TRIGÉSIMOPRIMERA MAQAMA
Hacía ya tres días que el ejército avanzaba bajo un cielo de metal, hacia el noroeste, dejando Isfahán a su izquierda. En el último instante, sabiendo por sus espías que Hamadhan estaba defendida por una sola guarnición gaznawí, Alá el-Dawla había modificado sus planes de reconquista y decidió comenzar recuperando la ciudad perdida por su tía, la Sayyeda.
Los jinetes marchaban a la cabeza, seguían los infantes y los camellos, doblándose bajo el peso de lo víveres, cerraban la marcha alargando el paso en regular hilera. A su lado, casi ajenos al conjunto, galopaban el jeque el-rais y, algo adelantados, Aslieri y el-Jozjani. Prosiguieron así durante casi un farsaj y, bruscamente, el jeque se inclinó sobre las crines de su montura y comenzó a vomitar con entrecortados chorros, antes de caer en la ardiente arena.
Fue Abú Obeid el que primero advirtió su ausencia. Se lanzó hacia él. Ibn Sina, hecho un ovillo en la arena, con las manos engarfiadas en su vientre, no se movía ya; sólo en su rostro había muecas de dolor.
—¿Qué sucede, jeque el-rais? ¿Dónde te duele?
Aslieri, que se les había reunido, descabalgó a su vez.
—¿Es el vientre? —preguntó en un tono de fingido interés.
Alí no tuvo tiempo de confirmarlo. Atacado de nuevo por los espasmos, su cuerpo se encogió y vomitó otra vez un líquido negruzco y fibroso.
—¿Qué debo hacer para aliviarte? —preguntó temeroso el-Jozjani, tomando la mano de su maestro—. Dínoslo.
Aslieri apartó suavemente al discípulo y tomó el pulso al rais.
—¿Cómoo…? —susurró Alí con voz casi inaudible.
—Muy rápido…
—¿El pulso es claro o difuso?
—Claro. No hay motivo de inquietud. Probablemente es una indigestión. Algo en mal estado que habrás comido y que…
Jozjani le interrumpió secamente:
—Es imposible. El jeque no se ha llevado nada a la boca desde que salimos del campamento.
—Es una indigestión —repitió doctamente Aslieri.
Los espasmos fueron espaciándose, se calmaron luego y Alí pudo incorporarse por fin. Su rostro pareció preocupado cuando vio el aspecto del vómito, medio absorbido por la arena.
Con un gesto que había llevado a cabo muchas veces con los demás, metió una mano bajo su túnica y comenzó a palpar su estómago.
—No es nada —dijo al cabo de un momento—. Aslieri tiene razón, sin duda se trata de una indigestión.
Sin más comentarios, se dirigió vacilando a su caballo, como si fuera a derrumbarse a cada paso. Pero cuando intentó montar, una nueva contracción abdominal le obligó a doblarse, apretando los dientes para no gemir.
—Jeque el-rais, no estás en condiciones de proseguir. Tienes que cuidarte —imploró Jozjani.
—En el próximo alto. No te preocupes.
—Pero, hijo de Sina…
—Ayúdame a montar. De lo contrario, el sol acabará con nosotros. Vamos, ayúdame, Abú Obeid.
—De todos modos, no tenemos nada a mano para aliviarle —observó Aslieri doctamente—. Debemos reunirnos con la columna.
El-Jozjani ofreció a su maestro, sin convicción alguna, la ayuda de su hombro.
Una vez en su montura, el jeque se lanzó hacia la retaguardia que comenzaba a desaparecer en el horizonte.
Cuando Alá el-Dawla dio la orden de instalar el campamento, las luces del poniente comenzaban a extinguirse al otro lado de la tierra, dejando un cielo malva pálido en el que se diluían largas estelas blanquecinas.
Apenas plantada su tienda, el jeque se tendió en su litera con la respiración jadeante.
—Yohanna —dijo lentamente—, voy a necesitarte.
—Ordena, hijo de Sina.
—Creo conocer mi mal. Tengo que quebrar su progresión en el plazo más breve.
—¿Qué tratamiento propones?
—No es muy agradable, lamentablemente. Vas a prepararme en un clíster la siguiente mezcla: dos danaq98, uno de adormidera, y me la administrarás.
—¿Una lavativa de opio?
—Opio y apio. No intentes comprenderlo. Sé lo que me hago.
—Quisiera creerlo. Pero permíteme recordarte que un danaq de opio puede ser peligroso para el corazón.
