La palabra en Psicoanálisis

Una de las características que tienen las palabras es que pueden significar muchas cosas diferentes. Por eso es tan importante, cuando se quiere exponer una teoría, aclarar a cuál de esos sentidos nos estamos refiriendo.

He escuchado muchas veces decir que la palabra cura. Pero ¿esto es así? Ciertamente no y, en todo caso, es indispensable establecer cuáles son las condiciones necesarias para que ese poder curativo pueda tener efecto.

Para el Psicoanálisis no se trata de cualquier palabra. No es, por ejemplo, el mismo concepto que utiliza la teoría de la comunicación, la lingüística o incluso las otras formas de terapias psicológicas. Y me permito remitirme al modelo clásico de la teoría de la comunicación con el único propósito de instalar algunas diferencias.

Este modelo considera la comunicación como un proceso que le permite a alguien (emisor) transmitir información a otro (receptor) y para esto utiliza un código común que ambos entienden y comparten.

En este sentido, convengamos que la comunicación no es sólo humana. También hay comunicación animal. Las abejas, por ejemplo, realizan una danza que les permite informar a sus compañeras de colmena hacia dónde deben dirigirse para encontrar polen. La diferencia, y creo que esta ironía pertenece a Lacan, es que nunca una de ellas las mandaría hacia una dirección equivocada sólo para hacerles una broma. Esto es ya un privilegio de la comunicación humana que implica un proceso más complejo, porque requiere de una elaboración, tanto por parte del emisor como del receptor, para transmitir lo que se desea comunicar. Por lo general, este proceso se lleva adelante con el fin de satisfacer alguna necesidad de las partes.

Tenemos, entonces, cuatro elementos:

  • Emisor: aquel de quien procede el mensaje.
  • Receptor: el que recibe o interpreta el mensaje.
  • Mensaje: la información que se transmite.
  • Código: el idioma que usan ambos para entenderse.

Desde este esquema conceptual, queda claro que la palabra forma parte del código que un ser humano utiliza voluntariamente para comunicar lo que quiere a otro que lo va a decodificar, entender y que a partir de esta comprensión generará una respuesta adecuada.

Como podemos ver, este modelo supone que la comunicación es un hecho perfectamente posible.

Hay que decirlo claramente: al Psicoanálisis no le interesa esta teoría. No son los conceptos con los que trabajamos ni es esta la palabra que nos importa.

La lingüística, en cambio, planteó un modelo diferente. Ferdinand de Saussure define la lengua como un conjunto de convenciones adoptadas por el cuerpo social para ser utilizadas por los individuos. La lengua es, por lo tanto, exterior a quien habla. Algo impuesto por la cultura.

Desarrolla el concepto de signo como algo arbitrario. Es decir que no hay relación directa entre una cosa y el signo que la denomina. La existencia de diferentes idiomas da cuenta de esto. Pero no se trata de una arbitrariedad individual, sino social. En español, por ejemplo, usamos la palabra perro en tanto que en inglés usan la palabra dog, sin embargo cada individuo en su cultura deberá utilizar la que corresponda. Por eso, repito, esa arbitrariedad es social y no singular.

Para entender bien el aporte de la lingüística deberíamos decir que el signo tiene dos caras (significado y significante), que no es lo mismo que la palabra, y desarrollar con mucha más complejidad el tema, cosa que no haremos aquí. Pero sí, debo aclarar que tampoco este es el modo de pensar el lenguaje desde el Psicoanálisis. Si bien Lacan partirá del signo saussureano, sólo lo tomará como arcilla para modificarlo y construir sus propios conceptos.

Pero ¿cómo funciona entonces la palabra para el Psicoanálisis? ¿Cuáles son sus características diferenciales?

En El psicoanálisis ilustrado, Jorge Bekerman propone una analogía. Remite a un texto de Julio Cortázar que se encuentra en su libro Historia de Cronopios y de Famas y hace una perfecta conclusión. Me permito compartirlo con ustedes.

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa esto:

Cuando te regalan un reloj, te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire.

