TRIGÉSIMA MAQAMA

—Jeque el-rais!

Alí reconoció la voz de Aslieri. Se apresuró a echar una manta sobre la desnudez de su compañera.

—¿Qué sucede, Yohanna?

—El emir nos invita a reunimos con él en su tienda.

—¿Ahora?

—Sin perder un instante. Y ha indicado que vayas con tu esposa. Han dispuesto una comida. No sé lo que ocurre, pero el campamento está lleno de efervescencia…

El hijo de Sina secó el sudor que perlaba en la frente de Yasmina y murmuró en tono risueño:

—Una comida… Tal vez haya vino…

Ella hizo ademán de abofetearle, pero él se alejó riendo.

—¡Precédenos, Yohanna! Vamos enseguida.

Mientras se vestía, Yasmina preguntó:

—¿Qué ha podido mover al príncipe a organizar una cena en semejantes circunstancias?

—Tal vez nos anuncie el regreso a Isfahán.

Ella inclinó la cabeza sin demasiada convicción y siguió arreglándose.

Cuando iban a salir de la tienda, Alí advirtió que había vuelto a ponerse el velo como lo hacía tras la partida de Raiy. Se inmovilizó y la tomó de los hombros.

—Corazón mío… Aparta esa muralla que nos separa. Es una ofensa a tu belleza. Han pasado más de quince años. ¿Cómo puedes temer algo todavía?

Ella vaciló unos instantes, luego desabrochó el litham, desnudando su rostro.

—Tienes razón —dijo dulcemente—. Han pasado más de quince años…

Cuando entraron en la tienda del emir, a Yasmina le pareció que la tierra se abría bajo sus pies.

Allí estaba él, arrellanado en los almohadones de seda.

Le habría reconocido en la propia Gehenna, en el fin del mundo, a pleno sol o en la más profunda de las tinieblas.

El-Qadir. El califa de Bagdad. Su verdugo, su miseria.

Había perdido el pelo. Se habían abierto arrugas en su hinchado rostro. Su panza se había hinchado más aún, pero era él.

Tuvo que agarrarse del brazo de Alí para no caer.

—¿Qué te pasa? —susurró éste sorprendido.

Yasmina quiso decir algo, pero las palabras permanecían clavadas en su garganta.

—¡Bienvenido, jeque el-rais! —gritó Alá el-Dawla tendiéndole cordialmente el brazo—. Ven, acércate, y también tu esposa. Es un gran día y quiero que seas uno de los primeros en compartirlo. Regresamos a Isfahán.

Alí inició un paso pero, como si fuera de piedra, Yasmina no le siguió.

—¿Qué te ocurre, amada? Tú…

No tuvo tiempo de acabar la frase.

Ante la general estupefacción, el califa había dado un salto y su voz resonó bajo la tela como el rugir de un trueno.

—¡MARIAM!

Alá el-Dawla y Aslieri abrieron mucho sus ojos.

El hijo de Sina permaneció atónito.

El-Qadir estaba muy cerca y Yasmina reconoció el fétido aliento que tan bien conocía.

—Mariam —repitió con una voz temblorosa e incrédula a la vez—. En nombre de Alá el que hace misericordia, el Misericordioso…

Sobreponiéndose enseguida, gritó furibundo:

—¡Perra rumí! ¡Te has ocultado aquí durante todos estos años!

En aquel momento, Ibn Sina advirtió, sin duda, la magnitud del drama.

Alá el-Dawla, por su parte, se dijo que estaba viviendo una escena irreal. Tomó el brazo del califa —gesto infinitamente irrespetuoso que nunca se habría permitido en otra ocasión.

—Sombra del Altísimo en la tierra, ¿puedes explicarte?

—Esta criatura es mi esposa. Huyó hace quince años llevándose objetos de inestimable valor que habían pertenecido a mi padre, que Alá mantenga su recuerdo.

—¡Mentira! —protestó Ibn Sina.

—¡Miserable! ¿Cómo te atreves? —jadeó el califa.

Girando sobre sí mismo, aulló dirigiéndose a Alá el-Dawla:

—¿Quién es este hombre?

Blanco como una sábana, el emir balbuceó:

—El jeque… el jeque el-rais… Alí ibn Sina. El mayor sabio de Persia y…

—¡No me importa que sea sabio o mendigo! ¿Qué hace con Mariam?

Fue Alí quien repuso con voz fuerte:

—Es mi esposa.

—Júralo ante Dios!

—Ante Dios y ante los hombres.

El-Qadir barrió el aire ante sí.

