23

Un sol radiante brillaba sobre la ciudad, pero la galería del Bigatello, con los postigos cerrados, seguía sumida en la penumbra. El hombre de terciopelo negro se había situado, como solía, en la esquina más tenebrosa. Sólo se distinguían sus ojos y la parte inferior del rostro. En aquel preciso instante brillaba en ellos una especie de júbilo, a menos que fuera el sentimiento anticipado de su victoria. Sus labios prietos, su fisonomía cerrada para el resto del mundo, no revelaban nada. Sólo él sabía.

Enfrente, a la derecha, chorreando sudor, estaba Lucas Moser. Y a la izquierda, algo apartado, el doctor Bandini.

El enmascarado comentó con voz afectada:

—Cincuenta muertos. Es triste. Cincuenta vidas inocentes obligadas a pagar el rescate que otros habrían debido satisfacer.

—Monseñor, no son más que miserables. Gente sin importancia —creyó oportuno precisar Bandini, y preguntó con algo de aprensión—: ¿Tenéis remordimientos acaso?

—¿Remordimientos? Espero que bromeéis. ¿Remordimientos cuando la responsabilidad incumbe a los impíos, a esa gente que no cree ni en Dios ni en el diablo? Los infelices de Fiesole no habrían muerto nunca si quienes los gobiernan no hubieran demostrado tan incalificable irresponsabilidad. ¿Qué hacemos, salvo poner punto y final a una deriva de los sentidos y la moral? ¡Somos el brazo secular del Señor, Bandini! No lo olvidéis nunca. Actuamos en su nombre, en su nombre también separamos el buen trigo de la cizaña.

Lucas Moser asintió con un gruñido y se apresuró a afirmar:

—Vamos más allá, señor. Preparamos para las generaciones futuras un mundo sin tormentos, sin trastornos. Gracias a nosotros no conocerán el desorden ni el exceso, sino la serenidad, la justicia, la pureza del arte, que nada, nunca, hubiera debido cuestionar. —Y concluyó suspirando—: Pero ¿quién va a recordarnos? Me temo que nadie. Ved el pobre Anselm. Murió como un héroe. Y la historia nada recordará de su vida, de su valor.

—Tranquilizaos, maese Moser. El que cometió ese acto monstruoso pagará por él, y antes de lo que podéis imaginar pues la Providencia está a nuestro lado. ¿Me dijisteis que el individuo había desembarcado en Pisa, al mismo tiempo que vos?

—Con el niño —confirmó Moser—. Lógicamente, deben de haber llegado a Florencia.

El hombre enmascarado dio una palmada con seco ademán.

—¡Están pues a nuestra merced!

—Aún habrá que encontrarlos.

—Es cosa mía pero ese... ¿Duarte se llama?

—Francisco Duarte, así es.

—¿Qué sabe exactamente?

—A mi entender —respondió el pintor con voz apagada—, se le escapa lo esencial. Aunque Petrus haya hablado, no puede saber gran cosa, salvo que nuestro movimiento existe y que su sede está en Florencia. Eso es todo.

—¡No importa! —prosiguió el hombre de terciopelo—. Es sólo un grano de arena. Mañana, el niño y él compartirán la suerte de los demás. —Volviéndose al médico, preguntó—: Estaréis listo, ¿no es cierto?

—Los resultados de Fiesole lo confirman. Por seguridad me he permitido incluso prolongar mi experimento, aquí, en Florencia. Pero sólo en el barrio del Oltrarno.

—¿Cómo? —se asustó Moser—. ¿Aquí? ¿Habéis pensado en nosotros?

—Tranquilizaos, señor. No corréis peligro alguno. El Oltrarno está al otro lado del río. Que yo sepa, no pensáis residir allí.

—¡Que el Señor me libre!

—Entretanto, monseñor, ¿qué pensáis hacer con el tal Duarte y el niño? —preguntó Bandini al hombre de terciopelo.

—¿A vos qué os parece? Haré que los busquen. Y cuando los hayamos encontrado, decidiré.

—¿Estáis seguro de que vuestros hombres conseguirán identificarlos? Florencia no es una aldea.

