21

Florencia, aquella noche

La ciudad dormitaba al pie de la galería del Bigatello. En ese lugar se exponían durante tres días los niños perdidos o abandonados antes de colocarlos, si era necesario, en familias hospitalarias.

La sala apenas estaba iluminada. La única bujía había menguado, y la mecha vacilaba sobre un cabo de cera.

Un hombre estaba sentado en el rincón más oscuro.

Un antifaz de terciopelo negro cubría parcialmente su rostro hético. Aguardó pacientemente a que el doctor Piero Bandini hubiera terminado su exposición para expresar su asentimiento.

—Os felicito. Vuestro plan es sutil, refinado incluso, y me place mucho más que todos los conium maculatum, y demás venenos trasnochados.

—No he hecho más que aplicar vuestras recomendaciones, monseñor.

—Lo sé. Pero lo que me seduce especialmente no es sólo el ingenio de la andadura, sino su aspecto simbólico. Me gusta bastante esa idea de la vida y la muerte confundidas. En el fondo, ¿qué es la vida si no la muerte en devenir? Pero ¿estaréis listo en la fecha prevista?

—Casi un mes nos separa del día de la Asunción, lo que me da el tiempo necesario.

—Está bien. Comienzo a estar cansado de esta vida en las sombras, de nuestros encuentros en lugares siniestros como éste —dijo señalando la galería.

Rozó distraídamente con el índice su antifaz de terciopelo y prosiguió:

—Por fin vamos a librarnos de esos sembradores de caos. ¡Ah, si los hombres de mi temple hubieran tenido al menos el valor de oponerse antes de que fuera demasiado tarde, no estaríamos así! ¡Más de un siglo perdido! Pues sabéis, claro está, que la Bestia, la del Apocalipsis, nació con ese supuesto poeta: ¡Petrarca! Después de su muerte, cabía esperar que las nefandas ideas que había sembrado lo siguieran al infierno. ¡Pues no! Siguieron propagándose.

Citó con voz sin inflexiones:

—«Una de sus cabezas parecía herida de muerte, pero su mortal llaga curó; maravillada entonces, la tierra entera siguió a la Bestia.» Apocalipsis, capítulo trece, versículo tres. ¿Lo oís, Bandini? ¡La tierra entera! Tenemos el sagrado deber de detener esta epidemia. —Clavó los ojos en el médico—. Ha bastado una idea, un solo ser nefasto para que esta noche vacilen los cimientos de nuestro mundo.

—Petrarca, es cierto. Pero, a mi entender, el autor del Decamerón tampoco es muy recomendable.

—¿Os referís a ese bastardo? ¿A Giovanni Boccaccio?

Bandini lo confirmó con una mueca de asco:

—Todos esos jóvenes, esas muchachas obsesionadas por el goce... —Se inclinó hacia el hombre del terciopelo—. ¿Habéis leído el prefacio?

—Claro está. Además de que la escritura carece de consistencia y la sintaxis es lamentable, ¿a quién se le ocurre dedicar una obra a las mujeres? ¿Compadecerlas alegando que su condición les impide acudir a los gimnasios o entregarse a ocupaciones reservadas a los hombres? Atreverse a declarar: «Las leyes deben ser comunes y promulgadas con el consentimiento de aquellos a quienes se dirigen. Ahora bien, las mujeres no han sido nunca consultadas.» Por añadidura, Boccaccio no fue sólo un lamentable poeta sino también un traidor y un difamador. Al margen de que prefiriera siempre Nápoles a Florencia, su ciudad natal, sus críticas contra nuestra ciudad son sólo un montón de mentiras, cuando no injurias disfrazadas.

Bandini aprobó el comentario y aprovechó la ocasión de recuperar la palabra.

—¿Sabíais que las ideas de esa gente comenzaban también a envenenar la medicina? Ayer por la noche, sin ir más lejos, oí declarar a uno de mis colegas que debíamos hacer tabla rasa con el pasado y que era hora ya de acabar con la prohibición que afecta a la disección de cadáveres. Y que las enseñanzas de Galeno e Hipócrates debían cuestionarse, para extraer de ellas sólo su pureza original. En resumen, que era hora de edificar otra medicina, ¡y en nombre de la liberación de los espíritus!

