18

Hubiérase dicho un espectro, un vejestorio. Parecía por completo aniquilado, inerte. Ni siquiera pareció sorprendido por la intrusión de Idelsbad.

—Es preciso que hablemos —ordenó éste, firmemente pero sin agresividad.

Por toda respuesta, el pintor entró en la habitación.

El lugar estaba patas arriba. Un caballete caído en el suelo. Pinceles diseminados aquí y allá. Pigmentos. Restos de comida. Un jergón. La cera había caído a lo largo de un candelabro de tres brazos hasta alcanzar la superficie de la única mesa, formando endurecidos arroyos y charcos nivosos. Parecía una necrópolis devastada.

—Acomodaos —dijo Petrus señalando un taburete.

El portugués devolvió la invitación.

—No, vos. Vuestras piernas no os sostienen ya.

El otro obedeció con desconcertante docilidad.

—¿Y si me confiarais ahora toda la verdad, antes de que sea demasiado tarde?

—¿Qué queréis que os diga? Yo lo ignoraba. No lo sabía. Me he dejado devorar.

Su voz era sólo un gemido.

—¿A qué tanto crimen?

—¡No, yo no! —gritó Petrus—. No he matado a nadie. Nunca, lo juro por Dios.

—¿Y Coster?

—No ha muerto, ¿verdad? —dijo Petrus, aterrorizado.

—No. Pero no gracias a vos. ¡Quiero saber!

—No puedo deciros nada. Me matarían, tenéis que comprenderlo.

—Os matarán de todos modos. Mejor buscar una posibilidad de salvaros.

—Les habéis hablado en la posada, ¿verdad?

No era una pregunta sino una afirmación.

—Sí.

—Es espantoso. No podéis imaginar las consecuencias. Estoy perdido. Por vuestra culpa.

—¡Vamos! No invirtamos los papeles. Respondedme. —Y repitió, recalcando las palabras—: ¡Hablad, Petrus!

El pintor se tomó el rostro con las manos.

—Muy bien. De todos modos, todo ha terminado. Mi vida ha terminado. —Y comenzó, con voz apagada—: Fue hace unos cinco años. En Baerle. Yo acababa de casarme. Sólo tenía veintiún años y un sueño: la pintura. Y soñaba. Ávido de fortuna y de gloria. De esa gloria rápida y fulgurante que propulsa al firmamento sin pasar por el purgatorio. Nació mi primer hijo, una niña. Mathilde. Le siguió el segundo, un año más tarde. Christopher. Muy pronto no entré en el purgatorio sino en el infierno. Mi padre, arruinado, no podía acudir en nuestra ayuda. Yo intentaba conseguir encargos, pero en todas partes me daban la misma respuesta: Van Eyck. Incluso las Santas Faces que estaba pensando eran, al parecer de la gente, pálidas copias. Yo imitaba a Van Eyck. Plagiaba su estilo.

Petrus se interrumpió para esbozar una sonrisa triste.

