10

Nunca sería el más grande.

Con los hombros caídos, Jan siguió avanzando a lo largo del burgo lleno de gente. Habían llegado de Oosterlingen, de Colonia, de Hamburgo, de Estocolmo, de Bremen, de Londres, de Irlanda y de Escocia, de Italia y de España. Algunos habían tomado la gran carretera del Este, la vía terrestre de Lübeck a Hamburgo, antes de bajar por el Elba hasta desembocar en el Zuiderzee. Otros habían llegado por mar, desde los puertos de Génova, de Venecia o de Dantzig.

A la mirada le costaba abarcar aquella oleada que, durante ocho días, sumergía muelles y plazas. En el gran mercado de los paños resonaban mil rumores, mientras que en el palacio de los Van der Beurze, la «Bolsa», se sacaba el mundo a subasta.

Eran los mismos mercaderes que, al albur de las estaciones, podían encontrarse en otras ferias, como las de Champagne, Ypres o Stanford. Lejos de estar aislados y sin recursos, cada uno de ellos pertenecía, cuando no a la omnipotente hansa de Brujas, a la no menos prestigiosa hansa teutónica. No había gracia para quien hubiera intentado engañar a uno de sus miembros: sus compañeros rehusarían de inmediato el menor intercambio con el desgraciado que de este modo se hallaría aislado con mayor certeza que si lo hubieran expulsado de la Tierra.

Jan se abrió camino a través de la muchedumbre, observando con indiferencia los puestos y tenderetes. Miraba sin ver. No obstante, había de qué excitar la más hastiada curiosidad: naranjas y granadas, aceitunas, limones, azafrán, pasas de Corinto, goma y ruibarbo se codeaban con el polvo de oro de Guinea, el índigo y el ámbar prusiano. Para Jan, aquel vertiginoso revoltijo nunca podría compararse con las muecas de los monos, los burlones loros, los torpes osos y todos aquellos extraños animales salvajes que los portugueses o los españoles traían de parajes tan lejanos que a veces los navíos se perdían. De todos modos, la visión de Van Eyck ocultaba en ese momento todas las demás. Buscaba al pintor en la muchedumbre. Una semana ya. Una semana consumiéndose en una atmósfera insoportable. ¿Qué le quedaba ahora?

Al día siguiente de los funerales, Robert Campin le había propuesto muy amablemente acompañarle a Tournai para proseguir su aprendizaje. Jan había declinado la invitación. Y la pregunta, cien veces repetida, había brotado de nuevo, más abrasadora que nunca: ¿deseaba realmente ser pintor? Admiraba las obras de Van Eyck, le gustaba observar el lento progreso de la mano por la tela, la maduración de las sombras y los colores pero, en el fondo de sí mismo, no recordaba haber sentido nunca esa imperiosa necesidad de crear. Ignoraba aquel misterioso soplo que empujaba irresistiblemente al artista a superarse y que Van Eyck afirmaba haber conocido desde su más tierna infancia. En resumidas cuentas, nada exaltaba su fervor salvo los barcos y la imagen soñada de la Serenísima.

Sumido en sus reflexiones, había llegado cerca del hospital San Juan. Contempló distraídamente la austera fachada en la que se abrían las ventanas y se dispuso a desviarse hacia el Reie. ¿No era a ese hospital donde habían llevado a Laurens Coster, el amigo de Petrus que estuvo a punto de perecer en el incendio?

Pero allí... Al pie de los peldaños, aquella larga silueta, aquel rostro enmarcado por rubios cabellos y aquel gigante de tez mate. ¡Petrus Christus e Idelsbad! Ambos parecían sumidos en una discusión del mayor interés. ¿Qué hacía el pintor en Brujas todavía, si, al día siguiente de los funerales había anunciado a todos que regresaba a Baerle?

«Y esta vez también, un hombre de nuestra cofradía...» Recordó de nuevo la frase pronunciada por el pintor, así como los silencios, el enigmático comportamiento de Van Eyck poco antes de su muerte.

«¿Has recibido amenazas?»

«No. Al parecer los crímenes están vinculados a Italia.»

Y sobre todo aquella extraña recomendación: «Recuerda el libro de horas.» ¿Qué podía significar?

Hoy estaba demasiado abatido para intentar ahondar en aquellos misterios. Se dirigió hacia el río.

