QUINTA MAQAMA

Acompañados por el redoble de los tambores mortuorios, los penitentes desfilaban en prietas filas por la plaza de Dargan. Dargan, oscuro poblado con casas de barro y ladrillo cocido. Dargan, junto al curso del Amú-Daria que, aquella mañana, tenía aspecto de fin del mundo.

Ibn Sina, el-Massihi y su joven guía, obligados por la compacta masa de los aldeanos reunidos a uno y otro lado de la calle, tuvieron que detenerse al pie de la manara, la alta torre de señales.

Decenas de banderas bordadas con versículos del Libro chasqueaban sobre las cabezas de los recitadores, que avanzaban gimiendo y golpeándose el pecho. Un abanderado abría la marcha. En el tejido, un dibujo representaba una mano abierta, símbolo del chiísmo13.

Alentados por las vociferaciones de la muchedumbre, hombres y adolescentes, con el rostro pintado de rojo, azotaban con inaudita violencia sus pechos desnudos con la ayuda de puntas de acero, o laceraban a cuchilladas su cráneo afeitado, manchando de sangre su frente, sus mejillas, sus túnicas de lana blanca. Una mujer aulló, al borde de la histeria. El-Massihi, asustado, intentó dominar el impulso de su caballo.

—¿Habremos llegado a Gomorra?

Alí respondió gritando, para superar el rumor que rugía por todas partes:

—¡Hoy es el décimo día de du-el-hiyya! ¡El día de Karbala!

El guía contempló a Ibn Sina asombrado:

—¿El día de Karbala?

—Ghilman14, ¿a qué religión perteneces para ignorar lo que es Karbala?

Un nuevo grito de mujer dominó el espacio. El guía contestó colocando sus manos como bocina:

—Soy un parsi. ¡Un parsi, como lo era mi padre!

—Sabe pues que el décimo día de du-el-hiyya es el día en que Hossein, el hijo menor del yerno del Profeta, fue derrotado en Karbala cuando intentaba apoderarse del califato. Al finalizar la batalla, fue decapitado por sus enemigos, convirtiéndose así en el mayor de los mártires chiíes. El chahid por excelencia.

Señaló a los penitentes:

—Cada año, esa gente da así testimonio de su muerte…

—Creía que esta manifestación había sido reprobada por las altas autoridades chiíes —se extrañó el-Massihi.

—No sólo reprobada, sino también prohibida. De todos modos, aquí y allá, el pueblo humilde sigue conmemorando Karbala. Y…

Alí se interrumpió. Un titubeante adolescente acababa de chocar de lleno con su caballo. Cayó hacia atrás con los ojos desorbitados, girando sobre sí mismo antes de derrumbarse al suelo como una flor cortada.

—¿Está muerto? —exclamó el guía con espanto.

—Sólo desvanecido. Muchos otros se le unirán antes de que termine el día.

Alí fijó su atención en la procesión que seguía extendiendo su sangrante cinta por la aldea. Un flagelante atrajo su mirada. Su cráneo estaba cubierto de sangre y jirones rosáceos de piel arrancada. Aparentemente insensible al dolor, laceraba sus mejillas a cuchilladas.

—Va a desangrarse… —susurró Alí aterrado. Gritó hacia el penitente, aunque era consciente de que no podía oírle.

—¡Hay que detenerle, es pura demencia!

Antes de que el-Massihi y el guía tuvieran tiempo de reaccionar, descabalgó de un salto y corrió hacia el hombre. Casi de inmediato, levantando nubes de polvo, surgieron de la nada unos jinetes. Con la cabeza enturbantada y un pañuelo negro anudado al cuello, dando violentos fustazos a sus caballos, cruzaron a todo galope el lindero del poblado.

A contraluz, un sable reflejó el sol.

El guía fue el primero en dar la alarma:

—¡Los ghuz!

Inmediatamente volvió grupas con gesto enloquecido, gritando de nuevo:

—¡Los ghuz! ¡Hay que huir enseguida!

Con la mirada clavada en Alí, que estaba sólo a unos pasos del penitente, el-Massihi pareció no oírle.

—¡Por el fuego sagrado! ¿Te has vuelto sordo? Van a matarnos a todos. ¡Hay que salir del pueblo!

—¿Y tú te has vuelto loco? ¡No podemos abandonar a Alí!