—En el colmo de la ironía, por aquel entonces aún no había visto una sola tela del maestro. Ni la menor iluminación, ni el esbozo de una miniatura. Aquel día nació sin duda mi furor. Mi furor y también mi frustración. Sentí un invencible deseo de venganza. Era estéril, lo sé. Pero, qué queréis, la juventud suele tener esas pulsiones desprovistas de sentido alguno. Decidí ir al encuentro de aquel que era causa de mi infortunio. Tenía que conocer a ese gemelo en el arte con el que todos me comparaban tan injustamente. Quise tocar con el dedo al hombre a quien debía ser confinado en un papel de plagiario. Fue hace un año. Nuestro encuentro lo concertó un amigo de mi padre. Un regidor. ¿Y qué os parece que ocurrió? Un encantamiento. Una admiración sin límite. ¿Cómo? ¿Aquellos bobos se atrevían a acusarme de falsificación? ¡Como si el genio pudiera falsificarse! Y Jan van Eyck era sin duda un genio. La revelación, lamentablemente, me encadenó más aún a mi desesperación y adquirí la certeza de que mi horizonte estaba cerrado. La noche de mi encuentro me vi con el amigo regidor y, en un momento de abandono, le confié mi estado de ánimo, mi necesidad de dinero. Me escuchó con atención y, cuando hube terminado, me propuso introducirme en lo que púdicamente denominaba una «cofradía», una especie de asamblea comparable, por el modo de funcionamiento, a nuestras guildas. Puso de relieve todas las ventajas pecuniarias que podría obtener con ello y me aseguró que, fueran cuales fuesen mis dificultades, nuestros «hermanos», así llamaba a los miembros de esa guilda, estarían allí para tenderme la mano. Como quien no quiere la cosa, le interrogué sobre lo que tendría que hacer a cambio de aquel apoyo. Nada, me aseguró, salvo estar listo y responder favorablemente si algún día tenían necesidad de mis servicios. ¿Qué tipo de servicios?, me apresuré a preguntar. Mi interlocutor se limitó a una vaga respuesta. Más tarde. Siempre estaría a tiempo de saberlo. Acepté.

El pintor calló, agotado por su confesión.

La campana del beffroi dio la hora del toque de queda.

—Proseguid —le acució Idelsbad—. ¿En qué consistía esa «guilda»?

—No me creeréis, pero nunca pude descubrir con precisión sus verdaderas intenciones.

—No obstante, ¿habéis participado en reuniones?

—Efectivamente. Pero no éramos muy numerosos. Unos quince como máximo. Solía encontrar a Anselm de Veere, mi amigo regidor, pocas veces a Lucas Moser y a un cuarto personaje, un florentino.

—¿Su apellido?

—Sólo conocía su nombre: Giovanni. Creí comprender que era descendiente de los Albizzi, una antigua familia florentina, enemigos jurados de los Médicis. De todos modos, parecía el más próximo al gran maestre de la guilda.

—¿Y ese gran maestre? Supongo que no conocéis nada de su identidad.

Petrus hizo un gesto de negación.

—Sólo sé que está en Florencia y que le apodan La Spada.

—¿La Spada...? Ya os oí pronunciar esta palabra. ¿Para qué servían estas reuniones?

—Ahora os lo explico, pero antes debéis saber que esa guilda está compuesta por varios niveles jerárquicos distribuidos por colores: el negro, el rojo y el verde, siendo el negro el grado más elevado en su orden. Comprenderéis que yo pertenecía, dada mi muy reciente participación, al color verde. De ahí mi gran ignorancia sobre lo esencial. Al principio las discusiones, o mejor estaría decir la enseñanza, eran sobre todo de orden filosófico y religioso. El cristianismo, prioritariamente, debía ser protegido y defendido, al precio que fuera, contra las herejías de todo pelaje. Nadie debía concederse el derecho de emitir la menor crítica a los dogmas o a la infalibilidad del Santo Padre. Texto, sólo texto. Cualquier forma de duda, de cuestionamiento de la enseñanza original, debía expulsarse de los espíritus. Lógicamente, la liberación del Santo Sepulcro formaba parte del ideal absoluto en el que todos los hijos de la Iglesia tenían la obligación de participar activamente.

—Hasta aquí, nada nuevo —comentó Idelsbad.

—Es cierto. Pero ese rigor de pensamiento se aplicaba también a otras esferas. Nos explicaban cómo debíamos conservar y fortalecer las tradiciones heredadas de nuestros padres. Que el mayor peligro era el extranjero, viniera de donde viniese, fuera quien fuese. Que estaba prohibido inspirarse o prestar oídos a las perjudiciales ideas que lleva consigo. Para alcanzar este objetivo, teníamos el deber de erigir murallas en torno a nuestras ciudades, colocar centinelas y vigías, endurecer nuestras leyes para impedir el acceso y, en caso de que uno de esos indeseables se hubiera infiltrado, aislarlo, obligarle al exilio e incluso, en caso de resistencia, acabar con él. De un modo imperceptible, la idea de eliminar físicamente a los seres que estuvieran en contradicción con el ideal de la guilda fue penetrando en nuestras reuniones. Se hizo natural.

