6
El hombre, imponente, corpulento, con un cuello de toro y los ojos de un azul intenso, debía de tener unos cincuenta años. Poseía una tez sorprendentemente mate para un flamenco y llevaba un jaco de color negro que llegaba hasta medio muslo. Un sombrero de castor de fondo plano le cubría la cabeza y dibujaba una sombra en su nariz.
Impresionado por la estatura del visitante, Jan le contempló como si se tratara de un gigante escapado de un cuento.
—Mi nombre es Idelsbad —dijo, y prosiguió con el timbre muy grave, velado—: Me manda el baile de Meunikenrede. Si no tenéis inconveniente, desearía hablar con vos.
—¿El baile de Meunikenrede? ¿Sobre qué?
—No ignoráis que hubo un asesinato anteayer por la noche.
—Sí, lamentablemente. Creo incluso que fui el primero en enterarme.
Van Eyck revolvió el pelo de Jan con la mano.
—Mi hijo descubrió el cadáver. ¿Se conoce su identidad?
—Sluter. Nicolás Sluter.
—¿Sluter? ¡Es espantoso! ¿Pero no incumbe el asunto a las autoridades de Brujas?
—En parte. La víctima era ciudadano de Meunikenrede. Estaba en Brujas sólo de paso. Además, su familia, que mantiene relaciones privilegiadas con Van Puyvelde, el baile, quiere saber lo que ocurrió. Van Puyvelde ha solicitado y obtenido la conformidad del burgomaestre de Brujas para que se me conceda el derecho a investigar aquí.
Hizo ademán de abrir su limosnera.
—Tengo un documento firmado en debida forma. Si...
Van Eyck detuvo su ademán.
—Escuchadme minheere, no veo en qué me concierne el asunto.
Idelsbad parpadeó sorprendido.
—¿No fue Sluter vuestro aprendiz?
—Es cierto. ¡Pero de eso hace más de quince años! Además, por aquel entonces yo residía en Lille.
—No obstante, podríais hablarme de él. Por lo demás, no se trata sólo de Sluter. Están también las muertes de Tournai y de Amberes. Os halláis sin duda al corriente... —Enumeró contando con los dedos—: Willebarck, Wauders. Todos frecuentaron vuestros talleres. Ya imaginaréis que siendo así...
—Bueno, muy bien —capituló Van Eyck a regañadientes—. Permitidme sin embargo que os corrija. No son Willebarck y Wauders, sino Willemarck y Wauters. ¡No importa! Seguidme. Estaremos más cómodos en el interior, aunque os advierto que no dispongo de mucho tiempo.
—Os prometo que no será largo. —Se volvió hacia Jan—. Su testimonio puede ser valioso, ¿tenéis inconveniente en que nos acompañe?
El pintor tendió la mano hacia el muchacho.
—Síguenos, ¿quieres?
Van Eyck le indicó un taburete al gigante mientras él se instalaba en un banco provisto de brazos.
—Recordadme vuestro nombre, os lo ruego.
—Idelsbad. Till Idelsbad.
Jan estuvo a punto de reír.
—¿Till? ¿Como Till el travieso, el héroe?
El hombre se abrió de brazos para indicar su impotencia.
—No es culpa mía. Mi padre sentía una verdadera veneración por el personaje. Till Uylenspiegel representaba todas las virtudes que le eran caras: libertad, justicia, valor.
—De todos modos, habría podido elegir otro nombre —soltó Van Eyck, divertido a su pesar—. ¿Y si fuéramos al grano?
—Muy bien. ¿Cuánto tiempo trabajó Sluter en vuestro taller?
—Casi cinco años.
—¿Por qué motivo os abandonó?
—Si no recuerdo mal, su padre estaba enfermo y lo reclamaba a su lado.
—¿Creéis que pudo crearse enemigos o cometer un acto que pudiera provocar un deseo de venganza?
—Cuando comenzó su aprendizaje, tenía apenas catorce años. ¿Cabe imaginar que a esta edad se sea capaz de provocar tanto odio, un furor tan grande que empuje a alguien a asesinarte quince años más tarde?
—Pero entretanto regresó a Brujas. Ciertamente intentó ponerse en contacto con vos.
—No, que yo sepa.
—Es extraño. ¿Colabora con vos durante más de cinco años, se halla en Brujas y no intenta volver a veros?
—Tal vez pensara hacerlo. ¿Cómo saberlo?
—¿Cuándo visteis a Nicolás Sluter por última vez?
—Hace unos meses, tres, cinco, no lo recuerdo.
—Es importante. Haced un esfuerzo.
El pintor le lanzó una impaciente mirada.
—Minheere, ¿y si me dijerais adónde queréis llegar?
