NOVENA MAQAMA
Arrebujado en una gran toga azul, con el cráneo envuelto por un turbante salpicado de pedrería, Mahmud el-Gaznawí tenía altivo aspecto.
Subuktegin, su padre, había empezado convirtiéndole en su lugarteniente, un fogoso lugarteniente a quien incluso sus más feroces idetractores reconocían tenacidad y bravura. Tomó muy pronto la ciudad de Nishapur a los herejes ismaelíes y la convirtió en su capital. Más tarde, cuando Subuktegin murió, dejó su trono a su hijo más joven, Ismail. Habría podido creerse que Mahmud se doblegaría ante esa elección; no fue así. Veinte meses después, se lanzó sobre Gazna, derrotó a su hermano y se hizo coronar «rey de la ciudad». Hacía de ello doce años.
Desde entonces, el poder y la gloria de aquel a quien todos llamaban sólo ya el Gaznawí, inflamaron sin cesar la tierra de Persia.
Sin embargo, aquella noche algo había apagado su fulgor. Algo imprevisible y, por lo tanto, para aquel hombre acostumbrado a moldear su propio destino y el de su entorno, totalmente inaceptable.
Tomó un dátil de la gran taza cincelada, escupió el hueso a los pies de Ibn el-Jammar y los demás sabios reunidos en la sala del trono y dijo en tono firme:
—Puesto que vuestro colega, el jeque el-rais, ha considerado nuestra corte indigna de su presencia, será traído a la fuerza. ¡Sabed que no cesaré hasta haberlo conseguido!
—Pero de Turkestán a Yjibal, todos los hombres se parecen, Excelencia —observó tímidamente el canciller—. Para encontrar a Ibn Sina, sería necesario reclutar un ejército.
Mahmud inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado y señaló con el índice a el-Arrak.
—¡Tú! ¡Acércate! Entre todas las cualidades que te atribuyen, hay una que va a facilitarnos, sin duda, la tarea. Eres matemático y filósofo, pero también eres pintor. ¿No es cierto?
El-Arrak lo confirmó.
—En ese caso, ejecutarás para mí un retrato, el del jeque el-rais. Lo quiero de precisión única y de perfecto parecido.
—Pero… me será muy difícil llevarlo a cabo de memoria.
—Sin duda alguna. Por eso recurro a ti y no a otro. Cuando hayas terminado el trabajo, todos los pintores, todos los dibujantes de Gazna lo reproducirán. Necesitaré tantos ejemplares como ciudades, pueblos, guarniciones fortificadas y torres de señalización existan. Tal vez entonces el hijo de Sina me agradecerá haber contribuido a su inmortalidad.
El soberano calló y, tras haber considerado el efecto de sus palabras, se dirigió al sepeh-dar, el jefe del ejército; y el tono de su voz se endureció increíblemente:
—Lo quiero. Quiero al jeque el-rais, vivo… —Y añadió en un susurro—:… o muerto.
El agua canta en la tetera puesta sobre las brasas La noche ha caído. La tercera desde su salida de Gurgandj. Una noche polar, que hiela el titileo de las estrellas. Siempre es así en ese rincón del mundo. El día abrasa la tierra, la noche la hiela. Pese a sus gruesos mantos de pelo de camello, el frío se insinúa insidioso en el cuerpo de los viajeros y quema tanto como el fuego.
Hace ya rato que el guía se ha dormido a la deforme sombra de los caballos.
Envuelto en su manta de lana, Alí está tendido de espaldas con la mirada perdida en las constelaciones.
—A veces me pregunto si el temblor de las estrellas no será el pulso del universo —dijo sonriendo.
El-Massihi vertió un poco de té en un pocilio y lo tendió a su amigo.
—Si así fuera, sería el único pulso que ni siquiera tú, jeque el-rais, podrías tomar nunca.
Incorporándose sobre el codo, Ibn Sina señaló un punto perdido en el espacio.
—¿Reconoces esa estrella? Es al-Zuhara, Venus para los rumí, el señor dominante. Según Ptolomeo, ocupa en el sistema geocéntrico el tercer lugar partiendo del interior. ¿Lo sabías, Abú Sahlí?