—Polvo… Vuestra unión es sólo polvo. Porque esa víbora nunca dejó de pertenecerme. Para convertirla en tu mujer hubiera sido necesario que yo la repudiara tres veces. Y no fue así, por lo tanto sigue siendo mi esposa legítima y vas a devolvérmela. Regresará a Bagdad de donde nunca debió salir.

—¡Ni hablar!

Alí había respondido sin vacilar y, poniendo al emir por testigo, repitió:

—¡Ni hablar!

Luego, intentando dominar el temblor de sus manos, añadió:

—Excelencia, reclamamos tu protección.

Desconcertado, el príncipe de Isfahán apretó los labios sin responder.

—Excelencia —insistió Alí.

El soberano seguía callado.

—¡Salvó a tu mujer! ¿Ya lo has olvidado?

Era Yasmina, esta vez, la que imploraba. Antes de que su compañero pudiera reaccionar, se arrojó con gesto desesperado a los pies del emir:

—Por compasión… Recuérdalo… Hazlo por tu hijo. Por ese niño al que el jeque salvó de la muerte. ¡Por el heredero que te dio!

Levantó hacia Aslieri sus implorantes ojos:

—Díselo, Yohanna. Despierta su memoria.

Pero Aslieri se apartó. Habríase dicho que esperaba desde siempre aquel instante.

El califa intervino a su vez. Clavó sus glaucos ojos en los del príncipe y dijo en tono glacial:

—Es una elección clara. Una esclava por una ciudad. Una perra rumí por la libertad de Isfahán. Decide.

Hizo una pausa y concluyó:

—Sin mis tropas, tu ciudad está perdida…

El emir se había convertido en estatua de sal y un ligero temblor agitaba sus labios. Se mantuvo en silencio, incapaz de hablar, y Alí supo entonces hacia qué lado se inclinaría la balanza. Tomando a Yasmina del brazo, la arrastró hacia la salida de la tienda.

Casi al mismo tiempo, Alá el-Dawla levantó furioso los brazos gritando:

—¡Guardias! ¡Detenedles!

Les habían dado hasta el alba y el alba estaba casi a las puertas de la llanura. El sol no tardaría en aparecer entre las colinas de rojiza arena.

Con los tobillos encadenados, estaban sentados frente a frente, demasiado lejos para tocarse, intentando desesperadamente prolongar el tiempo en la mirada del otro.

—Acepta —suplicó Yasmina por centésima vez—. Yo te conjuro, acepta.

Alí movió la cabeza.

—¿Pero cómo? ¿Cómo puedes pedirme que haga ese gesto? No puedo, ¿comprendes?

—Sabes muy bien, sin embargo, lo que allí me espera. Lo sabes, te lo dije todo. Tendré que sentir sobre mi cuerpo un cuerpo que no será el tuyo, respirar otro olor… Viviré cada hora, cada día, la muerte que me niegas.

Ahogó un sollozo. No podía ya llorar. No le quedaban lágrimas. El viento nocturno había secado sus ojos. Suplicó de nuevo:

—Te lo ruego, rey mío. Dame una de tus redomas; de las que matan durante el sueño sin que se sienta venir la muerte. De las que matan sin dar tiempo para tener miedo. No quiero conocer de nuevo lo que conocí. Nunca más…

—Pídeme que muera por ti, pídeme que pierda la vida. Toma mis manos, mi cuerpo. Pero no pidas que mate la carne de mi carne, que ahogue voluntariamente el aliento de mi alma.

—Porque juraste velar por mí. Viviré mil años…

—¡Cállate!

Ella tendió una mano suplicante.

—Por compasión, te libero de tu promesa. Déjame morir, jeque el-rais.

No tenía ya fuerzas para responderle. Se sentía roto, aniquilado, con la terrible sensación de ser sólo un escollo contra el que rompían olas de piedra.

La puerta de la tienda se levantó de pronto, dejando pasar la deslumbradora luz del día.

En una especie de sueño escuchó una voz que decía:

—Es la hora.

Adivinó unas sombras que entraban en la tienda y se escuchó balbucear:

—Un instante. Dadnos un instante todavía…

Las sombras se inclinaban ya sobre Yasmina. Repitió:

—Sólo un instante… En nombre del Misericordioso…

Entonces, tras una corta vacilación, las sombras se retiraron y de nuevo se encontraron solos.

Como en un sueño, también, comenzó a arrastrarse hacia su zurrón y encontró en su interior lo que buscaba.

Una pequeña redoma de alabastro. Se la tendió a Yasmina.