14
En la cubierta del navío, Jan se debatía en el centro de un círculo formado por gesticulantes personajes. El muerto de la calle del Asno Ciego se acercaba a él, con la garganta abierta; sus manos parecían horcas, dispuestas a atravesarle de lado a lado. El viento soplaba a través de los cabos, y unas olas gigantescas rompían contra el casco con ruido ensordecedor. Jan se lanzó hacia delante, intentando salvarse, aunque en vano.
—Vas a morir, Jan —se burlaban las voces—. ¡Vas a reunirte con Van Eyck y los demás!
Estaban todos allí: Petrus Christus, Idelsbad, el doctor De Smet, el hooftman, Margaret... Todos observaban con júbilo la escena y gritaban el nombre del maestro con un ritmo frenético.
«¡Van Eyck, Van Eyck, Van Eyck!»
El muerto de la calle del Asno Ciego estaba a sólo un soplo de Jan. Un hedor espantoso brotaba de su garganta.
—Te toca a ti, muchacho. De nada sirve que te resistas.
En un relámpago, Jan creía divisar al maestro mirando al mar, acodado en la borda.
—¡Padre! ¡Socorro! ¡Padre, ayúdame! —gritó.
Pero Van Eyck se limitaba a sonreírle, distante, antes de volver a sumirse en la contemplación.
Petrus Christus se había acercado. Tenía un puñal en la mano y lo tendía al muerto de la calle del Asno Ciego.
—Córtale la garganta —ordenaba—. Quiero ver correr su sangre. Y se la daremos a Van Eyck para que beba.
—¡No! —gritaba Jan—. ¡Piedad! No quiero morir. No sé adónde va la gente que muere. ¡Piedad!
—¡Eh! ¡Calma! ¡Despierta!
El adolescente abrió los ojos. Idelsbad estaba inclinado sobre él y le daba palmadas en la mejilla. Necesitó unos minutos para emerger de su pesadilla.
—¿Estás bien? —preguntó el portugués.
El muchacho se incorporó en la cama. Tenía la frente cubierta de sudor. El alba se había levantado y los primeros rayos del día comenzaban a deslizarse en la habitación. Jirones de su sueño brotaban en su espíritu. Se volvió, febril, hacia Idelsbad.
—Tengo que hablaros de algo. O más bien de alguien.
—Te escucho.
—Lo conocéis. Os vi discutiendo con él pocos días después de la muerte de mi padre. Estabais ante el hospital San Juan. Se trata de...
—Petrus Christus —se anticipó el portugués.
—Sí.
—¿Qué sabes de él?
—El día en que descubrí a Nicolás Sluter, corrí a casa y anuncié la noticia a mi padre. Petrus estaba presente. ¿Sabéis cuál fue su comentario? Dijo, con toda precisión: «Y esta vez también un hombre de nuestra cofradía...» ¿Cómo podía estar al corriente? Sólo más tarde tuvimos la confirmación, y además por vos.
Idelsbad dejó la cama y se dirigió a la ventana, sin responder.
Jan volvió a la carga.
—¿No os parece que es extraño?
—Es lo menos que puede decirse —replicó el gigante—. Pero no me sorprende. Ese hombre es un asesino.
El adolescente corrió a su lado.
—¿Un asesino?
—Todo me lleva a creerlo, desde el drama que cayó sobre Laurens Coster.
—¿El incendio fue cosa suya?
—Sí. Aquel día yo estaba entre la muchedumbre. En verdad, nunca dejé de vigilar a Van Eyck. Os seguí cuando fuisteis a la calle San Donato. Oí a Petrus diciéndoos, sollozante, «lo he intentado todo para salvarle. Tenía la mitad del cuerpo aplastado por una viga». Os fuisteis, pero yo esperé allí. Vi a los salvadores arrancando a Coster de las llamas. Y los interrogué. No había viga. El infeliz estaba tendido en el suelo, sin trabas, aunque inconsciente.
