CUARTA MAQAMA
—¡Hieden! ¡Los excrementos de los camellos del país de los turcos tienen el hedor más detestable del mundo!
Mientras cortaba una franja de tejido listado, Salah el sastre movió con indiferencia la cabeza.
—Un excremento de camello es un excremento, hermano, haya salido de un culo daylamita o de un culo kurdo.
—En absoluto. Esas caravanas procedentes de más allá del Amú-Daria, exhalan algo insoportable.
Con la cabeza inclinada sobre su costura, Salah comenzó a reír suavemente.
—Aquí, donde el sándalo se mezcla con el áloe, el jengibre con la canela, el benjuí con el azafrán, no comprendo realmente cómo puedes distinguir el olor de una bosta de vaca del de una boñiga de muía o del excremento de un águila real. ¡Debes de tener un olfato especialmente fino!
Soleimán se encogió de hombros y siguió trenzando sus mimbres. A su alrededor, el gran mercado cubierto vibraba a la dura luz de mediodía. Los cotorreos de las aves respondían a los relinchos de las muías y a los gritos de los aguadores; los altercados de los mendigos se unían, entre polvo y sol, a aquella enfermedad de los perfumes de que hablaba Salah.
Más lejos, a la sombra de las colgaduras color de arena e incienso, ante fardos hinchados como odres y apilados serones, los panzudos mercaderes de rostros arrugados alababan sus baratijas con amplios movimientos de mangas. En aquel coloreado universo, las ánforas del Ática, las alfombras de lana o seda sefeví, las pieles y los fieltros del Turkestán, los tejidos de Damieta briscados de oro, los brocados, el cachemir de las Indias, los aguamaniles de Siria, la alfarería y los cincelados jarros, el acero damasquinado, se codeaban en confusos montones con la sal y los dátiles, el trigo y la miel, el ámbar y las perlas. Más lejos aún, se ofrecían algunos caqaliba, eslavos con el rostro reluciente de sudor, recién llegados de las estepas del Norte, de camino hacia el mar de los Jazares.
El trenzador de mimbres se inclinó discreto hacia su vecino.
—¿Reconoces a ese hombre?
—Veo dos. ¿De quién estás hablando?
—Del más joven. ¿Le reconoces?
Salah levantó de nuevo la cabeza.
—Me parece que es el jeque el-rais.
—Eso es: Alí ibn Sina. ¿Estás al corriente de las últimas noticias?
Salah lo negó.
—Se dice que fue él quien pegó fuego a la biblioteca real.
—¿El jeque el-rais? ¿Por qué iba a hacerlo?
—Para ser el único en poseer los extraordinarios conocimientos que allí adquirió. ¿No crees que sería una acción monstruosa?
—Si se comprobara, sin duda: el saber es propiedad de Alá.
Alí, en compañía de el-Massihi, dejó atrás a los dos hombres y prosiguió su camino por el mercado. Instantes más tarde, cuando estaban ya a la vista del hospital, soltó con despecho:
—Me pregunto quién es hoy más célebre en Bujará, el médico o el pirómano.
—Esperaba que no hubieras oído el diálogo de aquellos dos imbéciles. ¿Qué quieres que te diga? La lengua de algunos siempre ha tenido veneno. ¡Que su rabia les mate!
—Desde el visir hasta los eunucos de palacio, eso representaría muchos muertos… Pues si muchos no están convencidos de mi responsabilidad en el incendio de la biblioteca real, todos se hacen la pregunta.
—Mientras el emir siga estando por encima de la maledicencia, no debes temer nada.
—De tus labios a las puertas del cielo, el-Massihi. ¿Pero cuánto tiempo puede durar esa situación? ¿Comprendes ahora mi cólera en los jardines de la biblioteca?
El-Massihi lanzó una mirada de soslayo a su amigo y respondió con cierta ironía:
—Alí ibn Sina, si por algún milagro mi espíritu careciera de discernimiento, tendría mi dolorido tobillo para colmar tal laguna.
—Aquel día un yinn 12se había apoderado de mi cabeza, el-Massihi. ¿Podrás perdonarme alguna vez mi locura?
—Hijo de Sina, ¿es posible perdonar lo que se ha olvidado?
No dijeron una sola palabra más hasta que llegaron a la entrada del hospital. Penetraron bajo el gran porche, se dispusieron a saludar a un grupo de estudiantes que iban en su dirección pero, con gran sorpresa por su parte, como presas de pánico, los jóvenes se apartaron presurosos de su camino.
—¿Qué les pasa? —murmuró el-Massihi—. Hace un instante hablabas del yinn; pues parece que han visto uno.