Golpeó, con un seco fustazo, la grupa de su caballo y corrió hacia su compañero. Éste, zambullido entre la muchedumbre, había conseguido desarmar al penitente e intentaba apartarle de la procesión.

A su alrededor, la horda había invadido la plaza. Los jinetes que iban a la cabeza, con el sable en la mano, caían en pequeñas oleadas sobre los aldeanos.

—¡Alí!

Haciendo avanzar su montura por entre la aterrorizada muchedumbre, el-Massihi intentaba desesperadamente acercarse a su amigo, que sostenía al herido. Divisó, como en una pesadilla, el arma que iba a caer sobre el jeque.

—¡Alí! ¡Cuidado!

Sin duda fue por la aterrorizada expresión del flagelante a quien estaba arrastrando que Ibn Sina comprendió que la muerte estaba sobre su cabeza. El sable cayó, cortando el aire con seco silbido. Apenas tuvo tiempo de saltar hacia atrás, sintiendo una terrible mordedura en su antebrazo.

—¡Monta!

Reconoció la voz del ghilman y se apresuró a tomar la mano que le tendía.

Ahora el pánico se había apoderado del pueblo. Sentado a horcajadas detrás del guía, Alí intentó conservar el equilibrio mientras se abrían camino entre la muchedumbre. Lanzó una mirada por encima del hombro. El cráneo del flagelante acababa de estallar entre un torbellino de polvo. Sin saber cómo, con el-Massihi a sus espaldas, lograron salir de la aldea. Ante ellos aparecieron unos campos de algodón maduros, alineados en la orilla derecha del río.

Llevado por el seco viento, el eco de los combates les persiguió durante mucho tiempo por la llanura. Cuando se atenuó por fin, casi dos farsajs15les separaban de Dargan. Sólo entonces redujeron la marcha. El-Massihi lo aprovechó para colocarse a la altura de sus compañeros.

—¿Qué ha ocurrido? —comenzó con voz ronca—. Nunca había visto… —Se interrumpió al ver la ensangrentada túnica de Ibn Sina—. Sangras, estás herido…

Alí lanzó una ojeada a la abierta herida de su antebrazo.

—No creo que sea muy grave. En cualquier caso, lo es menos que la pérdida de mi caballo y del zurrón que contenía mis instrumentos y mis notas. Por fortuna, he conservado mi bolsa a la cintura.

—Mejor es eso que una cabeza cortada. De todos modos, tendrás que esterilizar la herida. Llevo conmigo lo necesario.

—Cuando nos detengamos. Estamos todavía demasiado cerca del pueblo.

Dirigiéndose al guía, preguntó:

—Y ahora explícanos quiénes son esos locos.

—Elementos de una tribu turca oriental —explicó el guía—. Viven en las estepas del norte. Al principio, comerciaban pacíficamente con la gente de Jarazm, pero las agresiones comenzaron muy pronto. Primero, se limitaron a enfrentamientos con los ghazis, los musulmanes fronterizos, luego fueron expediciones punitivas de mayor envergadura. Incluso se han atrevido a atacar las afueras de Kath, la ciudad principal de la región, que se halla más al norte, al otro lado del río.

—¿Y qué hacen las autoridades?

—Las fuerzas del emir Ibn Ma'mun, el soberano de Jarazm, responden, claro. Pero no es tan sencillo. Los ataques de los ghuz son tan violentos como imprevisibles.

—Y ahora —preguntó el-Massihi con voz fatigada—, ¿qué vamos a hacer? La suerte no parece sernos favorable.

—Dargan sigue siendo el final de nuestro viaje —repuso Alí con voz firme—, y no será una pandilla de bandoleros quien nos lo impida.

El guía aprobó.

—Creo, sin embargo, que será más prudente pasar la noche en otra parte. Mañana todo habrá vuelto a la normalidad.

—Si he entendido bien, nos propones dormir una vez más bajo las estrellas. ¡Es más de lo que mis pobres huesos pueden soportar!

—El-Massihi, hermano mío, no has dejado de gemir desde que salimos. Sin embargo, debieras saber que nada es mas sano que dormir al aire libre.

—Las noches son tan frías que incluso los escorpiones se hielan. Además…

—¡El Invencible nos proteja! —exclamó el guía—. Vuestras disputas acabarán atrayendo la desgracia Escuchadme. A dos o tres farsajs de aquí hay un khan, el khan Zafaram, podremos alojarnos, tú cuidarás tu brazo y mañana decidiremos.