—Por tanto...
—Petrus mintió. Y eso no es todo. Al día siguiente, cuando yo desayunaba en una taberna, volví a verle en compañía de dos desconocidos. Estaban sentados a una toesa aproximadamente de mi mesa. Por su acento supe enseguida que eran italianos. Agucé el oído, pero por desgracia hablaban en voz baja y con el tumulto sólo pude captar algunos fragmentos de conversación. Un nombre apareció varias veces: Médicis. Y una palabra extraña: spada.
—¿Spada?
—Espada, en italiano. Quise saber más y corrí a la cabecera de Laurens Coster. Lamentablemente, estaba inconsciente. No pude sacarle nada. Al salir del hospital me crucé con Petrus, que entraba. Le interrogué sobre el incendio. Lo negó todo, de punta a cabo. Sin embargo, su turbación era evidente. Más tarde regresé a ver a Laurens. Anteayer precisamente y para su gran suerte. Cuando llegué a la sala donde estaba acostado, un hombre intentaba estrangularlo.
—¿Petrus también?
—No, uno de los dos italianos que había visto en la taberna.
—¿Qué hicisteis?
El portugués se dio la vuelta y soltó con voz neutra:
—Hice lo que cualquier individuo habría hecho en mi lugar.
Jan inclinó la cabeza con gravedad e inquirió:
—¿Es posible que Petrus y los demás estén buscando también la famosa carta?
—No. Precisamente, eso es lo que no comprendo. Es evidente que se trata de otro asunto. Los pintores asesinados, Laurens Coster... Nos enfrentamos a dos historias paralelas que no tienen relación alguna. Y ahora, prepárate —dijo cambiando de tema—. Voy a llevarte a Brujas.
—¿A Brujas? Pensaba que habíais cambiado de opinión... ¡Por favor!
—No imaginarás que te vas a quedar siempre aquí... Además, me marcho. Regreso a Portugal.
—¿Y la carta? Esa carta tan valiosa, según decís.
Idelsbad barrió el aire con un movimiento de la mano.
—No tengo elección. Tras la muerte de Van Eyck, registré la estancia que tu llamas la «catedral». No encontré nada. Más tarde, tú me dijiste que el hooftman había hecho lo mismo, y en tu presencia, sin mayor resultado. ¡Esa carta podría estar en cualquier parte! Incluso llegué a imaginar que la tenías tú y que Van Eyck te había encargado que la entregaras al duque en caso de que le sucediera una desgracia. Por esta razón comencé a seguirte. Si no has mentido... —Se detuvo y su mirada se hizo más intensa—. Porque no me habrás mentido, ¿verdad?
—¡No! Os lo aseguro.
—En ese caso, Van Eyck se llevó el secreto a la tumba. Ya nada me retiene aquí. Regreso a Lisboa.
Jan hizo un ademán de indignación.
—¿Me abandonáis? ¡Cuando quieren asesinarme!
Idelsbad replicó con desenvoltura.
—No faltan los alguaciles jurados. Habla con tu madre. Ella avisará al hooftman.
—¡Margaret no es mi madre!
—¿Qué estás diciendo?
—Van Eyck tampoco era mi padre. Me recogió cuando nací. Me amó, es cierto. Tanto como yo le amé a él. Pero Margaret, en cambio, no sabe qué hacer conmigo. Tiene sus propios hijos, Philippe y Pieter. ¿Por qué creéis que me marché?
El portugués pareció desconcertado, pero se rehizo enseguida:
—Todo eso no me concierne. Vas a volver a la calle Nueva San Gil, y yo me marcharé a Portugal en cuanto sea posible.
—No hay barcos para Lisboa. El único que va a aparejar se dirige a Pisa.
—¿Cómo lo sabes?
—Me informé. También yo tenía la intención de embarcarme.
—¿Hacia qué destino?