—Es extraño, en efecto.
Llenos de sorda inquietud, cruzaron rápidamente el iwan y se dirigieron hacia la estancia de los médicos. Allí vieron a los mamelucos. Tres montaban guardia ante la puerta, prohibiéndoles el paso. El cuarto, que tenía aspecto de ser el jefe, les habló con sequedad:
—¿Quién de vosotros dos es el jeque el-rais?
Alí repuso espontáneamente:
—Soy yo. ¿Qué ocurre?
—Orden del cadí. Tu presencia en el bimaristán no es ya deseable. En adelante, tienes formalmente prohibido el acceso a este lugar.
—¡Pero con qué derecho! ¿Qué se me reprocha?
—Yo cumplo mi misión. No sé nada más.
El-Massihi protestó:
—¿Y quién cuidará a los enfermos en nuestra ausencia? ¿El cadí?
El mameluco hizo un gesto evasivo.
—No sé nada de eso. De todos modos, la prohibición sólo se refiere al jeque el-rais. Tú puedes proseguir libremente tu trabajo.
—¡Es insensato! ¡Déjame pasar! —Con gesto brusco, Alí empujó al soldado y se dirigió a la puerta. Su tentativa fue inmediatamente anulada por los guardias. El-Massihi intentó interponerse, pero el jefe le llamó al orden.
—Tú, dhimmi, si no quieres sufrir la misma suerte que tu amigo, te aconsejo que seas dócil.
—Y tú vigila tus palabras, de lo contrario alguien podría cortarte la lengua.
El hombre desdeñó la intervención del cristiano e interrogó a Ibn Sina:
—¿Quieres abandonar el hospital por propia voluntad o deben encargarse mis hombres de echarte?
Alí buscó una respuesta en la mirada de su amigo.
—¿Qué quieres hacer cuando tu juez es tu adversario? —dijo éste—. Ven, marchémonos. El aire se ha hecho irrespirable.
Cruzaron de nuevo el patio lleno de sol y volvieron a encontrarse en la calleja.
—¿Y ahora? —preguntó Alí con voz ronca.
—Contradecir la opinión de un príncipe es mojar la mano en la propia sangre. Ante todo es necesario conservar la calma.
—Pero tal vez el emir Abd el-Malik no esté al corriente. ¿No recuerda ya que, hace tres años, salvé la vida de su padre?
—«Si sois el amigo del rey, tomará vuestras riquezas; si sois su enemigo, tomará vuestra cabeza.»
—Pareces no recordar que sigo siendo su médico personal. Me han notificado mi destitución del hospital pero, en cambio, nada me han dicho de mi porvenir en la corte.
—Vamos, no seas niño. Bien sabes que ambas cosas van juntas.
—¡Quiero aclararlo de una vez! Voy a ir, ahora mismo, a solicitar una entrevista a el-Barguy, sigue siendo jurisconsulto. Él no ha podido olvidar todas las noches en blanco que consagré a la redacción de su Tratado del resultante y el resultado. Me ayudará.
—En tu lugar, yo no chistaría. Estás al borde de un precipicio. Piensa también en tus padres. Tu padre es de edad avanzada. Los tuyos no deben sufrir las consecuencias de tu arrebato.
—No temas, el-Massihi. Tal vez esté loco, pero me quedan todavía momentos de lucidez.
Con evidente turbación, el jurisconsulto posó su codo en uno de los brazos del sillón de madera de cedro, y apoyó su mejilla diestra en el puño cerrado, expresándose con lentitud:
—No tengo poder alguno, jeque el-rais. El asunto que te preocupa no depende de mí.
—Ya veo. Así pues, la orden de mi destitución emana de alguien más alto que el cadí.
—Tú lo has dicho.
—¿Pero cómo puede creer el soberano que yo he incendiado la biblioteca real? ¡Es absurdo! —La mirada muy clara por lo común, de Abú Bakr se veló un poco. Maquinalmente, se pasó la mano por los cabellos teñidos con alheña.
—Estamos rodeados de absurdos. Lo sabes, la situación política es muy precaria. Desde la muerte de Nuh II la dinastía samaní hace aguas por todas partes. El águila turca puede caer pronto sobre Jurasán. En estas condiciones, nuestros príncipes pierden el juicio. La menor presunción se convierte en acusación. Debo decir también que, desde hace tres años, has contribuido ampliamente a tu desgracia pues no has intentado apaciguar los celos y la envidia de tus enemigos. Poderosos enemigos, Alí ibn Sina.
Mientras hablaba, se inclinó hacia la mesita de marquetería y tomó una fuente de frutos secos, tendiéndola a su huésped.