Petrus exhaló un suspiro antes de proseguir, con una amargura que revelaba la profundidad de su angustia.

—Luego se produjo el primer asesinato: Hugo Willemarck.

—Que había sido uno de los aprendices de Van Eyck...

—Así es. Luego Wauters.

—También íntimo de Van Eyck. Y el último: Nicolás Sluter. Y ahí ya no comprendo nada. ¿Cómo esos seres estaban en contradicción con vuestros principios?

El pintor miró a Idelsbad con sincera emoción.

—Esto es precisamente lo que ignoro. La orden había llegado de Florencia. Sólo me dijeron que esos hombres representaban un peligro real, que su desaparición representaría un beneficio, eso es todo.

—Pero ¿cómo explicáis la coincidencia de que los tres fueran cercanos a Van Eyck?

—Soy incapaz de responderos. Tenéis que creerme.

—¿Y Coster?

—Con él entré de lleno en el horror. Sabían que era mi amigo. Recibí la orden de eliminarlo. Lo más terrible es que, también entonces, sólo tuve derecho a unas justificaciones desprovistas de fundamento. Tenía que matarlo. Y punto. Puesto que la guilda lo exigía, la guilda tenía razón. Frente a mi vacilación, blandieron la amenaza. Iban a cortarme los víveres, mi mujer y mis hijos sufrirían las consecuencias de mi negativa... Era preciso obedecer.

Petrus guardó silencio, invadido por las lágrimas.

El portugués lo miró en silencio, dudando entre compadecerle o despreciarle.

—Aquel día llegasteis al fondo de la demencia. Por unas monedas de oro. Con la esperanza de que esos individuos os permitieran alcanzar —repitió las palabras de Petrus— «esa gloria rápida y fulgurante». ¿Cómo, tan joven, ni siquiera tenéis treinta años, pudisteis caer tan bajo?

—Una trampa, la llamada del demonio, el diablo que hay en mí. No lo sé. —Y con voz lastimera añadió—: Pero la culminación del espanto fue el asesinato de Van Eyck. Entonces tomé la decisión de abandonarlo todo, de no seguir aquellos caminos de sangre. Lo que se habían atrevido a hacer era lo peor. ¡Una verdadera infamia!

Se incorporó y prosiguió, como si se entregara a un monólogo:

—La noche de la muerte de Van Eyck, creí que el mundo se derrumbaba. El hombre por quien sentía una admiración sin límite, el mayor de entre nosotros, el más grande, había sido asesinado. Creí perder la razón.

Idelsbad inclinó la cabeza, pero se guardó mucho de desmentir a Petrus.

Éste se había dejado caer de nuevo en el taburete.

—Más tarde, cuando supe que Jan sería la próxima víctima, huí.

—No podréis huir mucho tiempo. Por lo demás, os han encontrado ya. Si son tan poderosos, y está claro que lo son, y han tomado la decisión de librarse de vos, os encontrarán estéis donde estéis. Por otra parte, eso es lo que más me turba. Manifiestamente, esa gente está muy bien organizada. Mencionasteis Florencia y las órdenes que de allí proceden. Presumo que el contenido de sus misivas es explícito. ¿Cómo se arriesgan a que puedan caer en manos indiscretas? Los caminos no son seguros, los correos que viajan no están al abrigo de los bandidos. En el propio Flandes, vos lo sabéis, personajes como Rodrigo de Villandrado y sus Desolladores podrían interceptar las cartas. ¿Tan inconscientes son?

—Los intercambios se hacen a través de la red bancaria de los Médicis —respondió débilmente el pintor—. Las cartas están codificadas. Nadie puede descifrarlas, salvo el destinatario. El código...

Idelsbad le detuvo con un ademán de la mano.

—Es inútil. Ya lo recuerdo. Me han hablado de este asunto esta misma mañana. Ahora vais a hacer algo por mí.

—¿Qué?

