UNDÉCIMA MAQAMA

«En aquella ciudadela de Gurgan y de ese modo fue, por lo tanto, como yo, Abú Obeid el-Jozjani, hijo de Balj, que entonces tenía veinte años, conocí al hombre que iba a convertirse en mi maestro, mi amigo: el jeque el-rais, Alí ibn Sina. El me dictó todo lo anterior; de lo que sigue fui testigo ocular. Pues desde el día en que me salvó la vida, me convertí en su sombra y él se convirtió en mi mirada. Con sus ojos observé el mundo de los hombres, con su pensamiento medité la filosofía.

»¿Fue alguna vez consciente de mi ternura? ¿Se preguntó alguna vez por el ardor de mi devoción? Nunca lo supe. No importa la respuesta. A lo largo de aquellos veinticinco años fui aquel manantial de las altas montañas, el abi Tabaristán, que, según la leyenda, deja de correr en cuanto un viajero lanza un grito de dolor. Así, cada vez que mi maestro conoció el sufrimiento, el flujo de mi vida se detuvo.

»Durante los tres días en que compartimos la alcoba, obligado al silencio por la herida de mi garganta, descubrí a un ser herido, desamparado y, pese a todo, lúcido. Advertí que aquella lucidez le torturaba. Atravesar el Dasht el-Kavir había sido, para él, un viaje hasta el fin de sí mismo. Había llegado a Gurgan pero su espíritu no había llegado a puerto; ¿llegaría alguna vez?

»Mientras estaba tendido a mi lado, y a medida que recuperaba sus fuerzas, me confió sus preocupaciones filosóficas. Me habló largamente de aquel a quien consideraba su maestro de pensamiento, el fundador de la lógica formal y de la escuela peripatética: Aristóteles. Describió para mí lo que denominaba «las grandes fases de la medicina árabe». Le sentí convencido de ser parte integrante de una de esas fases. Estableció, con asombrosa precisión, el decorado de nuestro siglo: la expansión irresistible de la civilización árabe, iniciada a impulsos del Profeta unos cuatrocientos años antes y que había llegado a España, África del Norte, Siria y a nuestra tierra, Persia; inmensa oleada que lo barría todo a su paso, obligando a la cultura helenista a cederle el paso.

»Confesaré que, al finalizar nuestra conversación, el mundo cristiano me pareció realmente microscópico comparado con el que, por aquel entonces, dominaba el Islam; y que, con cierta ingenuidad, lo reconozco, imaginé que un día muy cercano la tierra estaría poblada sólo por los hijos de Mahoma.»

«Al alba del cuarto día decidió salir de Gurgan y de la ciudadela. Le supliqué entonces que me permitiera acompañarle.

»Mi petición le sorprendió y, luego, le preocupó. Se negó pues, y aquello me hirió, pues utilizó palabras duras. Pero, a decir verdad, pude leer muy pronto en él: se sabía en peligro y por nada quería que alguien sufriera por ser su compañero. Percibí también que se sentía indirectamente culpable de la muerte de el-Massihi. Tal vez haberlo comprendido me ayudó a convencerle.

»De ese modo, el 3 de muharram salimos del país de los Lobos y partimos hacia la región de Dihistán y el pueblo del mismo nombre. El cielo era de un perfecto azul, pero preñado de aquella humedad que caracteriza las extensiones que bordean el mar de los Jazares. Dihistán está situado a mitad de camino entre Gurgan y Jarizm. Es una de esas plazas fuertes fronterizas a las que denominamos un ribat, poblada en su mayoría por pescadores y cazadores de pájaros.

Llegamos al finalizar nuestro segundo día de viaje y, como el pueblo no tenía albergue, nos instalamos en el recinto de la mezquita.

»Al día siguiente, Alí puso manos a la obra. Le seguí por burgos y aldeas: Nasa, Tus, Baward (más de veinte hay en el distrito), de Harat a la península de Dihistanán Sur, ofreciendo los servicios del jeque a quienes los necesitaban; cuidando a los menesterosos sin contrapartida y a aquellos que vivían con mayor holgura a cambio de pescados, fruta o, a veces, algunos dinares.

