VIGÉSIMOSEPTIMA MAQAMA

El carcelero sólo apareció a la hora del eftar, cuando el sol desaparecía detrás de las gargantas. Penetró en la celda con el rostro huraño, sin decir palabra.

—¿Dónde estabas? Comenzaba a creer que no volverías nunca.

Karim masculló entre dientes y le tendió el alimento; pan, arroz regado con leche cuajada a la menta y una taza de té azucarado. El jeque repitió su pregunta, pero el hombre siguió confinado en su mutismo y abandonó la estancia moviendo la cabeza con aire afligido.

Ahora Alí estaba seguro de ello, ocurría algo grave. En vez de tranquilizarle, la llegada del carcelero había acrecentado una tensión que no le había abandonado durante todo el día. Tuvo que esforzarse para tragar unas cucharadas de arroz; apartando el plato, regresó a la mesa e intentó proseguir su trabajo. En vano. Su preocupado espíritu le impedía cualquier concentración. Entonces, como último recurso, fue a acostarse en la estera y buscó el sueño.

¿Le despertó el chirrido de los goznes, el ruido de la llave girando en la cerradura? ¿O no había conseguido dormirse?

En la celda, invadida por la noche, adivinó la puerta que giraba. Una sombra se recortó en el umbral, luego otra llevando un hachón. Se incorporó a la defensiva.

La sombra se aproximó lentamente, se detuvo un instante mientras la otra silueta penetraba francamente en la estancia, blandiendo el hachón e iluminando, al mismo tiempo, los rostros. Estupefacto, Alí identificó al primer visitante: se trataba de Sama el-Dawla.

El otro personaje le era desconocido. Uno de los guardias sin duda.

—La paz sea contigo, jeque el-rais.

—Y contigo sea la paz, Cielo de la nación.

Por efecto de la sorpresa, Alí había respondido en un tono neutro, casi monocorde.

El guardia encendió el candil de aceite que estaba en la mesa y, tras un signo del emir, se retiró dejando la puerta entornada.

Sama examinó distraídamente la habitación antes de sentarse en el taburete, ofreciendo su perfil a los incrédulos ojos del jeque.

—Has adelgazado. Es un lugar funesto.

—El aire es bueno, Excelencia. No puedo quejarme.

El soberano tomó maquinalmente el cálamo colocado junto al tintero y lo hizo girar varias veces entre sus dedos.

—¿Te ha sido propicia la soledad?

—He escrito mucho, en efecto.

La llamita que ardía ante él hacía más melancólica la expresión del príncipe.

Concentrado en el movimiento del cálamo que giraba entre sus dedos, anunció muy deprisa:

—Han pasado Hamadhan a sangre y fuego. Hemos perdido la guerra.

—¿La guerra, Majestad?

—El príncipe de Isfahán es, ahora, el dueño de la ciudad.

Y añadió tras unos momentos:

—La noticia no parece alegrarte.

—¿Debería hacerlo?

Sama giró de pronto en el taburete y miró al jeque con cierto rencor.

—¿No era tu mayor deseo trabajar para Alá el-Dawla? ¿No conspiraste para conseguirlo?

—Cielo de la nación, no me parece que sea ésa la palabra adecuada para calificar un simple intercambio de correspondencia.

—Sin embargo, indirectamente, este intercambio ha sido la causa de una guerra.

—Es imposible. Deben de existir otras razones.

Sama se agitó en la penumbra, ofreciendo de nuevo su perfil.

—Aunque fuera sólo para vaciar en ti mi amargura, me gustaría contradecirte. Pero mi alivio sería escaso y, lamentablemente, de corta duración. No, estás en lo cierto, eres sólo uno de los eslabones de la cadena. Otras razones han impulsado al príncipe de Isfahán a librarme batalla. Podría desarrollarlas, pero estoy muy cansado y es demasiado tarde.

Se pasó suavemente las manos por los párpados y concluyó:

—Ironía de ironías. En una situación distinta, lo que nos sucede podría prestarse a la risa. Desde esta noche, el cautivo y su carcelero están condenados al mismo destino. Tu y yo estamos, ahora, encerrados en Fardajan. ¿No te parece grotesco?