—Esos albergues de camino me repugnan —suspiró el-Massihi—, huelen a estiércol. Pero no tenemos elección…

—Ignorando el comentario del médico, el guía dio la señal de partida y se dirigieron hacia el norte.

Nada, salvo el silbido tibio del viento y el martilleo de los cascos, turbó el silencio de su cabalgada. Por todas partes donde la mirada se posara, todo era una ondulante llanura; a estepa inculta, vacía, alargándose hasta el infinito, coloreada a veces por matojos de hierbas secas raras, tan frágiles que parecían transparentes.

Cuando llegaron por fin a su destino, el sol había desaparecido entre las colinas de tierra rojiza y los lejanos montes de Jurasán.

En el crepúsculo, el khan se ofreció a sus ojos como una construcción cuadrangular de dos pisos, con macizas torres en cada esquina y paredes de ladrillo cocido reforzadas con contrafuertes. Si no hubiera sido por los salientes que enmarcaban una monumental puerta en arco mitral, decorada con arabescos, hubiérase dicho que era un fortín.

Los dos jinetes penetraron en una especie de vestíbulo al que daban, a uno y otro lado, los aposentos del guarda y algunas tiendas con los mostradores llenos de objetos de primera necesidad.

Llegaron luego al gran patio y al estanque.

En la planta baja, bajo unas galerías, se alineaban lo que parecían almacenes y alojamientos. A la derecha, entre la herrería y las cuadras, vieron un hombre de rostro picado de viruelas que les hizo una señal. Tras las salutaciones de costumbre, le confiaron sus animales y se dirigieron a la sala de viajeros.

La inmensa estancia abovedada desaparecía entre una grisácea humareda. Adosadas a las paredes o sentadas en improvisados taburetes, algunas siluetas destacaban bajo la temblorosa luz de los hachones: daylamitas de curtidos rasgos, cuyos negros ojos respiraban el mar de los Jazares; nómadas de China, de amarillenta faz y ojos rasgados, llenos de aquella enigmática expresión propia de los pueblos de más allá de Pamir; kurdos de nariz aguileña sobresaliendo bajo una amplia frente apergaminada.

Alí señaló, junto a un cubiletero, el brasero sobre el que había un recipiente de cobre, lleno de té.

—Pásame tu puñal —le dijo a el-Massihi.

—A veces pareces olvidar que también soy médico —masculló el cristiano—. Yo me encargaré de ti.

Instantes más tarde, había cortado la manga de Ibn Sina y lavado con vino la herida. Luego, tomando su arma, que previamente había puesto al rojo vivo en las brasas, murmuró:

—Aprieta los dientes, hermano mío, esto va a doler…

Brotó un hedor a carne quemada cuando puso el acero en la herida. Con el rostro bruscamente arrugado Alí maldijo:

—Dhimmi, que el Altísimo te perdone… Advierto que sientes ahora cierto placer.

El-Massihi replicó con una sonrisa:

—Un tobillo por un antebrazo… No sé quién sale ganando en el cambio…

Buscando en su zurrón, tomó un polvo amarillento con el que cubrió la herida ennegrecida por el fuego.

El guía, intrigado, preguntó:

—¿Azufre en una herida?

—No, amigo mío, alheña. Tiene grandes virtudes cicatrizantes. Recuerdo a un muchacho de dieciséis años que, en una pelea, había sido pisoteado por los cascos de un caballo. Su herida comprometía toda la región muscular braquial, algo por debajo de la articulación, y, gracias a una aplicación de alheña, la cicatrización fue total en doce días.

—Las hojas de mirto son excelentes también para apaciguar el dolor —añadió Alí—. Pero imagino que aquí no podremos encontrarlas. —Lanzando una mirada satisfecha a su herida, prosiguió—: Y si buscáramos ahora, un rincón tranquilo. Tantas emociones me han dado sed.

Apenas se hubieron instalado en un rincón de la vasta sala cuando un hombre enteco que llevaba un gran pañolón a la cintura se presentó cortésmente ante ellos:

—Que la paz sea con vosotros. He creído oír que teníais hambre.

—¿Qué puedes ofrecernos? —preguntó Alí.

—Harissa, arroz, cordero, lagarto y, sobre todo, uva de Ta’if… Tenéis donde elegir.

