DECIMOSEXTA MAQAMA

—¡Maldito seas, Ibn el-Kassim! ¡Que tu alma arda por toda la eternidad en la Gehenna!

En un ondear de mangas, el visir se irguió de pronto, con el rostro pálido.

—Excelencia —replicó avanzando prudentemente hacia Majd el-Dawla, sentado en el trono de la reina—. No teníamos elección. Pedí ayuda al Gaznawí sólo para servirte. Para servir al reino. Sin su ejército estábamos perdidos. Yo lo sabía.

—¡A los turcos! ¡Has vendido a los turcos el reino de mi padre!

—¡Rechazo esta acusación! La rechazo con todo mi corazón. Pedí apoyo, sólo apoyo militar.

—¿Apoyo militar? ¿Y el rey de Gazna te lo habría concedido sólo por su grandeza de alma? Tal vez tenga sólo dieciséis años, pero el Omnipotente me ha dado un cerebro capaz de pensar.

—Alteza… Yo…

—¡Silencio! ¡Que tu lengua se convierta en polvo y tus ojos se sequen!

Alí ibn Sina, que observaba la escena, creyó que el visir iba a perder el poco dominio de sí mismo que aún le quedaba para lanzarse a la cabeza del soberano. Pero no fue así.

Ibn el-Kas-sim hizo una profunda inspiración y apostrofó a los miembros de la corte.

—Escuchadme. La situación es clara: a una noche de aquí acampa un ejército que, sin duda, puede acabar con la mordaza que nos asfixia. Al pie de las murallas se halla otro ejército que, antes o después, nos obligará a rendirnos, lo que provocará el regreso de la reina. Pues ahora sabéis que está viva, su tienda se levanta en pleno campamento kurdo. ¿Qué decidís?

Un pesado silencio acogió las palabras del visir. El canciller bajó los ojos. El gran cadí se sacudió nervioso la manga del caftán. El comandante se arregló el turbante mirando al vacío. Nadie pareció querer actuar. Finalmente, fue el chambelán quien tomó la palabra:

—Honor de la nación —comenzó en un tono vacilante—, me parece que no tenemos demasiadas posibilidades de elección.

—Querrás decir que no tenemos ninguna —rectificó el comandante Osmán—. Estamos en una mazmorra y la llave…

—¡La llave está en manos de los turcos! —interrumpió Majd el-Dawla—. ¿Y mañana? ¿Quién será nuestro nuevo carcelero? ¿Los kurdos o el Gaznawí?

—Tú tienes la respuesta. Excelencia —lanzó el visir.

—¿Mi hermano? Tal vez mi hermano…

Había dicho estas palabras con la voz sollozante. De pronto el niño aparecía de nuevo en el cuerpo del hombre.

—Nuestros espías en Hamadhan me han comunicado que, de momento, Shams es insondable. Ha solicitado que le mantengan al corriente, minuto a minuto, de la evolución de los acontecimientos, pero no parece dispuesto a actuar en modo alguno.

El joven soberano puso su cabeza entre ambas manos y permaneció inmóvil, petrificado en los nacarados oros del trono.

Era sólo un cervatillo al borde del abismo, acosado por una bandada de halcones. Sólo tenía una alternativa: arrojarse al vacío o dejarse devorar.

Se decidió a declarar:

—Que el Clemente nos proteja. Que nuestras tropas estén listas para alinearse con las de Massud. Presentaremos batalla cuando éste lo considere oportuno.

—Mañana, Majestad —murmuró el visir—. El hijo del Gaznawí me ha hecho saber que atacará a los kurdos mañana, con las primeras luces del alba.

—Mañana entonces…

Con un gesto de su mano, Majd dio a entender que la entrevista había concluido. La corte se inclinó respetuosamente y abandonó la sala del trono. El hijo de Sina se disponía a imitarles cuando la voz de Majd le interpeló:

—¡Jeque el-rais!

—¿Señor?

—Mañana correrá mucha sangre en las filas de nuestros hermanos. Debemos procurar suavizar el sufrimiento de nuestros soldados. Me gustaría que todos los médicos estuvieran en el campo de batalla, que acompañen a la unidad médica móvil.