—Te lo agradezco, pero comprenderás que en estos instantes no tenga apetito. Es cierto, lo confieso, nunca he sabido callar mis opiniones. ¿Pero qué podía hacer? ¿Tolerar en silencio la incompetencia de los médicos que rodean al emir? ¿Aplaudir la tontería?
—Ya conoces el proverbio: «Besa la mano que no puedes morder.» Evidentemente, eres aún muy joven para aceptar tales principios.
—Me pregunto si podré hacerlo alguna vez.
Hubo un silencio, y prosiguió:
—¿Si hablara con el emir?
—No te recibirá. Su puerta permanecerá cerrada.
—¿Y tú? ¿No podrías convencerle de que soy inocente del innoble crimen del que se me acusa?
—No es sólo la historia del incendio lo que pesa en la balanza. Debes de sospecharlo.
Ibn Sina apretó con fuerza el brazo del sillón.
Su interlocutor prosiguió con gravedad:
—Ser sospechoso de infidelidad es un crimen mucho más grave… ¿Comprendes lo que quiero decir?
Con el rostro más blanco que la cera, Alí saltó de su asiento.
—Escúchame, Abú Bakr. Has de saber que en este mundo hay un solo hombre de mi valor, uno solo, y le llaman infiel; sea entonces, en este mundo no debe de existir un solo musulmán.
El jurisconsulto se pasó, sonriendo, la mano por el vientre.
—¿Es ésa la protesta de un creyente sincero o la de un converso que quiere hacer olvidar su origen judío? A fin de cuentas, ¿acaso tu propio padre no abandonó el chiísmo duodecimano por el ismaelismo?
Alí tuvo la impresión de que las paredes de la estancia vacilaban a su alrededor. La voz de el-Massihi resonó, casi enseguida, en su espíritu: Estás al borde del precipicio…
Abú Bakr se levantó lentamente.
—Bien veo que me reprochas haberte hablado sin tapujos. Sin embargo, es preciso que sepas que, a pesar de las apariencias, no me domina animosidad alguna. Siento, incluso, afecto y respeto por ti. Por ello me gustaría darte un consejo, jeque el-rais; brota de las profundidades de mi corazón: Mientras los hombres se acercan al Creador por todas las variedades de la piedad, acércate tú a Él por todas las formas de la inteligencia: les superas a todos. Y mientras la gente se toma tanto trabajo para multiplicar sus actos de adoración, tú preocúpate únicamente del conocimiento del mundo inteligible. De este modo, llegarás mucho más alto que el águila real. ¿He sido claro?
—Muy claro, Abú Bakr. Guardaré tus palabras en la memoria. Ahora, permite que me retire.
—La paz sobre ti, amigo mío.
—Sobre ti la paz, el-Barguy.
»Un invierno terrible como nunca cayó sobre Jurasán. De yumada el-ajira a rayab, los helados canales no corrieron ya por la llanura y las aguas del Zarafshán se adormecieron en su lecho de cristal. Muchos creyeron que nunca más despertarían. A algunas horas, desde lo alto de la ciudadela, cuando la luz se dirige hacia la noche, el paisaje hacía pensar en un océano de espuma blanca y malva, con sus naves detenidas. Era hermoso y terrible a la vez.
»Luego volvió la dulzura del mes de sa'ban. Y, con el ramadán, el verde, el púrpura de las rosas y el rojo sangre de las granadas abiertas aparecieron de nuevo.
»¿Qué fue de la vida de mi maestro durante aquellos seis meses? Expulsado del hospital, consagró toda su energía a cuidar a quienes solicitaban su ciencia: notables o mendigos. Se dirigía, cada vez que el clima lo permitía, a los burgos de los alrededores, sin percibir oro ni plata, esperando sólo del Altísimo su retribución.
»Me confesó que, de vez en cuando, iba a recoger algunos furtivos brillos de felicidad en la piel de Warda. Y reconoció que, tendido junto a ella, conoció más de un instante supremo, lejos de la mezquindad de los hombres.
»Consagró también muchas horas al estudio de la religión de Abraham y, a menudo, me repetiría este sura: "¿Quién siente, pues, aversión por la religión de Abraham, sino el insensato?"
»Luego, las verdades de su fe se hicieron como el viento de shamal que sopla en las pistas pero al que nunca se ve; pues sufrió demasiado por la intolerancia de los hombres, y por la suya propia.