—Grotesco, Excelencia… No lo sé. Pero, ciertamente, poco común.

Sama se levantó y dio unos pasos hacia la ventana.

—Es demasiado oscuro para ver el paisaje, pero me pregunto si no será mejor así.

—Excelencia, ¿qué ha sido de mi compañera y mi discípulo Abú Obeid?

—Sin duda han huido de palacio, como todos nosotros. Reinaba tal pánico que ni una gata habría encontrado a sus pequeñuelos. Sin embargo, puedo asegurarte que durante estos cuatro meses no han carecido de nada.

Alí apretó los dientes. Abú Obeid… Yasmina… ¿Volvería a verles algún día?

—¿No me preguntas por Taj el-Molk?

Alí no respondió y Sama prosiguió:

—Tu amigo el visir está bien. A estas horas, debe de dormir a pierna suelta en una de las estancias de esta fortaleza.

Hizo una pausa y añadió burlón:

—Debes de sentirte encantado…

—No hay en mi corazón odio alguno, sólo tristeza. Por los míos, por Hamadhan, por ti…

—El aislamiento lleva a la sabiduría. Por lo que a mí respecta, sin duda no he conocido suficientemente la soledad. Pero es tarde ya y la fatiga comienza a pesar. Te saludo, hijo de Sina, que tu despertar te abra a la felicidad.

—Que así sea también para ti, Cielo de la nación.

Alí quiso levantarse, pero Sama le detuvo con un gesto.

—No estamos ya en la corte, jeque el-rais. ¿Lo has olvidado acaso? Sólo somos dos prisioneros.

Transcurrió una semana sin que viera de nuevo al joven príncipe. Los únicos ecos que de él le llegaron fueron los que transmitía Karim, el carcelero. A decir de los correos, Hamadhan seguía ocupada por las tropas de Alá el-Dawla. El soberano, sin duda por razones estratégicas, había renunciado definitivamente a asaltar Fardajan, retrocediendo ante los centenares de vidas humanas que hubiera sido necesario sacrificar para apoderarse de aquel nido de águilas muy bien protegido.

En la mañana del décimo día, Taj el-Molk se presentó en su celda. Tenía el rostro sombrío y la mirada huidiza. Incómodo, se sentó en el pequeño taburete y pareció buscar las palabras.

—Vengo a anunciarte una noticia que tal vez alegre tu corazón: Hamadhan es de nuevo una ciudad libre. Gracias a Alá, nuestro adversario se ha visto obligado a dar media vuelta. Mientras te hablo, está ya camino de Isfahán. La suerte está pues de nuestro lado.

—Gracias sean dadas a Alá —dijo simplemente Ibn Sina—. Sama podrá recuperar su trono.

—Eso es. Nos marchamos dentro de una hora.

—¿Sabes si mi compañera y mi discípulo están sanos y salvos?

—Lo ignoro. Pero…

El visir se ajustó nerviosamente el turbante y prosiguió, muy incómodo aún:

—Lo más sencillo sería comprobarlo personalmente.

—El Altísimo tendría que concederme alas. ¿Olvidas que sigo prisionero?

—Tu suerte está en tus manos. De ti depende que quieras seguirnos o no.

—No comprendo, visir.

—Una libertad con condiciones; es la proposición que me han encargado transmitirte. Si aceptaras regresar a palacio y ocupar de nuevo tus funciones de médico de la corte y maestro, podrías salir de este lugar.

El jeque examinó suspicazmente a su interlocutor.

—¿Eso es todo?

—También tendrás que comprometerte a poner fin a tu correspondencia con el príncipe de Isfahán.

Desconcertado, Alí acarició dulcemente su barba e intentó descifrar lo que se ocultaba en las palabras de Taj el-Molk.

¿A qué se debía aquella súbita indulgencia? ¿Qué esperaban de él? De cualquier modo que fuera, se imponía una realidad: aceptar o extinguirse en aquella celda durante el resto de sus días. Pensó también en Yasmina y Abú Obeid. Si quería volver a verles, ante todo tenía que salir de aquella tumba.