No te dan solamente el reloj, que los cumplas felices y esperemos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncoras de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás en la muñeca y paseará contigo.

Te regalan, no lo saben, lo terrible es que no lo saben, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.

Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj, te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico.

Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa.

Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes.

No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Y concluye Bekerman que el sujeto regalado al reloj es la versión cortazariana del sujeto subordinado al lenguaje.

Pero ¿cómo es esto de que no somos nosotros quienes usamos al lenguaje sino que es el lenguaje el que se sirve de nosotros?

Sostuvo Coleridge que para disfrutar del arte «hay que suspender la incredulidad». Y esto es así. Si pensáramos que quien está sufriendo sobre un escenario no es el príncipe Hamlet sino un actor que luego de la función irá a cenar con su familia, difícilmente podríamos conmovernos. Algo parecido ocurre con lo que estamos planteando pues, para entenderlo, hay que renunciar por un momento al sentido común, ya que muchas veces genera conclusiones engañosas. La sensación, por ejemplo, de que el sol se mueve y gira alrededor de la tierra fue un error que costó muchas vidas.

Pues bien, el lenguaje como instrumento del sujeto es como el movimiento del sol alrededor de la tierra: pura apariencia. En realidad no es el sujeto el que se sirve del lenguaje, sino que por el contrario, está subordinado a él. Y aquí empieza a aparecer la dimensión de la palabra que nos interesa a los analistas. Esa en la cual un sujeto no habla, sino que es hablado por el lenguaje.

El mejor ejemplo de esto es ese fenómeno al que llamamos lapsus linguae. Cito una frase de un paciente que fue dejado por su mujer: «No voy a poder resistirlo. Sé que sin ella yo no voy a poder morir».

Es claro que quiso decir lo contrario, que sin ella no le sería posible vivir, pero el lenguaje lo tomó y el inconsciente habló por él. Y eso nos permitió ahondar en cuestiones muy profundas. ¿Qué lo mantenía unido a ella? ¿Por qué necesitaba de esa relación tan conflictiva y sufriente?

Esto es lo que a los analistas nos interesa. El lugar en el que la comunicación falla. En el que el significado se desplaza de la convención hacia una significación distinta que nada tiene que ver con lo social, que es única y particular de ese sujeto. Porque es claro que personas diferentes pueden usar las mismas palabras y estar diciendo, sin embargo, cosas muy distintas.

Y aquí recuerdo «Pierre Menard, autor del Quijote», ese maravilloso texto de Borges.

El cuento empieza con una protesta de un crítico a causa de la omisión del nombre del novelista Pierre Menard en un catálogo. Pierre Menard era un oscuro escritor francés, que en el siglo XIX había vuelto a escribir los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote, y un fragmento del capítulo veintidós. Pero lo maravilloso es que los escribió exactamente igual que Cervantes. No cambió ni una palabra, ni una coma.

Sin embargo, el crítico sostiene que no se trata de una copia y que, incluso, la obra de Menard es muy superior al original: «más sutil e infinitamente más rico, que el de Cervantes».

En una parte del libro, Don Quijote propone una disputa entre las armas y las letras y falla en favor de las armas. Según el crítico, esto era inevitable y esperable de un viejo militar como Cervantes, en cambio era un acto sublime y sorprendente viniendo de un hombre dado a la filosofía como Menard.

Borges hace de este relato algo irónico y genial, pero no está lejos de la postura con la que escucha un psicoanalista. Esto de entender, repito, que dos sujetos que utilizan exactamente las mismas palabras pueden decir cosas muy diferentes.

Por eso la comunicación, para el Psicoanálisis, es siempre fallida. No es posible comunicar porque no es cierto que utilicemos el mismo código y que las palabras puedan transmitir todo lo que se quiera decir. Siempre algo escapa a la voluntad del hablante y es ese lugar de malentendido el que nos importa. Ese instante en el que el lenguaje no sólo sorprende y deja perplejo al otro, sino al propio sujeto que se detiene, asombrado y dice: «No sé por qué dije eso»… o «Mirá lo que dije»… Y pretende desecharlo diciendo que no es lo que quiso decir, pero justamente eso que quiere tirar será lo que nosotros tomaremos. En este sentido, podemos decir que los analistas trabajamos con el basurero del lenguaje.

