San Giovanni, con la frente brillante de sudor, acabó de colocar la última hoja de oro en el perfil de Caín. Pese a su edad, sesenta y tres años, ninguna debilidad afectaba al movimiento de su mano. El gesto era tan experto como hacía cuarenta años, cuando había concursado frente a los mejores artistas de la ciudad. El reglamento exigía que la obra fuese idéntica al primer batiente, realizado tres cuartos de siglo antes por otro escultor, Andrea da Pontedera, y que el conjunto estuviera dividido, del mismo modo, en veintiocho paneles. El resultado había superado las expectativas del comité de expertos. Ghiberti había ganado el concurso y el privilegio de ejecutar la segunda puerta de bronce de aquel mismo baptisterio. Al cabo de veinte años, Lorenzo había concebido una obra sublime, y toda Florencia había saludado su genio.

Hoy sabía que su verdadera obra maestra, la realización de su vida de orfebre y escultor, sería esta tercera puerta, a la sombra de Santa María del Fiore. Hacía diecisiete años que trabajaba en ella. Sólo deseaba que la muerte le concediera el tiempo necesario para concluir aquella pieza magistral. Sin embargo, bien sabía Dios que hasta entonces había dado pruebas de extraordinaria creatividad. Podía afirmar sin presunción: «Se han hecho pocas cosas de importancia en nuestro país en las que no haya intervenido, dibujándolas o dirigiéndolas.»

Evidentemente, no faltaban los críticos. ¿Acaso no resucitaba el bronce, ese material tan caro a la Antigüedad, que hasta hoy habían relegado a usos subalternos? ¿Acaso no mostraba aún la Antigüedad, para los bobos, la huella del paganismo? El drapeado de su San Mateo le había valido muchas observaciones acerbas. Las figuras que había grabado aquí mismo habían arrancado a algunos gritos de vírgenes ofendidas, y sólo porque había querido que estuvieran dispuestas buscando un equilibrio y una simetría que recordaba la composición antigua.

¿Cómo convencer a los espíritus inmóviles de que todas las fuentes del saber procedían de Roma, de Grecia, de que nada blasfemo había en la voluntad de exhumar las esculturas profanas y restablecer los escritos de Plinio, Platón, Apuleyo y Séneca? ¿Cómo explicar que había llegado la hora de renovar el lenguaje de la escultura, de acabar con la expresión que había dominado hasta entonces, amanerada y pesada?

Lorenzo se levantó, examinó por última vez la faz de Caín. Satisfecho, hizo a sus discepoli una señal para indicarles que había llegado la hora de hacer un descanso. Les vio dispersarse por la plaza del Duomo y, por una curiosa asociación de ideas, le vino a la memoria aquel sorprendente objeto, descubierto la víspera mientras cenaba en casa de su amigo Michelozzo: un astrolabium o «captor de estrellas», que permitía determinar la altura de un astro. El corazón de Lorenzo se llenó de tranquila esperanza. Aquellos jóvenes, que estaban dispersándose por las calles de Florencia, serían sin duda «captores de estrellas», de aquellas estrellas que habían parecido muertas, pero que en realidad no habían dejado de vibrar disimuladamente.

Se secó la cabeza calva y, tieso como un palo, se dirigió hacia la taberna del Orso.

—¡Signor Ghiberti!

Un adolescente de unos quince años se acercaba a grandes zancadas. Lorenzo no lo reconoció.

—¿Sois el signor Ghiberti?

Lorenzo se lo confirmó.

—Me manda el maestro Donatello.

—¿Donato? Le creía en Luca.

—Ha regresado. Me encarga que os diga que os aguarda en su bottega.

—Muy bien. Dile que será para mí un placer visitarle. Pero no antes de haber almorzado.

El adolescente se mantenía a contraluz. La claridad era cegadora. Por eso Lorenzo no pudo advertir el sentido de los acontecimientos siguientes.