Media hora más tarde llegaba a las riberas del lago Amor. Un bajel sin mástiles estaba franqueando la esclusa. Uno de los marinos le dirigió un saludo, que Jan se apresuró a devolverle. El hombre sonreía mostrando todos los dientes mientras la amarra corría, cada vez más deprisa, entre sus rugosos dedos. El hombre estaba hoy en Brujas; mañana navegaría hacia las lluvias de Escocia o el sol de Génova. En cambio Jan seguiría viviendo inmóvil, privado del único ser que había contado para él. Las escenas desfilaban entremezcladas. Palabras. Una caricia. Van Eyck enseñándole con paciencia la mezcla de un color, la maceración de un pigmento, el encolado de una tela. Van Eyck presente en todas partes.

Los trece años de su vida trazaban un torbellino gris en la superficie del lago antes de irse a pique, reuniéndose así con el destino de aquella mujer, Minna, hija de un rico mercader de Brujas, muerta de tristeza hacía mucho tiempo y cuyo cadáver descansaba —según la leyenda— bajo las aguas del Minnewater. Sintió que las lágrimas brotaban bajo sus párpados y él, que no lloraba nunca, comenzó a sollozar.

Pasada la tormenta, se secó con el dorso de la mano las húmedas mejillas. Inconscientemente, su mirada se posó en la fachada del beguinaje. La joven no se hallaba en su ventana, y la ventana estaba cerrada. Con paso vacilante, regresó a la calle Nueva San Gil.

Los pinceles dormitaban aún en su cubilete de estaño. El esbozo del retrato de Jan estaba apoyado contra una pared. El caballete colocado junto a la ventana le hizo pensar en uno de esos centinelas que hacían guardia al pie de la torre cuando caía la noche.

Van Eyck no regresaría.

De nuevo la misma pregunta que seguía acosándole desde hacía una semana: ¿cómo debía de ser eso de morirse? Había algo absurdo e incomprensible a la vez en esa parada brutal, en ese aliento inmóvil que reducía una existencia al silencio definitivo. Jan puso la mano en su corazón, acechando las pulsaciones que golpeaban su palma. ¿Ahí estaba la vida? ¿Los sueños, las aspiraciones, las locas esperanzas, el genio de Van Eyck, el de Campin y los demás? En esos tac-tac algo sordos, acompasados y monótonos, semejantes al golpeteo de los telares. Cierto día, se acabó. Retiró la mano, asustado ante la idea de provocar, con la sola escucha, el cese de los latidos.

La puerta que protegía la «catedral» estaba abierta de par en par. Jan entró en la estancia. El desorden que allí reinaba no hizo más que aumentar su angustia; el hooftman no se había andado con chiquitas. Al modo de un autómata, fue colocando los manuscritos en los anaqueles, haciéndolo de acuerdo con las costumbres del maestro. Pero lo dejó muy pronto. ¿Para qué?

Las telas terminadas seguían alineadas contra una de las paredes. ¿Qué iba a ser de ellas? Margaret las vendería sin duda, a menos que Lambert, el hermano menor de Van Eyck, decidiera conservarlas. ¿Y la miniatura que tanto le gustaba? Se precipitó hacia los paneles, los apartó uno tras otro y lanzó un suspiro de alivio al encontrar la misteriosa firma: A. M.

Levantó la tela para contemplarla mejor, contento de comprobar que, a pesar de las brumas en las que se debatía, el sol de la miniatura no había perdido ni una pizca de su calidez. Haciendo jugar la luz sobre los colores, sus dedos encontraron una hinchazón detrás del bastidor. Dio la vuelta al cuadro, sorprendido. Una pequeña limosnera estaba atada, por su cordón, al listón de mantenimiento. Aquel objeto, colocado allí, era ya insólito. Pero más lo era todavía la presencia del listón de mantenimiento. No era preciso ser un experto para advertir que no tenía utilidad alguna, dado el tamaño de la miniatura; incluso un aprendiz principiante sabía que colocar semejantes listones sólo se justificaba en cuadros de más de media toesa. Además, su colocación era reciente. Jan desató febrilmente el cordón, hundió la mano en la limosnera y sacó un puñado de florines. ¡Una pequeña fortuna! ¿Por qué había elegido Van Eyck —pues sólo podía tratarse de él— aquel lugar para ocultar las monedas? ¿Por qué detrás de la miniatura?

El adolescente se sentó en el suelo, devolvió los florines a la limosnera y se puso a reflexionar. Una voz interior le decía que tras aquel extraño gesto se ocultaba un mensaje del maestro. Intentó recordar una palabra, una frase que le diera una pista.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Jan se sobresaltó con violencia. Margaret había irrumpido en el taller. En un furtivo movimiento, el muchacho cerró el puño sobre su tesoro y lo ocultó en su entrepierna.