—Quiero encontrar al asesino, claro está.
—¿Y creéis que se oculta en mi casa?
Su interlocutor se limitó a repetir, aunque en un tono más firme:
—¿Cuándo visteis a Nicolás Sluter por última vez?
—¡Pero bueno! ¡Ya os lo he dicho!
—Perdonadme —exclamó Jan—. Yo lo recuerdo. Nos cruzamos con él en la plaza del Burgo. Fue el día de la procesión de la Santa Sangre. Llevaba tanta prisa que estuvo a punto de derribarme.
—Tu memoria es manifiestamente más fiel que la mía —comentó Van Eyck con suavidad. Luego gratificó al gigante con una vaga sonrisa y le indicó—: Ya está. Tenéis vuestra respuesta.
—¿No os dijo nada de particular?
—Nada. Habló sólo de su próxima boda con una joven florentina a la que había conocido durante un viaje por Italia. Quise pincharle con el temperamento fogoso e imprevisible de las mujeres del Sur y le hice el elogio de la tranquilizadora serenidad de las mujeres del Norte. Le deseé buena suerte y nos separamos.
—Ya veo...
Arrastrados por la brisa, unos nauseabundos efluvios invadieron súbitamente la estancia.
—La barcaza de la basura —comentó Jan con una mueca de asco.
Una embarcación abierta se deslizaba por el canal con su cotidiano lote de cerdos, animales domésticos hinchados por el agua y pútrida vegetación, recogidos por los barcos dragadores nocturnos.
Idelsbad preguntó con interés:
—De modo, muchacho, que tú encontraste a Sluter...
—Sí. En la calle del Asno Ciego. Regresaba a casa.
—¿Recuerdas algo en particular que te llamara la atención?
—Tenía la garganta cortada y la boca estaba llena de tierra de Verona.
—De tierra de Verona... —repitió Idelsbad doctamente. Permaneció silencioso con sus ojos azules clavados en los de Jan, y finalmente preguntó—: ¿No acababas de adquirir poco antes un cofre de pigmentos?
Jan parpadeó.
—Sí, pero...
—Eran para mí —rectificó Van Eyck—. En caso de que lo hayáis olvidado, soy pintor. Si os hubieran informado bien, os habrían dicho que no había tierra de Verona entre los pigmentos que encargué.
Idelsbad se inclinó con una deferencia que igual hubiera podido ser sincera que fingida.
—Sé quién sois, minheere. ¿No os llaman acaso el «rey de los pintores»?
—¡Se me escapa un detalle! ¿Por qué habéis fingido ignorar que fue Jan el que descubrió el cadáver de Sluter? Lo sabíais, puesto que habéis interrogado a Cornelis.
—Desengañaos. Aunque he interrogado a Cornelis acerca de los pigmentos, efectivamente, ni él ni yo sabíamos que la cosa afectaba a vuestro hijo.
—No os sigo.
—¿No me lo habéis dicho vos? «Mi hijo descubrió el cadáver.» Son vuestras propias palabras.
—Dejémoslo. ¿Y lo de Sluter? ¿Cómo sabíais que había sido mi aprendiz?
—Su familia. Os recuerdo que me envía ella. Y aunque Brujas sea una gran ciudad, no deja de ser también una aldea. —Cambió de tema—: ¿Creéis en las coincidencias? Tres muertos, los tres aprendices vuestros. Reconoced que hay en ello materia para hacerse preguntas.
Los dedos de Van Eyck se crisparon en los brazos del banco.
—Habéis hablado de coincidencias. Es la única explicación.
—¿Habéis ido recientemente a Tournai o a Amberes?
—¿Qué respuesta esperáis? —replicó el pintor con ironía—. ¿No murió Willemarck en Amberes, y Wauters en Tournai? —Y enseguida se apresuró a añadir, en un falso tono de reproche—: Vamos, vamos, minheere, un poco de seriedad. No, nunca he ido a esas ciudades.
—Y sin embargo viajáis mucho.
—Tengo esa debilidad, en efecto.
—¿Por qué motivo?
—No es cosa vuestra.
—Portugal, entre otros...
—No podéis ignorar que me mandó allí el duque Philippe, para hacer el retrato de la infanta Isabel.
—Una mujer muy hermosa, por lo demás. Sin embargo, el viaje se remonta a varios años atrás. Creo saber que acabáis de regresar de Lisboa.
El pintor se atrincheró en el silencio.
—¿Acabáis de regresar de Lisboa?
No obtuvo respuesta.
El gigante dejó transcurrir un momento antes de continuar:
—Si no veis inconveniente en ello, me gustaría examinar vuestro taller.