Cuando volvía a ponerse en marcha hacia la taberna, el adolescente vaciló e intentó sujetarse a su brazo. Ghiberti hizo un ademán irritado. Le horrorizaba la familiaridad; siempre la había considerado una falta de respeto. Retrocedió con rapidez. Su interlocutor perdió el equilibrio, cayó fulminado al suelo y su frente chocó con un ruido sordo contra el adoquinado. Lorenzo se quedó inmóvil, sin saber qué actitud adoptar. Finalmente decidió ayudar al adolescente a levantarse. Sólo al agacharse descubrió la daga clavada entre sus omóplatos. Brillaba como una brasa. Vertical. Alrededor del filo hundido en la carne se formaba ya un círculo sanguinolento.

Ghiberti, pálido, lanzó una aterrorizada mirada a la plaza, justo a tiempo de percibir una silueta que huía hacia el Arno. Pero ¿quién era aquel demente?

Un grupo de curiosos se había formado a su alrededor. Alguien se arrodilló; Ghiberti lo entrevió como en la bruma. El hombre, un boticario sin duda, examinó la herida, palpó la garganta y adoptó un aire afligido.

—È morto... —dijo, y añadió mirando gravemente al orfebre—: Habéis tenido mucha suerte, signor Ghiberti.

—¿Por qué lo decís?

—He presenciado toda la escena. Os buscaba a vos. No a él.

Brujas, el mismo día

El hedor a aceite humeante invadía la casa. Llevado por la brisa, subía del jardincillo, se insinuaba en todas partes e impregnaba las narices con insoportable acritud.

La sirvienta armada con un balde, con el pañolón bien planchado anudado bajo el mentón, corrió hacia Jan, maldiciendo.

—¡Nunca me acostumbraré a esta hediondez!

El muchacho, de pie, junto a un curioso artefacto que hacía pensar en un caldero, respondió desde lo alto de sus trece años:

—¡Tampoco yo, piénsalo! ¿O crees que me gusta respirar ese humo y pringarme las manos con ese líquido asqueroso?

Ella sacudió nerviosamente su vestido de paño.

—¿Por qué tantas zarandajas para pintar un banal cuadro? ¿De qué sirve calentar así el aceite de linaza?

Jan estuvo a punto de atragantarse:

—¿Banal? ¿La obra del maestro Van Eyck te parece banal?

—A fin de cuentas, son sólo pinturas. Por muy bellas que sean, no merecen que una reviente con ese olor.

—Sin duda habrías preferido que el maestro utilizara orina o la sangre de un joven chivo.

—¡Sandeces!

—¡No, verdades! Es una fórmula que los antiguos utilizaban para ligar sus colorantes. Lo he leído.

—Desde que el maestro te enseñó a leer, piensas que todos los escritos son palabra de Evangelio.

—Es cierto, mal que te pese. He dado incluso con una receta a base de abejas machacadas y mezcladas con cal.

—¡Innoble! —soltó Katelina.

Jan no pudo evitar una sonrisa. Por mucho que lo vituperara, que lo amenazara, sus nacaradas mejillas, casi rosas, su rostro de luna llena, sus cabellos dorados ocultos bajo un pañolón o una cofia de terciopelo sólo desprendían bondad. Por otra parte, ¿cómo hubiera podido despertar en Jan otra cosa que no fuera una infinita ternura? Lo había arropado, velado durante noches enteras, dispuesta siempre a ser una muralla entre él y las penas del mundo. Aquel rostro sólo podía parecerse —estaba seguro de ello— al de aquella madre que no había conocido.

—¡Ten cuidado! ¡El aceite se inflama!

Jan saltó hacia atrás.

—Oh, el maestro se pondrá furioso.

Limpió en sus calzones los dedos impregnados de aceite y corrió hacia unas viejas vendas de terliz, envolviéndose presuroso las manos.

—¿Qué haces? ¿Has perdido la cabeza?

Sin prestar atención a sus palabras, indiferente a las llamaradas que se elevaban hacia el cielo, volvió junto al caldero, tomó por los mangos el crisol en el que hervía el aceite y consiguió dejarlo en la hierba.

—¡Estás loco! ¡Habrías podido quemarte!

—En efecto, habría podido.

—¡Ya sé cómo acabarán esas diablerías! —exclamó y concluyó con firmeza—: ¡Ahora mismo voy a hablar con meester Van Eyck!