—Venecia.
—¿A Venecia? —repitió Idelsbad, con sonrisa burlona.
—¡Tengo que ir a Venecia!
—¿Tienes? ¿Y por qué razón?
—Porque sé que es el único lugar del mundo donde seré feliz.
El portugués lo contempló, perplejo.
—Es cosa tuya, pequeño. Vamos, ven, nos marchamos.
—¿Y vos? ¿Adónde iréis entretanto?
—Eso es cosa mía.
—Si mañana fuera asesinado por vuestra culpa, ¿no tendríais remordimientos?
—Ninguno. No vine a Brujas para hacer de protector de niños. ¡Sígueme! —ordenó con impaciencia.
Jan permaneció inmóvil, con una expresión decidida. Hubiérase dicho que mil pensamientos cruzaban por su espíritu. Idelsbad se disponía a arrastrarle por el brazo, cuando declaró con voz impávida:
—Sé dónde está la carta.
—Repítelo.
—Sé dónde está la carta. Os la entregaré con una sola condición: que me protejáis hasta el día en que zarpe hacia Venecia.
Un temblor irónico apareció en los labios del portugués:
—¿Extorsión? ¿A tu edad?
—No, un intercambio. No es lo mismo.
Idelsbad extendió un índice amenazador ante las narices del adolescente.
—¡Ten cuidado, pequeño! Si por casualidad estuvieras mintiendo...
—No os miento. Es cierto. Sé dónde está la carta.
—Y sin embargo, hace un rato sólo te he dicho que se me había ocurrido este pensamiento. Tú me has negado que Van Eyck te hubiera confiado la carta.
—No me la confió. Pero sé dónde está escondida.
Idelsbad hizo una larga inspiración. Se le veía profundamente afectado.
—Muy bien —dijo por fin—, trato hecho. Y ahora, ven.
—¿Adónde vamos?
—A hablar con esos perdularios. Comenzando por el señor Petrus Christus.
—¡Pero es una locura! Es como arrojarse a las fauces del lobo.
—¿Cuándo dejarás de contradecirme? —rugió Idelsbad, esta vez sin contenerse—. Me has pedido que te protegiera. Me he comprometido a hacerlo. Pero lo haremos a mi modo. A partir de ahora me pisarás los talones y me obedecerás sin rechistar. No tengo intención de esperar aquí, sin actuar, rezando devotamente para que Dios nos proteja. ¿Queda claro?
Jan se limitó a asentir sin decir una palabra, impresionado tanto por el tono como por la determinación de su interlocutor. Por lo demás, ¿podía actuar de otro modo? Había corrido un riesgo, totalmente enloquecido, al afirmar que sabía dónde estaba la famosa carta tan deseada. En efecto, tenía una vaga idea, pero era tan incierta, tan imprecisa... ¡Qué importaba! Su mentira le permitía ganar tiempo.
Un instante más tarde, cabalgaban hacia Brujas.
La feria estaba aún en su punto álgido. La muchedumbre era más densa que nunca. Idelsbad se aseguró de que la daga estuviera en su vaina y descabalgó.
—Baja —ordenó a Jan, tendiéndole los brazos.
Era la hora de los cambistas lombardos, temibles prestamistas, instalados en sus mesas detrás de la Waterhalle, aves de presa al acecho de algún infortunado mercader. La feria de Brujas era también el triunfo del paño de Flandes. Un triunfo tal que los corderos del país llano no habían bastado ya, y se habían visto obligados a importar lana inglesa. Una importación muy agitada, dificultada por las guerras, sin cesar recomenzadas, que libraban Francia e Inglaterra y de las que Flandes se encontraba inexorablemente prisionero.
Era también la hora de los proveedores de alumbre, mayormente italianos.
—¿Creéis que mis agresores tienen vínculos con esa gente? —susurró Jan, señalándolos con el dedo.
—No lo creo. Se trata de simples negociantes.
