DECIMOCUARTA MAQAMA
Al visir Ibn el-Kassim le costaba dominar su excitación. Se interrumpió para recuperar el aliento antes de concluir:
—La cabeza de la Sayyeda rodará por la ceniza…
Buscó a su alrededor una señal de adhesión. Sentado frente a él, con la mirada clavada en los botines, vistiendo una amplia yuja, estaba Majd el-Dawla. A su izquierda, con el rostro grave, se hallaba el sepeh-dar, Osman el-Bustani, comandante de la guarnición apostada en el fuerte de Tabarak. A la derecha, vistiendo ropas de brocado malva, se hallaba el gran canciller. De pie, algo retrasado, se recortaba contra la penumbra Hosayn, el gran cadí.
En el abovedado techo, la única lámpara de bronce difundía una pálida luz. Y a lo largo de las doradas paredes temblaban arabescos de uniformes tintes.
El canciller fue el primero en expresarse:
—El plan me parece perfecto. Por mi parte no tengo nada que decir.
El visir inclinó la cabeza satisfecho y, luego, su atención se dirigió hacia el joven soberano.
—Pareces perplejo, Excelencia —dijo Ibn el-Kassim.
Majd señaló con el índice al comandante.
—Todo dependerá de él. Mi madre es una mujer poderosa. Para que el golpe de Estado tenga éxito, necesitaremos el total e indefectible apoyo de la guarnición. ¿Lo tenemos?
El sepeh-dar abrió las manos en un gesto de ofrenda:
—Enteramente. Lo garantizo. Su Excelencia sabe que las tropas de Tabarak son las más temibles de todo Yibal.
—Estoy convencido de ello —dijo Majd—. Pero conozco también el poder de mi madre. No he olvidado el fracaso de mi primera tentativa.
El visir se apresuró a tranquilizarle.
—De eso hace tres años. Estabas entonces mal secundado. Y hoy no es el caso. Te lo aseguro, dentro de treinta y cinco días exactamente, cuando amanezca la primavera, serás consagrado rey de Yibal. La justicia habrá recuperado sus derechos.
—Inch Allah —dijo el canciller—. El Clemente está al lado del Justo.
Entonces se decidió a tomar la palabra el gran cadí. Lo hizo lentamente. Con el rostro preocupado.
—Me gustaría plantear un detalle que puede tener su importancia. Sabéis que si la reina se supiera amenazada, no permanecería con los brazos cruzados. Parte del ejército sigue siéndole fiel. Y…
El comandante le interrumpió:
—Sólo una parte. Pero insisto en que el núcleo de las fuerzas está aquí, en Tabarak. La guarnición daylamita, formada por esclavos turcos, no se nos resistirá.
—Es verosímil. Pero éste será, también, el punto de vista de la reina. Buscará alianzas. Lanzará llamadas de socorro. No podéis ignorar que mantiene excelentes relaciones con el príncipe kurdo Hilal ibn Badr. Su eventual ayuda sería entonces un gran peso en la balanza. Recordad que, hace seis años, en la misma situación, no vaciló en pedir la ayuda de Hassanwaih, el propio abuelo de Badr.
—Es cierto. Pero esta vez gozaremos del efecto de la sorpresa —objetó el canciller real—. No dispondrá del tiempo necesario para concretar una nueva alianza con los kurdos.
El cadí cruzó los dedos sobre su pecho y se dirigió hacia el príncipe.
—Excelencia. Eso no es todo. Hay otro elemento que todo el mundo parece olvidar.
—Te escucho.
El cadí miró, sucesivamente, al visir y al canciller:
—Nuestro príncipe tiene un hermano. Shams el-Dawla. ¿Lo habéis olvidado?
Majd replicó incomodado:
—¿Qué pinta mi hermano en ese debate? Es gobernador de Hamadhan. Reina sobre todo el Kirmanshahan. Nunca le han desposeído de nada. Y…
El emir recalcó con voluntario desprecio sus últimas palabras:
—Esa… mujer le gusta tan poco como a mí mismo…
—El príncipe tiene razón —confirmó Ibn el-Kassim—. Shams el-Dawla no tiene a su madre en gran estima. Sabe que su hermano es víctima de una injusticia desde hace tiempo.