»Así, nuestra vida transcurrió apaciblemente entre aquellos paisajes de rojiza arena donde se detiene el mar y la prolongación del viejo volcán apagado, el Demavend. A veces, en el camino de regreso, nos deteníamos cerca del burgo de Baidjun, para llenar nuestros odres con las aguas sulfurosas que brotan de un manantial caliente, al pie del volcán, y que, según mi maestro, son saludables para el hígado.

»Para mí, que nunca había abandonado la casa familiar desde que habíamos salido de Balj, aquellos días fueron ricos en descubrimientos; para mi maestro las cosas eran distintas. Le notaba melancólico y ausente. Recuerdo que una noche, mientras cabalgábamos a lo largo del cabo de Kulf e iniciábamos el cuarto mes de aquella vida errante, el jeque compuso sobre su situación un poema lleno de amargura. Se me quedaron grabados, sobre todo, estos versos: No soy grande, pero ningún país me contiene. Mi precio no es caro, pero carezco de compradores…

»Sin embargo, a pesar de la fatiga y la incomodidad de los viales había vuelto a escribir; y pude advertir que ni su clarividencia ni su prodigiosa memoria se habían alterado por los acontecimientos. Me atreveré a decir incluso que su agudeza había aumentado. La única nota nueva era que, por aquel entonces, se había acostumbrado ya a dictarme sus obras. Algunas noches nos encontrábamos compartiendo el fuego con algunos nómadas de azar mi maestro se instalaba aparte, y sus palabras sobre la lógica, las matemáticas, la medicina o la astronomía me alejaban de todo. Escribía durante largas horas a la incierta luz de las llamas y si, de vez en cuando, nos interrumpíamos, era para dejarnos prender en el inesperado relato de un cazador del Turkestán o en las descripciones de un mercader de Kirman que narraba asombrosas ciudades ro deadas de luz.

»Durante aquellos meses, el jeque me dictó cuatro obras: Los remedios para el corazón, El tratado que expone la epístola del médico, un Compendio sobre que el ángulo formado por la tangente no tiene cantidad y las Cuestiones generales de astronomía. Yo conservaba esos escritos en bolsas de piel de cabra y cada vez que regresábamos a Dihistán procuraba guardarlos en lugar seguro.

»Cierta mañana, el 7 de rabí’el-ajir, mi maestro despertó ardiendo de fiebre. Estábamos entonces en la ladera de una colina, a dos farsajs de Gurgan. Me apresuré a envolverle en mi abas, un grueso manto de pelo de camello, y calenté un poco de té azucarado. Pero su estado se agravó muy deprisa. Sufrió náuseas y me asustaron sus vómitos de color rojizo. Luego, sus deposiciones se volvieron negras y su sed se hizo intensa. Experimentó inmediatamente trastornos respiratorios y sufrió violentas diarreas. Consiguió, sin embargo, mantener lucidez bastante para indicarme los cuidados que debía prodigarle Seguí pues sus directrices al pie de la letra. Antes de que sucumbiera a una especie de postración, me recomendó que le hiciera beber, cada tres horas, vino caliente en el que hubieran macerado cortezas de fiebre 34. Así lo hice. Al observar aquellos síntomas, al examinar su pulso y, especialmente, al comprobar que su fiebre regresaba regularmente a la tercera hora del día, cada dos días, y a la cuarta cada tres días, dedujo que sufría la enfermedad de las marismas35.

»Los días que siguieron fueron penosos. Le oí murmurando palabras inconexas, con el rostro empapado de sudor, los ojos desorbitados y el cuerpo recorrido por ligeros estremecimientos. Me costaba reconocer en aquel rostro pálido y crispado al jeque el-rais, mi maestro Alí ibn Sina. ¿Debo confesarlo? Tuve miedo. Un miedo incontrolado que me impulsó a montar en mi cabalgadura y bajar por el sendero que llevaba a la carretera de Gurgan. Necesitaba ayuda. Pues, Alá me perdone, me roía la duda y me interrogaba sobre la capacidad del jeque para cuidarse a sí mismo. El porvenir me demostraría que me había equivocado pero, sin embargo, las consecuencias de mi estúpida acción iban a resultar provechosas.