—Error, Yohanna. Sé con mucha exactitud las dosis que no deben superarse. El límite peligroso está en cinco o seis danaqs. Muy alejado.
El-Jozjani confirmó.
—Es exacto. Estas cifras se han extraído de las experiencias llevadas a cabo por el-rais en los últimos años. Yo soy testigo. Hagamos lo que pide.
Aslieri esbozó una sonrisa resignada.
—Muy bien. A fin de cuentas, él es el príncipe de los médicos.
Yohanna hizo lo que el jeque le pedía, pero el remedio no hizo efecto. Mediada la noche, rogó a Aslieri que repitiera la operación doblando las dosis.
Fue necesaria una tercera lavativa para que se advirtieran los primeros resultados y el jeque pudiera por fin conciliar el sueño.
Cuando despertó, con el alba, una silueta estaba a su cabecera. Drogado por el opio, apenas reconoció, a contraluz, al príncipe de Isfahán.
—He sabido que estabas enfermo…
—Estoy mejor, Excelencia.
—Me preocupaba y…
Alí le interrumpió.
—¿Cuándo llegaremos a Hamadhan?
Una expresión preocupada oscureció la mirada del emir y su frente se cubrió de arrugas.
—Los kurdos nos cierran el camino. Un pequeño ejército, al mando de Tash Farrash, un general a sueldo de los gaznawíes, ocupa el pueblo de el-Karaj99. Estamos obligados a presentar batalla pues rodearlos nos haría perder un tiempo precioso. ¿Crees que podrás seguir? En caso contrario, podría poner a tu disposición algunos guardias y permanecerías aquí hasta que terminara el enfrentamiento.
—¿Estamos lejos de el-Karaj?
—Dos días y dos noches de marcha.
—Seguiré pues.
—Tendremos que recorrer el Hezar derre, los mil valles. Ya sabes lo que eso significa.
—Preocúpate mejor por la suerte de tu ejército.
El emir inclinó la cabeza.
—Sospecho que no cambiarás tu decisión.
—Te lo repito, preocúpate por la suerte de tu ejército.
—Hablaba de tu intención de abandonar mi servicio cuando lleguemos a Hamadhan.
—Ya lo he hecho, Majestad. Ya no estoy a tu lado.
Los rasgos de Alá se ensombrecieron un poco más.
—El perdón es un acto de fe —dijo al cabo de un momento—. Imploré el tuyo y sigo implorándolo. Estás ante un hombre cubierto de tierra100.
El hijo de Sina se incorporó un poco.
—Señor, estoy sordo y he perdido la vista. ¿Cómo puedo perdonarte en ese caso? Ya no oigo tus súplicas y no te veo.
—Comprendo tu dolor.
Calló antes de añadir:
—Pero si habitaras en mi corazón, sabrías cómo lo he hecho mío.
Alí cerró los párpados y se refugió en el silencio.
Tras muchas dificultades cruzaron los mil valles de los que le había hablado el emir. Era una extensión árida, desolada. Según las leyendas, el lugar fue escenario del combate de Rustam contra el dragón y el aliento venenoso de la bestia dejó estéril la tierra. Pero no había un ejército kurdo sino dos. El segundo aguardaba a las tropas de el-Dawla a unos diez farsajs de Hamadhan, en los alrededores de Idhaj. Por ello, pese a la victoria que obtuvo en el-Karaj con bastante facilidad, tuvo que detenerse durante tres días para permitir que los hombres vendaran sus heridas y recuperaran sus fuerzas.
El estado del jeque había mejorado sensiblemente. Lo aprovechó para dictar a el-Jozjani el inicio de una nueva obra en la que había decidido exponer sus conclusiones sobre la existencia de Dios, sus últimas reflexiones sobre filosofía y ciencia. Para él, la obra, a la que había ya titulado La filosofía oriental, sería una especie de testamento que iluminaría los imprecisos contornos de su obra anterior y respondería a las preguntas que no dejarían de hacer quienes, más tarde, analizaran sus escritos. Mientras, Aslieri seguía administrándole tres clísteres diarios, en los que el jeque había hecho añadir mitrídates101.
A veces se interrumpía, de pronto, cuando estaba dictando una página y su mirada se clavaba en el desierto infinito como si acechara algo en el horizonte. El-Jozjani respetaba aquellos momentos, guardándose mucho de hacerle preguntas sobre sus pensamientos. ¿De qué le habría servido, además? Por qué intentar que su maestro regresara a la realidad de las tierras de Idhaj cuando le adivinaba vagando a las puertas de Bagdad…
El ejército levantó el campo al finalizar el tercer día y partió para enfrentarse con la segunda guarnición kurda, último obstáculo en el camino de Hamadhan. Aquel nuevo viaje avivó los sufrimientos del jeque, que se hicieron más intensos. La víspera de la batalla, eran tan intensos que obligó a Aslieri a aumentar las dosis y pasar a cuatro danaqs de opio y un dirham de apio.