—Vais a dibujar una carta marina que yo voy a dictaros.

Petrus lo miró con espanto.

—¿Una carta?

—¡No intentéis comprender! No queda tiempo. Pongamos manos a la obra. ¡Pronto!

—¿En una tela?

—No, en una vitela o sobre papel, si tenéis.

—¡Pero será necesario tiempo para que los pigmentos sequen!

—No os pido una pintura sino un dibujo.

—¿A la mina de plomo? ¿A la pluma? ¿Al carbón?

—¡No entiendo nada de eso, Petrus! Imaginad sólo cómo habría actuado Van Eyck si hubiese tenido poco tiempo. Si sólo hubiera dispuesto de unos minutos para reproducir la carta.

El pintor hizo una larga inspiración y abandonó el taburete. Se sentía tan vacío, tan abatido, que la mera idea de profundizar, de intentar comprender, debía de parecerle superior a sus fuerzas.

Tomó una mina de plomo, una franja de vitela y comenzó a dibujar bajo las directrices de Idelsbad. Y se produjo el milagro. Insensiblemente, su expresión se transformó. No era ya aquel personaje vencido sino un hombre que de pronto recuperaba su nobleza. La metamorfosis era tan clara que el portugués se sintió impresionado. Petrus estaba por completo consagrado a su obra. Y sin embargo se trataba sólo de un vulgar croquis, desprovisto de poesía. El artista volvía a la superficie. No había ya dueño ni torturadores. Sus miedos no habían existido nunca.

En menos de media hora, los contornos de la costa de Guinea quedaban representados en una hoja de pergamino, con el cabo Blanco, Boj ador, las Azores, Madeira. Naturalmente, todas las latitudes eran erróneas. Un marino, por muy veterano que fuese, no tenía posibilidad alguna de aclararse allí. En el mejor de los casos, daría vueltas en redondo; en el peor, acabaría su vagabundeo en las profundidades abisales. Satisfecho, el portugués dobló cuidadosamente el mapa y se lo introdujo en el jubón.

—Os lo agradezco. Ahora, debemos separarnos. Me esperan.

—¡Aguardad! —le detuvo Petrus—. No os lo he dicho todo. Al finalizar la última reunión a la que asistí, capté algunos fragmentos de una conversación bastante curiosa entre Anselm de Veere y el llamado Giovanni. Éste citó varias veces el nombre de Cosme de Médicis y el de un médico, un tal Bandini. Y a continuación declaró que el desenlace estaba cerca. Que de una vez por todas se librarían de las heces. Aquel día, Florencia y sus heresiarcas desaparecerían en el fuego del infierno. Sería el Apocalipsis, la devastación total.

—¿Florencia devastada? Pero ¿cómo lo harían?

—No lo sé. En cambio, le oí precisar que aquello se produciría el día de la Asunción.

—¡Dentro de un mes, poco más o menos!

—Eso es.

Decididamente, pensó Idelsbad, aquel asunto tomaba un aspecto cada vez más insensato.

Cuando se disponía a cruzar el dintel de la casa, se volvió de pronto y hundió su mirada azul en la de Petrus.

—Sin duda no volveré a veros. De modo que, a mi vez, me gustaría haceros una confesión que, así lo espero, aliviará vuestro corazón: Van Eyck no murió asesinado. Puedo asegurároslo. Murió naturalmente, ante mí. Una congestión, un ataque brutal, qué sé yo. Nada tuvisteis que ver en su desaparición. Dejadme que añada esto: no conozco vuestras pinturas, pero creo que tenéis un gran talento. Aunque sólo fuese por las comparaciones que algunos establecen entre vuestras obras y las de vuestro maestro; me refiero a Van Eyck, claro está. Soy sólo un marino, ajeno a las cosas del arte, pero sé que en todo lo grande que un hombre emprende, siempre hay una chispa procedente del exterior, una pequeña llamita inspiradora. El incendio depende de uno mismo y de la audacia que dormita en cada uno de nosotros. Si escapáis de la gente de la guilda, y lo haréis, estoy seguro, sed audaz, Petrus. Más tarde daréis gracias a los dioses por no haberos concedido «esa gloria rápida y fulgurante» en la que soñabais. Hubiera sido el peor de los castigos, pues se habría desvanecido con tanta rapidez como habría aparecido. ¡Adiós, amigo mío!