Ibn Sina respondió sin vacilar:

—Eso había previsto, Honor de la nación.

Y añadió con voz conmovida:

—Que Alá nos guarde del mañana…

El sol se levantaba lentamente entre las crestas de Daylam. Brumas de calor flotaban sobre la llanura formando una especie de cinturón de espuma blanca, a media altura, ante las murallas de Raiy donde el visir Ibn el-Kassim, Majd el-Dawla y las altas personalidades de la corte contemplaban el campo de batalla.

A la izquierda, el ejército kurdo, una masa impresionante, se había inmovilizado en el orden perfecto del ussul; la configuración tradicional de los cuerpos de ejército divididos en cinco jamis, cinco elementos intangibles el centro, el ala derecha, el ala izquierda, la vanguardia y la retaguardia. Y la sigilosa luz del alba resbalaba insensiblemente por el acero mate de los sables de Damasco, se infiltraba en las cotas de malla y cubría la oscura cabeza de las mazas.

A la derecha, de espaldas al sol, visiblemente menores, las fuerzas turcas habían iniciado su descenso por los flancos de la colina llamada «de los cuervos». El ejército se había dividido en tres hileras. En la primera, zambullidos en los jirones de bruma, se veían los infantes protegidos tras sus escudos de un dorado oscuro; en la segunda fila flotaba la negra sombra de los arqueros y los ballesteros. En tercer lugar, casi invisibles por los fulgores del contraluz, piafaban los jinetes pesados. En el centro se habían izado los estandartes bordados con hilos de oro sobre púrpura y ébano.

—Es curioso —advirtió el canciller señalando con el dedo las tropas turcas—, aunque el equilibrio de fuerzas nos sea claramente desfavorable, Massud ha adoptado una posición defensiva. Además, ha colocado sus arqueros en segunda linea, lo que infringe todas las reglas de la guerra.

El visir Ibn el-Kassim, llevándose la mano a la frente, aventuró:

—Debe de tener sus razones. No siento inquietud alguna.

Sin apartar la mirada del campo de batalla, Majd murmuró con un nudo en la garganta:

—Que el Clemente nos proteja…

Abajo, del lado kurdo, unas trompetas de estridente timbre resonaron bajo el velo que seguía oscilando por encima de la armada. Hilal ibn Badr se volvió hacia sus lugartenientes y ordenó con fuerte voz:

—¡Que cargue la caballería!

Inmediatamente, los caballos, con los flancos protegidos por redes de cobre, partieron levantando un torbellino de arena. Ascendieron la colina con atronador estruendo, galoparon en línea recta y se lanzaron contra el centro del ejército turco. Hubo unos instantes de vacilación y, como un solo hombre, los soldados de Massud rompieron la línea como una ola cortada por la proa de un navío, iniciando un movimiento en semicírculo hacia las dos alas del ejército kurdo.

—¡El hijo del Gaznawí ha perdido la cabeza! —maldijo el canciller—. La estratagema es tan vieja como el mundo. Los kurdos no caerán nunca en una trampa tan grosera. Sus alas están perfectamente protegidas y son superiores en número.

—¡Y su centro quedará desguarnecido! —añadió Majd el-Dawla, muy pálido.

En efecto, abierta la primera línea de infantes, la caballería kurda se lanzó como un torrente por la brecha mientras, tras ella, el kalb, el núcleo de su ejército, se ponía en marcha.

El sol se había levantado por el cielo, sin conseguir todavía reventar las brumas de calor que seguían cubriendo la llanura y enmascarando la colina de los cuervos.

Los infantes del Gaznawí proseguían su avance hacia los flancos diestro y siniestro del ejército kurdo donde, rodilla en tierra, con los músculos tensos y pétreos los rostros, les aguardaban los arqueros de Ibn Badr. Tras un signo del general, las flechas kurdas cruzaron de pronto en el cielo. Con tenue silbido ascendieron casi verticalmente sobre la bruma; pareció, por un instante, que el aire las sujetaba pero cayeron de inmediato, derramando una lluvia mortal sobre los infantes gaznawíes.