—Tranquilizaos. Muy pronto todos estos pensamientos perniciosos no tendrán ya el menor eco, pues no existirá ni un solo espíritu que los transmita. Hemos perdido tiempo. Reconozco haber cometido un error de juicio. —Y citó de nuevo—: «Entonces vi surgir del mar una bestia con siete cabezas y diez cuernos, en sus cuernos diez diademas y en sus cabezas títulos blasfemos.» Sí, cometí un error. Creí que podíamos cortar las cabezas por separado. No había tomado conciencia de que la Bestia era la Hidra de Lerna: una cabeza cortada produce siete más. En verdad, teníamos que haber arrancado el propio corazón. Privado de corazón, el cuerpo estaba condenado a la putrefacción. —Y concluyó—: ¡Pero tened cuidado! El menor paso en falso tendría las más enojosas consecuencias. Ved las torpezas que se cometieron en Flandes. ¡Incapaces!

—Y el asunto Ghiberti... Tampoco podemos decir que fuera un éxito.

—Y puesto que hablamos de fracasos... ¿El niño? ¿Sabéis si han conseguido capturarlo?

Bandini hizo una mueca de turbación.

—Lo ignoro. La lentitud de los correos.

—No me atrevo a imaginar que haya podido escapárseles. —Hizo una nueva pausa y preguntó—: ¿Habéis tenido noticias de Anselm y de Lucas?

—Tampoco, lamentablemente. Ninguna noticia desde que anunciaron su próxima llegada a Florencia. Si mis informaciones son correctas, hoy mismo han debido de embarcar en Brujas.

El hombre enmascarado abandonó su asiento, señal de que la conversación había llegado a su fin.

Anselm de Veere lanzó una despectiva mirada hacia Lucas Moser, tendido en la litera, con la tez pálida y el semblante desfigurado.

—Decididamente, querido, no os sabía de tan pobre naturaleza.

—Porque ignoráis lo que es el mareo. Esta sensación de que el estómago sube a la garganta, de que el techo y el suelo se bambolean. Es horrible. Es...

El pintor apenas tuvo tiempo de tomar el cuenco que tenía a su lado y comenzó a vomitar con esporádicos chorros.

De Veere se apartó, asqueado.

Pasado el malestar, regresó hacia Moser.

—Vuestro estado es lamentable. Dos no habríamos sido bastantes para meter en cintura al hombre y librarnos del niño. ¡Qué coincidencia, de todos modos!

—¡Y una suerte, además, que no hayan advertido aún nuestra presencia!

—¿Cómo podían hacerlo? Ocupamos uno de los dos únicos camarotes disponibles para los pasajeros y, desde la partida, no hemos puesto los pies en cubierta.

Moser se secó la frente con el reverso de la manga.

—Y tardarán en verme allí —masculló.

—¡Bromeáis, espero! El viaje debería durar un mes. Tres semanas, si los vientos nos son favorables. ¡No vais a permanecer emparedado en este cuchitril durante toda la travesía!

—Anselm, os agradecería que no siguierais atormentándome. Se trata de mí, de mi salud. Además, permitid que os recuerde que, si saliéramos de este camarote, el hombre nos reconocería en el acto. ¿Y qué haríais?

—Lo que hubiera debido hacer en Brujas: librarme de él.

Moser hizo una mueca, dubitativo.

—En vuestro lugar, yo no me arriesgaría. ¿Habéis observado el tamaño de ese hombre? ¡Un verdadero coloso! Además, ni siquiera vamos armados.

—No tiene importancia. Existen otros medios. No olvidéis que se siente seguro en este navío y que por lo tanto no está sobre aviso.

El pintor abrió la boca para protestar, pero las palabras se estrangularon en su garganta y zambulló de nuevo la cabeza en su cuenco.

Apoyado en la borda, Jan escrutaba el cielo nocturno. En toda su vida había visto tantas estrellas. Debían de haber brotado espontáneamente de la noche para iluminar la marcha triunfal del navío. Lo que le fascinaba más aún era observar su reflejo en la superficie glauca del mar, los miles de pequeñas gotas de oro que se diluían en los de las olas antes de ir a morir en las profundidades.

A lo lejos, podían imaginarse las costas de Flandes.

—Un espectáculo muy hermoso, ¿no es cierto? —comentó Idelsbad.

—Más de lo que imaginaba.

El gigante señaló un rincón del firmamento.

—Allí, a tu derecha, está Aldebarán. Y justo sobre nuestras cabezas, Sirius.