—Deja el lagarto para los árabes. Pero nunca he probado la harissa. ¿Qué es?

—Carne picada y trigo cocido con grasa. Es excelente.

—Espero que tu cordero no será mayt16, como tu lagarto.

El hombre se cruzó de brazos con una divertida sonrisa:

—Si te respondiera que no, ¿cómo sabrías la diferencia? No te preocupes pues, Alá es Grande y Misericordioso.

—También es implacable con quienes reniegan voluntariamente de sus preceptos. Sírvenos pues tu harissa y unos dátiles. Pero, ante todo, vino; sobre todo vino.

—Tengo también panecillos con adormidera. Adormidera de Isfahán, la mejor.

—Imagino que el zumo habrá sido trabajado con agua —lanzó el-Massihi con cierto despecho.

El hombre levantó la barbilla, ofendido:

—Con agua nunca, hermano, con miel, miel de Bujará…

—La mejor, naturalmente —subrayó el guía con una divertida sonrisa.

El hombre, imperturbable, asintió.

—La mejor…

—¿Y cómo son tus habitaciones? —preguntó de nuevo el-Massihi—. Espero que su calidad nada tenga que ver con esos khans de montaña, donde sólo se dispone de una miserable banqueta para pasar la noche. O unos estrados elevados donde se duerme con menos comodidad que las bestias.

—No temas… Dispondréis de una habitación con esteras de junco.

—En ese caso, es perfecto… Nos quedamos —dijo Abú Sahl cerrando ostentosamente los ojos.

A pocos pasos de allí, un hombre de rasgos muy marcados comenzó a tocar un saroh; era un instrumento raro en aquella región, que por su forma romboidal recordaba el surco de un arado. Tema una particularidad: en la punta del clavijero, un pájaro, un bengatí tallado en madera, parecía sujetar en su pico las ocho cuerdas.

Una música extraña, lacerante, envolvió la sala. A su pesar, Alí se sintió transportado hacia los recuerdos y su corazón se encogió.

Hacía dos meses ya que habían salido de Bujará y de la provincia de Jurasán. De aldea en poblado, de oasis en caravanserrallo, asistiendo aquí y allá a quienes solicitaban sus cuidados. Dos meses. Una eternidad. Echaba en falta a Setareh y Mahmud, y la imagen de Abd Allah llenaba sus noches. Cien veces, tendido bajo las estrellas del Uzbekistán, había creído oír su voz en el helado soplo del viento… Cien veces había imaginado su silueta en el recodo de una colina. Y esta noche estaba ahí, en ese khan del fin del mundo, sin objetivo preciso, salvo huir hacia lo desconocido.

—¿Quieres una calada, jeque el-rais?

Sacado de su ensoñación, Alí se sobresaltó.

—¿Una calada? —repitió el desconocido, ofreciéndole el tubo de un narguile envuelto en tafilete rojo.

Aceptó y se llevó a los labios la boquilla de ámbar obscuro. Aspiró lentamente el humo del opio, haciendo cantar el agua tibia y perfumada que se estremecía en el recipiente.

—¿Por qué me has llamado así?

—¿No te llaman así por todo el país? Mi nombre es Abú Nasr el-Arrak. Soy matemático, y, de vez en cuando, pintor.

Se interrumpió e, inclinándose hacia una bolsa de piel, sacó unos esbozos que, en su mayoría, representaban caballos y paisajes.

Alí se inclinó ante la gran calidad de los dibujos.

El hombre prosiguió:

—Te divisé una noche, durante un banquete en la corte del emir Nuh. Entonces estabas en la cima de tu gloria.

Alí dio una nueva calada antes de responder lacónicamente:

—Es el pasado…

Devolvió el tubo del narguile a su interlocutor y dio unas palmadas:

—¡Tabernero! ¡Tarda mucho esa jarra!

El hombre preguntó:

—¿A dónde te diriges?

—Ayer a Chach, mañana a Dargan, algún día a Samarcanda y más tarde, tal vez, al país amarillo… El mundo es grande.

El-Arrak paseó distraídamente la boquilla del narguile por sus carnosos labios:

—¿Dargan? Esa aldea perdida es un lugar indigno de un hombre como tú.

Hizo una pausa y precisó:

—Jeque Ibn Sina, sabe que te recibirían de muy buena gana en la corte de Alí ibn Ma'mun, el emir de Gurgandj. Si lo deseas, puedo interceder en tu favor.