Aunque el médico obedeció sin discutir, Jozjani se inquietó:
—¡Es una locura! ¡Tu cuerpo no podrá resistir el tratamiento!
Alí desdeñó secamente las observaciones de su discípulo y, al día siguiente, mientras duró la batalla, Aslieri no le administró menos de ocho clísteres. Tal vez entonces las cosas adquirieron un carácter irremediable…
El sueño cayó entonces sobre él, sólo despertó veintiséis horas más tarde para advertir que Jozjani estaba acostado a sus pies, que no le había abandonado un solo instante.
—¡Despierta, Abú Obeid! —dijo con voz estentórea—. Tenemos que concluir un trabajo.
Abandonando a su atónito discípulo, saltó de la litera y salió de la tienda.
—¿Has perdido la cabeza, hijo de Sina? —gritó el Jozjani lanzándose tras de él.
Alí no le escuchaba. Sus ojos estudiaban el paisaje. Parecía descubrir la naturaleza por primera vez. El campamento se había levantado en el lindero de un oasis, en cuyo centro brillaba una pequeña extensión de agua rodeada de datileras y cañas. Sin vacilar, el jeque se dirigió hacia ellas mientras Jozjani, protestando y suplicando, le seguía los pasos. Al llegar a la orilla, se despojó de su túnica y, con el torso desnudo, se sumergió hasta la cintura.
—En vez de mirarme como un cachorro, ¿por qué no haces lo mismo? Sin duda hiedes, Abú Obeid.
—¿Has olvidado tu enfermedad? La noche no tardará en caer. ¡En menos de una hora, helará!
—¿De qué estás hablando? ¿De qué enfermedad?
Ante las divertidas miradas de algunos soldados instalados alrededor del agua, levantó un chorro de cristalinas perlas gritando con mucha fuerza y volviendo la cabeza al cielo:
—¡Omnipotente es Alá, pues ha prolongado mi vida!
Cuando regresaron a la tienda, la noche había invadido el desierto, devorando los contornos del oasis y las copas de las datileras. Y la luna nueva de ramadán se elevaba por el cielo, cubría el paisaje de nacarados fulgores.
—Mira, Abú Obeid… De noche todo es hermoso, todo se hace noble. La mediocridad desaparece, la fealdad se vela. ¿Por qué el día vence, inexorablemente, a la noche, por qué?
—Sin duda porque ésa es la voluntad de Alá —repuso simplemente el-Jozjani.
—Tal vez. Sólo espero que en el paraíso sea distinto.
—Jeque el-rais… ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Puedes, Abú Obeid. ¿No eres acaso mi amigo?
—¿Sigues convencido de que existe otra vida?
Alí interrumpió su marcha y miró intensamente a su amigo.
—Preguntarlo es una ofensa. Sí, lo creo. Lo creo más que nunca. Creo en la inmortalidad del alma. De lo contrario, el Altísimo se habría entregado a un juego absurdo…
Hizo una corta inspiración antes de terminar:
—Y su crueldad sería infinita…
Habían llegado a la entrada de la tienda pero, en vez de cruzarla, Alí se dejó caer en la arena.
—El aire es suave y no tengo sueño. Ni ganas de trabajar tampoco.
—Sin embargo, debieras descansar. La enfermedad te ha abandonado, pero sigues muy débil.
—Todo va bien, Abú Obeid. He vencido al mal.
—Alá te escuche, jeque el-rais.
Levantando sus ojos al cielo estrellado, casi susurró:
—¿Qué queda de mi juventud, salvo el suspiro y el mal de mis faltas? ¿A dónde has ido, oh juventud mía? Ay, anciano, ¿qué has hecho de tu juventud?
Abú Obeid le miró sorprendido al oírle citar, de pronto, ese poema de Firdussi. Pero no dijo nada. Pasó algún tiempo, durante el que ambos hombres mantuvieron silencio, sumidos en sus pensamientos.
—Necesito una mujer —anunció de pronto Alí.
Los ojos de su discípulo se abrieron de par en par y examinó a su maestro, convencido de que se había vuelto loco.