—Lástima —soltó Jan con un deje de melancolía.

—¿Qué quieres decir?

—Lástima que la gente a la que amo no esté aquí para compartir este instante.

—¿Y tú qué sabes? Tal vez estén presentes, a nuestro alrededor.

—¿Creéis? ¿Realmente creéis que es posible?

Idelsbad se encogió de hombros.

—Nada impide pensarlo. A fin de cuentas nadie sabe realmente adónde va la gente después de la muerte. ¿Por qué no van a seguir velando por los seres que les son queridos?

El muchacho reflexionó antes de responder.

—Pongamos que sea cierto. De todos modos, les echo en falta.

—¿Maude?

—Maude siempre estuvo ausente. Me acostumbré a que viviera en mí. Pero está mi padre. Y también Katelina. Aunque sé que a ella volveré a verla algún día. —De pronto preguntó—: ¿Por qué no me abandonasteis en Brujas?

—La pregunta me sorprende. Te la respondí ya.

El muchacho hizo una mueca dubitativa.

—¿No estás convencido?

—Sólo a medias. Tengo una memoria excelente. No hace mucho me dijisteis: «No he venido a Brujas para hacer de protector de niños.» Y sin embargo, ahí estáis.

—¿Crees acaso que siempre somos plenamente conscientes de nuestros actos, de las consecuencias que esa o aquella acción puede acarrear? De ser así, te equivocas. Un hombre es como un navío: hay momentos en los que el viento decide, o el mar, u otra cosa imprevisible que le obliga a modificar la ruta, a sufrir la tempestad o la calma chicha.

Guardó unos momentos de silencio y prosiguió, con voz lejana.

—En verdad, he vivido mucho tiempo solo. Creí que mi vida no tenía más sentido que el mar, la fraternidad de los marinos, la aventura. Hace poco he sabido que había otra cosa. Que la donación de uno mismo podía ser más enriquecedora que todos los descubrimientos y que una emoción, por muy intensa que sea, puede ser más intensa aún cuando es compartida. ¿Comprendes mejor ahora?

—En realidad, no.

Idelsbad dejó escapar un gruñido de mal humor.

—¡Porque no quieres comprender!

—Sería mucho mejor.

—¿Qué?

El adolescente lució una inefable sonrisa.

—Si me dijerais sencillamente que me queréis un poco.

El gigante, atónito, le miró unos momentos antes de replicar, en un tono desabrido:

—Muy bien, te quiero un poco. ¿Estás contento? —Y cambió de tema—. ¡Dios, qué lento es este navío!

—¿Era más rápido el vuestro?

—Era una carabela. Mucho más manejable que esta carraca.

—¡Y vos erais el capitán!

—Sí.

El muchacho dirigió su atención a la mar.

—Cierto día —murmuró pensativo—, tal vez también yo lo sea.

—¿Y la pintura?

—Nunca seré Van Eyck. Él tenía genio.

—Jan, amigo mío, si crees que para hacer lo que nos gusta es absolutamente necesario tener genio, la mayoría de la gente que puebla la tierra no haría nada. Basta con amar lo que has decidido hacer.

—¡Pues seré marino!

—Hablas así porque ignoras cómo es realmente la existencia de los marinos. El aprendizaje de un grumete no es en absoluto comparable al de un artista.

Jan frunció el ceño.

—Bien se ve que vos no habéis pasado nunca un día entero majando dos libras de laca de granza. ¡Es agotador!

—Probablemente. Pero lo que se impone a un grumete es mucho más penoso aún. Debe lavar las marmitas del cocinero, buscar leña en tierra o, cuando el navío está en un puerto, frotar las inmundas bodegas con vinagre a fin de sanearlas para el próximo viaje, lavar y remendar la ropa. Los días de sol, cuando el viento nos abandona, debe apresurarse a derramar grandes cubos de agua, a veces durante horas y horas, para impedir que las planchas untadas de pez se rajen por efecto del calor. Y eso no es nada. En verano te asas, en invierno te hielas. Sin lecho confortable y con una comida insípida. Por no hablar de los mil y un peligros que acechan al navegante. Durante este viaje podrás juzgar por ti mismo.

—Si he comprendido bien, no os gusta demasiado lo que hacéis.

Idelsbad dejó brotar una risa espontánea.