Llegó el tabernero con los platos. Sin aguardar a que hubiera terminado de colocarlos a sus pies, Alí tomó la jarra de vino y bebió a grandes tragos ante la desaprobadora mirada de el-Massihi.

—Desconfía, hijo de Sina, el opio es soberano, y también el agua de olvido, pero los dos juntos se llevan tan mal como la rata y el halcón.

—Vino, vino y páginas en blanco… Te guste o no, esta noche golpearé la copa contra la piedra17.

—Ya sólo te faltaba la poesía —replicó el-Massihi irritado—; ¡ahora es cosa hecha!

Bajo los primeros efectos del opio, las pupilas de Alí comenzaban ya a velarse.

—Dhimmi, hermano mío, no soy un poeta, sólo un pedigüeño. Sin duda, las generaciones venideras lo confirmarán.

Ignorando que le había llamado dhimmi, Abú Sahí se volvió hacia el-Arrak:

—Permite que me presente: me llamo Abú Sahí el-Massihi y…

El hombre, sorprendido, le interrumpió:

—¿El médico? ¿El autor de Los Ciento?

Halagado, el cristiano observó:

—Ya veo que conoces excelentes obras. Eso es. Pero explícame por qué afirmabas que podías interceder a favor del jeque.

—Porque vivo en la corte de Gurgandj. Desde hace algunos años, la corte ma'muní se ha convertido en un centro de ciencias para los eruditos y los literatos del islam oriental. Alentado por su visir el-Soheyli, el emir se ha rodeado de una brillante asamblea de personajes e intelectuales. Se dice incluso que, en los próximos meses, recibiremos a alguien que tal vez conozcáis: Ahmad el-Biruni.

Alí dio un respingo:

—¿El-Biruni? Yo creía que estaba en Gurgan, junto al cazador de codornices.

—Es cierto. Pero allí los acontecimientos son preocupantes. Se habla de revueltas militares provocadas por la tiranía del gobernador de Astarabad. En su última, el-Biruni hablaba seriamente de abandonar Daylam.

Alí mojó un pedazo de pan en el plato de harissa y se lo llevó a la boca.

—Decididamente, nuestras dinastías son tan móviles como el lomo de las dunas…

—Volvamos a tus consejos —dijo el-Massihi, sirviéndose a su vez—. Creo saber que el emir tiene ya un médico a su lado; y en ese caso, ¿de qué utilidad podríamos serle Ibn Sina y yo mismo?

El-Arrak acabó de fumar su narguile con una sonrisa en la comisura de los labios.

—Grande es vuestra modestia. Pero la celebridad del jeque lo es más todavía. La corte no se honraría en acoger sólo al médico, sino también al sabio, al pensador universal. Regreso de Ferghana, a donde tuve que ir por razones familiares. Pero mañana mismo me marcho a Gurgandj; si lo deseáis, podemos hacer juntos el camino.

El-Massihi inclinó, pensativamente, la cabeza.

—La idea me seduce bastante… ¿Y a ti, hijo de Sina?

Alí apuró las últimas gotas de vino e hizo girar la jarra en la palma de su mano.

—Si al emir le interesa un jurisconsulto, puedo ser el hombre. Pero si busca un médico y talento, en ese caso debe contar con Abú Sahl. Sólo con Abú Sahl. Mi destino ha cambiado de faz…

El-Arrak lanzó una perpleja mirada hacia el-Massihi.

—Déjalo… —dijo suavemente Abú Sahl—; ahora el cerebro de nuestro amigo está bajo el entero dominio de la rata y el halcón.

—Tu afirmación sólo es cierta a medias —replicó Alí con una voz que el alcohol hacía insegura—, y me comprometo a rectificarla.

Se irguió lentamente y gritó:

—¡Vino, tabernero!

—A pocos pasos de allí, el tocador de saroh, que no había dejado de pellizcar las cuerdas de su instrumento, dijo con voz lejana:

—La melancolía es la pesadumbre del alma, hermano… Y el agua del olvido es ineficaz contra semejante enemigo.

Alí se levantó de un salto.

—¿Qué sabes tú del alma, amigo? ¿La conoces tan bien como yo la música? Pues también conozco la música. Y entre otras, la de tu país. Pues me parece reconocer, en lo que tocas, melodías inspiradas en el dios Shiva. ¿No tengo razón?