—En ese caso —repuso el gran cadí entornando un poco los párpados—, ¿por qué, hasta hoy, nunca ha hecho nada en favor de nuestro soberano?
Majd clavó de nuevo su mirada en los botines.
—Porque si yo, Majd el-Dawla, hijo de Shirin, tengo importantes razones para entrar en conflicto con la reina, no ocurre lo mismo con Shams. Librar batalla a la propia madre no es cosa fácil. Hacen falta verdaderos motivos. Y mi hermano no los tiene.
Intentando, tal vez, tranquilizarse, concluyó:
—No. Mi hermano no actuará. Ni en un sentido ni en el otro.
Una ráfaga de viento hizo temblar, bruscamente, la luz bajo la bóveda, creando la breve ilusión de que los propios personajes vacilaban.
Ibn el-Kassim se levantó.
—Creo que hemos examinado ya la cuestión —dijo con firmeza—. El primer día de primavera, nuestro joven príncipe se sentará en el trono de Raiy.
Todos asintieron. El príncipe se retiró en primer lugar, seguido por el canciller y el gran cadí. En la estancia sólo quedaron el visir y el comandante.
Este se pasó lentamente las palmas por sus mejillas y declaró algo cansado:
—Comprendo su inquietud.
—No puede ser de otro modo, puesto que ignoran lo que yo sé.
—Tal vez sería necesario tranquilizarles.
—Para hacerlo, yo debería descubrirles lo esencial de mi plan. Pero es imposible. Demasiado pronto. Demasiado peligroso.
—¿Tanto temes pues que un brusco impulso patriótico invierta su decisión?
El visir clavó, literalmente, su mirada en la del sepeh-dar.
—Escúchame bien, Osman. Sabes perfectamente que nuestro brazo, aunque sea fuerte, no lo es bastante para vencer a la reina. Dentro de treinta y cinco días no será sólo tu guarnición la que invadirá nuestra ciudad. Majd el-Dawla será llevado al trono por las manos de otro. Y, ¿sabes?, no correré el riesgo de revelar algo así…
Cuando salió al galope del fuerte de Tabarak el príncipe Majd el-Dawla no advirtió en momento alguno la sombra del jinete que le seguía. Tampoco la descubrió cuando penetró en el pasadizo secreto que le permitió regresar a palacio.
La sombra seguía tras sus pasos cuando llamó a la puerta de Ibn Sina. Vio cómo el médico aparecía en el umbral y cómo el príncipe entraba en su alcoba.
—Sé que es tarde —dijo Majd dejándose caer en el diván que estaba junto a la ventana—. Pero necesitaba hablar con alguien…
—Sea cual sea la hora, eres bienvenido.
El-Jozjani hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Pero el príncipe le invitó a quedarse con una señal. Mientras hablaba, advirtió que Alí dejaba su cálamo en el tintero:
—Aún… ¿Pero ignoras la fatiga? Te observo desde que llegaste. Cuando no estás curando, enseñas o escribes. Sospecho que tu cabeza sigue trabajando aun cuando no hagas nada de todo eso. ¿Me equivoco?
Alí sirvió una copa de vino con especias y la ofreció al soberano.
—Hay dos clases de hombres: unos intentan alcanzar un objetivo y no lo consiguen, los otros lo alcanzan y no quedan satisfechos. De modo, Excelencia, que ser una mitad de cada grupo es una pesada carga…
Majd rechazó la copa con el reverso de la mano.
—No, esta noche no. Mi humor está demasiado turbado y mi alma demasiado preocupada.
Dirigió de nuevo su atención hacia la mesa de trabajo.
—¿Hasta dónde has llegado en la redacción de la imponente obra de la que me hablaste?
—¿El Canon? Estoy acabando el segundo libro.
