La identificación

Según una idea preexistente, la identificación era considerada un fenómeno psíquico que se daba entre dos personas según el cual, una de ellas iba incorporando características de la otra, es decir, se identificaba con ella.

Esto no es así para el Psicoanálisis. Por el contrario, Freud no lo plantea como una relación entre dos personas sino como algo que ocurre dentro de la psiquis de un mismo sujeto. No se trata de que alguien voluntariamente imite rasgos de otro, que los elija por admiración o conveniencia, pues el proceso identificatorio ocurre en el silencio oscuro de lo inconsciente.

Pongamos un ejemplo.

Cuando una madre muere y una de sus hijas comienza a ocupar su lugar en la mesa, a hacerse cargo de las tareas familiares o a reproducir alguno de sus comportamientos, alguien podría suponer que esta mujer se ha identificado con su madre. Pues bien, sería un error pensarlo así desde el Psicoanálisis.

En cierta ocasión, un paciente cuyo padre había muerto hacía muchos años, tuvo que ir a retirar sus restos del cementerio. Poco después de este suceso lo invadió una profunda angustia, se separó de su mujer, dejó su hogar y renunció a su trabajo porque decía que ya estaba podrido. «Como su padre», le señalé.

En este caso, efectivamente, su Yo se había identificado con la representación que había quedado en él después de ver aquellos restos: él también estaba podrido.

Podríamos decir, entonces, que en la identificación una parte del Yo del sujeto se apropia de un rasgo del objeto que, aunque tenga origen en una persona, ya es parte de él bajo la forma de una representación inconsciente.

De este modo piensa Freud la identificación. Pero Lacan irá más allá, hasta decir que no se trata de que el Yo del sujeto vaya incorporando algunas características de los objetos internalizados, sino que son esos objetos con los que se identifica los que van formando el Yo. Invierte la ecuación y ya no es el Yo el que se apropia de partes de los objetos, sino que son estas partes las que van constituyendo el Yo que será, en definitiva, una suma de identificaciones.

Para Lacan, entonces, es un concepto que viene a dar cuenta del proceso mediante el cual el cachorro humano se transforma en un sujeto.

La identificación puede ser total o parcial. De la primera, también llamada identificación primaria, no diré mucho. Simplemente que es previa a toda posibilidad de amar a otros y que es esencialmente mítica; una construcción necesaria para el sostén de la teoría. No hace a los intereses de este libro que nos detengamos en un concepto tan complejo.

En cuanto a las identificaciones parciales, digamos que pueden darse de diversas formas.

Identificación al rasgo: Freud la definirá como una identificación regresiva. ¿Por qué? Porque dirá que se trata de la identificación a un rasgo de un objeto que fue amado y perdido. Es decir que previamente hubo una ligazón afectiva (catexis libidinal de objeto) con él. Pero ocurre que el sujeto debe renunciar a este amor por incestuoso y, en esa renuncia dolorosa, cuando su libido regresa, trae consigo al menos un rasgo de ese objeto y lo conserva. Ya que no puede tenerlo, lo incorpora y se transforma un poco en él.

Estamos hablando, claramente, de los personajes de la escena edípica.

Este tipo de identificación es especialmente importante ya que no se trata de un rasgo cualquiera sino que será el rasgo que busquemos en cada una de las personas que amemos en nuestra vida.

Cierta vez, en una conversación que tuvimos, Alejandro Dolina dijo que si pudiéramos poner sobre una mesa las fotos de todas las personas que hemos amado, seguramente le encontraríamos un atributo en común.

En verdad estaba hablando de esto. De ese rasgo que hemos incorporado de aquellos que amamos y a los que debimos renunciar. ¿Y cuál puede ser ese rasgo? Cualquiera: un olor, un gesto, un modo particular de mirar o el sonido de una risa.

Identificación con la imagen del objeto: aquí la identificación no se da a un rasgo sino a la imagen total del objeto. La versión patológica de esto se ve en la dolencia a la que denominamos melancolía. Esa experiencia particular en la cual, según palabras de Freud, «la sombra del objeto ha caído sobre el yo».

En su intento por conservar a la persona perdida, ya sea por muerte o abandono, el Yo hace suya esa imagen y vive pendiente de ella.

En una ocasión, una mujer mayor vino a verme porque no podía superar una ruptura de pareja. Había sido abandonada y me confesó que, desde entonces, no había vuelto a estar con nadie más y que no podía dejar de pensar en él ni un instante. Le pregunté cuánto hacía que esta relación había terminado, y me respondió: veinticinco años. Como vemos, se trata de algo extremo, sufriente y que condiciona la vida de alguien a un duelo patológico que no cesa.

Identificación a la emoción: esta modalidad es la que denominamos identificación histérica e implica que lo que la provoca es simplemente el hecho de compartir una misma situación de deseo.

Es lo que ocurre, por ejemplo, en una cancha de fútbol cuando miles de personas gritan unidas, cantan y se emocionan. Es probable que si el equipo por el que simpatizan hiciera un gol, se abrazaran como si fueran amigos cuando en realidad sólo los une el anhelo común de que su cuadro gane el encuentro. Esto es tan así que, si concluido el mismo, esa persona les pidiera que lo invitaran a su casa, seguramente dirían que no, que es un desconocido, a pesar de que hace unos instantes estuvieran uno en los brazos del otro.

Algunos comentarios sobre el caso.

Julio llega a mí movilizado por un libro que yo había escrito: Encuentros (El lado B del amor), y lo pone en juego de inmediato.