Por toda respuesta, el hombre meneó la cabeza y siguió tocando. Alí prosiguió con una voz que el alcohol y el opio hacían pastosa:

—Conozco de memoria el sistema musical de Bahrata, la Sagrama, la gama primaria, la gama complementaria. Puedo…

—Entonces, también sabes por qué, para la gente de mi país, la música es un arte esencialmente divino. En consecuencia, todos los músicos tienen en sí mismos parte de Shiva o parte… de Alá.

Alí comenzó a reír suavemente.

—¿Eres filósofo o músico?

Y, como el otro se mantuviera en silencio, se acercó a él decidido a polemizar pero, de pronto, algo en la mirada del hombre le detuvo. Era una mirada fija, vacía, sin vida, incrustada en un rostro trastornado, recorrido por mil arrugas. Comprendió que el hombre era ciego. Entonces se colocó frente a él y se limitó a observar en silencio los dedos que corrían por las cuerdas de seda.

El músico dijo al cabo de un rato:

—¿Reconoces pues que la música es un arte esencialmente divino?

El hijo de Sina asintió.

—¿Por qué te asombras pues cuando afirmo conocer el alma? Y la tuya está triste, más triste que el deshielo en las montañas de Pamir. Dame tu mano.

Vaciló y, luego, le tendió la mano derecha que el hombre tomó entre sus rugosos dedos. Dejando en el suelo su instrumento, deslizó con fascinante lentitud el índice de su mano libre por la mano de Ibn Sina.

Ahora, todos los rostros se habían vuelto hacia ellos.

—No eres de sangre real, pero eres un príncipe —comenzó el ciego en voz baja—, pues entre tus dedos reposa el don de la vida. Siento tu juventud, palpita, piafa bajo tu piel y, sin embargo, eres ya viejo. Has conocido los honores y la traición. En verdad, conocerás honores y traiciones mayores todavía.

Estrechó con más fuerza la mano de Alí, prosiguiendo con cierta tensión:

—Has amado, pero todavía no reconoces el amor. Lo encontrarás. Tendrá la tez del país de los rum18, y los ojos de tu tierra. Seréis felices mucho tiempo. Te defenderás de él, pero será tu amor más duradero. Te guardará consigo, porque lo habrás hallado. No está lejos, duerme en alguna parte, entre Turkestán y Yjibal.

El hombre hizo una pausa:

—Y tocarás las estrellas. Te acercarás a ellas como pocas veces lo ha hecho el hombre. Algunos te maldecirán por ello. Serás inmortal, pero tu inmortalidad va a costarte un eterno vagar.

De pronto, se puso rígido y prosiguió con cierta emoción:

—Desconfía, amigo mío, desconfía de las llanuras de Fars y de las doradas cúpulas de Isfahán; pues allí se detendrá tu camino. Aquel día, a tu lado, habrá un hombre, un hombre de alma negra. ¡Que Shiva maldiga para siempre su memoria…!

Concluida su predicción, tomó de nuevo el saroh y comenzó a tocar como si nada hubiera ocurrido.

A Alí, muy pálido, le costaba ocultar su turbación. Sus secos labios no conseguían proferir una sola palabra. La voz de el-Massihi tuvo que sacarle de su sopor.

—Por el Altísimo —dijo Abú Sahí en un tono que quería ser despreocupado—, el viejo lagarto es un excelente actor. Viendo tu expresión, he creído que te había poseído.

—Sin duda —murmuró Ibn Sina con forzada sonrisa—. En efecto, es un excelente actor.

El-Arrak intentó, a su vez, aligerar la atmósfera:

—Todos los videntes tienen algo en común, sus frases son siempre evasivas. No tienen interés para un científico.

Alí asintió con la mirada ensombrecida.

—En cualquier caso, el hombre ha conseguido algo: sacarme de la borrachera. Ahora debo comenzar de nuevo… Pásame pues la jarra, ghilman.

Abú Sahl se adelantó al guía.

—¡Un momento, hijo de Sina! No voy a pasarme la vida vagando por las estepas del Uzbekistán. Dentro de poco, caerás al suelo. Por lo tanto, me gustaría conocer ahora tu decisión: ¿seguiremos a nuestro consejero hasta Gurgand)?

Alí tendió la mano hacia la jarra, respondiendo con extraña sonrisa:

—Nos dirigiremos a Gurgandj, claro… ¿Cómo voy a huir del amor?