Fue el momento elegido por Massud para lanzar, a su vez, la caballería pesada. A diferencia de los adversarios, esos jinetes iban armados con arcos y pequeñas flechas, que les habían forjado una reputación de «demonios del Turkestán». Mientras cabalgaban con prodigiosa agilidad, soltaron un diluvio de flechas que sembraron la muerte y la confusión en la caballería kurda. El galope de los caballos parecía, ahora, reventar el vientre de la llanura arrancando

Ejercito kurdo Ejército gaznawí Campo de Hilal Ibn Badr Eza Campo de Massud

Plan de batalla de «Los Cuervos»

Volutas de arena que se levantaban sobre el suelo antes de caer hechas jirones. Y se produjo el choque. Terrible. Ambas caballerías se golpearon con la violencia de las olas estrenándose contra el roquedal. Los sables y las cimitarras, levantándose hacia el cielo parecían vivir bajo el áspero fulgor del sol. Y todo se mezcló para formar, sólo, un magma de colores y ruidos. Aquí el rumor del lino contra la lana, los turbantes decapitados; allí el jadeo, el salado sudor y la baba de los caballos. Sucesivamente, se añadieron a la confusión tres de los yamis del ejército kurdo, el ala derecha y el ala izquierda se oponían a la maniobra de rodeo intentada por el enemigo gaznawí.

Apartado, de pie en el techo de una de las cuatro unidades móviles, Alí intentaba adivinar el resultado del combate. Conocía, desde siempre, ese olor a sangre y muerte, pero aquella mañana tenía algo agudo que revolvía el estomago y provocaba la náusea. Se secó maquinalmente los labios con la manga, como intentando que desapareciera aquel sabor de excrementos y vómitos. En realidad no sabía ya muy bien si la náusea que le atenazaba se debía a las escenas de horror que se desarrollaban ante sus ojos o al pensamiento de hallarse, involuntariamente, asociado a quienes consideraba los enemigos de Persia, los gaznawíes.

De momento todo era confusión y tumulto. Las fuerzas kurdas oponían una sorprendente resistencia a los mercenarios mamelucos. Habían conseguido, incluso, rechazar el ataque que amenazaba sus alas y avanzaban hacia los flancos del adversario esbozando una maniobra de tenaza.

Nadie podía predecir el resultado de los combates Ni el visir, ni las personalidades encaramadas en las murallas de Raiy, ni, menos aún, Majd el-Dawla, de quien se ignoraba si le atormentaba más la posible derrota de los kurdos o la victoria de Massud.

Entonces se produjo el acontecimiento que iba a decidir la suerte de los ejércitos. La bruma se había disipado por completo, dejando aparecer un cielo de límpido cristal. Las difusas líneas que, hasta entonces, habían delimitado el horizonte se destacaban, claramente, en los cuatro ángulos de la ondulada llanura, descubriendo al mismo tiempo la cresta y los alrededores de la colina de los cuervos.

De allí surgieron los diez elefantes turcos. Inmensos como montañas; enjaezados y adornados con collares de cascabeles, con el vientre protegido por una coraza y un espolón en el pecho, montados por arqueros instalados, a un lado y otro, en howdahs, cestas de paja trenzada. Se desplazaban con sorprendente rapidez para su peso, y el glacial eco de sus berridos, corriendo por el campo de batalla, bastó para que un viento de pánico soplara inmediatamente sobre las tropas de Ibn Badr. Conducidos por sus cornacs, los animales se lanzaron hacia delante. Pese a las flechas que caían de todas partes, lo barrían todo a su paso; pisoteando cadáveres, encarnizándose en los restos humanos. Los espolones de su pecho quebraban, inexorablemente, las hileras de los yamis kurdos, sus trompas machacaban a los soldados o, arrancándolos del suelo, los proyectaban por los aires como insignificantes insectos; mientras sus defensas, prolongadas por hojas de acero inclinadas hacia el suelo, araban todo lo que intentaba resistírseles.