—Ve a buscar a una de las esclavas del emir. Si mal no recuerdo, debe de tener aún a la pequeña egipcia de piel de ámbar.
—¡Ni lo sueñes, hijo de Sina!
—Ve, Abú Obeid. Tengo la sed en mi cuerpo. Si no la sacio el mal volverá. Ve enseguida.
—En nombre de Alá, el Misericordioso… Ahora estoy seguro, buscas la muerte.
—Eres estúpido, hermano mío. Ve a buscar a la egipcia y deja de darme la lata.
—¡Pero ni siquiera tiene quince años!
—¡Ya basta! ¡Te lo ordeno!
Abú Obeid se levantó lentamente, con el rostro trastornado, y se dirigió con la espalda encorvada hacia la tienda de las esclavas.
Alí se vació por tercera vez en el vientre de la muchacha. Los abrazos se habían sucedido, casi sin interrupción, cada vez más violentos y más prolongados.
La luz láctea que se filtraba entre la tela de la tienda cubría sus dos rostros relucientes de sudor, había algo turbador en la unión de aquellos dos cuerpos de edades distintas, mezclados y olvidados en la penumbra. La espantosa delgadez del jeque ya no existía, su rostro demacrado había recuperado una nueva juventud, y cuando sus secos labios mordían los labios de la adolescente, todo su ser se impregnaba de su único sabor. Su saliva tenía el aroma de los melones de Farghana, su bajo vientre el inigualable perfume de las rosas de Bujará.
—Tú… Tú eres el limo con el que fui hecho. De ti vivo en este momento.
La muchacha le miró, desconcertada aparentemente por su curioso lenguaje. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo habría podido conocer el lejano sentido de aquellas palabras cuyo secreto sólo él poseía?
Cuando se derrumbó, por cuarta vez, sobre ella ofreciéndole su simiente, la muchacha le oyó llorar.
Al día siguiente, el ejército llegó a las puertas de Hamadhan. Era el primer viernes del mes de ramadán.
El jeque el-rais había sido instalado en una litera tirada por dos alazanes.
El ocaso se apoderaba progresivamente del horizonte. Era la hora de asr, y la voz del muecín llamaba a los fieles a la plegaria.
El hijo de Sina levantó una mano temblorosa hacia su discípulo.
—Vuelve a leer el mensaje… Vuelve a leerlo.
—Pídeme que muera por ti, pide que pierda la vista. Toma mis manos, mi cuerpo. Pero no me pidas que mate la carne de mi carne, que ahogue de buen grado el aliento de mi alma… Sí, rey mío, tú tenías razón. Viviré milanos… Viviremos, juntos, mil años.
Yasmina
—Está viva…
—Y libre —añadió Abú Obeid.
—¿Pero cómo? ¿Cómo es posible?
El discípulo movió la cabeza dulcemente.
—No lo sé. El mensajero sólo me ha confiado esta carta.
—No importa donde esté ahora, pues está viva. El Altísimo se ha compadecido de sus criaturas.
Un acceso de tos, de extremada violencia, le sacudió de pronto, y en la comisura de sus labios apareció un poco de sangre. Encontró fuerzas para murmurar:
—El gobernador que también dirigió mi cuerpo durante tantos años, ya no está en condiciones de proseguir su tarea… Creo que ha llegado la hora de plegar mi tienda.
Abú Obeid, con el rostro lleno de lágrimas, intentó decir algo, pero ningún sonido salió de su boca. No lo comprendía. Se negaba a comprenderlo. ¿Qué había ocurrido, tras la mejoría de la víspera, para que el mal se arrojara de nuevo sobre su maestro, más virulento, más decidido que nunca102?
—Toma todo lo que quieras y distribuye el resto de mis bienes entre los pobres. Que vacíen mis cofres de oro. Que no quede nada.
Se ahogaba y tuvo que interrumpirse, antes de proseguir:
—Intenta reunir mis escritos. Te los confío. Alá les dará el destino que merecen.
Calló. Sus párpados se cerraron.
—Ahora, Abú Obeid, amigo mío, mi mirada, sólo queda el Libro. Dime las palabras del Libro…
Estábamos en el 428 de la Hégira. El año 1037 para los hijos de Cristo. Cuando el príncipe de los médicos se extinguió, tenía cincuenta y siete años.
Al día siguiente, para estupefacción de todos, un correo anunció que el ángel de la muerte se había llevado al califa el-Qadir, mientras avanzaba por la ruta que llevaba a Bagdad.
Había sido envenenado por una mano desconocida…
Long Island, New York, agosto de 1988