—Si recuerdo bien, te quedan tres todavía.
Alí confirmó.
—Un largo camino…
El-Jozjani se apresuró a precisar:
—Un camino que, tal vez, habría podido ser más corto si el jeque se limitara a esa tarea.
—Sin duda estás hablando de su trabajo en el bimaristán —dijo el príncipe.
—No, Excelencia. Se trata de otra cosa: el espíritu del rais es un eterno hervidero. Cuando iniciamos el capítulo de los medicamentos simples, se interrumpe para dictarme un teorema de lógica. Y cuando creo que, por fin, su cerebro está libre, aborda las propiedades de la linea equinoccial. Si…
Alí interrumpió a su discípulo.
—Abú Obeid. Conozco tus agravios. Pero no importunemos con ello al príncipe. Déjame, más bien, ofrecerle un presente.
Abandonando su lugar, tomó un manuscrito y lo tendió al principe:
—Hazme el favor de aceptar este modesto testimonio de amistad. Es una obra que he escrito sólo para ti. Te la he dedicado. Me atrevo a esperar que su lectura te abrirá horizontes más optimistas, más filosóficos y sobre todo, espero que te ayudará a volar por encima de la mediocridad de los malvados.
Majd tomó el volumen y leyó el título en voz alta.
—Kitab el-Maad… El regreso del alma…
Levantó la cabeza y preguntó con interés:
—Jeque el-rais, ¿crees pues en la inmortalidad?
—En la del alma sin duda alguna.
Majd movió la cabeza perplejo.
Alí prosiguió:
—Necesitabas hablar con alguien…
—Sí. Sobre todo necesitaba consejos. ¿Qué pensarías de un hijo que decidiera hacer la guerra a su propia madre? Aunque ello debiera producir su muerte…
El hijo de Sina movió la cabeza, incómodo.
—¿Qué me preguntas, Honor de la nación…? ¿Qué prueba me infliges…? ¿Por qué no me interrogas sobre el mantenimiento de la Tierra en el centro de la esfera celeste o sobre la unidad divina? ¡Qué fácil me sería entonces responderte!
—Porque ni la esfera terrestre ni la unidad divina me interesan, jeque el-rais. Sólo me preocupa mi destino terrenal.
El príncipe insistió.
—Podría decirte —comenzó Alí— que el mejor modo de vengarse de un enemigo, aunque sea la propia madre, es no parecérsele nunca. Podría decirte, también, que nadie debe convencerse de que lo que se desea es más importante que lo que se posee. Y asegurarte que ninguna ambición merece el precio de una vida humana…
Majd replicó con un gesto de impaciencia:
—Son sólo frases abstractas. Quiero una respuesta de hombre.
Repitió separando bien las palabras:
—¿Tiene derecho un hijo a hacer la guerra a su propia madre?
Alí reflexionó antes de decir:
—Voy a citarte las palabras de un filósofo judío, poco conocido, cuyos escritos descubrí un día en la biblioteca de Gurgandj48: Cuando la estupidez abofetea a la inteligencia, la inteligencia tiene derecho a portarse estúpidamente.
El jeque hizo una pausa y añadió:
—¿Te basta mi respuesta, Honor de la nación?
El soberano abandonó el diván y miró a Alí con ojos sombríos:
—Ignoro quién es tu filósofo judío pero, como todos los judíos, debió de ser retorcido.
—En ese caso, yo debo de ser muy judío, Excelencia. Pues no veo otra respuesta a tu pregunta…
—¿Eres consciente de que deja la puerta abierta a todas las posibilidades, sin límite alguno?
—En los límites del ultraje.
Majd el-Dawla se pellizcó, imperceptiblemente, el labio inferior. Su rostro estaba muy pálido. Miró unos instantes al jeque y dijo con decisión:
—Hasta la muerte pues…
Sin aguardar más, corrió hacia la puerta y desapareció.
La sombra que les escuchaba tuvo apenas tiempo de ocultarse en un recodo del pasillo…