—A menudo me he preguntado por qué se arrancaban, a precio de oro, esos bocales de polvo blanco.
—¿Te refieres al alumbre?
Jan asintió.
—Porque tiene más valor que las más raras piedras. Los tintoreros lo utilizan para fijar los colores en sus telas, los médicos lo usan para detener las hemorragias, y además da flexibilidad a las pieles, prolonga la vida de los pergaminos, mejora la calidad del cristal y se obtienen con él, incluso, filtros de amor.
—Mi padre me dio a entender un día que los turcos tienen su monopolio.
—En parte es cierto. Antes de que le echaran mano a la región, el alumbre más puro procedía del extremo oriental del Mediterráneo, un lugar llamado Focea, en el golfo de Esmirna. Hoy, ya sólo quedan los yacimientos de la isla de Quíos y los de los últimos Estados pontificios que permanecen bajo el control cristiano.
Acababan de cruzar la plaza del Burgo y tomaban ahora la calle Alta.
—¿Adónde vamos? —preguntó Jan.
Idelsbad se limitó a señalar un punto, hacia la izquierda, más allá de la carnicería del Braemberg.
El muchacho dio un respingo.
—¿Al hospital San Juan?
—Y roguemos a Dios que Coster esté aún allí. Vivo.
Cuando entraron en la gran sala común, los muros seguían impregnados de aquel olor fétido que el portugués había respirado unos días antes. Se dirigió enseguida al lugar donde había encontrado al bátavo; otro paciente había ocupado su lugar.
—¡Caramba, qué sorpresa! ¿Pero no es éste el pequeño Van Eyck?
Un hombre se acercaba a ellos con la faz iluminada por una ancha sonrisa. El muchacho le reconoció inmediatamente.
—Es el doctor De Smet —le susurró a Idelsbad.
El médico le revolvió el pelo con un gesto afectuoso.
—¿Cómo estás, muchacho? Tienes mejor aspecto que en aquella funesta mañana.
—Estoy bien, gracias.
—Y en ese caso, ¿qué estás haciendo aquí? No es un lugar para los que se encuentran bien. —Y sin hacer una pausa, el médico se presentó a Idelsbad—: Buenos días... Soy el doctor De Smet.
—Till Idelsbad. Soy alguacil jurado.
Su interlocutor estuvo a punto de fruncir el ceño.
—¿Ah? ¿Y a qué se debe vuestra visita? ¿Hay algún problema?
—Vengo a interrogar a uno de vuestros pacientes. El señor Laurens Coster. —Señaló la cama—. Ya veo que no está aquí. ¿Acaso ha...?
—¿Muerto? No, gracias a Dios. Pero es cierto que le ha faltado poco.
—¿Dónde podría encontrarle?
El médico se desplazó hacia una de las ventanas con parteluz e indicó un punto, abajo.
—Allí está... En el jardín. Es el primer día que sale de la sala. Un poco de aire fresco le hará bien. Él..., caramba, es curioso. No está solo. Alguien de la familia, sin duda. Yo...
No tuvo tiempo de concluir la frase. Idelsbad había agarrado a Jan del brazo y ambos corrían hacia la puerta de la sala. De Smet les observó, pasmado, hasta que cruzaron el umbral.
—¡Rápido! —gritó el portugués—. ¡Rápido!
Indiferentes a la conmoción que su carrera provocaba a su alrededor, se lanzaron por la gran escalinata de piedra y bajaron los peldaños de cuatro en cuatro.
La puerta que daba al jardín se recortaba al extremo de un pasillo, un pasillo que parecía no tener fin. Lo cruzaron a toda velocidad, empujando a un grupo de visitantes, de forma que estuvieron a punto de derribar a una joven y a su bebé. Idelsbad abrió el batiente y se quedó inmóvil en la escalinata. Coster seguía allí, sentado en un banco, al pie de un árbol. Un joven se inclinaba hacia él. En unas zancadas, el portugués llegó a su altura. No tuvo ni una onza de vacilación. Se lanzó sobre el desconocido, lo derribó al suelo y mantuvo sus hombros firmemente pegados a la hierba.