—Dime —insistió Margaret.

Jan se aclaró la garganta y repuso tan serenamente como le fue posible.

—Comprobaba que no faltase ninguna tela.

La mujer movió la cabeza con aire ausente.

Había envejecido increíblemente en la última semana. Se dirigió a los anaqueles y acarició los manuscritos con aire soñador. Su atención se dirigió hacia la gran mesa donde estaban diseminados aún los objetos que Van Eyck tanto quería.

—He oído al hooftman y los demás hablando de este hornillo. Porque se trata de un hornillo, ¿no es cierto? —Había hecho la pregunta en un tono desinteresado, casi melancólico—. ¿Sabes para qué servía?

—No. Padre nunca me lo dijo.

Ella sonrió débilmente.

—Tampoco a mí. Al final advierto que he debido de vivir con frecuencia en las nubes. Nunca intenté comprender el arte de las artes, ni el modo en que mi esposo hacía nacer sus pinturas; me bastaba apreciarlas.

—¿Hay que comprender para amar?

La observación había brotado casi sin que se diera cuenta.

Margaret tardó un rato antes de responder:

—No, pero tal vez se ame mejor...

Su cuerpo se puso rígido. La mujer parecía visiblemente molesta por haber hablado demasiado.

—Hasta luego —dijo con voz neutra.

En cuanto se hubo marchado, Jan tomó la limosnera y la agitó en la palma de su mano, como sopesándola.

Katelina estaba en el jardín, con las manos hundidas en una jofaina llena de ropa.

Jan se dejó caer a su lado y susurró:

—¿Podrías guardar un secreto?

—Todo depende del secreto.

—No estoy bromeando, se trata de algo muy importante. Prométeme que no se lo dirás a nadie.

La sirvienta dejó de trajinar.

—Te lo prometo.

Tras asegurarse de que nadie podía verle, desató el cordón y le enseñó la limosnera abierta.

Algo desconcertada, la frisona se apoderó de ella y vació el contenido en la hierba.

—¡Caramba! ¿De dónde has sacado tanto dinero?

—Del taller, escondido detrás de un cuadro. Pero no de uno cualquiera.

Le explicó detalladamente cómo el azar le había permitido descubrir la limosnera y subrayó sobre todo lo que parecía el punto más importante: Van Eyck sabía cuánto le gustaba aquella miniatura.

La sirvienta rectificó, nerviosa, la toca de terciopelo que descendía en punta por su frente.

—Para mí, la explicación está clara. Meester Van Eyck dejó esta suma para ti.

—Eso es lo que yo creía. Pero me hago otra pregunta: me ha hecho esa donación, de acuerdo, pero no comprendo cómo lo ha hecho. ¿Qué interés tiene esconder la limosnera detrás de un cuadro cuando hubiera podido, perfectamente, entregármela en mano?

—No lo sé.

—¿Nunca te has preguntado si Van Eyck presentía que iba a morir?

—Supongamos que fuera así. ¿Y luego?

Él lanzó un suspiro de desaliento.

—Luego, nada...

Recuperó las monedas, dispuesto a entrar en la casa.

—¡No te vayas! —le pidió la frisona—. Me pregunto si...

Buscó la palabra adecuada.

—¡Habla! —insistió Jan.

—Si tu padre ocultó la limosnera detrás de la miniatura es que daba por sentado que un día u otro la encontrarías. Naturalmente, habrías podido dar con ella mientras vivía. En ese caso, habría invocado un pretexto cualquiera y probablemente te habría entregado la suma. Pero después de su muerte, su gesto reviste otro sentido.

Katelina se detuvo y procuró subrayar cada palabra:

—Dinero oculto del que se espera que sea encontrado tras la desaparición de uno, no es ya un regalo: es un legado. Van Eyck deseaba que tuvieras esta suma para hacer que, después de su muerte, una muerte que tal vez temiera, no dependieses de nadie. —Y concluyó, bajando la voz—: Sobre todo de Margaret.

Jan aprobó en silencio.

«Dime, Jan, ¿eres feliz en casa?»

«Sí... porque estáis vos.»

«Suceda lo que suceda, no olvides que arriba hay una estrella que vela por cada uno de nosotros. Nunca se está realmente solo. Salvo si te falta la memoria.»

¿Y si Van Eyck le hubiera ofrecido realmente el precio de su libertad?

Su corazón comenzó a palpitar con grandes y precipitados latidos, al tiempo que le invadía un sentimiento de miedo y de triunfo a la vez. Partir... «Y a lo lejos, la Serenísima...»