La única respuesta posible habría sido abrir el bajo vientre de las bestias o cortarles los jarretes, pero había tal desorden en las filas turcas que nadie oía las órdenes que gritaba Ibn Badr. Se formó un último cuadro de ballesteros e intentó una postrera y desesperada maniobra, apuntar a los ojos de los elefantes. Pero era demasiado tarde ya. El sol les cegaba y los mastodontes estaban demasiado cerca, casi, sobre ellos ya.

Trastornado por el espectáculo de desolación que se ofrecía a sus ojos, Ibn Sina apartó la cabeza con los ojos húmedos.

La victoria había elegido su bando.

Massud era digno hijo del rey de Gazna.

El crepúsculo azuleaba los contornos de la llanura y los cadáveres de los soldados y los caballos, entremezclados. Alí acababa de vendar al último herido que le habían llevado. Había conseguido detener la hemorragia con la ayuda de un cauterio al rojo vivo y, ahora, estaba aplicando un ungüento hecho con arcilla. Cuando terminó, examinó la herida para asegurarse de que estaba perfectamente cubierta y la envolvió con un lienzo. Reinaba en el carro que servía de dispensario ambulante un hedor insoportable que impregnaba los vestidos y los objetos.

Algo más lejos, Yasmina intentaba hacer beber a un soldado una decocción de melia, para apaciguar sus dolores. Durante toda la tarde, otras mujeres de la ciudad habían acudido para ayudar a los médicos y a los enfermeros. La intención era noble pero irrisoria. En realidad, habrían sido necesarios auténticos prodigios de ciencia para salvar a una décima parte de los hombres heridos. Concluido su vendaje, Alí tomó una de las jarras en las que quedaba un poco de vino y bebió un gran trago. Se sentía vacío, agotado por aquellas horas que acababa de pasar prodigando cuidados que, en su fuero interno, sabía insuficientes. Horas y horas prodigando analgésicos, intentando suturar, limpiar las heridas provocadas por el acero de las hojas y la punta de las flechas.

Apartando la abigarrada tela que servía de puerta, bajó los tres peldaños que llevaban fuera y fue a apoyarse en una de las ruedas del carro. Casi de inmediato, el aire fresco de la noche azotó su rostro cubierto de sudor, proporcionándole cierto bienestar. Su mirada vagó por el campo de batalla, cubierto todavía de cadáveres, y pensó en lo absurdo de todo aquello. ¿Acaso el destino de los hombres sólo iba a basarse, siempre, en malentendidos, desgarramientos, orgullo y falta de tolerancia? Arriba, en el cielo atacado por la noche, se distinguía ya al-Zuhara, la estrella vespertina que brillaba al norte con un fulgor mate no lejos de Zuhal, una de las dos grandes estrellas de infortunio…

Se disponía a regresar al carro cuando, a su izquierda, se oyó un gemido. Creyó, que era sólo el eco de los gritos del día, que llenaban todavía sus oídos. Pero pronto tuvo la certeza de que se trataba, efectivamente, de alguien que sufría. Se dirigió hacia los gemidos y, escrutando la penumbra, descubrió una forma acurrucada Se arrodilló junto a ella y la puso de espaldas con precaución Era un muchacho de apenas veinte años. Su pierna estaba atrozmente mutilada a lo largo de toda la tibia, y el desgarrón era tan profundo que se advertía la blancura del hueso. Un hedor nauseabundo emanaba de la herida y no cabía duda alguna de que la gangrena se había incrustado en las carnes. De pronto, advirtió un detalle: el soldado no era un infante gaznawí, ni un jinete kurdo, no era tampoco uno de los hombres de Majd el-Dawla. Y, sin embargo, era un militar. ¿Pero de dónde venía? ¿A qué ejército pertenecía?

Sin perder un instante, lo levantó del suelo y lo llevó al dispensario.

—¡Pronto! —gritó—. ¡Un anestésico!

Yasmina le tendió inmediatamente el bol, humeante aún, de adormidera que había hecho beber a un herido.

Alí tendió al soldado y desgarró, con un golpe seco, el tejido que envolvía la pierna herida.

Uno de los ayudantes del jeque se acercó al hombre y lo examinó a su vez. No necesitó mucho tiempo para descubrir lo mismo que el hijo de Sina.