El gigante abrió el batiente y desapareció en las tinieblas.

—Maude...

La mujer levantó la cabeza, sorprendida. Se había adormilado.

—Venid —dijo Idelsbad—. Es hora ya de salir de aquí. Podemos ser sorprendidos por los alguaciles de guardia.

—¿Adónde me lleváis?

—No tenemos muchas salidas. A mi casa, en Hoeke. Mi caballo está cerca de la posada.

Hacía una noche soberbia. Límpida, acribillada de estrellas.

—¿Tenéis noticias de Jan? —preguntó la joven apenas hubieron cruzado el umbral.

Idelsbad no respondió enseguida. Se dirigió hacia la chimenea y reavivó los restos de turba. El fuego comenzó a crepitar al instante, llenando la estancia de una pálida claridad.

—Mañana, si todo va bien, vuestro hijo estará libre. He conseguido la moneda de cambio que esos raptores reclamaban. —Con cierta turbación, señaló el decorado que le rodeaba—. Lo siento. Es todo lo que puedo ofreceros.

Ella no pareció advertir la observación.

—Habladme de Jan. ¿Cómo se vio mezclado en esta tragedia?

—¿No querríais sentaros? —sugirió él a guisa de respuesta.

La beguina buscó un asiento con la mirada y optó por el banco, junto a la chimenea. Se instaló en él, uniendo las manos, y aguardó.

—El asunto es muy complicado —previno el gigante—. Procuraré ser conciso.

Se sentó no lejos de la joven, en el propio suelo, con la espalda apoyada en una pared, y se lanzó al relato de las últimas semanas. Durante todo el tiempo que éste duró, el brillo de las brasas acompañó la voz de Idelsbad sin que Maude interviniera en ningún momento. Escuchaba con suma atención, sin hacer ningún comentario, dejando a su rostro el cuidado de expresar lo que aquellas palabras despertaban en ella.

Cuando él hubo terminado, la mujer reflexionó antes de preguntar:

—Creo haber comprendido uno de los aspectos del asunto: la importancia de la carta y la relación con mi hijo. En cambio, el otro se me escapa. Sigo sin ver la razón por la que esa guilda exige su muerte. Según ese personaje, De Veere, el niño debe morir por lo que representa. ¿Qué significan esas palabras?

—Ésta es la pregunta que me hice y me sigo haciendo. No tengo la respuesta. Me gustaría que me hablarais de vos y de Jan.

—¿Cambiaría eso el curso de los acontecimientos?

—No. Y nada os obliga.

La mujer se inclinó hacia la chimenea. Su mirada pareció desvanecerse hacia recuerdos que sólo ella conocía.

—Amé —murmuró dulcemente—. Yo apenas tenía dieciocho años. Él andaba por los cuarenta. Estaba de paso en Brujas y poseía todo lo que puede hacer soñar a una muchacha ingenua: una mezcla de fuerza y de ternura, la brillantez, la prestancia y esa sinrazón que nos hace creer en lo imposible. Para él, todas las estrellas estaban al alcance de la mano. Las arrancaría del cielo para depositarlas, en un ramillete, a mis pies. Los más hermosos bajeles atracarían ante mi puerta y partiríamos hacia los confines del mundo conocido, a lugares donde el sol resplandece todo el año. En mi embriaguez, le creí. Creí en todas sus palabras. Se marchó un anochecer. Nunca regresó. Nunca vi bajeles en mi puerta, y en el firmamento no falta ni una sola estrella.