—Acepto. Y te ruego que comuniques al emir mi gratitud.

—Espera de ti mucho más que gratitud. Agradece al Clemente poder tratar con un ser tan indulgente.

Alí no tuvo que interrogar a Taj para saber qué pensaba de aquella indulgencia.

El visir se levantó, poniendo fin a su reflexión. Señalando las obras de Ibn Sina que cubrían el suelo, dijo:

—Daré orden de que lleven a palacio todo esto; pues imagino que estos libros te son más queridos que todos los reyes de Persia.

—Soy su autor, visir. Y nunca me he traicionado.

Taj el-Molk contuvo un respingo y, clavando sus ojos en los del jeque, murmuró en tono enigmático:

—No olvides que un libro es como un ser vivo. Existen mil modos de destruirlos…

«Yasmina y yo encontramos a nuestro maestro en Hamadhan, trastornada por los trágicos acontecimientos de los últimos días. En efecto, tras haber huido de palacio, encontramos refugio en la morada de un droguero llamado Abú Ghalib, a quien el jeque acostumbraba a enviarme para comprar hierbas raras y drogas. Permanecimos en casa del buen hombre hasta que supimos la retirada de las tropas de Isfahán, seguida por el inmediato regreso del príncipe. Un rumor corrió entonces como la pólvora: el jeque Ibn Sina acompañaba al soberano y se afirmaba por todas partes que había sido liberado de Fardajan y repuesto en sus funciones de médico y maestro.

»Con el corazón palpitante, corrimos hacia el serrallo y grande fue nuestra felicidad cuando encontramos al jeque. Más delgado, es cierto, pero en perfecta salud. Durante aquellos días de encarcelamiento, confieso haber temido con frecuencia por su vida. ¿No había intentado ya acabar con ella una vez? La prueba habría podido alentarle a repetirlo, y mis noches estuvieron llenas de funestas imágenes en las que mi maestro caía al fondo de un abismo sin fin. Yasmina no hablaba de ello, pero sé que sus pensamientos se parecían a los míos.

»Alá da y quita. Hoy estoy convencido de que, cuando el Altísimo concede a un ser inmensas glorias, hace que las acompañe, casi irremediablemente, una igual desgracia.

»La noche en que nos encontramos los tres, comprendí que el jeque estaba más decidido que nunca a abandonar Hamadhan. Las últimas horas no habían hecho sino reforzar su decisión.

»El octavo día de dhu el-hija decidió dar el paso realmente. Un acontecimiento esencial le impulsó a hacerlo: un pliego secreto enviado por el príncipe de Isfahán. En su carta, Alá confirmaba su deseo de recibir al jeque en su corte y añadía que, para él y los suyos, sería un inmenso honor. Tuvimos así, si es que cabía alguna duda, la confirmación de que el-Maksumi e Ibn Zayla habían cumplido admirablemente su misión.

»Debíamos superar un gran obstáculo: evitar la vigilancia de los soldados de Taj el-Molk que, desde el regreso del-rais, montaban incesantemente guardia. Le sugerí al jeque que…»

—Podríamos disfrazarnos de sufíes. Con un hábito de lana y la cabeza cubierta tendríamos una oportunidad de pasar desapercibidos. Además, esos santos ascetas despiertan respeto y consideración.

—Tal vez sea la solución…

Yasmina observó:

—¿Y tus obras, tus documentos? ¿Cómo vamos a hacerlo? Necesitaremos un caballo de tiro o algunos mulos.

—Ya encontraremos el medio de que los transporten discretamente, fuera del recinto de palacio.

—¿Cuándo piensas partir?

—Cuanto antes mejor. Pasado mañana estaremos a 10 de du-l-hiyya, es el eid el-Kavir la gran fiesta del sacrifici83. La gente estará distraída festejando y la vigilancia se relajará. Pero, tendremos que encontrar un guía. Sé que el recorrido está lleno de asechanzas.