—Pero... En nombre de Dios, ¿qué estáis haciendo? —exclamó Coster con voz asustada.
—No temáis, minheere. Venimos a salvaros —respondió Jan, que se había acercado.
—¿A salvarme? ¿De quién?
Señaló al personaje tendido en el suelo, medio asfixiado bajo el peso del portugués.
—¡Es un amigo! William Caxton —protestó Coster.
Idelsbad se volvió, aunque sin aflojar la presión.
—¿Qué estáis diciendo?
—Os lo repito, es un amigo. ¡Soltadle, os lo ruego!
El gigante se resignó a liberar al joven. Éste se levantó, despeinado, y quiso poner orden en sus ropas. Tenía un aspecto tan indignado, y su físico ofrecía tan gran contraste con el de Idelsbad que, en cualquier otra situación, la escena habría provocado risa.
—¡Al menos podríais excusaros, minheere!
Idelsbad se limitó a un vago gesto.
—Lo siento —dijo dirigiéndose a Laurens Coster.
—Pero ¿quién sois?
El bátavo estaba casi irreconocible. Jirones de carne abrasada colgaban aquí y allá de su rostro. No tenía cejas, ni pestañas, y sus labios parecían dos arrugas, tan delgadas, que se confundían con el resto de los rasgos.
—¡Es el hombre que os salvó la vida! —se apresuró a explicar Jan—. Hace unos días. Cuando quisieron estrangularos.
La expresión de Laurens se transformó. Tomó la mano del gigante y preguntó con incredulidad:
—¿Vos? ¿Fuisteis vos?
Idelsbad asintió.
—Minheere... ¿Cómo agradecéroslo?
—Hablándome de Petrus Christus —repuso el portugués.
Esta vez la incredulidad dio paso al pavor.
—¿Lo conocéis? ¿Conocéis a ese granuja?
—De oídas. Y lo poco que sé no le favorece. Lo del incendio... ¿fue él?
—¡Ciertamente!
—¿Cómo sucedió?
—Por desgracia no recuerdo gran cosa, salvo que estaba trabajando en mi mesa. Le daba la espalda a la puerta cuando sentí un dolor horrendo en la base de la cabeza, y enseguida perdí el conocimiento.
—¿Estáis seguro de que se trataba de Petrus? Pues, si os sigo, no visteis a vuestro agresor.
—¡Pero bueno, éramos dos! No había nadie más. —Señaló al inglés—. Mi amigo Caxton acababa de marcharse.
Idelsbad se volvió hacia el joven.
—¿Puedo preguntaros qué estáis haciendo en Brujas, minheere?
—Pruebo fortuna en el comercio de la lana.
—William es también un literato —creyó oportuno aclarar Coster—. Es un apasionado de la escritura artificial.
—Si os he comprendido bien —prosiguió Idelsbad—, tuvisteis ocasión de conocer a Petrus Christus.
—Sí. En casa de Laurens. Decía que era pintor.
—Digamos que intenta serlo —rectificó el bátavo con desprecio. Y comentó, suspirando—: ¡Cuando pienso que le concedí mi amistad, que le abrí mi casa!
—A este respecto, ¿en qué ocasión le conocisteis? —preguntó Idelsbad.
—En Baerle, en casa de su padre. Un hombre de gran talento. Un gentilhombre. Él y yo estábamos muy unidos. Por esta razón, además, me propuse albergar a Petrus cuando éste me comunicó su intención de dirigirse a Brujas.
Idelsbad se permitió unos instantes de reflexión antes de inquirir:
—¿Tenéis idea del lugar donde puede estar? Imagino que, tras su intento frustrado, debió de apresurarse a salir de la ciudad.