No fue muy lejos. El pintor acababa de entrar en el jardincillo e iba hacia ellos, con un cubilete en la mano.

—Dejadme que os diga algo —asestó Katelina—: si os empeñáis en asaros en el infierno, no contéis conmigo para que os acompañe. ¡Algún día le pegaréis fuego a la casa!

Van Eyck se echó a reír, como si hubiera dicho una tontería.

—Vamos, vamos, no perdáis la sangre fría. En el peor de los casos, arderían mis obras. A fin de cuentas, sólo son pinturas...

La sirvienta se ruborizó. Fue a decir algo, pero de su boca no salió sonido alguno. En un gesto malhumorado, se echó el balde al hombro y se dirigió a la casa.

—Sic transit gloria mundi... —murmuró doctamente el pintor.

Se arrodilló en la hierba y examinó con atención la textura del aceite.

—Está bien, Jan. Me parece satisfactorio el espesor. Pero esperemos a que desaparezca el humo y se enfríe el líquido.

El muchacho asintió, lanzando una inquieta mirada a Van Eyck. Nunca lo había visto tan demacrado. Sus ojeras grisáceas y su tostada tez mostraban todavía las huellas de su reciente viaje a Portugal. El surco que tenía en la mejilla y el hueco bajo la nuez parecían incluso más pronunciados. A los sesenta años, probablemente la resistencia de un hombre no fuera ya lo que había sido, y sintió a su pesar el corazón en un puño.

Nunca vemos envejecer a los seres que amamos, y Jan no había advertido nada hasta entonces: ni los andares, más lentos, ni la vacilante memoria, ni las arrugas excavadas por el tiempo... Imaginamos a esos seres sin pasado, intemporales. Son eternos, puesto que fueron nuestra primera visión. Ni Katelina ni Van Eyck podían morir.

—Ahora que lo pienso, ¿has conseguido leer el manuscrito que te entregué antes de mi partida?

—¿El Schedula...? No sin esfuerzo, debo reconocerlo.

—Lo que significa que tu latín deja aún que desear, pues el lenguaje del monje Teófilo es especialmente límpido. Mis clases habrían debido convertirte en un latinista de talento. Es evidente que he fracasado.

—No, no —protestó Jan—. Simplemente me costó comprender algunas explicaciones. El tal Teófilo es...

—Hablaremos de eso en otro momento —interrumpió el pintor—. Creo que podemos comenzar.

Lentamente fue vertiendo en el crisol el aceite de espliego que contenía el cubilete.

El muchacho se extrañó. Era la primera vez que el pintor utilizaba aquella mezcla.

—Ya verás. Será mucho mejor así. Dada su volatilidad, el espliego se evaporará rápidamente y en la tela sólo quedará la fina película de óleo cocido. Además he descubierto que la combinación de ambos permanece estable en el panel, mientras que el óleo cocido por sí solo tiende a correrse.

Decididamente, pensó Jan, el maestro le sorprendería siempre.

Bastaba con ver el extraño caldero que había concebido para calentar al aire libre su aceite de linaza; un extraño artilugio compuesto por piezas heteróclitas que hacía pensar en un gran pato negro. ¡Qué hombre tan sorprendente! Pensándolo bien, la edad no tenía importancia alguna puesto que el genio creador de Van Eyck renovaba perpetuamente su juventud interior. Cada vez que pintaba una obra renacía, y al renacer daba la vida. Entre sus dedos, unas banales telas de lino, unos simples paneles de nogal se transformaban en soles resplandecientes. Personajes y formas surgían de la nada, recordando aquel pasaje de la Biblia que el pintor le había leído, donde estaba escrito que Dios había sacado al hombre de un poco de arcilla.

—Dejemos que la mezcla repose y entremos. Me gustaría ver el fondo que has preparado.

El taller, orientado hacia el sur, bañado en una luz cruda, estaba lleno de un empecinado olor a resina de sangre de drago y trementina de Venecia. En una larga mesa de madera, cuidadosamente alineados, había cubiletes, pinceles, cofres para pigmentos y, algo apartada, una placa de mármol para machacar donde se erguía, como el rey en un tablero, una moleta de pórfiro. A la derecha se abría una impresionante puerta de roble macizo, sellada por una gruesa cerradura digna de custodiar el más fabuloso tesoro.