»Cabalgaba a rienda suelta hacia Gurgan y no estaba ya muy lejos de la ciudad cuando me crucé con un grupo de jinetes que iban en dirección contraria. Por sus ropas comprendí que se trataba de ricos cazadores. Uno de ellos llevaba un halcón encapuchado en su enguantado índice. De un talonazo, sin saber muy bien por qué, dirigí mi caballo hacia él y le confié mi desesperación. El hombre me escuchó con una atención conmovedora y cuando le comuniqué mi identidad vi que el nombre de mi padre no le era desconocido. Propuso seguirme hasta el lugar donde yo había abandonado al jeque y ayudarme a transportarle hasta la ciudadela de Gurgan. Pese al giro que tomaban los acontecimientos, yo no podía evitar sentirme inquieto, consciente de los peligros que corríamos. ¿Podría mi padre ocultar por segunda vez la presencia de Ibn Sina?

»Todo el grupo partió tras de mis pasos. Y sólo cuando llegamos junto al jeque se pronunció el destino de un modo muy distinto al que yo esperaba.

»Tras haber puesto pie a tierra, el hombre del halcón indicó a uno de sus compañeros que le siguiera. Ambos se acercaron a el-rais para levantarlo e instalarle sobre mi caballo. Pero en aquel preciso instante, al descubrir los rasgos del enfermo, el hombre se detuvo y comprendí que le había reconocido.

»—Es increíble… ¿Están engañándome los ojos? ¿No es éste el príncipe de los sabios, Alí ibn Sina?

»Mi primera reacción fue negarlo. Pero sin duda me faltó convicción, pues el hombre del halcón insistió, con minándome a que le dijera la verdad.

»—No tengas miedo. El Clemente es mi testigo, te aseguro que no soy de quienes traicionarían a un ser de tal valor. ¿Es efectivamente el jeque el-rais?

»Convencido de su sinceridad, asentí. Entonces, la expresión del hombre se iluminó de pronto. Sin aguardar más, invitó a su compañero a ayudarle y luego, volviéndose hacia mí, dijo con pasión:

»—Mi nombre es Muhammad el-Chirazi. Tengo varias casas en Gurgan. Alojaremos a tu maestro en una de ellas. Podrá considerarla suya. Considera que tienes ante ti a un sincero enamorado de las ciencias y las letras y, sobre todo, a un ferviente admirador del jeque y también que haber podido socorrerle hoy será siempre, en mi espíritu, la más hermosa acción de mi vida.

»Aquella misma noche nos instalamos en la morada que había puesto a nuestra disposición el generoso el-Chirazi, y en el lindero del tercer amanecer pude advertir que el tratamiento prescrito por mi maestro, y sobre el que yo había sentido dudas, hacía efecto. En efecto, al sexto día recobró la lucidez y le abandonó la fiebre. Sin duda fue a partir de aquel momento cuando tomé conciencia de dos cosas esenciales: la extraordinaria resistencia física del jeque el-rais y aquella oculta protección que le seguía y le seguiría siempre, fuera donde fuese.

»Trabajados por los vientos, unas veces, y la lluvia otras, los retratos que hasta entonces cubrían los muros de la ciudad iban desgarrándose con el paso de los meses. Nadie habría podido reconocer en aquellos jirones de papel amarillento los rasgos del príncipe de los sabios.

»Con sorprendente rapidez, Alí recuperó sus fuerzas y se consagró al trabajo con mayor ardor todavía que en el pasado. El-Chirazi procuraba que no nos faltase nada. A cambio, rogó a mi maestro que le diera lecciones de astronomía y de lógica. El jeque hizo más que eso. En pocas semanas redactó una obra a la que tituló Lógica media y se la dedicó a su bienhechor.

»Nuestra morada se convirtió, progresivamente, en lugar de cita para todos los intelectuales de Gurgan. Lo que aumentó enormemente el trabajo de el-rais. No pasaba día sin que un nuevo amigo, un estudiante, un filósofo, le interrogara sobre un tema u otro. Y ante la riqueza, la claridad de sus respuestas, escandalizados por la idea de que nadie, salvo ellos, las aprovecharía en los tiempos por venir, sus nuevos amigos suplicaron al jeque que les respondiera por escrito; se resignó a hacerlo en forma de epístolas. Así nacieron, entre otras: La epístola del ángulo. El origen y el regreso del alma o, también, Las definiciones. Esta última epístola es, a mi entender, muy importante por las preciosas informaciones que nos proporciona sobre las concepciones filosóficas del hijo de Sina.