Sólo dos comentarios más antes de pensar esto en relación con Alejandro.

El primero tiene que ver con una doble vertiente de la palabra: por un lado pacifica, por otro genera malentendido.

Supongamos que estamos esperando el colectivo a la madrugada en una esquina oscura. Si llegara alguien y se parara cerca de nosotros, de inmediato sentiríamos cierta incomodidad. Seguramente, miraríamos con disimulo y nos pondríamos tensos. Pero si alguno de los dos dijera, por ejemplo, «¿Cuánto más va a tardar este colectivo? Hace una hora que no pasa ninguno…», veríamos cómo el clima se distiende y esa tensión disminuye. Podríamos, incluso, conversar amigablemente y protestar contra la línea de colectivos. He aquí el poder pacificador de la palabra.

Sin embargo, de todo lo antedicho, concluimos también que no hay manera de comunicar con precisión y que el malentendido es algo inevitable.

El segundo comentario retoma la pregunta inicial: ¿La palabra cura? Y diré que no toda palabra es igual. Hay palabras vacías, sin contenido, que nada dicen acerca de la verdad del sujeto y su deseo y si trabajamos con ella, difícilmente se produzca la cura. Pero si, en cambio, aparece la otra, la palabra plena, la que sorprende al paciente y, por qué no, al analista, se abrirá un espacio en el cual pueda surgir alguien distinto; un hombre más cercano a su deseo y alejado de su padecimiento.

No es otra la tarea del analista que la de propiciar las condiciones para la aparición, en algún momento, de esa palabra plena.

Vayamos al caso de Alejandro.

Lo primero que me inquieta es su llamado, porque me obliga a discriminar si ha roto o no la relación con el lenguaje. De haber sido así, nada podría haber hecho por ayudarlo. Entonces puse en juego un chiste, que no es cualquier modo de utilizar la palabra. Supone del otro lado alguien que puede entender una ironía o una metáfora. Y la respuesta de Alejandro me tranquilizó.

Cuando comenzó a hablar se definió rápidamente: «sé cumplir reglas, fui soldado. Estuve en Malvinas». Allí, sus palabras dijeron una verdad a pesar de que él mismo pensaba que estaba mintiendo. Porque Malvinas, para él tenía un significado inconsciente muy distinto, algo que se devela mucho después: el frío, el hambre, la soledad y el maltrato. Eso es lo que la palabra, sería más preciso decir el significante, Malvinas representa para él. Y en ese sentido, ciertamente Alejandro había estado allí.

Dijimos que es el lenguaje el que se sirve del sujeto y aquí se ve que esto es así: Alejandro dijo una verdad más allá de su voluntad. Por eso en una sesión intervine diciéndole que podía mentir si quería. Porque sé que aunque así lo hiciera, si logro establecer las condiciones necesarias, la palabra plena surgirá, como lo hizo en esta oportunidad.

La distinción entre «matarse» y «morirse» también fue importante a lo largo de su tratamiento. Todo el tiempo trabajamos para que no se instalara la posibilidad del suicidio, cosa que estaba latente en su pensamiento, pero en cambio propicié que se hiciera cargo de sus ganas de morir. ¿Qué era para él morir? Dejar de ser quien decía que era: un sobreviviente. Y en ese sentido, su deseo de morir era un deseo sano. Porque apuntaba a un nuevo nacimiento, pero en otro lugar.

Las palabras tenían un significado fuerte y singular para él: noche, sombras, infierno, muerte, soledad. Y por cada una de ellas me dejé guiar para ver adónde nos conducían. Si nos hubiéramos manejado por el sentido común, por la idea de que me estaba comunicando lo que quería decir conscientemente, ningún cambio hubiera sido posible.

En Psicoanálisis, para quien se compromete en la búsqueda de la verdad, no se trata de cualquier palabra, sino de aquella que puede abrirse paso en la maleza de la resistencia e indicar un sendero difícil, pero inevitable.