—¿Realmente crees que soy ignaro hasta ese punto? Me pregunto si recuerdas todavía que soy un intelectual y un sabio. Que fui tu maestro en medicina y que, sin mí, estarías todavía buscando el camino. Sí, gracias a Dios, tengo ciertas nociones de astronomía. Pero tus sistemas geocéntricos me fatigan y me dan vértigo. Para mí, pobre analfabeto, al-Zuhara es, ante todo, la divinidad del amor.
Alí bebió un trago de humeante té antes de responder con una punta de malicia:
—No dices nada nuevo, maestro el-Massihi; repites la interpretación de los egipcios y los griegos. Nada científico hay en todo ello.
—Evidentemente. Para ti todo debe ser «científico». ¡Incluso el amor! ¿Cuando acariciabas su cuerpo, evaluabas también los «sistemas geocéntricos» de la pobre Sindja? ¿Calculabas el diámetro y la circunferencia de su placer?
—El amor es, de todos los misterios del universo, el más complejo. El amor se acerca a lo divino. No te rías Abú Sahl.
—Hablas bien de ello. Pero siempre me interrogaré sobre tu capacidad para amar a las mujeres.
—Podría responderte que me guía un precepto del pueblo: «No pongas nunca tu confianza en estos tres seres: el rey, el caballo y la mujer; pues el rey se hastía, el caballo es fugaz y la mujer pérfida.» Y estoy seguro de que me creerías.
—¡Claro! ¿Por qué no iba a creerte cuando pienso en el modo como has abandonado a esa muchacha de las Indias? Creo que nueve años de vida compartida merecían mucho más que un simple poema; aunque su autor fuera el famoso Abú Alí Ibn Sina.
—Eres realmente un infiel, Abú Sahl. Tú eres quien nada sabe de las cosas del corazón. Amé a Sindja. La amo todavía.
—Y en ese caso, ¿por qué la has dejado en Gurgandj?
Estudió largo rato a su amigo, como si intentara insinuarle la respuesta y luego, con nervioso gesto, poniéndose en los hombros la manta de lana, se volvió de lado:
—Muy bien, hermano mío —masculló—, he aquí una pregunta que llenará tu noche.
El alba aparecía ya entre los montes de Jurasán mientras avanzaban hacia el sureste, donde se adivinaba la ondulante línea del arrastrador de oro, el río Zarafshan; más lejos, el encaje de las tornasoladas murallas, teñidas de pastel tostado, dominaba la cúpula de la ciudadela. A la derecha comenzaban a distinguirse los vestigios del antiguo muro, llamado de la anciana.
Bujará.
El corazón de Alí latió con fuerza en su pecho viendo el paisaje donde había crecido; una oleada de emoción hizo vacilar su memoria. Espoleó con seco golpe su montura y adelantó al guía que galopaba junto a el-Massihi.
Juntos dejaron atrás la pequeña aldea de Samtin, no lejos del nuevo oratorio erigido durante el reinado de Nuh, para acoger a los creyentes que no cabían ya en la antigua mezquita. Volviendo la espalda a la aldea, tomaron la dirección de una de las once puertas abiertas en la gran muralla, cruzándose en su camino con los primeros campesinos que bajaban hacia los campos entre las primeras brumas de calor.
Redujeron el paso al llegar a la puerta de las Ovejas. Se disponían a pasar bajo la bóveda, cuando algo llamó la atención de el-Massihi; dos pequeños carteles coloca dos en los ladrillos, a uno y otro lado de la puerta.
—¡Demos media vuelta, aprisa!
—¿Qué ocurre? ¡Pareces haber visto a un yinn!
—¡No me habría hecho más efecto!
—¿Pero qué sucede?
—Tu cabeza. ¡Han puesto precio a tu cabeza!
—¿Qué estás diciendo?
Acababan de entrar en la plaza de Rigistán, no lejos del gran bazar cubierto. Ante ellos, a pocos brazos de distancia, se divisaba un nuevo cartel sobre un muro de piedra.