»Pero hoy no es tiempo de melancolías. Estamos en el último día del santo mes de ramadán. El día del Eid el-saghir, que marca el fin de los treinta días de ayuno. Setareh ha servido un cordero asado que huele a canela y comino silvestre, guarnecido con piñones, pasas y almendras. En la gran fuente de cobre cincelado con arabescos hay un impresionante número de pequeños platos.
»Están presentes todos los amigos. Salvo el-Biruni que está en Gurgan, al servicio del cazador de codornices, y Firdussi que se ha marchado a su ciudad natal, Tus, para proseguir la redacción de su Libro de los Reyes.
»Hay alcachofas, habas, sémola que Setareh ha amasado durante horas y horas con mantequilla obtenida de la leche de oveja. Pescado con azafrán, arroz en abundancia, cuajada. Como postres aguarda una pirámide de golosinas envueltas en miel, deliciosos melones que Mahmud ha traído del mercado, llegados de Ferghana metidos en hielo, en cajas de plomo, para que resistieran mejor el viaje.
»En la mesa no hay legumbres como la calabaza o el tomate, ni liebre o gacela, alimentos prohibidos por nuestras creencias chiíes. En cambio, están presentes la cebolla y el ajo, aunque el Profeta los desaconseje. En realidad, Mahoma rechazaba el uso de estas plantas a causa, sobre todo, del mal aliento que provocan y que es repugnante advertir en los lugares de oración.»
—Te has sobrepasado, mamek —dijo Mahmud mojando un pedazo de pan de cebada en la cuajada—. ¡Es una verdadera walima!
—Más aún —apoyó el-Massihi—; ¡pocas veces he visto una comida de bodas tan rica!
—Comeré de buena gana otro pedazo de ese maravilloso cordero —anunció el-Mughanni.
—¿Qué parte prefieres ahora? —preguntó Setareh.
—Como el Profeta, la espalda y las patas delanteras.
—Realmente —observó Ibn-Zayla—, es algo sorprendente pensar en todos esos maravillosos manjares que el hombre ha inventado, en todas esas horas consagradas a prepararlos, sólo para satisfacer una ínfima parcela de sí mismo: el paladar. Tesoros de ingenio desplegados para esos furtivos instantes en los que nos llevamos el alimento a los labios.
—No comparto tu opinión —protestó Abd Allah—. En el ceremonial de una comida no cuenta sólo el gusto. El placer está también en la vista.
Tomó como testigo a Ibn Sina:
—No vas a contradecirme, hijo mío. Tú que has añadido a los cuatro sabores gustativos descritos por tu maestro Aristóteles, el mal gusto, la insipidez y otros más.
—Tienes razón, padre. Fácilmente podríamos aumentar esta lista con el placer de la vista, y también con los del olfato y el tacto. Hay, incluso, algo sensual en la aprehensión de un plato. Otros muchos elementos participan en el sabor de una comida.
Inclinándose hacia el músico, sugirió:
—¿No es la música uno de ellos?
Como si sólo esperara aquel momento, el-Mughanni dejó su copa de vino de palma y tomó su instrumento, una kemangeh aguz, una variedad del laúd.
Colocó entre sus muslos la punta de metal que sobresalía por debajo de la caja y posó el arco sobre una de las cuerdas. Con arte consumado, hizo girar el instrumento de derecha a izquierda, y la música se extendió por la estancia.
—Toca, el-Mughanni, toca… —murmuró Abd Allah echando ligeramente la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos—. Alá me perdone… ¿qué más podemos pedir a la vida? Rodeado de los seres queridos, ante una comida digna de príncipes. Teniendo a nuestro lado una esposa que os quiere… ¿no es esto una felicidad que debe colmaros?
Los invitados aprobaron sin restricciones estas palabras. Entonces, el-Mughanni, embriagado por el vino, comenzó a tocar con mayor pasión.
Terminó bajo una salva de aplausos.
—Maravilloso —dijo Ibn Sina admirado—; eres un gran artista, el-Mughanni.
Buscó la aprobación de su padre. Advirtió entonces que la cabeza del anciano había caído sobre su pecho, ligeramente inclinado hacia un lado y con los brazos colgando a lo largo del cuerpo.
—¡Padre!
El grito de terror de Alí resonó por toda la estancia. Las miradas se dirigieron a Abd Allah. Y comprendieron.
—Pronto, ayudadme, tenemos que llevarle hasta su cama.
Tendieron a Abd Allah en la alcoba, sobre una manta de lana, y Alí se apresuró a tomarle el pulso.
—Está… —dijo el-Mughanni, blanco como un sudario.
La voz de Alí le interrumpió brutalmente.
—El corazón late todavía —le dijo a el-Massihi, arrodillado al otro lado del lecho.