—¿De dónde procede? Nunca he visto este uniforme.

—Estoy tan sorprendido como tú. Pues, que yo sepa, hoy sólo se enfrentaban dos ejércitos.

Es extraño.

Intrigados por las palabras de los dos médicos, los ocupantes del dispensario habían formado un semicírculo rodeando al militar desconocido.

Uno de los médicos declaró, encogiéndose de hombros:

—De cualquier modo, gaznawí o kurdo, el hombre está perdido. La muerte se apoderará de él dentro de unas horas.

Alí se irguió de pronto, con los rasgos endurecidos y agarró a su colega por el cuello de su chaleco:

—¡Nunca, óyeme bien, nunca pronuncies ante mí semejantes palabras! ¡Eres médico! No un desertor. Tu deber es preservar la vida, no predecir la muerte.

Cogido desprevenido por la violencia de Ibn Sina, el hombre balbuceó unas palabras confusas y bajó los ojos. Y las mujeres, molestas, se apartaron, sólo Yasmina se arrodilló junto al soldado.

—¿Quieres que le dé de beber? —preguntó dulcemente.

Alí asintió y levantó, lentamente, la cabeza del soldado. Éste entreabrió entonces, por primera vez, los ojos y miró al médico.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde estoy?

—Estás herido. Te he encontrado en el campo de batalla. Pero todo irá bien.

Bebió unos tragos de adormidera y quiso echarse de nuevo. Pero el jeque le retuvo.

—No. Tienes que beberlo todo. Es indispensable si quieres que te duela menos.

Yasmina le llevó de nuevo la copa a los labios y le obligó a tragar todo el contenido. Cuando hubo terminado, Alí le ayudó a descansar la cabeza en la estera y aguardó. Insensiblemente, la mirada del herido se veló y sus rasgos se relajaron.

—¿Solo…? ¿Me has encontrado solo? ¿No había nadie conmigo?

—Estabas solo. ¿Pero a qué cuerpo de ejército perteneces?

Los primeros efectos de la adormidera se notaban ya. El muchacho no parecía ya dueño de sí.

—Hamadhan… —fue su única respuesta—. Hamadhan…

El jeque dio un respingo.

—¿Quieres decir que vienes de Hamadhan?

Cada vez más drogado, el soldado parpadeó repitiendo de nuevo, como un estribillo, el nombre de la ciudad.

—¡Es increíble! —exclamó el médico—. Pertenece al ejército del Shams el-Dawla. ¿El propio hermano de nuestro soberano?

—¿Por qué no? —repuso una enfermera—. A fin de cuentas, Hamadhan está sólo a unos diez farsajs de Raiy.

—Lo que permite suponer que es un espía.

—Yo diría, más bien, un explorador —rectificó Alí.

—Pero entonces…

—Entonces, que Alá nos proteja… Shams no ha debido de ver con muy buenos ojos la intervención gaznawí.

—Habrá decidido, pues, ayudar a su hermano.

—¿Cómo saber cuáles son sus verdaderos designios? No veo más explicación para la presencia de este hombre. Lógicamente, debemos esperar que, al alba, aparezca el ejército del hijo mayor de la Sayyeda.

—Pero, con sus elefantes, Massud es invencible.

—No le queda nada más —observó Alí—. No está seguramente en condiciones de afrontar una segunda batalla en tan corto plazo.

Una expresión consternada apreció en los rostros, y todos observaron al herido con incredulidad.

Alí se volvió bruscamente hacia Yasmina.

—De momento, debemos salvar una vida. Necesitaré más adormidera, de mucha mayor concentración. La prepararás con vino caliente y añadirás algunas semillas de beleño.

Luego, ordenó a uno de los médicos:

—Elige las mejores hojas, las de mayor filo. Los mejores cauterios. Y prepárate para inmovilizar con cuerdas las piernas y los brazos del enfermo.

—Perdóname, jeque el-rais —murmuró su colega, incómodo—. ¿Pero qué piensas hacer?

—Amputarle. No veo más solución si queremos tener una oportunidad de salvarle.