Jan recuperó un panel colocado a los pies de la mesa y se lo entregó a Van Eyck. Éste inspeccionó brevemente la capa blanquecina que recubría la superficie e hizo una mueca.

—No has tamizado ni purgado bastante el yeso. ¿Cuánto tiempo has esperado antes de extenderlo en el panel?

—Una semana, poco más o menos —contestó el muchacho tras dudar un momento.

—Es un error. Deberías haberlo dejado reposar en el mortero un mes por lo menos, y cambiar el agua cada día.

Se dirigió hacia uno de los muros, tomó una tela y volvió hacia Jan.

—¡Ese sí que es un buen fondo! El yeso está raso, liso como el marfil. ¿Cómo podrías dibujar con mano ligera sobre un fondo granuloso? Nada te debe impedir el movimiento. Recuerda lo que dice Alberti: «En la mano del artista, incluso un cincel debiera transformarse en pincel, en pájaro libre.»

Uniendo el gesto a la palabra, el maestro instaló la tela en un caballete y tomó un carbón de sauce. En unos pocos trazos, el óvalo quedó dibujado, luego los ojos, la nariz, la boca, la comisura de los labios.

—¡Soy yo! —exclamó Jan, incrédulo al principio.

—En efecto, eres tú.

Van Eyck comenzó a sombrear las arrugas.

—Cuando dibujes, colócate siempre en una luz temperada; que el sol te llegue del lado izquierdo. Lo ideal sería olvidar el dibujo durante unos días, para regresar a él con una visión neutra, retocar donde te pareciera necesario y afirmar los contornos. Pero hoy haremos una excepción.

Tomó un cubilete en el que efectuó una sabia mezcla de ocre amarillento, negro y tierra de Verona, recogió la composición con la punta de su pincel y aplicó en el dibujo unas grisallas en degradado, obteniendo los claros sólo con la transparencia del fondo. Lo hacía con prodigiosa maestría, empezando por el plano del fondo y deslizándose, progresivamente, hacia el centro. Una vez concluido el esbozo, retrocedió un paso y pareció satisfecho.

—¡Así es ya magnífico! —dijo Jan, extasiado.

—¿El modelo o la obra? —bromeó Van Eyck—. Lamentablemente, no podemos seguir adelante. Este primer esbozo debe estar del todo seco antes de añadir toques más vivos. Más tarde, terminada tu obra maestra, tendrás que protegerla de los ultrajes del tiempo. Sígueme.

Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta de roble, pero de pronto se detuvo, contrariado.

—Me he dejado la llave en mi limosnera. ¿Tú tienes la copia?

—Claro. Ya sabéis que no la suelto nunca.

Jan buscó presuroso en la pequeña bolsa que llevaba colgada del cinto y sacó una llave, que brilló a la luz. La introdujo en la cerradura y efectuó una presión sobre el batiente, que giró sobre sus goznes.

Era el lugar sagrado de Van Eyck. Su «catedral», como él lo llamaba. Había allí inesperados objetos, entre otros un hornillo de un codo de alto, hecho de tierra de alfarero, de tres o cuatro dedos de grueso, con una ventanilla de cristal en el centro, cuadrada. En una mesa de nogal se alineaban algunas retortas, un gran alambique, un atanor, en el que descansaban curiosos líquidos grisáceos, sustancias de color ceniciento cubiertas de manchas amarillentas y negruzcas que desprendían un violento olor a almizcle. Un extraño que penetrara en aquel lugar habría sospechado que el pintor tenía tratos con algún espíritu súcubo.

Jan recordaba la primera vez que Van Eyck le hizo el honor de introducirlo allí, y su curiosa respuesta ante su pasmo. Con aire misterioso y el índice sobre sus labios, había susurrado: «Pequeño, hay que saber callar, sobre todo si se sabe.» Jan no había tenido más remedio que contentarse con tan sibilina frase.