—Os recuerdo que maese Moser es pintor. ¿Quién mejor que un pintor para describir a un personaje? ¿O dudáis de mi capacidad para resolver el problema?

El tono empleado traslucía un ligero desdén, una dureza apenas velada.

—No, monseñor —respondió el médico con humildad.

—En ese caso, la discusión se ha acabado. Mañana volveremos a vernos...

Con un nervioso movimiento, el hombre enmascarado invitó a sus interlocutores a retirarse.

Un rayo de sol se filtró por la ventana y fue a iluminar el perfil del príncipe Enrique, hijo de João I, el rudo soldado, y de Felipa de Lancaster, la virtuosa inglesa. ¿Era esa mezcla de Norte y Sur lo que confería al infante aquella expresión, rígida y cálida a la vez, alegre y melancólica, cargada de nostalgia en todo caso?

Jan, que veía un príncipe por primera vez en su vida, no dejaba de escrutarlo desde que habían llegado a casa del Médicis. Había advertido que Enrique tenía la tez más mate aún que su amigo Idelsbad. El rostro más largo y la mirada mucho más sombría. A ello se añadía el gran bigote dorado que le caía discretamente por las comisuras de los labios y que él acariciaba con aire pensativo. ¡Qué contraste con el aspecto del florentino sentado a su lado! Aquí se presentía la fortuna, el poder; allá, el desinterés del asceta y la lucidez del solitario. En el fondo, pensó Jan, envuelto en aquella larga túnica negra, Enrique hacía pensar más en un monje que en un príncipe.

Idelsbad, de pie, a contraluz, ante los dos hombres, llegaba al final de su exposición. Un poco más retrasado, dom Pedro le escuchaba, tenso.

Cuando el gigante calló, la estancia quedó sumida en el silencio, como si tanto Cosme como Enrique necesitaran impregnarse de la realidad de las palabras que acababan de escuchar.

Finalmente, el Médicis soltó con voz cortante:

—De modo que parece haber un traidor en mi entorno. Un traidor y un criminal. —Y observó—: La conspiración sería menos trágica si su único blanco fuera yo. Pero se trata de mi pueblo, de mi ciudad.

Enrique señaló a Jan.

—Y de un niño. A riesgo de escandalizaros, tal vez sea este detalle el que me turba más. ¿Por qué él? ¿Por qué tanto encarnizamiento? —Preguntó a Idelsbad—: Supongo que no tienes la respuesta.

—No, monseñor. Y sin embargo, Dios es testigo de que me he hecho la pregunta, diez veces más que una.

Cosme se levantó de pronto y comenzó a recorrer la estancia.

—Lo que se me escapa es el conjunto del problema. Un grupo de individuos parece dispuesto a masacrar a unos inocentes, con el único objetivo de que triunfe su causa. Pero ¿qué causa? Güelfos, gibelinos, odios familiares, lucha por el poder, celos, venganzas, intereses militares... He sido testigo de todos estos desgarros, y nuestras calles guardan todavía el rastro de la sangre derramada. Pero ¿dónde está aquí el motivo? No veo ninguno. —Se detuvo y se volvió hacia el infante—. ¿Qué pensáis vos, monseñor?

Enrique tardó un tiempo en responder.

—Cierto es que los motivos parecen oscuros a primera vista. Sin embargo, llevando basta más lejos la reflexión, creo divisar una explicación.

Cosme cruzó los brazos, esperando.

—Acabáis de citar, y con razón por otra parte, las principales causas que, en cualquier tiempo, no dejan de devolver el hombre a su bestialidad original. Pero habéis olvidado una, que me parece igualmente decisiva.

—¿Cuál?

—El enfrentamiento de las ideas. —El Médicis frunció el ceño, circunspecto—. Sí, monseñor. Una idea es impalpable, invisible, pero está arraigada en el alma humana con más fuerza que un roble en la tierra. Vos, que defendéis a los artistas, los creadores, vos que con tanto ardor prodigáis vuestro apoyo a las cosas del arte, debéis de saber mejor que nadie cómo un pensamiento innovador puede conmover el orden secular. —Interpeló a Idelsbad—. ¿Quisieras repetirnos las palabras pronunciadas por ese pintor cuyo nombre he olvidado?