»Pero fue también bajo aquel modesto techo donde el jeque iba a iniciar lo que se convertiría en su obra maestra.

»Estábamos en el ultimo día del mes de sa'ban.

»Instalados en la terraza, aguardábamos, como todos los musulmanes de Persia, poder descubrir en el cielo el delgado cuarto de la luna nueva que anuncia el inicio del ramadán. Durante los treinta días siguientes, todos los hijos del Islam, sanos de cuerpo y espíritu, deberían abstenerse de alimentos, bebida, perfumes y relaciones sexuales; precisamente desde el instante en el que puede distinguirse un hilo blanco de un hilo negro, y hasta el crepúsculo, cuando esa diferencia deja de ser perceptible.

»Estábamos pues en esa expectativa cuando Alí, sin separar los ojos del cielo, murmuró:

»—Abú Obeid, ¿recuerdas cuando, hace unos meses, te hablé de las «grandes fases de la medicina árabe»?

»Antes de que yo pudiera responder afirmativamente, prosiguió:

»—Como te expliqué, la primera fase se caracterizó por lo que he bautizado como «fiebre de las traducciones», que condujo a que, hoy, toda la medicina hipocrática, galénica y bizantina sea accesible en lengua árabe.

»El jeque hizo una pausa antes de proseguir:

»—Hace poco que hemos iniciado la segunda fase, y ésta es creadora. Citaré como ejemplo El continente, escrito por el gran el-Razi, a quien debemos el descubrimiento de dos importantes fiebres epidémica36; y la observación de la reacción de la pupila a la luz. Las conclusiones de un hombre como Ibn el-Haitham, que define la vista como un proceso vinculado a la refracción, son fundamentales. Creadoras son también las intervenciones que se desarrollaron, hace apenas un año, en un hospital de Bagdad. Recuérdalo, durante una de ellas los médicos lograron extraer el cristalino en una operación de cataratas; lo que supone un inmenso progreso en relación al antiguo procedimiento que consistía, sencillamente, en hundir la lente que se había vuelto opaca en el humor vítreo37. Podría citar también el Libro real de Ibn Abbas, o el de Los Ciento, de mi amigo el-Massihi. La lista está lejos de ser exhaustiva.

»Mi maestro calló de nuevo. Creí advertir en su mirada un nuevo fulgor. Me preguntó:

»—¿No falta nada en mi análisis?

»Le miré perplejo, sin saber muy bien a dónde quería llegar. Me explicó:

»—Una obra. Falta una obra. Un conjunto estructurado. El compendio claro y ordenado de todo el saber médico de nuestra época, al que se añadieran, naturalmente, las propias observaciones y los descubrimientos del autor.

»0bservé:

»—¿Eres consciente de lo que representa semejante proyecto?

»Aquella empresa sería, en cualquier caso, más ambiciosa que las Epidemias de Hipócrates o los quinientos tratados de medicina dejados por Galeno.

»El jeque no pareció oír mi observación y prosiguió, arrastrado por sus propias reflexiones:

»—Pienso, en realidad, en la redacción de cinco libros específicos. El primero estaría consagrado a las generalidades sobre el cuerpo humano, la enfermedad, la salud, el tratamiento y las terapéuticas generales. El segundo comprendería la materia médica y la farmacología de los simples. El tercer libro expondría la patología especial, estudiada por órganos o por sistemas. El cuarto se iniciaría con un tratado de las fiebres, el de los signos, los síntomas, los diagnósticos y pronósticos, la cirugía menor, tumores, heridas, fracturas, mordiscos, y un tratado de venenos. Y, para finalizar, el quinto libro contendría la farmacopea.

»A medida que enumeraba las subdivisiones de su proyecto, sentí que un estremecimiento recorría mi cuerpo y una certidumbre se hizo en mi espíritu: todo lo que acababa de confiarme nada tenía de impulsivo o de improvisado. La idea estaba madurando en él desde hacía mucho tiempo. ¿Pero había realmente evaluado la inmensidad de la tarea?