En nuestra primera entrevista lo ve en mi biblioteca y dice: «Lindo revuelo generó con lo que expuso aquí». Obviamente que, desde su decir consciente, hablaba del lector en general, pero de inmediato intuí que al que le había generado un revuelo interno era a él. De hecho lo citó en varias ocasiones y en todas ellas intenté que se hiciera cargo de que esos dichos lo involucraban, que aquellas frases que soltaba al pasar: «la pareja es difícil», por ejemplo, empezaran a tener protagonismo en su análisis como un discurso que ponía en juego lo que le estaba ocurriendo.

Uno de los capítulos que más lo habían movilizado era el que se refería a la infidelidad y poco a poco nos fuimos acercando al nudo de su conflicto.

Su síntoma inicial era una sensación de enojo que pudo ligar con aquellos pacientes que tenían problemas de pareja por cuestiones de engaño. Se hizo responsable de sus propias infidelidades aunque restándoles importancia, hasta que llegó al núcleo de su angustia que tenía que ver con que su mujer lo engañaba desde hacía mucho tiempo.

Al terminar nuestro primer encuentro yo había escrito: «Hombres que merecen maltrato porque no cumplen con las reglas», y mi hipótesis inicial fue que esa frase aludía a algún fantasma fundamental de Julio que tenía que ver con su sufrimiento actual.

En una de las sesiones dice que le gustaría ser otra persona. Puntualmente, el hombre que se acuesta con su mujer. ¿Pero ese deseo de convertirse en otro podría facilitar que se identificara con él? Claramente no, ya que dijimos que la identificación es un proceso profundo e inconsciente.

Ya develada la traición que estaba sufriendo postula dos cuestiones inquietantes. La primera, si mata o no a su esposa. La segunda, si debe suicidarse.

En esa ocasión, le pregunté si se consideraba capaz, por ejemplo, de matar de un tiro a su mujer, y me respondió que «no hacía falta ser tan cruel».

Esta frase es muy significativa, ya que un recuerdo despertado durante el análisis da cuenta de una vivencia infantil. Su madre engañaba a su padre, como Carla lo engañaba a él, y en cierta ocasión vio cómo el hombre la había puesto de rodillas y le apuntaba con un revólver en la cabeza.

Sin dudas, para el niño que era en aquel momento, esa escena fue de una enorme crueldad; crueldad que ahora él decía claramente que no era necesaria. ¿Para quién? ¿Para Carla? No. En verdad, hablaba de él mismo en aquel suceso infantil que tanto lo había traumatizado.

No fue fácil transitar esos momentos, pero a pesar de su dolor y su vergüenza, Julio comprendió que la respuesta a sus preguntas era que no. No podía matar a su esposa ni iba a suicidarse.

¿Pero cómo se enlaza toda esta historia trágica con lo que hemos estado planteando acerca de la identificación?

Hablamos de la identificación al rasgo y dijimos que no se trataba de un rasgo cualquiera. Llegado este punto me animo a plantear que es una identificación con el padre en el momento de mayor feminización. Dicho de otra manera: se identifica al hombre allí donde el hombre no puede. ¿Y qué es lo que el padre no había podido?

Antes que nada, conseguir la fidelidad de su mujer; luego, matarla. Y justamente estos dos momentos en los que su padre fracasó, eran los rasgos a los que Julio se había identificado.

Por eso se humillaba, rogaba, era un hombre impotentizado como su padre pero, como él, incapaz de matar a Carla y de lograr su fidelidad.

La escena en la que disuelve las pastillas en la copa marca un episodio de identificación histérica con su padre. La lógica que armó en su inconsciente fue: «Si mi padre, ante una infidelidad de su mujer, intentó matarla, ¿por qué no voy a intentarlo yo si me está ocurriendo lo mismo?».

Como vemos, comparte una misma situación emocional con él, algo del todo diferente a la identificación al rasgo, que es parte de su personalidad.

En este punto encuentra un sentido aquella frase inicial que guió mi hipótesis. Julio se ubicó, junto a su padre, como uno más de esos hombres que merecían maltrato por no cumplir con las reglas. Los agravios de Carla, la lástima de Rubén, su manera de humillarse a sí mismo eran su modo de repetir el maltrato. ¿Y cuál era la regla que ni su padre ni él habían podido cumplir? La de conservar el deseo de su mujer.

Un último desafío se le presentó a este análisis: evitar que Julio también se identificara con el modo de vivir de su padre y se convirtiera en una rama que se fuera secando hasta morir.

Por suerte, la pulsión de vida, la lucha por la sanidad primó en él. Enfrentó y cuestionó cada una de estas cosas. Comprendió que desde el vamos había armado su relación atravesada por la infidelidad, rasgo prominente de la pareja de sus padres ya que todo el tiempo, o había engañado o había sufrido engaño. Por eso, cuando su esposa quiso volver se negó a hacerlo. Le costó mucho, pero concluyó que la elección de Carla había estado marcada por esa compulsión a la repetición que le imponía su modelo de origen y decidió que, esta vez, iba a intentar que fuera diferente.

Todavía no lo ha logrado, pero aun así, ha roto una cadena que, durante toda su vida, lo había mantenido aferrado al sufrimiento. Su camino no será fácil, y es comprensible.

La tendencia a hurgar allí donde duele atrae como atrae el abismo. Y hay que estar muy sano para resistir la tentación de lastimarse.