—Pero… La amputación…

—Ya lo sé —interrumpió Ibn Sina—. Es una operación aleatoria. Pero en este caso preciso no tenemos elección. Ve.

Y dirigiéndose a los demás ocupantes del dispensario, añadió:

—Lámparas. Reunid todas las lámparas, incluso las de las demás unidades. Necesitaré toda la luz de Daylam.

El soldado se había dormido. Su respiración se había hecho más profunda, más regular. Arrodillada junto a su rostro, Yasmina secó sus mejillas, su frente y sus párpados empapados en sudor. Le habían atado las extremidades de sus miembros, que cuatro médicos sujetaban con fuerza. Tendido así, de espaldas, abierto de brazos y piernas bajo las sombras amarillentas y pálidas, envuelto en el humo del opio, el herido parecía un crucificado.

Alí le tomó el pulso en la muñeca y en lo alto de la garganta. Asegurándose de que era regular, comenzó instalando un sólido garrote a medio muslo, tomó luego el cuchillo dispuesto por su colega, probó el filo en la palma de la mano, verificando que el acero estuviera libre de cualquier mella. Luego, tensó con firmeza la piel del muslo con la mano libre y comenzó a seccionar las carnes, algo por encima de la articulación tróclea, mucho más arriba que la herida. La sangre brotó en abundantes hilillos de los primeros vasos seccionados. Muy pronto Ibn Sina tuvo manchados sus dedos, sus palmas y la lana de su túnica. El cuchillo, que se hundía cada vez más, rompía deliberadamente los canales de la sangre, destruía irremediablemente el nácar de los nervios y el de los tendones.

—Perdóname, jeque el-rais —dijo una voz—; ¿pero por qué cortas tan lejos de la herida?

—Es mejor no cortar nunca junto a la gangrena —explicó Alí sin levantar la cabeza—. Hay que hacerlo a cierta distancia; donde el mal no haya llegado todavía.

Había llegado a los primeros músculos femorales. Apoyándose en el peroné, excavó un camino en semicírculo, perpendicular, por encima de la rodilla. Lacerando, penetrando cada vez más en las carnes, hasta advertir una resistencia. Bajo la punta del cuchillo apareció la apaga da blancura del hueso, como un bastón de marfil al fondo de una angostura.

—La sierra —reclamó el jeque confiando el cuchillo a Yasmina.

La sangre corría en grandes regueros por la estera. Alguien hacía arder incienso para atenuar el hedor que llenaba el carro. A su alrededor temblequeaban las llamitas de los candiles de aceite.

Al cabo de unos instantes se escuchó un ruido rasposo, ahogando la jadeante respiración del herido; una de las mujeres se sintió mal y se vio obligada a salir del dispensario. La propia Yasmina, con la tez muy pálida, la habría imitado sin duda alguna si no la retuviera el feroz deseo de no flaquear ante Alí.

La espera se prolongó largo rato, en aquella asfixiante atmósfera, antes de que el hijo de Sina se incorporara por fin. Apartó la tibia que acababa de separar del fémur y se secó las pegajosas manos en su caftán.

—Ahora debemos detener las hemorragias —anunció en tono neutro—. Pasadme un cauterio. El más ancho.

Una de las mujeres se lanzó hacia el brasero humeante y retiró de entre las rojas brasas una plancha oval de metal dorado, prolongada por un mango de madera. La tendió a Ibn Sina que la aplicó inmediatamente al extremo sanguinolento del muslo, que se encogió de pronto como un pergamino retorciéndose bajo el calor.

El herido emitió un ronco silbido y todo su cuerpo se tensó.

—Dadle otra dosis de adormidera —ordenó Alí.

Tras haber verificado que la hemorragia se había detenido, palpó de nuevo el pulso del hombre. Comprobó, de acuerdo con los antiguos preceptos de Hipócrates, que las vías sanguíneas de la frente y los párpados no estuvieran rígidas ni hinchadas. Aparentemente satisfecho de su examen, solicitó a su colega que aplicara en el muñón un ungüento compuesto con grasa de cabra fundida, azufaifa silvestre y corteza de granado machacadas, antes de envolver la herida en un tejido lanoso. Luego, tras haber lanzado una última ojeada al herido, abandonó el carro.