Toda la pared del fondo estaba cubierta de anaqueles llenos de innumerables manuscritos con títulos herméticos: Tabula Smaragdina, Speculum Alchimiae, de un tal Roger Bacon, con los que se mezclaban tratados de pintura que Jan conocía muy bien, ya se tratara del Schedula Diversarum Artium del monje Teófilo, del De pictura, escrito por el toscano Leon Battista Alberti, o también del Libro dell’arte, de Cennino Cennini, un ejemplar extraordinariamente raro, según decía Van Eyck. Pero había además —elocuentes testimonios de un espíritu curioso ante todo— antologías sobre orfebrería, escultura, ebanistería, e incluso sobre el bordado. Poco después, cuando llegaran los visitantes o los modelos del pintor, la «catedral» volvería a estar cerrada y nadie —bajo ningún pretexto— tendría acceso a ella.

Van Eyck se acercó a la mesa e indicó al muchacho un recipiente lleno de un líquido graso y tibio y otro con una esencia almizclada.

—Todo es cuestión de equilibrio. Si no añades a tu óleo la medida adecuada, se te estropeará el barniz. Y un barniz estropeado es un cuadro condenado. ¿Recuerdas la desventura que me ocurrió hace algunos años?

—¿Cómo podría olvidarla? Vuestra cólera fue tan grande aquel día que Katelina y yo creímos que ibais a echar al fuego todos vuestros cuadros.

Jan rememoró la escena con la misma nitidez que si se hubiera desarrollado la víspera. Era un día de agosto. Un sol excepcional llameaba sobre Brujas. El maestro lo había aprovechado para dejar secar al aire libre su última tela (un retrato de Margaret, su esposa). Al finalizar la jornada, el panel se había agrietado por el centro. Van Eyck había jurado que semejante catástrofe no se produciría nunca más, aunque tuviera que buscar la solución día y noche.

—¡Jan! —La voz del pintor le devolvió a la realidad—. Observa cómo se aplica un barniz.

Tomó un cuadro y lo puso completamente plano sobre la mesa. La obra había turbado siempre a Jan. Representaba a una muchacha morena: diecisiete años, no más, un rostro puro de madona con los iris casi negros. Se mantenía de pie, medio desnuda, junto a un balde de cobre amarillento puesto sobre un arcón, y parecía haber recogido algo de agua en la palma de su mano derecha. Un lienzo cubría parcialmente su desnudez. A su lado, una mujer joven con un vestido rojo, tocada de blanco, sujetaba por el cuello un gran frasco de cristal en forma de pera.

En primer plano se veía un perro dormido. El interior era el de una habitación iluminada por una amplia cristalera ante la que colgaba un espejo convexo donde se reflejaban ambas figuras. De acuerdo con ese arte de las artes tan personal de Van Eyck, todas las partes claras estaban admirablemente dispuestas en capas lisas y transparentes.

—Este cuadro tiene unos quince años. Siempre me ha parecido imperfecto, lo que sin duda explica que haya tardado tanto en barnizarlo.

Ante la fascinada mirada del muchacho, el maestro hizo correr su mano a lo largo del cuadro, con pequeños movimientos circulares, acariciando las líneas, rozando tiernamente las caderas, los pequeños pechos altos y erectos, los muslos. Hubiérase dicho que sus dedos se adaptaban al perfil y penetraban en la carne. Sólo se detuvo cuando consideró que la capa de barniz era perfectamente lisa y estaba uniformemente extendida.

—Ya está... Ahora la tela sobrevivirá a la eternidad. Quisiera...

Se interrumpió. Katelina había irrumpido en el taller.

—Perdonadme, pero el señor Petrus Christus pregunta por vos.

—¿Petrus? Voy enseguida. —Se volvió hacia el adolescente—: Ven, salgamos de aquí.

Jan cerró cuidadosamente la puerta de la «catedral».

—Mientras espero vuestro regreso, ¿queréis que arregle el taller?

—No. Prefiero que trabajes tu dibujo. —Señaló el retrato del muchacho—. Reprodúcelo. ¡Espero que seas digno del modelo!