—¿Quieres la verdad? La mar carece de compasión, pero un hombre que lucha contra los elementos es más rico que el más rico de los príncipes.

El muchacho suspiró.

—Las personas mayores son muy complicadas. Habríais podido empezar por la conclusión. —Y seguidamente preguntó—: ¿Cómo pensáis actuar, una vez en Florencia?

—Es probable, por no decir seguro, que el infante nos haya precedido. No debiera de tener problema alguno para ponerme en contacto con él. Los intereses comerciales de Portugal están representados en Florencia por un hombre a quien conozco bien: Pedro de Meneses. Hace más de veinte años libró combate a mi lado en una expedición punitiva emprendida contra los moros de Ceuta.

—¿Ceuta?

—Te hablaré de eso otro día. Meneses sabrá sin duda dónde reside Enrique. Le avisaré del peligro que le acecha y procuraré convencerle de que abandone enseguida la ciudad, antes de la fecha fatídica mencionada por Petrus.

—¿La Asunción?

—Eso es.

—¿Y luego?

—Embarcaremos en el navío de Enrique. Rumbo a Lisboa. —La mirada del gigante se evaporó por un instante—. Siempre que lleguemos a tiempo...

—Esperémoslo —suspiró Jan. Y prosiguió, ahogando un bostezo—: ¿Estamos obligados a acostarnos en la bodega, con los demás? ¿No podríamos dormir aquí, en cubierta?

—Iba a proponerlo. Pero puede hacer frío. Iré a por dos mantas.

El firmamento siguió desfilando por encima del mar y la carraca hendiendo las olas y dejando tras ella una estela de espuma lechosa e hirviente. Salvo el timonel y el hombre de guardia, el resto de la tripulación y los pasajeros estaban adormilados.

En cambio, el gigante no dormía. Miraba a Jan, que dormitaba apaciblemente.

«No hace mucho tiempo me dijisteis: “No he venido a Brujas para hacer de protector de niños.” Y sin embargo, ahí estáis.»

Allí estaba, es cierto. Y también era cierto que, sin que lo advirtiera, se habían establecido vínculos indestructibles entre el niño y él. Si hubiera tenido menos pudor, le habría confesado que, en adelante, ya no podía imaginar una vida sin él. Con toda naturalidad, su pensamiento fue hacia Maude. ¿A qué se debe que las mujeres tengan esa facultad, que sólo les pertenece a ellas, de defender la vida que han dado a costa de la suya propia? En los gestos de la joven, no hubo ni la sombra de una vacilación. Había protegido su carne, aunque hubiera permanecido durante trece años alejado de ella. Extraño destino el suyo. Había vivido a la sombra y sólo la había abandonado para inmolarse.

Cubrió dulcemente con la manta los hombros de Jan y se llevó su imagen al sueño.

El primer amanecer se levantó en el mar. A medida que navegaban hacia el sur, el aire se impregnaba de una tibia humedad, las nubes se hacían más escasas y las que resistían se deshilachaban cada día un poco más. Cierta mañana, por fin, un azul glorioso dominó todo el cielo.

Llegaron luego a la punta de Finistère, donde la tensión dominó la tripulación. Idelsbad, que también había navegado por aquella zona, sabía que los campos de escollos que bordean la costa se mantenían a menudo ocultos tras la niebla o las cortinas de lluvia. En realidad no era tanto el miedo al naufragio lo que atormentaba al portugués como la idea de hallarse en la imposibilidad de avisar a Enrique. Pero el tiempo era hermoso, y doblaron el cabo sin problemas.

En el extremo de la península rodearon la isla de Ouessant, otra trampa mortal para los navíos. Cuando se la descubría, en general era demasiado tarde para evitarla. De ahí sin duda el viejo proverbio: «Quien Ouessant ve, su sangre ve.»

Jan vivía aquellas jornadas sumido en un asombro renovado sin cesar. Cada día era un nuevo descubrimiento, con la extraña certidumbre sin embargo de haber conocido siempre ese mundo, de que nada le era ajeno en las cosas del mar. Cierta mañana, para mayor felicidad, Idelsbad le ayudó a trepar hasta la cofa del vigía. Durante una hora, Jan tuvo la impresión de que el cielo, la inmensidad del mar abierto sólo le pertenecían a él.

Poco después desembocaron en el Atlántico. Hicieron una primera escala en La Rochela, donde descargaron fardos de lana y arenques secos, a cambio de vinos de Burdeos.