Mientras duró el examen, el silencio era tal que habría podido oírse el rumor del aire en la habitación. Alí auscultó el palpito de la sangre en los distintos puntos del cuerpo.
Estudió los miembros, el brillo del ojo, verificó el color y la temperatura de las extremidades. Cuando se levantó por fin, tenía los rasgos empapados en sudor. Indicó por signos que todos, salvo el-Massihi, les dejaran solos.
Setareh había cogido la inerte mano de su esposo y nada en el mundo habría podido separarla de él. Cerrando la puerta tras sus huéspedes, Mahmud, con los ojos llenos de lágrimas, se sentó sobre sus talones, junto a su madre.
El-Massihi y Alí lo aprovecharon para reunirse junto a la ventana abierta al poniente.
—¿Que?
Se secó con el dorso de la mano las gotas de sudor que brotaban sobre sus labios, posando sobre su amigo una angustiada mirada. El-Massihi repitió la pregunta.
—Nada…
—¿Qué estás diciendo?
—Nada… En mi cabeza todo es oscuro…
El-Massihi le tomó de los hombros y susurró:
—¿Te has vuelto loco? Acabas de examinarle, ¿no?
Ibn Sina asintió vagamente.
—¿Y entonces, que has advertido?
—Me… me parece… que hay parálisis completa del costado derecho.
El-Massihi abrió unos ojos como platos.
—¿Te parece?
—¡Ya no oigo! ¡Ya no veo nada! ¿No puedes comprenderlo?
Casi había gritado, conteniendo con todas sus fuerzas el llanto que subía a su garganta.
—Serénate, por Dios, serénate. Ya sé que se trata de tu padre pero, ante todo, es un enfermo como los demás.
¡Como todos los que has curado!
Alí se agarró a la túnica de el-Massihi:
—¡Examínale por favor, examínale tú!
Desamparado, el cristiano pareció vacilar y, luego, se decidió a dirigirse hacia la cama.
Setareh se reunió con Alí junto a la ventana.
—Le salvarás, hijo mío… Le salvarás, ¿no es cierto?
Alí inclinó la cabeza, intentando evitar su mirada.
—Eres el jeque el-rais, eres Ibn Sina, el más grande de los médicos… vas a salvarle…
«Alí ibn Sina no salvó a su padre… No supo. El-Massihi le confió los resultados de su padre. Le habló de una pérdida de sensibilidad, de la frialdad de sus extremidades, de la mirada fija de Abd Alian abierta ya, sin duda, a la muerte, y fue inútil que mi maestro reuniera en su cabeza todos sus conocimientos, todo el saber de el jeque el-rais, el príncipe de los médicos; no comprendió nada. Sus libros eran sólo páginas en blanco.
»Sé tan sólo que habría deseado que el Altísimo acortara su vida para prolongar la de su padre y que sólo pudo orar.
»El-Massihi sugirió una sangría. Le parecía una embolia. Si Alí hubiera aceptado, tal vez Abd Allah habría sobrevivido. Paralizado sin duda, pero vivo. Rechazó la sangría. En otros casos, habría llevado a cabo él mismo, sin vacilar, el gesto necesario, pero aquel día no pudo ver manar la sangre de su padre.
»Abd Allah murió días más tarde. Descansa en el cementerio de Bujará. Tendido sobre el costado derecho, mirando hacia La Meca, sin cúpula sobre su tumba —como quiere la tradición —para que nada impida a la lluvia correr por la piedra.
»Mi maestro decidió partir. Partirá y Mahmud se quedará con Setareh. Con las monedas de oro, último presente del difunto emir Nuh II, podrán vivir mucho tiempo al abrigo de las necesidades.
»No espera ya nada de esa provincia. El palacio, la ciudadela, la gran mezquita, los canales se han convertido, para él, en una ofensa. Y su corazón llora cuando divisa desde la ventana la casa del Tesoro, a donde su padre no volverá nunca más.
»Ha decidido partir. Habla con el-Massihi que quiere acompañarle, pues presiente que la dinastía samaní llega a su fin. Mañana, dentro de una semana o un mes, Bujará y toda la provincia de Jurasán caerán irremediablemente en manos del turco.
»Se despide de Warda. Y sé que las lágrimas que la muchacha derramó anegaron su corazón.
»Ignoran a donde irán. Vasta es la tierra de Persia las estaciones variadas e innumerables las ciudades. Tal vez se reúnan con el-Biruni, en la corte del cazador de codornices. O tal vez bajen hacia el sur, hacia Fars, o hacia Kirman. O tal vez asciendan hacia el norte, hacia Turkestán. Donde fluyen los manantiales del olvido…»