—¡Mira! —exclamó el-Massihi—, ¡eres tú!
Incrédulo, Alí volvió grupas y se dirigió hacia el punto designado por el cristiano. A medida que iba descifrando el texto inscrito bajo el retrato, tuvo la impresión de que un viento glacial recorría sus miembros.
En nombre de Dios, el que hace misericordia, el Misericordioso. Por orden de Su Altísima Majestad, Mahmud, bien amado rey de Gazna y de Jurasán, toda persona que se cruce con este hombre, conocido con el nombre de Ibn Abd Allah ibn Alí ibn Sina, debe detenerlo o avisar a las autoridades militares de la ciudad. Una recompensa de 5.000 dirhams será entregada al diligente ciudadano.
—Es increíble —se asombró, a su vez, el guía—. El retrato es muy parecido.
—Sólo conozco, en toda Persia, a un artista capaz de semejante obra —observó Alí—. Nuestro amigo el-Arrak.
—¡Qué importa el autor de la obra maestra, debemos salir inmediatamente de Bujará!
—¿Salir de Bujará? ¿Cuando estamos a un tiro de piedra de Mahmud y Setareh? Ni lo pienses.
—Sin embargo…
—¡Ni hablar!
—Pero jeque el-rais —imploró el guía—, sin duda tu casa es el primer lugar del país donde deben de esperarte.
—Tiene razón. ¡Sería un suicidio!
—En ese caso, aguardaremos la noche, pero ninguna fuerza del mundo me impedirá ver a mi madre y a mi hermano. Salgamos del recinto y esperemos fuera de la ciudad a que llegue la hora del poniente.
Alí se levantó sobre los estribos y regresó hacia la puerta de las Ovejas.
La casa seguía oliendo a almizcle y a pan caliente. Pese a los años transcurridos, Setareh no había cambiado mucho. Encontró de nuevo en su rostro la misma pureza, y en sus ojos de azabache, apenas subrayados por el khol, la misma sumisión de las mujeres de ese país a las cosas del destino. La alegría de su reencuentro fue parecida a todos los grandes gozos, hubo más lágrimas que risas. Mahmud le preocupó.
Su hermano menor había tenido siempre una frágil constitución. Mahmud carecía de toda la fuerza y agudeza que tenía Alí. Donde el uno exhibía todas las energías físicas e intelectuales, el otro era como una ciudadela con las defensas minadas; parecía que, arbitrariamente, la naturaleza hubiera dado a Alí lo que hubiera arrebatado a Mahmud.
Intentó, pues, tranquilizarse diciéndose que su hermano seguía estando igual que cuando se habían separado.
Estaban sentados en el interior de la casa de adobe. Setareh había apagado todas las lámparas. La luna era redonda, estaba muy alta en el cielo, y por la ventana abierta al patio, su luz resbalaba por la penumbra, a lo largo de las siluetas sentadas sobre los talones.
—Sigues estando loco, hijo mío —murmuró Setareh con ternura—. No hubieras debido correr semejante riesgo. Hace tres días que gente extraña merodea alrededor de la casa.
—No temas nada, mamek. Nadie nos ha visto llegar. No nos verán salir.
Ella tendió la mano hacia la pequeña perla azul, col gada todavía al cuello de su hijo, y la hizo girar entre los dedos.
—Eso está bien. Has conservado el regalo de nuestra vecina. Pero tal vez no es lo bastante poderoso como para apartar la mirada de los envidiosos y los maledicentes.
—Tu hijo necesitaría una piedra del tamaño de un coco —suspiró el-Massihi.
—¿Recuerdas todavía al viejo el-Arudi? —preguntó Setareh.
—¿Cómo voy a olvidarle? ¡Tengo su vejiga grabada en mi memoria!
La mujer se echó a reír suavemente y, luego, sus rasgos recobraron la seriedad:
—Nos ha dejado. Apenas hace tres años.
—¿Y Warda? ¿Qué ha sido de ella?
—En cuanto su padre murió, se casó con un rico mercader de Nishapur. Ahora vive allí con su madre.
Alí creyó sentir en la comisura de sus labios un lejano sabor a melocotón y a almendras dulces.