Naturalmente, la tempestad estalló en el golfo de Gascuña, sumergiendo la carraca en ráfagas, trombas de agua y relámpagos. Mientras duró, Jan permaneció acurrucado contra el gigante, orando a la Virgen e implorando la compasión de san Bavón.

Luego fueron las costas del reino de Galicia, las de Portugal, salpicadas de bancos de arena, la mayoría de los cuales no estaban señalados en las cartas.

Al oeste, por donde el sol se ponía, comenzaba el gran misterio.

—¿Qué hay del otro lado? —preguntó Jan, señalando con el dedo el horizonte.

—No lo sabemos —respondió Idelsbad.

—¿Y no sería posible que hubiera tierras vírgenes?

—Es más que probable. Yo estoy convencido de ello. En Madeira vi flores, frutos que no se encuentran en parte alguna de nuestro continente. Estoy seguro de que sus semillas fueron transportadas por los vientos cálidos que soplan del oeste. Uno de mis compañeros, João Gonçalves, encontró en una playa de la isla una rama formada por un tallo cilíndrico, leñoso, que ninguno de nosotros había visto antes. Pero lo más turbador fue la embarcación embarrancada en la orilla, en la que descubrimos unos cadáveres de rostros, cuando menos, singulares. Los jirones de piel que permanecían agarrados a sus huesos tenían un color oliváceo. —Se interrumpió para subrayar, con un movimiento de la mano—: Sí. No cabe duda de que existen tierras en el oeste. Pero ¿a qué distancia están? ¿Mil leguas? ¿Diez mil? ¿Cien mil? Una embarcación, por muy cargada de provisiones que vaya, no puede permanecer en el mar más de tres meses.

—Algún día, no cabe duda, alguien correrá el riesgo de lanzarse a la aventura.

—¡Me atrevo a esperar que sea un portugués! —lanzó el gigante.

—¡O un flamenco! —replicó Jan, levantando la barbilla.

—¿Por qué no?

—Sea como sea, es una empresa que me tentaría.

—Si crees apasionadamente en esta empresa, participarás en ella. —Se apresuró a rectificar—. Salvo que un marino más audaz que los demás se te adelante...

En el lindero de la tercera semana, la carraca dobló el cabo de San Vicente, la punta más extrema del sur del continente, que los marinos saludaron al pasar.

Cuando el navío se introdujo entre las Columnas de Hércules, el portugués tomó a Jan del brazo y señaló con el índice un punto invisible.

—¿Recuerdas? Hace unos días mencioné a mi amigo, dom Pedro, y una expedición punitiva contra Ceuta. La ciudad está allí. A punto estuve de morir en ella.

—¿Qué ocurrió?

—Fue hace unos veinte años. Habíamos expulsado a los moros de Portugal pero éstos seguían mostrándose peligrosos. Por mar y en tierra, sus razias amenazaban a nuestro comercio y nuestros campesinos. Para acabar con ello, el rey João decidió apoderarse de Ceuta, el puerto morisco más cercano. Enrique formaba parte de la expedición; nos propuso a dom Pedro y a mí que lo acompañáramos. Más de doscientos barcos y veleros, con veinte mil soldados, descendieron por el Tajo y cruzaron la barra. El infante había obtenido de su padre el favor de ser el primero en desembarcar en tierras de África y de dirigir el asalto. Yo iba a su lado. Durante el combate, una lanza me atravesó la ingle. Durante una semana permanecí entre la vida y la muerte.

Idelsbad levantó los ojos al cielo.

—Alguien me debió de proteger desde allá arriba.

—¿Conseguisteis conquistar la ciudad?

—Sí. Los moros, desprevenidos, sólo resistieron algunas horas. Sin embargo, fue un baño de sangre. Tras la rendición de la plaza fuerte, nuestros soldados se entregaron a una verdadera arrebatiña. Creo que Enrique comprendió aquella noche que no estaba hecho para la guerra y decidió consagrarse a los descubrimientos marinos. Como prueba, en cuanto estuvimos de regreso en Portugal, solicitó a su padre la autorización para retirarse a Sagres. Su entorno creyó en una retirada piadosa. Se equivocaba. Enrique había presentido, antes que nadie, que la toma de Ceuta no serviría de nada. Sólo el descubrimiento de nuevas tierras proporcionaría a Portugal los recursos necesarios para su comercio.