—Creo que el hijo mayor de Abú Ghalib nos servirá —dijo el-Jozjani—. Pasado mañana, sea. Deseemos la protección del Invencible: el viaje será duro. Isfahán me parece, de pronto, el fin del mundo.

Alí inclinó la cabeza con aire repentinamente pensativo. Apretó por instinto la pequeña piedra de cristal azulado que seguía colgando de su cuello. Mientras su discípulo hablaba, palabras de mucho tiempo atrás habían invadido sus pensamientos: Desconfía, amigo mío, desconfía de las llanuras de Fars, y de las cúpulas doradas de Isfahán; pues allí se detendrá el camino. Aquel día, a tu lado habrá un hombre, un hombre de alma negra. Que Shiva maldiga para siempre su memoria…

«Cruzamos a medianoche los límites de la ciudad, el jeque y yo mismo envueltos en unos hábitos y con la cintura ceñida con una cuerda; Yasmina vistiendo un cilicio. Para perfeccionar nuestro disfraz, llevábamos en la mano una rikwa, la escudilla que servía para recoger las eventuales limosnas. Nos precedían cinco caballos, conducidos por el hijo de Abú Ghalib, lo bastante adelantados como para que ningún observador pudiera asociarnos.

»Llegamos sin problemas a los pies de Hamadhan y tomamos la dirección del sudeste, hacia los montes Agros. Se iniciaba el viaje hacia la libertad. Pero sabíamos que pronto nos acecharían el fuego de la Gehenna y los hielos nocturnos, la sequedad del desierto y la asfixiante humedad de las mesetas.

»Apenas habíamos dejado atrás Asadabat cuando cayó sobre nosotros una granizada, de piedras grandes como huevos; algo absolutamente extraordinario en aquella estación. Tuvimos que dar marcha atrás intentado dominar el terror de nuestros caballos. Encontramos refugio en la mezquita del pueblo y sólo partimos al día siguiente, cuando amaneció.

»Al concluir la primera jornada, llegamos a la vista de los montes Agros; gigantescas murallas cuyas crestas parecían clavarse en las nubes. A medida que ascendíamos, la tierra cubierta por los cultivos y la llanura se prolongaron hasta perderse en los vapores del día. Sobre nuestras cabezas, el horizonte parecía cerrado y el incierto sendero que corría serpenteando parecía no tener fin. De vez en cuando, un riachuelo caía en cascada de las invisibles alturas para perderse en el recodo de un canchal, o se levantaban enormes rocas de un rojo oscuro, como colosos que era preciso contornear y flanquear a flor de barranco.

»Evolucionamos durante todo el día por un paisaje muerto donde sólo sobrevivía el soplo del viento. Las escasas nubes algodonosas parecían clavadas en aquel cielo de una dureza metálica que añadía a la atmósfera algo opresivo y misterioso. Cuando nos volvíamos, todo eran desnudas cimas, crestas desérticas mezclándose con la infinita y árida grandeza del espacio.

»Por la noche, Yasmina tuvo fiebre y sufrió temblores. El jeque tuvo que administrarle un electuario compuesto de beleño y miel para que concillara el sueño.

»El segundo día encontramos el mismo decorado de arena, piedra y roquedales. El jeque, habitualmente sereno, parecía muy tenso; apenas si, de vez en cuando, hacía una observación sobre el paisaje o el rigor del clima.

»Al crepúsculo del tercer día estalló el drama.

»Acabábamos de cruzar un riachuelo lodoso, y bajábamos por una pendiente ladera hacia la aldea de Astaneh. El camino era más estrecho que la hoja de una cimitarra y los caballos avanzaban, en equilibrio, arañando el suelo con sus cascos, resbalando y recobrándose por los pelos a cada uno de sus pasos. A la derecha, un abismo sin fondo llamaba a las tinieblas e, inclinado hacia atrás, con la mirada llena de miedo, yo había abandonado, como los demás, las riendas en el cuello de mi montura, pues no podía hacer más que confiar en ella. El grito de angustia lanzado por el hijo de Abú Ghalib me hizo abrir los ojos. Un grito desgarrador que se apagó muy pronto. El caballo del muchacho que, desde nuestra salida de Hamadhan, marchaba siempre a la cabeza, había oscilado peligrosamente. El suelo pareció desaparecer bajo sus cascos. Se encabritó y, luego, cayó de nuevo. Pero la tierra se había abierto y sólo halló el vacío para recibirle. Ante nuestros horrorizados ojos el jinete y su montura habían caído juntos en el abismo.