—¿De modo que pensáis dirigiros a Gurgan? —preguntó Mahmud—. Está en la otra punta de Persia. Corréis el riesgo de encontrar algunas patrullas. Las riberas del mar de los Jazares están llenas de guarniciones fortificadas, de torres de señales.
—No te preocupes, seremos tan invisibles como el viento. Habíame de tu vida, Mahmud. ¿Dónde trabajas?
—En las plantaciones de Samtin. No está muy bien pagado, pero el trabajo no es demasiado duro.
—Setareh —dijo el-Massihi con cierta turbación—. Mi estómago gorgotea de impaciencia. ¿No tendrías un poco de pan para darnos y alguna de esas albondiguillas cuyo secreto posees?
—¡Reconozco ahí al bueno de Abú Sahl! —rió Mahmud.
—No es un hombre, es un vientre —rió Alí.
Setareh se había marchado ya a la cocina.
Mahmud palmoteó divertido la panza del cristiano.
—¡Qué hermoso vientre!
Se disponía a retirar su mano cuando Alí la tomó bruscamente y, sin aparente razón, obligó al muchacho a levantarse y seguirle hasta el patio.
Bajo la luz de la luna, inspeccionó en silencio la muñeca de Mahmud, advirtiendo una profunda ulceración.
El-Massihi se les había reunido por invitación de Ibn Sina; examinó a su vez el brazo de Mahmud.
—¿Pero qué pasa? ¡Me estáis asustando los dos!
—¿Qué diagnóstico? —preguntó Alí mirando a Abú Sahl.
—Sin duda, el mismo que el tuyo. Pero no encuentro gran cosa. Necesito más luz.
—¡Estáis locos! —exclamó Mahmud—. ¡La luz podría llamar la atención de los soldados!
—Ve —ordenó pese a todo Ibn Sina.
Abú Sahl se lanzó al interior y reapareció, casi enseguida, llevando en la mano una lámpara que mantuvo sobre la muñeca del muchacho.
—Creo saber… ¿No has tenido, últimamente, náuseas acompañadas de fiebre? ¿Algunos escozores?
—Hum… Sí. Pero fue hace un mes, o más. Nada importante. Debí enfriarme.
Molesto, quiso liberar su brazo.
—Paciencia, hermano mío —murmuró Alí—. Paciencia.
Rozó la ulceración:
—¿No había una especie de ampolla similar a la que provoca una quemadura?
Mahmud frunció el entrecejo y dijo con voz casi tensa:
—Sí. Y se rompió sola. Como todas las demás.
—¿Las demás?
El muchacho se levantó la túnica hasta las rodillas y señaló dos puntos, uno a la altura de su tobillo derecho y el otro en la base de la tibia izquierda, profundamente ulcerados también.
Alí tomó la lámpara de manos de el-Massihi y se arrodilló.
—No hay duda posible —declaró tras un largo silencio.
—¿La filaria de Medina? —diagnosticó Abú Sahl.
—Indiscutiblemente.
—¿Qué estáis farfullando? —dijo Mahmud asustado—. ¿Qué es eso de la filaría de Medina? —Nada grave— explicó Alí. —Digamos que tu cuerpo está ocupado por… huéspedes indeseables.
Se volvió hacia el-Massihi.
—Ya sabes lo que necesito. Ve a ver si Setareh pue de ayudarnos.
—¿Quieres explicarme lo que ocurre? —lanzó el muchacho liberándose con brusco movimiento—. ¿Qué vais a hacerme?
Alí le tranquilizó.
—Tranquilízate. Ya te he dicho que tu enfermedad es benigna.
—¡Pero yo no estoy enfermo!
—Sí, lo has estado y sigues estándolo.
El-Massihi regresó acompañado por Setareh.
—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer con rostro preocupado.
Tomando el brazo de Mahmud dijo febrilmente:
—¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Donde te duele?
—No lo sé, mamek. Pregúntaselo.