—¿Qué fue de vuestro amigo, ese dom Pedro?

—Se quedó para defender la plaza. Pero hace unos nueve meses, el rey, para recompensar su abnegación, lo destinó a Florencia. —Lanzando una ojeada al mar, comentó con un ligero nerviosismo—: Este navío se arrastra... Es un viaje de nunca acabar.

Tras haber flanqueado las costas de Provenza, la carraca hizo una nueva escala en el puerto de Génova. La ciudad se les apareció apretujada contra el escarpado litoral, una compacta masa de techos coronada por las torres almenadas de las mansiones fortificadas y las cúpulas de las iglesias.

Una extraordinaria animación reinaba en el puerto, que Jan devoraba con la mirada. Aguzando el oído, podía oír el lamento de los navíos heridos al regreso de una batalla, los relatos arrastrados por las olas que evocaban las últimas expediciones de los piratas moros y las aventuras de los peregrinos regresando de Tierra Santa. Bajeles de todas las formas, de todas las procedencias, estaban amarrados en los muelles, llenos de excrementos y desechos, a cuyo alrededor se arremolinaban nubes de moscas. Pequeñas barcas mercantes llegadas de Córcega, cargadas de melones, buscaban un lugar entre carabelas y galeras. Estas habían echado el ancla al abrigo de un fortín erigido en la entrada del puerto, dominado por un camino de ronda. Oficiales armados montaban guardia con la nariz tapada por dientes de ajo, única estratagema para combatir el fétido olor que desprendían los esclavos encadenados a los remos.

Aquella noche, mientras la carraca seguía anclada en el puerto, la luna llena flotaba sobre el mar, difundiendo una luz lechosa sobre el paisaje dormido. Idelsbad dormitaba en cubierta, junto a Jan. En el silencio ascendían el rumor del puerto y el más cercano del chapoteo de las olas contra el casco. Una silueta dejó atrás el trinquete y se dirigió con pasos silenciosos hacia el lugar donde dormían el gigante y el niño. En su movimiento, el hacha de carpintero que el hombre llevaba en la mano capturaba intermitentemente el brillo de las estrellas. Sus dedos se crisparon cada vez con más fuerza en el mango, a medida que se acercaba a su objetivo. Cuando llegó a la altura del portugués, tenía los nudillos completamente blancos.

En el preciso instante en que iba a descargar el golpe, el hombre de guardia, testigo de la escena, lanzó un grito de alarma. Todo ocurrió muy deprisa. Idelsbad rodó hacia un lado, evitando por un soplo el filo del hacha que fue a clavarse en las tablas de la cubierta. Los reflejos exacerbados por las noches pasadas en universos hostiles, la costumbre de enfrentarse con lo imprevisto, el hábito del peligro fueron otros tantos elementos que actuaron en favor del portugués. Estaba ya de pie.

Anselm de Veere se sintió literalmente arrancado del suelo y proyectado con inaudita violencia contra la borda. Aunque medio aturdido por el golpe, consiguió levantarse, pero el otro estaba ya junto a él. Con la rabia de la desesperación, el flamenco se debatió y golpeó con toda la fuerza de sus puños, intentando soltarse. En vano. Idelsbad lo agarró de la cintura, lo levantó con desconcertante facilidad y lo lanzó por la borda. Hubiérase dicho que la suerte de De Veere estaba echada. Pero, no: su cuerpo colgaba en el vacío; Idelsbad seguía sujetándolo firmemente por el antebrazo.

—¡No! —gritó Jan—. ¡No! ¡No lo matéis!

—Tranquilízate —replicó el gigante sin volverse—. Me guardaré bien de hacerlo.

A continuación se inclinó hacia De Veere y le preguntó con voz cortante:

—Quiero un nombre...

Una expresión de increíble dureza deformó el rostro del hombre. En su sien latía una vena mientras en sus ojos brillaba el odio, inmenso, lúcido y tranquilo.

—Antes arder en el infierno...

—Pues estás muy cerca. ¡Un nombre!

Inesperadamente, sorprendiendo a Idelsbad, el flamenco reunió las fuerzas que le quedaban y consiguió soltar su antebrazo. Por una fracción de segundo pareció que su cuerpo permanecía suspendido entre el cielo y el mar; luego se descolgó, cayendo hacia las aguas.