»La noche nos obligó a detenernos. Una sensación de terrible aislamiento se añadía a la angustia provocada por la muerte del infeliz. Sin guía, nos habíamos convertido en tres ciegos perdidos en aquella inmensidad hostil. ¿Llegaríamos algún día a Isfahán?

»El jeque fue el que se recuperó primero.

»—He escapado del Dasht el-Kavir, de Mahmud el Gaznawí, de las mazmorras de Fardajan, me he acercado demasiado a la muerte como para cederle el paso, y no tengo intención alguna de permitir que mis huesos se pudran en los montes Agros.

»—¿Pero cómo encontraremos el camino? —se inquietó Yasmina conmovida.

»—¿Olvidas que tengo ciertas nociones de astronomía? Los marinos se orientan en el mar de las Tinieblas, mucho más temible que todos los desiertos de Persia. Lo conseguiremos.

»Tras una noche durante la que ninguno durmió realmente, partimos de nuevo, pero esta vez el jeque iba a la cabeza. De día, sus ojos seguían la carrera del sol; por la noche, la de Sirio y Canope. De vez en cuando, le veíamos detenerse, anotar rápidamente unas cifras en la arena y, luego, proseguíamos el camino.

»Narrar los tormentos de las horas que siguieron… Narrar la lacerante sensación de agotamiento, el ardiente calor, los rodeos, la sed, la mordedura del viento y de la luz…

Ningún hombre podría describirlo. Para ilustrar su dificultad sólo tengo las palabras del Libro, y pido de antemano a Alá que me perdone por utilizarlo con tanta inconveniencia: Si todos los árboles de la tierra fueran cálamos, y si el mar, y siete mares más, fueran tinta, no agotarían las palabras de Dios.

»Si algún día debiera contar los desgarros y los miedos que sufrimos hasta los últimos contrafuertes de las montañas Dajtiari, hasta que surgió del vientre de la tierra el valle de Zayanda-rud, el río llamado agua viva, el jardín de todos los goces, la llanura de Isfahán…

»Ante la hermosura y grandeza del espectáculo que se abrió bajo nuestros pies, olvidamos nuestra fatiga, nuestros derrengados miembros, nuestros secos labios.

»Mil canales corrían bajo la luz, flanqueados por estremecidas cañas acariciadas por pájaros multicolores. Multitud de trigales unían su oro a la virginal blancura de las adormideras que levantaban al azur sus pequeñas copas. Arboles, arbustos, vergeles hasta perderse de vista; parcelas de verdor, claras y oscuras, en las laderas de donde brotaba el ocre y el bistre, el rojo y el marrón de las piedras.

»Las lágrimas subieron a nuestros ojos sin que pudiéramos contenerlas.

»Habíamos aguardado tanto aquel instante. Lo habíamos soñado tanto.

»¡Isfahán! La vida recomenzaba.

«Entonces ocurrió algo absolutamente pasmoso y, todavía hoy, a mi alma le cuesta ocultar su turbación.

»El jeque, que se había inmovilizado junto a Yasmina, se volvió bruscamente hacia ella y la abrazó con pasión. Buscó su boca y comenzó a besarla con tanto ardor que tuve la impresión de que intentaba abrasarla.

»Hasta aquel instante no me pareció sorprendente su ardor, pero cuando el jeque se arrodilló en tierra, arrastrando con él a la muchacha, sentí que mis mejillas se ruborizaban. Las manos de mi maestro se deslizaron bajo el vestido de Yasmina, levantaron la tela hasta las caderas, haciendo aparecer los bronceados muslos y, así, ambos cayeron entre las altas hierbas.

»Me aparté, con el espíritu lleno de confusión, cuando comenzó a hacerle el amor…»