»De las callejas ascendió un movimiento de alegría que me sacó de mis reflexiones. La luna nueva acababa de aparecer sobre la ciudadela de Gurgan.

»El jeque se levantó en silencio y desenrolló su estera de oración. Hice lo mismo y me acerqué a él. Como si hubiera leído mis pensamientos, se volvió y dijo con una sonrisa:

»—¿Quieres saber si he pensado en el título de la obra? Se inspirará de la palabra griega Kanon, que significa regla…»

Tendido en su diván, Muhammad el-Chirazi cerró el ejemplar del Almagesto, la célebre obra de Ptolomeo, y se acercó a los labios un vaso de té con menta.

Estábamos en 1012 para Occidente. Acababa de transcurrir un año…

—Distraído, venerable el-Chirazi… —murmuró Alí ordenando las notas esparcidas sobre la mesa—. Esta mañana te he encontrado especialmente distraído.

El-Chirazi no respondió, limitándose a beber un nuevo trago de té.

—Y, sin embargo, debiera saberlo mejor que nadie. Para comprender los mecanismos astronómicos enseñados por Ptolomeo es preciso un espíritu recogido. La teoría de las esferas no está al alcance de todos.

El mecenas inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Soy consciente de ello, jeque el-rais. ¿Pero es posible dominar las preocupaciones del corazón?

—No osaré intentar penetrar en la intimidad de tu vida, espero tan sólo no ser yo la causa de tales preocupaciones.

En los rasgos de el-Chirazi apareció cierta turbación. Se incorporó en el diván.

—¿Qué piensas de la carta de el-Biruni que recibiste ayer por la noche?

—Debes suponerlo. La alegría que sentí al saber que estaba sano y salvo se vio alterada al enterarme de que se hallaba en Gazna, al servicio del turco. ¿Debo confesarlo? Sentí cierta amargura.

—Qué quieres, no todo el mundo piensa de Mahmud el Gaznawí lo mismo que tú…

—Perdóname, el-Chirazi, pero la amistad que me une a el-Biruni me priva de cualquier objetividad. Por ello prefiero no juzgar su acción. Sólo deseo que encuentre allí las posibilidades de proseguir su obra: sólo eso cuenta. Lo demás…

Alí hizo un gesto fatalista y prosiguió:

—Lo que no puedo comprender es, sobre todo, la creciente crueldad del rey de Gazna. Según el-Biruni, la campaña que está llevando a cabo en la India no ha hecho más que comenzar. Nada parece resistir al gaznawí. Desde que derrotó a la confederación formada por los hindúes y capturó la ciudad de Kangra, sus ejércitos avanzan por tierra conquistada. Desvalijan los templos, degüellan a los habitantes; mujeres, niños y ancianos sin distinción. La India vive, desde hace tres años, en el terror y la sangre.

—Si he comprendido la carta de el-Biruni, es muy probable que él mismo se una a esas expediciones.

—Sí, como astrólogo. A riesgo de sorprenderte, pienso que la perspectiva debe de encantarle. El-Biruni siempre ha deseado descubrir el mundo.

—Extraño modo de realizar su sueño.

—Estoy convencido de que sus ojos sólo verán las tierras, los paisajes, los manuscritos, los movimientos geológicos. Se codeará con el crimen, pero lo ignorará.

—Pareces ensalzar mucho a tu amigo…

—Porque es mi amigo… Pero, antes de que nuestra discusión se extraviara, me estabas hablando de tus preocupaciones. He creído adivinar que yo no era ajeno a ellas.

—Digamos que…

Se interrumpió como si buscara las palabras y, luego, preguntó con cierto apresuramiento:

—¿Has oído hablar de Shirin, más conocida con el nombre de la Sayyeda?

—Eso me parece, ¿no es la reina de la ciudad de Rai38?

—Exactamente. Es también la sobrina del célebre Ibn Dushmanziyar, fundador de la dinastía de los kakuyíes, de la que ella misma forma parte.

—Dushmanziyar. Eso significa abrumando al enemigo. ¿No es ése su significado?

—Sí. Además, en todas las monedas kakuyíes se encuentra invariablemente el nombre. Pero volvamos a la reina. Desde la muerte de su esposo, gobierna la región occidental de Yibal. En realidad tiene sólo el título de regente, porque la corona tiene un heredero en la persona de su joven hijo: En el-Dawla. Hoy tiene dieciséis años.