Entre tanto, Alí había tomado un bastoncillo que el Massihi le había proporcionado. Rogó a su hermano que se tendiera en el suelo y éste lo hizo a regañadientes. Luego, pidió al cristiano que mantuviera la lámpara por encima de la muñeca y, con precaución, poniendo el bastoncillo plano sobre la herida, lo hizo rodar entre el pulgar y el índice. Al cabo de un instante, ante los horrorizados ojos de Setareh y Mahmud, apareció la punta de un filamento, que, en realidad, era el extremo de un gusano.
—¡Es horrible! —gimió Mahmud imitado por su madre—. ¿Qué es ese animal?
—Ya lo ves, un gusano.
—¿Pero de dónde sale? ¡Cómo se ha metido ése debajo de mi piel!
—Cómo se ha metido ésa —corrigió Alí—. Es un gusano hembra.
—¡Qué importa que sea macho o hembra! ¡Explícame de una vez! ¡Además parece enorme!
En efecto, el tamaño del gusano que Alí seguía enrollando en el bastoncillo tenía ya casi la longitud de un brazo.
—Probablemente es una consecuencia de tu trabajo en los campos. Si recuerdo bien, no lejos de Samtin están los canales que llevan el agua del Zarafshan.
Mahmud asintió.
—E imagino que, cuando tenéis mucha sed, bebéis aquel agua.
Mahmud asintió de nuevo.
—La causa es sencilla, pues. La filaria de Medina nace en el agua. Hay en algunos arroyos, riachuelos, ríos o, como en este caso, en los canales, pequeñas larvas, casi invisibles a simple vista; hablando con mayor precisión, «microfilarias», es decir gusanos minúsculos. Se alojan en lo que podríamos denominar «huéspedes intermediarios»; pequeños crustáceos; casi tan pequeños como el propio gusano. Si un hombre o un animal absorbe el agua, absorberá naturalmente los gusanos que contiene.
Setareh hizo una mueca asqueada al comprobar el tamaño del gusano que Alí había retirado. Lo acercó a la llama para mejor examinarlo y, luego, lo quemó.
—Lamentablemente, no sabemos gran cosa de lo que ocurre en el interior del cuerpo; pero tengo mis propias convicciones.
—Nunca hemos hablado de ello —dijo el-Massihi, sorprendido.
—Me conoces desde hace bastante tiempo para saber la importancia que doy a las pruebas científicas. Recuerda nuestra discusión de ayer por la noche.
Se detuvo un momento y a su interlocutor le pareció ver en su mirada un brillo apenas irónico.
—Sabes perfectamente que, para mí, incluso el amor es científico.
—Basta de retórica. Expón mejor tu teoría sobre el viaje del gusano una vez llega al interior del cuerpo humano.
—Ante todo, necesito dos bastoncillos más.
—A riesgo de decepcionarte —replicó el cristiano tendiéndole con aire enojado dos nuevos tallos—, ya había pensado en ello.
Alí se concentró entonces en el tobillo de su hermano y repitió la misma operación. Le llegó, por fin, el turno a la tibia. Cuando hubo terminado, examinó detalladamente los miembros inferiores y se incorporó por fin, satisfecho.
—Bueno, Mahmud. Ya ves que no te había mentido. No has sufrido.
—Es cierto. Pero han transcurrido nueve años. Había olvidado que eres el más grande de los médicos de Persia.
—¿Y tu teoría sobre la filaria de Medina? —reclamó el-Massihi.
—Mamek —murmuró Ibn Sina con voluntaria despreocupación—, deberíamos pensar en alimentar a nuestro amigo. Cuando tiene hambre se pone de muy mal humor.
—Todo está listo. Pero con esta historia… Venid. Apaguemos la lámpara y entremos. Será más discreto.
Apenas llegaron al interior, el-Massihi se arrojó literalmente sobre las hojas de parra y la leche con menta.
—Ahora —le dijo a Alí con la boca llena—, ante tales delicias, tu teoría no tiene ya ningún interés. ¡Puedes guardártela!
—En ese caso, ardo en deseos de confiártela —replicó doctamente Ibn Sina quitándose los botines.
Inspiró y se inclinó hacia delante.