Se replegó un instante en el silencio y prosiguió:

—Mi padre murió la víspera de mis nueve años. Soy hija única. Mi madre era encajera. Los encajes que nacían de sus manos parecían la espuma de las olas, los más hermosos de Flandes. Sin embargo, vivíamos en la indigencia. Parece que por aquel entonces yo era hermosa. Al menos es lo que decían. Para ganar un poco de dinero, acepté posar para los pintores de la ciudad. Van Eyck era uno de ellos. Enseguida me di cuenta de que era un hombre bueno, un alma hermosa, la más hermosa que he podido encontrar. Aún no estaba casado con Margaret. Algunas semanas después de la partida de mi recolector de estrellas, supe que esperaba un niño. Creí volverme loca. Había perdido el gusto por la vida y mi honor en una relación sin futuro, e iba a arrastrar a un pequeño ser en mi deriva. Oculta durante todo el tiempo que duró mi preñez, viví una pesadilla, sufriendo día a día los reproches de mi madre. Cuando Jan nació, no vacilé. Lo deposité en un serón a la puerta de Van Eyck y huí.

—Entrasteis en el beguinaje...

—Para mí era el único medio de redimir mi falta y lavarme de mi mancilla. Junto a mis hermanas, podría hacerme útil. Pero, a lo lejos, velaba por Jan. Lo he visto crecer día tras día, año tras año. Sabía que era feliz junto a Van Eyck. En cualquier caso, mucho más feliz que si yo lo hubiera mantenido a mi lado.

—Eso sólo Jan podría confirmarlo.

—¿Por qué lo decís? —preguntó ella, sobresaltada.

—Porque he creído comprender que ese bienestar del que habláis no era tan completo como parecía. Dama Margaret no compartía, al parecer, los sentimientos de su marido. De lo contrario, ¿por qué razón iba a huir Jan tras la muerte de Van Eyck?

Una expresión dolorida apareció en su rostro de madona.

—¿De modo que fallé incluso en lo único que creía haber hecho bien? —Contuvo el sollozo—. ¿Realmente creéis que Jan era desgraciado allí?

—Desgraciado no, ciertamente. Lo habéis observado vos misma, Van Eyck era una buena persona.

—¿Y entonces?

Idelsbad la miró con gravedad.

—¿Por qué no hacerle la pregunta directamente a Jan?

—¡Nunca! —gritó ella con fuerza—. ¡Nunca! No debe descubrir la mujer que yo era. No lo soportaría. —Y prosiguió en el mismo arranque—: Prometedme que no le diréis nada. ¡Prometédmelo!

—Dama Maude, nunca me permitiría una acción semejante. Vuestro secreto os pertenece, como os pertenece compartirlo o no. Sin embargo...

—¡No! —insistió ella—. Mientras siga ignorando la verdad, conservará de mí una imagen incierta, pero no despreciable.

—Permitid que no esté de acuerdo con vuestro razonamiento.

—¿Por qué?

—Porque la verdad, por muy cruel que sea, lo es siempre menos que la ignorancia. La ignorancia crea duda y deja la puerta abierta a todas las especulaciones, a menudo a las más nefastas. Lo abandonasteis por amor, para apartarlo de la desgracia, pero él sólo ha retenido el abandono.

El portugués se levantó, poniendo así término a la conversación.

—Creo que tenéis necesidad de descansar. Yo también, por otra parte. —Le indicó la habitación—. La cama es lo más confortable que hay en esta casa. Id. Yo me acostaré aquí.

—¿En el suelo?

—No tengáis escrúpulos. Estoy acostumbrado a dormir en cualquier parte. No será más incómodo que un suelo lleno de guijarros.

—¿Por qué hacéis todo esto? —preguntó ella, abandonando el banco—. Si he comprendido bien vuestras explicaciones, podríais partir hacia Lisboa y desinteresaros de la suerte de Jan.

—Hablando con franqueza —respondió Idelsbad con desenvoltura—, hace tres días que me hago esta pregunta. Buenas noches, dama Maude.

Ella iba a marcharse cuando él preguntó, de pronto:

—Aquel hombre, el padre de Jan... Habéis dicho que estaba de paso en Brujas. ¿De dónde era?

—De Venecia. Era veneciano...