Alí se acarició distraídamente la barba.

—Perdóname, el-Chirazi, pero no comprendo las razones de tu exposición sobre la Sayyeda y la dinastía kakuyí. Estamos tan lejos de Ptolomeo y las esferas universales.

El-Chirazi pareció turbado de nuevo.

—Me siento culpable —dijo bajando los ojos—. Hace más de un mes que me acosan los enviados de la corte de Raiy. Hace más de un mes que hago oídos sordos. La reina se ha enterado de tu presencia en Gurgan y te reclama en palacio. Ayer incluso recibí la visita del propio visir Ibn el-Kassim.

—¿Pero qué quiere esa gente de mí?

—Me han dicho que la salud del hijo heredero plantea ciertas inquietudes. Al parecer sufre la sawd39.

—Ya veo… ¿Y qué les has respondido?

El-Chirazi afrontó la inquieta mirada de su protegido y repuso con una pizca de desafío.

—Que estabas ausente. Que viajabas mucho. Que me eras indispensable. Como puedes comprobar les he mentido.

—¿Pero por qué?

—¿Sabes leer muy bien el secreto de las almas e ignoras que el hombre es absolutamente egoísta?

—El-Chirazi, amigo mío, en tu boca esas palabras parecen una blasfemia.

—Y sin embargo… Sólo he pensado en mí. No tenía más que una sola idea. Retenerte a mi lado el mayor tiempo posible. Luego he reflexionado, y las presiones se han hecho más fuertes. Entonces…

Alí abandonó su lugar y dio unos pasos hacia la ventana.

—Debo pues dirigirme a Raiy…

El-Chirazi se apresuró a reunirse con él.

—Tal vez no sea malo. Eres de otra dimensión, Alí ibn Sina. Mi modesta morada nunca bastará para contenerte. Te he dicho que había reflexionado. ¿De qué me serviría mantenerte aquí cuando, estoy convencido, necesitas espacios regios?

Hizo una pausa antes de precisar, subrayando voluntariamente las palabras:

—Como el-Biruni.

—Ya te lo he dicho. La elección de un mecenas es un asunto de juicio personal.

—Pero tú mismo lo insinuabas. Un sabio necesita tener a su disposición los medios necesarios para proseguir sus investigaciones bajo altas protecciones. Yo, ya lo ves, sólo soy un simple comerciante. Estarás mucho mejor protegido bajo la cúpula de un serrallo.

Alí se volvió con brusquedad.

—¡El serrallo! Abre los ojos, hermano mío. Los artistas, los sabios, sean quienes sean, vengan de donde vengan, son sólo las palancas que utilizan los grandes que nos gobiernan para levantarse por encima del lodo. Una vez han obtenido su objetivo, se apresuran a abandonarnos o nos matan. Somos la buena conciencia de los príncipes, el-Chirazi. Observa mi vida y verás que he servido, por dos veces, y nunca estuve tanto en peligro como entre los oros de aquellos palacios.

El-Chirazi abrió la boca para protestar, pero todas las palabras le parecieron vanas.

Ibn Sina añadió:

—De todos modos nuestra discusión no tiene objeto. Has hablado de presiones. Deduzco pues que no nos dejan elección. ¿No es cierto?

El silencio del mecenas era ya una respuesta.

—Decididamente, mi destino es muy extraño: expulsado de un lugar, atraído a otro. Está bien. Avisa a los emisarios de la reina; mañana mismo me dirigiré a Raiy.

El-Chirazi tomó espontáneamente el brazo de Ibn Sina, en un cálido gesto.

—No debes preocuparte, amigo mío. Ya verás, allí te recibirán con todos los honores debidos a tu saber.

—¿Preocuparme?

Dejó vagar su mirada por el mar de los Jazares que se dibujaba a lo lejos.

—Suceda lo que suceda, no olvides nunca esto: nuestra existencia se agota en pocos días. Pasa como el viento del desierto. Así, mientras te quede un soplo de vida, habrá dos días por los que nunca tendrás que preocuparte: el día que no ha llegado y el día que ha pasado ya…