—¿Lucas Moser? Dijo: «No olvidéis que existen diferencias entre los seres que pueblan el mundo conocido.» Y, refiriéndose a los esclavos negros de Guinea, añadió: «¿Creéis acaso que esos monstruos de faz humana tienen un alma? Son sólo esbozos, bocetos inconclusos de Dios.»

Enrique le cortó la palabra.

—Me refiero al otro pintor...

—¿Petrus?

—Efectivamente. Si no recuerdo mal, insinuó que esa guilda tenía como objetivo oponerse «a cualquier forma de cuestionamiento de la enseñanza original. Que estaban dispuestos a matar si alguien se oponía a esta voluntad».

—Así es.

Enrique se volvió hacia el Médicis.

—¿Comenzáis a comprender ya? Vos, monseñor, habéis tenido que enfrentaros con enemigos que, en su mayoría, intentaban arrebataros el poder o, a veces, precederos en su conquista. Hombres peligrosos, de acuerdo, pero yo, ya veis, he conocido y sigo conociendo a un adversario más temible aún: el oscurantismo. ¿Acaso podéis imaginar, aunque sea por un instante, que lo que estoy haciendo desde hará pronto treinta años, en mi promontorio de Sagres, deja indiferentes a los espíritus? ¿Creéis que no oigo las voces de quienes consideran mi empresa absurda, estéril, vana? Hace un momento me he referido a las ideas y a la fuerza violenta que llevan en su seno. Ahora bien, ¿qué es lo que más retrasa el progreso de los marinos? ¿Los medios? No faltan. Se trata de otra cosa... Una idea. Sencillamente una idea, y cuyo nombre es miedo.

Hizo una pausa antes de proseguir:

—Me dispongo a confiaros un recuerdo personal. Tras haber descubierto el cabo Bojador, nadie quería aventurarse más allá. A ningún precio. Corría el rumor de que una vez doblado el cabo nos acechaban la nada, las tinieblas, los infiernos, de que cruzada aquella barrera no encontraríamos ni raza humana ni lugar habitado. Bojador se había convertido en el cabo del miedo. Yo estaba convencido de lo contrario. ¡Diez años! ¡Quince expediciones! Al regreso de cada una de ellas, escuchaba el mismo discurso: el mar se desencadenaba en los aledaños del cabo, lluvias de arena roja, espantosas avalanchas caían de unos acantilados más altos que el cielo. Un espectáculo de fin del mundo, me decían. Hasta el día en que hallé un navegante más temerario que los demás, y se dobló el cabo. ¿Debo aclararos que el lugar resultó mucho menos temible que muchas de las barreras que antes habían cruzado nuestros marinos? —Concluyó—: ¿Buscabais una causa para los manejos de esa guilda? Una idea, monseñor. Tengo el presentimiento de que se trata de una idea.

El Médicis asintió, visiblemente turbado por estas palabras.

—¡No vencerán! —gritó con fuerza—. No voy a modificar ni un ápice mi filosofía, y menos aún a abandonar a los míos. No saldré de Florencia aunque tenga que morir en ella. Pero a vos, amigo mío —se apresuró a decirle al infante—, nada os retiene entre estos muros. Partid. Haceos de nuevo a la mar. Regresad a Lisboa.

El rostro impasible de Enrique mostró una sombra de sonrisa.

—¿Tras el discurso que acabo de hacer sobre el miedo? Sería traicionarme a mí mismo. Emprendí este viaje por numerosas razones. Una de ellas me la inspiró el deseo de descubrir nuestro continente e ir al encuentro de quienes lo gobiernan. No he cambiado de opinión. Florencia, según me han dicho, es una ciudad de múltiples esplendores, ¿Me privaré de admirarlos?

—¡Pero os arriesgáis a la muerte! —exclamó Meneses asustado—. ¡Pensad en las consecuencias!

—Mi querido dom Pedro, hace más de treinta años que mis marinos arriesgan su vida por mí. ¿Me escabulliré yo, la única vez que mi vida corre peligro?