—Tal vez haya regresado a su casa, en Baerle.
—Es posible, en efecto. Pero lo dudo, pues no ignora que es el primer lugar donde los alguaciles irían a buscarle. —Insistió—: ¿No sabéis nada más de él? ¿Un indicio cualquiera? ¿Una palabra que nos diese una pista?
Laurens adoptó un aire desolado.
—¿Estáis seguro?
—No, no se me ocurre nada. Sinceramente.
—Eso sí que es lamentable.
—Al hombre de la calle del Asno Ciego, ¿creéis que lo mató Petrus? —preguntó Jan con timidez.
—Imposible. Me dijiste que estaba junto a Van Eyck cuando regresaste a casa. Por consiguiente, no podía hallarse en dos lugares a la vez. Lo que me lleva a creer que no actúa solo.
—Ciertamente, tenéis razón. Por lo demás, es lo que insinuaban los amigos de mi padre, Robert Campin y Rogier van der Weyden. Éste le confió, incluso, que había recibido amenazas de muerte.
—¿Cómo? —exclamó Idelsbad, atónito—. Oye, ¡no me habías dicho nada de eso!
—No... no lo recordaba ya —dijo el muchacho, con expresión turbada.
—¿Qué decían esas amenazas? ¿Lo recuerdas?
—¡Ya lo creo! —Declamó—: «No hay que ir donde los bárbaros. Abandona o encomienda tu alma al Dios omnipotente.» Y Rogier aclaró que la advertencia estaba relacionada sin duda con su futura marcha a Roma.
—¡Qué extraña historia! —comentó Caxton.
—Es lo menos que puede decirse, en efecto —subrayó Laurens—. Matan pintores, profieren amenazas e intentan eliminarme, a mí, que nunca me interesé por la pintura ni por Italia. ¿Por qué?
Se hizo un largo silencio.
—Desgraciadamente no tengo respuesta —dijo por fin el gigante—. Se me escapa la relación que pueda existir entre esos crímenes. ¿Pronunció Petrus, alguna vez, ante vos, el nombre de los Médicis o la palabra spada?
—¿Médicis? —repitió Caxton. Meditó antes de poner a Laurens como testigo—: ¿Lo recordáis? Fue el día en que os pidió que le avanzarais algunos fondos, un domingo. Tenía que cobrar una letra de cambio. Y el banco, el banco de los Médicis, estaba cerrado.
—¡Así es! —se apresuró a confirmar Laurens—. Felicidades. Tenéis una excelente memoria.
—¿El banco de los Médicis? —prosiguió Jan—. ¿El que está detrás del Prinsenhof?
—Exactamente —respondió Caxton—. Su organización abarca toda Europa, pero en Brujas sólo hay uno. Yo mismo he recurrido a sus servicios. Debo reconocer que son de una gran eficacia. —Y añadió, dirigiéndose a Idelsbad—: En cambio, la palabra spada no me dice nada.
El portugués saludó con un movimiento de la cabeza.
—Creo que ya hemos examinado la cuestión. Permitid que nos retiremos.
—¡Aguardad! —exclamó el inglés—. Si necesitáis informaciones, os sugiero que os pongáis en contacto con el señor John Sheldon. Podéis ir de mi parte. Es un pariente y un compatriota. Ocupa un cargo importante en el banco.
—Os lo agradezco, minheere. —Mientras tomaba a Jan de la mano, Idelsbad añadió—: Por lo que a vos se refiere, ser Coster, nunca os aconsejaré bastante que abandonéis la ciudad por algún tiempo. Mientras sigáis en Brujas, vuestra vida correrá peligro.
—Lo sé. Hay que encontrar un lugar. De todos modos, ya nada me retiene aquí. Ya no tengo casa ni taller. Voy a partir.
—Desconfiad —concluyó Idelsbad— incluso de vuestra sombra.