Una vez fuera, fue a apoyarse en una de las ruedas, con la cabeza echada hacia atrás, repentinamente vacío de pensamiento. Un instante más tarde, se le reunió Yasmina. Se deslizó discretamente a su lado y, tras unos momentos, dijo con voz tensa:

—Te noto inquieto…

No respondió enseguida. Pero, para él, todo estaba claro. Si tenía razón, si Shams el-Dawla había tomado la decisión de poner orden en el reino de Raiy, restablecería sin duda a la reina en su trono. Y en ese caso, él, Alí, estaba definitivamente perdido…

Tomando un puñado de fina arena en la mano la dejó correr por entre sus abiertos dedos.

—Voy a marcharme —anunció bruscamente.

La mujer inclinó la cabeza y le dejó proseguir.

—No veo otra solución. Si Shams restituye su corona a la Sayyeda, ésta, sin duda, intentará vengarse. Todos los que han apoyado a su hijo pagarán el precio. Estoy condenado de antemano.

—¿Y a dónde irás?

—No lo sé todavía… Hacia el sur probablemente.

—¿Te acompañará el-Jozjani?

—Eso creo. Él debe decidirlo.

Hubo un silencio y, luego, Yasmina preguntó:

—¿Y… yo?

Alí tomó un nuevo puñado de arena.

—Tú, Yasmina… ¿Dónde puedo encontrar la respuesta? Me siento tan perdido. Tengo treinta y cuatro años y dos mil años… Que yo recuerde, nunca he dejado de vivir en el exilio. Ahora sé que éste será, inexorablemente, mi destino. Tal vez sea yo el responsable… Tal vez me ha faltado el valor. A riesgo de parecerte cínico, citaré las palabras de un filósofo que me es querido, Ben Gurno: El que me ha creado debe destruirme, pues su obra es imperfecta…

—Lo imperfecto en ti, Ibn Sina, es tu miedo al amor…

Alí no pudo evitar una sonrisa.

—Está bien. Dime entonces ¿qué es el amor?

—La donación de uno mismo. El sacrificio. El perdón.

Sin perder la sonrisa, contempló con aire distraído los granos de arena que corrían entre sus dedos.

—Perdóname. Pero creo que te equivocas. O, de lo contrario, vives en un mundo de sueño. Voy a decirte lo que es el amor.

Se volvió hacia ella y la mujer creyó sentir que aquellos ojos se hundían en su alma.

—¿Qué queremos decir cuando decimos que nos amamos? Sencillamente, que nos poseemos. Puesto que en cuanto perdemos a la persona amada, nos sentimos perdidos, absolutamente vacíos. En realidad, al decir que nos amamos, sólo estamos legalizando un sentimiento de posesión.

—¿Incluso cuando perdonamos a un ser que nos ha hecho daño, que nos ha traicionado?

—Incluso entonces. ¿Qué estamos haciendo? Se lo reprochamos, lo recordamos y, por fin, nos vemos abocados a pronunciar la frase sagrada: «Te perdono.» ¿Qué demuestra eso? Nada. Nada salvo que seguimos siendo, como siempre, el personaje central, que soy «yo» quien tiene importancia, puesto que sigo siendo «yo» el que perdona… Tal vez tengas razón, Yasmina. Tengo miedo del amor. Sólo se basa en el atractivo de los cuerpos, en la idea de posesión, los celos, la desconfianza y el miedo. Es terrible tener miedo. Es como morir. Creemos amarnos, es cierto. Pero, en realidad, sólo nos amamos a nosotros mismos. Y, como te decía, me parezco imperfecto. ¿Puede amarse lo que es imperfecto?

Yasmina levantó los brazos al cielo en un gesto fatalista.

—Jeque el-rais, tu retórica me supera. Soy sólo una simple mortal. Te hablo del corazón, tú me hablas de álgebra y de cosas que me superan… Sea, puesto que tal es tu deseo, partirás sin mí hacia la provincia del norte.

Plan de batalla de «Los Cuervos»