—Decía, pues, que cuando se ha absorbido el agua contaminada, cargada con los minúsculos crustáceos, las larvas que contiene pasan necesariamente por el tubo digestivo, atravesando sus paredes. Sospecho que se desplazan luego haciala membrana tendida a su alrededor30 Por razones que ignoro, los machos desaparecen mientras las hembras se dirigen hacia los miembros inferiores, donde mueren provocando los síntomas que Mahmud ha tenido: escozores, fiebre, vómitos, así como esas ampollas que se forman a flor de piel y acaban por reventar algún día.
El-Massihi se encogió de hombros mojando en la leche un pedazo de pan.
—Es sólo una teoría… Por mi parte…
No tuvo tiempo de concluir su frase. Mahmud, que se había ausentado unos instantes, apareció de pronto en la estancia con una expresión asustada.
—¡Los soldados! ¡Están al final de la calleja!
Alí y el-Massihi saltaron al mismo tiempo.
—Pero… cómo —balbuceó Setareh—. ¿Cómo lo han sabido?
—No lo sé, pero tenemos que huir —replicó Ibn Sina poniéndose a toda prisa los botines.
Abú Sahl unió sus manos nerviosamente.
—Huir, claro. ¿Pero a dónde iremos?
—Nuestros caballos siguen en la puerta de las Ovejas. Tenemos que recuperarlos. Luego decidiremos.
Señaló hacia el patio.
—¡Por ahí, deprisa!
Su madre apenas tuvo tiempo de acariciarle la mejilla mientras Mahmud se lanzaba hacia la puerta de la casa.
—¿Adónde vas? —exclamó Alí.
—A correr, hermano, a correr en dirección opuesta. Tal vez pueda engañarles.
—¡No lo hagas!
Pero era ya demasiado tarde. Mahmud había salido y corría por la calleja.
—Adiós, mamek —murmuró Alí con un nudo en la garganta—. Que Alá te proteja y me perdone los tormentos que te causo.
Tomó la bolsa que colgaba de su cinturón y se la tendió.
—Toma, es todo lo que tengo. Pero te será útil.
Con los ojos llenos de lágrimas, la mujer retrocedió en un movimiento de rechazo, y dejó caer la bolsa que golpeó el suelo con un ruido sordo.
—¡Que Dios descuartice a ese cerdo! —maldijo Ibn Sina estrechando entre sus muslos los lomos de su montura.
—¿Conoces a muchos hombres que puedan resistirse a cinco mil dirhams? —observó el-Massihi, que se esforzaba en seguir el ritmo impuesto por su compañero—. Nuestro guía ha seguido la regla que afirma que la mayoría de los hombres puede comprarse.
Galopaban casi codo a codo, con Bujará a sus espaldas, corriendo en dirección oeste. Bajo la luz de la luna, los canales que flanqueaban hacían pensar en cintas de ópalo, y los juncos que se erguían en las riberas recordaban gigantescos cálamos.
Corrieron largo tiempo todavía, cruzando burgos y aldeas, pueblos con sombras de ladrillos, casitas de adobe, desmelenados palmerales diseminados entre fértiles tierras, hasta que sus monturas se agotaron. Sólo cuando hubieron cruzado el Amú-Daria, Ibn Sina decidió detenerse. Estaban entonces en los confines de la llanura a un farsaj del pueblo de Marw.
—¿Y ahora? —murmuró el-Massihi con el rostro empapado en sudor.
Señaló hacia el horizonte, que llameaba más allá de la cresta de los montes Binalund.
—El alba se levanta. Nuestros caballos están reventados no tenemos provisión alguna y nos separan más de cien farajs de Gurgan y el mar de los Jazares…
—Marw está al final de la pista. Nos detendremos allí para descansar y aprovecharemos para cambiar los caballos por camellos. Serán más seguros y resistentes. También tendremos que encontrar un guía. El desierto empieza pronto y temo que no podamos encontrar solos el camino.
—¿Camellos? La única vez que monté en uno, vomité la primera papilla.