Idelsbad dio un paso hacia Cosme.

—Vuestro valor os honra a ambos. Pero ¿no creéis que deberíamos pensar en los medios de detener esta amenaza? Unas pocas horas nos separan de la Asunción. ¿Vamos a esperar, sin actuar, que un desastre caiga sobre la ciudad?

—¿Actuar? —exclamó el Médicis—. ¡No pido otra cosa! Pero ¿dónde actuar? ¿Cómo? No disponemos de indicio alguno. Ni un solo nombre. Sólo iniciales: N. C. y un nombre: Giovanni. Ahora bien, no conozco a nadie de mi entorno cuyo nombre comience por esas letras. Y los Giovanni son tan numerosos como los cipreses de la Toscana.

—Monseñor —insistió el gigante—, os recuerdo las palabras de Petrus Christus: «Florencia y sus herejes desaparecerán en el fuego del infierno. Será el Apocalipsis.»

—¡Lo he entendido! ¿Qué sugerís?

—¿De qué forma podría conseguirse este resultado, salvo por el veneno o el fuego?

—Es probable, en efecto. ¿Queréis que haga vigilar los pozos, el río, los valles de la ciudad? Muy bien. Voy a dar unas órdenes para ello. Pero, si deseáis mi opinión, mucho me temo que va a ser trabajo en balde.

El Médicis se detuvo en seco. Llamaban insistentemente a la puerta.

—¡Adelante!

Apareció en el umbral un lansquenete, jadeante, desgreñado.

—Perdonadme, monseñor. Pero ocurren cosas graves. Es...

—¡Habla! —interrumpió Cosme—. ¿De qué se trata?

—¡La enfermedad de Fiesole! Ha comenzado a extenderse por el Oltrarno. Es horrible. Las calles están llenas de agonizantes.

Una terrible palidez invadió el rostro del Médicis. Se volvió hacia Idelsbad.

—¿No sería ya demasiado tarde? —Sin embargo prosiguió con decisión—: Me voy al Oltrarno. Por lo que a vos se refiere, monseñor...

Enrique estaba ya de pie y le interrumpió con un ademán.

—Os acompaño. También yo quiero ver lo que nos aguarda.

—Autorizadme a ser de los vuestros —propuso Idelsbad.

Cosme le ordenó al lansquenete:

—Quédate con el muchacho. No te separes de él ni una pulgada. ¡Te hago responsable de su vida!

Las puertas del infierno se abrían al Oltrarno. Los cadáveres yacían por las callejas. Seres arrodillados, con el rostro dislocado por el sufrimiento; otros preferían morir ahogados en las aguas del Arno a dejarse consumir por las llamas invisibles que se habían apoderado de su cuerpo. Espanto por todas partes, estertores.

En la piazza Santa Felicita, el cochero de Cosme, acuciado por la muchedumbre, estuvo a punto de perder el control de los dos caballos que tiraban de la carroza. Sentados en el interior, el Médicis y sus huéspedes observaban el espectáculo con una mezcla de incredulidad y de terror.

—¿Cómo es posible? —susurró el infante—. ¿Pensáis que es la abominación profetizada por esa gente?

—Eso me temo —respondió Idelsbad.

—¡En absoluto! —objetó dom Pedro—. Tal vez se trate de una afección desconocida, una epidemia, un mal nuevo, qué sé yo.

—¿A veinticuatro horas de la Asunción? Mirad a esos infelices. Es imposible. No puede tratarse de una coincidencia. Estoy seguro de que asistimos al comienzo de un cataclismo que nos acecha a todos.

—Pero ¿cómo lo hacen? —exclamó Enrique—. ¿Qué maquinación diabólica podría producir semejante afección?

—Por desgracia, monseñor, creo que sólo los instigadores podrían proporcionarnos la respuesta.

Con los labios prietos, la tez macilenta, Cosme guardaba silencio, aunque se advertía que en el fondo de su ser vibraba una intensa rabia. Su ciudad, su pueblo, estaban muriendo y él era incapaz de ayudarlos. Como si la visión le resultara intolerable, le gritó al cochero:

—¡Regresemos!