Esta vez, la aparente calma de Van Eyck lo abandonó de pronto.
—¡Ni hablar! Nadie, salvo mis íntimos, está autorizado a entrar en él. Hace diez años que adquirí en esta ciudad el derecho de burguesía y no quiero ser tratado como un extranjero.
—Es curioso que mencionéis ese tema. Figuraos que antes de venir a veros he comprobado los registros de la ciudad. No estáis inscrito en ellos.
—¿Qué decís?
—La verdad. No he encontrado nada salvo, con fecha 9 de septiembre de 1434, un nombre y un lugar de nacimiento similar al vuestro: Jan. Pero Jan de Tegghe, nacido en Maaseik, en la región de Lieja. No hay rastro de un Van Eyck.
—¡Es absurdo! También yo nací en Maaseik y pagué ese derecho: doce libras, exactamente. Esto es ridículo. Sea como sea, ¡no pondréis los pies en mi taller!
—Sed razonable. El baile tiene plenos poderes.
—¡Y Jan van Eyck tiene muchos más! —replicó el pintor, incorporándose—. Nadie, ¿me oís?, ¡nadie vendrá a hurgar en mi vida privada! Y menos aún en mi creación.
—Cometéis un grave error. El baile...
—¡Me tiene sin cuidado el baile! Decidle de mi parte que si insiste no va a vérselas ya conmigo sino con el propio duque, ¿queda claro?
—Muy claro. Conozco vuestros vínculos con el borgoñón. Sois amigo de los poderosos, minheere, y eso es un gran poder. Permitidme, sin embargo, que apele a vuestra conciencia.
—Soy el único juez de mi conciencia. Ahora, os agradecería que salierais de esta casa.
—Vos sois el dueño del lugar, minheere.
—¡Maestro! ¡Maestro Van Eyck!
Señaló la puerta con el dedo, y Jan advirtió que su mano temblaba.
El gigante soltó en un tono glacial:
—Os saludo. Pero volveré... —Y recalcó expresamente la última palabra—: Minheere.
Sólo cuando oyó el eco de la puerta de entrada al cerrarse, Van Eyck se sobrepuso.
—O ese individuo está loco —murmuró— o es un inconsciente, lo que viene a ser lo mismo. —Apretó los puños y concluyó con voz imperiosa—: Till Idelsbad... ¡Es un nombre del que el duque va a acordarse!
Jan no hizo comentario alguno. Una frase pronunciada la víspera por Petrus Christus había vuelto a su memoria: «Y también esta vez un hombre de nuestra cofradía...» ¿Cómo diablos había podido saber que se trataba de un pintor? Hasta la visita de aquel alguacil, todos lo ignoraban. A fin de cuentas, el muerto del Asno Ciego habría podido ser cualquiera. ¿Cómo podía estar al corriente?
Entreabrió la boca, a punto de participar al pintor su interrogante, pero en aquel momento hizo su entrada Margaret, atraída por los gritos.
—¿Qué ha pasado, amigo mío? ¡Vuestra cólera ha debido de llegar hasta el Burgo!
—¡La culpa es de ese patán! Me ha sacado de mis casillas. Tiene un modo de hacer preguntas insidiosas rayano en la descortesía.
Margaret señaló a Jan con un dedo inquisidor.
—Me atrevo a esperar que no sea por su causa.
—¿Por causa mía?
—Vamos, amiga mía, ¿qué estás diciendo? Jan nada tiene que ver en el asunto.
No obstante, Margaret puso cara de incredulidad.
—De acuerdo. Es que con este muchacho cabe esperar cualquier cosa. —Giró sobre sus talones y añadió—: Es hora de misa. Llegaremos tarde.
A su regreso de Santa Clara les esperaba el drama. Al llegar ante la puerta, el pintor introdujo la llave en la cerradura y enseguida advirtió la inutilidad de su gesto: el batiente ya estaba entreabierto.
—Pero ¿qué...? —masculló—. ¿Katelina se ha olvidado de cerrar?
Precediendo a los demás, cruzó el umbral, dominado por un oscuro presentimiento. Algo insólito flotaba en el ambiente.
—¡Katelina!
La llamada quedó sin respuesta.
—¡Katelina!
—Tal vez esté en el mercado —sugirió Margaret.
Van Eyck apresuró el paso.
—Dios mío...
El suelo se hallaba cubierto de restos de lámparas, el aparador había sido forzado y las seis copas de plata, presente del duque, habían desaparecido. Corrió trastornado hacia las otras habitaciones. En todas partes reinaba un alucinante desorden; hubiérase dicho que un huracán había levantado la casa, vaciando cajones y armarios. Los colchones desgarrados soltaban su lana, los vestidos estaban tirados en un montón... Pero en el taller era peor aún: pigmentos desperdigados, cubiletes volcados, caballetes rotos, paneles destrozados. En un rincón de la estancia, Katelina, con los tobillos y las muñecas atados, temblaba, encogida sobre sí misma, con los labios deformados por una pelota de borra que le habían introducido en la boca.