—Lamentablemente, no conozco otro animal capaz de recorrer más de cincuenta farsajs en una sola jornada, sin beber ni alimentarse. Para el viaje que nos espera, un caballo dependería del agua y el grano que deberíamos transportar para él. Sólo espero que te queden algunos dirhams, pues hoy el príncipe de los sabios es más pobre que el más pobre de los mendigos de Jurasán.
Con gesto tranquilizador, el-Massihi palmeó la bolsa que colgaba de su cintura.
—Un año de sueldo… Debiera bastarnos, de sobra, para llegar a la corte del cazador de codornices.
—En ese caso, vamos. Dirijámonos a Marw.
Añadiendo algunos dinares, cambiaron sus caballos por camellos. Compraron también odres, una tienda de pelo de cabra así como provisiones, mantos y velos para la cabeza. Alí creyó más prudente esperar en el oasis que se hallaba a una milla árabe de Marw, y fue el-Massihi quien se encargó de todas las compras. Tras haber descansado algunas horas y hecho una frugal comida, conducidos por Salam, su nuevo guía, un joven kurdo de unos veinte años, reemprendieron el camino cuando el sol comenzaba ya a caer tras los oscuros montes. La noche les sorprendió en los alrededores de la ciudad de Nishapur, donde durmieron hasta el alba.
Luego, partieron de nuevo hacia Sabzevar y Shahrud.
En adelante, el paisaje que corría con los bamboleantes pasos de los camellos sería más duro, más árido también. Matorrales de tamariscos y zarzas, trufas silvestres y diseminadas palmeras eran la única vegetación de aquel rincón de mundo. Estaban muy cerca de Dasht el-Kavir, el mayor desierto salado, infinita extensión, mar de arena que tenía más de cincuenta farsajs. Inmensidad de muerte que los viajeros siempre habían evitado, vinieran de Yibal o de Daylam, de Fars o de Kirman.
Pronto haría dos horas que habían salido cuando de pronto Salam, el joven guía, ordenó a los dos hombres que se detuvieran; se puso la mano en la frente para protegerse del sol y miró largo rato la línea del horizonte.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alí, sorprendido.
—Mirad —dijo sencillamente el kurdo tendiendo el brazo hacia el sur.
Al principio, el-Massihi y su compañero no vieron nada especial. Sólo tras una observación más prolongada, descubrieron una nube de arena que parecía girar sobre sí misma.
—¿De qué se trata? —preguntó Abú Sahl.
—El soplo de los ciento veinte días —explicó el guía, preocupado—. Es un viento de arena que sólo sopla durante el verano. Puede alcanzar increíbles velocidades. Me contaron que, en la región de Sistan, puede desplazar las casas.
—¿Qué propones?
—Si no estuviéramos ya tan lejos de Nishapur, daría media vuelta de inmediato. Pero es imposible, nunca podríamos llegar a la ciudad. Sólo podemos acostar las bestias en la arena y convertir su cuerpo en un muralla.
Y añadió rápidamente.
—Oremos. La protección de Alá no estará de más.
La nube de arena se hacía más grande. Parecía un inmenso enjambre de moscas o de abejas. Un enjambre silencioso que llevaba consigo la muerte. Las primeras volutas ocres y grises llegaron hasta los tres hombres antes de lo previsto. Sólo el-Massihi no había conseguido todavía que su camello se acostara.
—¡Aprisa! —aulló el guía—. ¡Aprisa!
—Hago lo que puedo —maldijo el cristiano tirando desesperadamente de las riendas.
El joven kurdo corrió a ayudar a el-Massihi, que giraba en torno a su camello cuando llegaron las primeras oleadas de arena.
Fue enseguida como si una mano invisible hubiera entreabierto las puertas de la Gehenna. En pocos instantes los tres viajeros se vieron envueltos en un irresistible torbellino; con inaudita violencia, miríadas de granos cayeron sobre los hombres y las bestias; azotando, magullando las más secretas parcelas de sus pieles. Oleadas brincadoras, ráfagas desencadenadas, implacables, lo trastornaron todo a su paso.
Ibn Sina se había encogido, como un feto, contra la panza del camello, con la cabeza metida bajo la tela de su vestido, el cuerpo en plena apnea, ahogándose en un océano de arena y polvo.