—¡Misericordia! —aulló Van Eyck. Y precipitándose hacia la sirvienta, ordenó a Margaret—: ¡Aleja a los niños!
Arrancó febrilmente la mordaza que sellaba los labios de Katelina, soltó las ataduras y la ayudó a levantarse.
—¿Qué ha ocurrido?
Ella hipó, intentó articular algo, incapaz de dominar los temblores de su cuerpo.
—Calmaos... Ya pasó. Todo va bien.
Inmóvil en el umbral, Jan observaba la escena con emoción, convencido de que acababan de entrar de lleno en una pesadilla.
—¿Qué ha ocurrido? —repitió Van Eyck.
—Apenas es creíble. Tres hombres se han introducido en la casa pocos minutos después de vuestra partida. Al oír ruido de pasos, he pensado que dama Margaret había olvidado algo. Apenas he salido de la cocina, me he dado de narices con ellos. No he tenido tiempo de comprender lo que me sucedía; uno de los hombres, el más joven, se ha lanzado sobre mí, armado con un bordón.
—¿Queréis decir un palo?
—No, un bordón —insistió Katelina—, un bordón. Ya sabéis, esa especie de bastón con el extremo en forma de manzana que utilizan los peregrinos extranjeros.
—Proseguid.
—He intentado huir. El hombre me ha golpeado en la cabeza. Todo ha desaparecido, he sentido que me deslizaba por un pozo negro. Cuando he recuperado el conocimiento, estaba aquí, en el taller. Alguien aullaba en mis oídos, en un mal flamenco: «¿Dónde está la llave?» Hablaba, claro, de la llave de...
—Lieve God! —exclamó Van Eyck lleno de espanto.
Se volvió hacia la puerta que cerraba su «catedral». Seguía cerrada, pero el escudete que protegía la cerradura colgaba funestamente, casi arrancado, y había una hoja de puñal rota clavada en la puerta.
—Tranquilizaos, no han conseguido penetrar en el interior, y eso les ha puesto realmente rabiosos, sobre todo al que parecía el jefe. No dejaba de repetirme con su espantoso acento: «¿Dónde está la llave?» Le he jurado por todos los santos, y es la verdad, que yo no la tenía, que vos erais el único que la conservaba. Aunque ha terminado por creerme, su furor no ha disminuido por ello. Ha tomado el bordón que tenía su acólito y ha comenzado a romper todo lo que encontraba a su alrededor.
—Pero ¿qué buscaban? —exclamó Jan—. ¡Aquí no hay tesoros!
Van Eyck le impuso silencio.
—Proseguid, Katelina.
—Eso es todo. Me han atado y abandonado como vos me habéis encontrado. —Recuperó el aliento y señaló un punto tras el banco—: Cuando se iban, el jefe ha vuelto sobre sus pasos y ha escrito ese garabato.
Van Eyck se volvió y leyó en la pared, escrito en castellano:
«¡Tras las angustias de la muerte, los horrores del infierno! ¡Volveremos!»
Permaneció silencioso antes de decir, en un tono sobrecogedor:
—Tenía que ocurrir...
Jan, sorprendido, estuvo a punto de preguntarle el significado de aquel escrito redactado en una lengua extranjera, pero decidió callar.
El pintor comenzó a recorrer el taller de arriba abajo con una expresión de hombre acosado. Nadie habría podido saber lo que su espíritu tramaba, ni qué ideas batallaban en él. Finalmente abandonó su ensoñación y fue a examinar la puerta de roble. Intentó retirar la hoja plantada en la cerradura, sin resultado.
—¡Jan! —ordenó—, ve de inmediato a buscar a Van Bloeck, el cerrajero. Dile que venga enseguida. ¿Me has comprendido? ¡Enseguida!
—¿Y si no estuviese disponible?
—¡Me importa un comino! ¡Pagaré lo que quiera! ¡Vamos, ve!
Una vez solo, se abandonó a una dolorosa meditación. «Tras las angustias de la muerte, los horrores del infierno. Volveremos.»
Los españoles... ¿Cómo? ¿Por quién habían sido informados? Era hora ya de ver al duque Philippe. Tal vez él supiera encontrar una explicación.
Entretanto, resultaba urgente tomar ciertas precauciones. Abrió un cajón, sacó una vitela, un tintero, una pluma, y escribió...