El soplo de los ciento veinte días siguió trabajando durante mucho tiempo el vientre de la llanura. Cuando volvió la calma, habría podido creerse que todo el Dasht el-Kavir había caído sobre los tres hombres. Alí, inmóvil en el suelo, no se atrevía a moverse, temiendo que un gesto en exceso apresurado despertara de nuevo la cólera de la arena. Con infinita lentitud, movió las piernas, los dedos de la mano luego, se levantó al precio de mil y un esfuerzo para intentar desprenderse de la trampa arenosa, y consiguió por fin levantarse. Dejó vagar su mirada por los alrededores, buscando a sus compañeros. Al ver el vacío del paisaje, creyó por un instante que el cielo se los había tragado. Dio algunos pasos hacia el lugar donde había visto por última vez a el-Massihi y Salam. Algunas hinchazones deformaban la superficie de la tierra. Sólo un camello había conseguido liberarse y miraba a Alí con ojos glaucos.
Dominado por una sensación de terror, cayó de rodillas y comenzó a excavar la arena con las manos desnudas. Necesitó algún tiempo para poner al descubierto el cuerpo del guía y, luego, el de el-Massihi.
Salam había muerto; pero el corazón del cristiano seguía aún latiendo.
Le puso rápidamente de espaldas y comenzó a quitar la arena que tapaba sus fosas nasales y velaba sus párpados. Abú Sahl se movió suavemente. Su respiración era ronca, pesada. Cuando habló, su voz era la de otro.
—Alá te bendiga, jeque el-rais… Has conseguido encontrar a tu viejo maestro…
—No digas nada. Economiza tus fuerzas. Te daré de beber.
Alí esbozó un movimiento para levantarse, pero los dedos de su amigo le mantuvieron prisionero. Hizo una mueca, se asfixiaba con los rasgos deformados por el sufrimiento.
—No, hermano. No te alejes. Es demasiado tarde.
—¡Siempre serás un incompetente, viejo Abú Sahl! Bastará con refrescarte el rostro y te sentirás como un pez nadando por el mar del Fars. Vamos, deja que te alivie.
Quiso levantarse de nuevo, pero algo en la mirada de su amigo se lo impidió. Leyó en ella una inmensa tristeza.
—Ha llegado la hora de desmontar mi tienda —susurró con voz rota.
—A Dios no le gustan los infieles de tu clase —dijo Alí esforzándose por dominar la angustia que sentía—. ¿Para qué va a querer un incrédulo más?
—Un incrédulo más en el Paraíso será muy útil para un descreído como tú, jeque el-rais…
Tras un hipo, halló fuerzas para proseguir:
—¡Que Alá te proteja, Alí Ibn Sina!… Los poderosos son ingratos y el mundo es duro… Tengo el alma al borde de los labios… Te echaré en falta…
Alí creyó que el cielo se derrumbaba a su alrededor, como las murallas de una ciudad inútil.
—¡No! —aulló con todas sus fuerzas—. ¡No! ¡Él no!
Y se arrojó sobre el pecho de su amigo, tomó los faldones de su vestido y lo levantó a medias, estrechándolo contra su tórax.
—Abú Sahl… —balbuceó sollozando—. Viejo incrédulo, vuelve, vuelve…
Permaneció pegado al cuerpo de el-Massihi; incapaz de moverse, incapaz de pensar, vaciándose de todas sus lágrimas y su desesperación.
Cuando se decidió por fin a levantarse, el sol estaba en mitad de su carrera y abrasaba el desolado paisaje.
Como un borracho titubeante, levantó su puño al cielo.
—De lo más profundo del polvo negro hasta lo más alto del cielo de al-Zuhara he resuelto los más arduos problemas del universo. Me he liberado de todas las cadenas de la ciencia y de la astuta lógica. He desatado todos los nudos, todos salvo el de la Muerte… ¿Por qué? ¿Por qué, Alá?
Acechó el deslumbrador azur que parecía un bol boca abajo, sobre el desierto; pero sólo escuchó el sordo rumor procedente del viento llegado del Dasht el-Kavir…