Ayelén llegó a mí derivada por el analista de su hermana. Según él me comentó, estudiaba psicología y había leído todos mis libros. Su paciente, que sabía de nuestro conocimiento, le pidió mi teléfono. Me llamó de inmediato.
En esa charla telefónica la noté jovial y agradable. Dijo que estaba muy entusiasmada con la idea de tener su espacio analítico ya que pronto se recibiría y que, como el Psicoanálisis era la técnica que había elegido para especializarse, sabía que lo primero que tenía que hacer era tener un lugar como paciente en un diván. Y no se equivocaba.
El Psicoanálisis es una técnica diferente a todas las demás y tiene como principal requisito que el aspirante a analista realice un análisis personal muy profundo. A diferencia de otras escuelas, es imposible para alguien que no haya transitado, y mucho, por los territorios de su inconsciente, que pueda ejercer. Ayelén lo sabía y por eso quería analizarse. Pero en este caso, para ella, el diván sería una alternativa imposible.
Lo primero que vi al abrirle la puerta fue su sonrisa enorme y blanca. Su cara era hermosa y tenía unos ojos grandes y chispeantes.
—Hola —me saludó amablemente—, es un placer conocerlo.
Le sonreí.
—Gracias. Ayelén, supongo.
Asintió. Le estiré la mano para saludarla y en ese momento me di cuenta de que estaba inclinada hacia adelante y apoyada sobre dos bastones antebraquiales. Ella miró mi mano extendida e hizo un gesto travieso.
—Me encantaría pero, como verás, no puedo soltar los bastones.
—Sí, claro. Perdón —respondí aún sorprendido—. Pero pasá, por favor.
Ayelén se desplazó para entrar arrastrando apenas los pies y tropezó con el marco de la puerta. Yo me puse algo incómodo, pero ella estaba sonriente, casi divertida. En un momento, sin saber muy bien qué hacer, quise ayudarla con algunos movimientos que resultaron torpes e ineficaces.
—¿Sabe qué? —me dijo—, o va para un lado o va para el otro, porque tengo que maniobrar y siempre me cuesta al principio, cuando no conozco el lugar. Pero ya va a ver. Con un par de veces que venga lo voy a hacer bien.
—Por supuesto.
Me corrí de la puerta y ella pudo moverse con libertad y entrar, aunque no sin alguna dificultad. Me adelanté y le indiqué el camino.
—No se quede mal —dijo comprensiva—. Igual, ya estoy acostumbrada.
—¿A qué estás acostumbrada?
—A que la gente se impresione un poco cuando me ve por primera vez. Pero eso mejor se lo cuento después, cuando arranquemos la sesión.
Me senté en mi sillón mientras ella se acomodaba en el suyo e intenté una broma para distender la situación. Es una primera entrevista y quiero que se sienta cómoda para que pueda hablar con tranquilidad de lo que la trae a análisis.
—Lo siento por vos, pero desde el momento en el que atravesaste esa puerta ya estás en sesión, así que tené cuidado. Todo lo que digas puede ser usado en tu contra.
Ayelén dejó escapar una risa agradable. Se la veía bien dispuesta.
—Qué bien me voy a llevar con usted. Me parece que esto me va a gustar.
—Bueno, veremos. Ojalá sea así —pausa—. ¿Estás cómoda?
—Sí, perfecto.
—¿Querés un vaso de agua?
Me mira y se ríe.
—No, gracias. Tengo un problema en las piernas, no en la garganta.
Hice un gesto para disculparme al percibir la tontería que acababa de decir y la invité a hablar. Ella asintió.
—¿Por dónde empezamos?
—Por donde quieras.
Piensa unos segundos.
—Bueno, tengo veintiséis años. Estudio psicología —me mira—, pronto me voy a recibir. Quiero ser psicoanalista, y lo voy a lograr. Ya va a ver. Algún día voy a ser como usted.
El comentario me pareció muy auspicioso ya que el hecho de que me ubicara en ese lugar de respeto hablaba de una transferencia ya instalada, seguramente a partir de la lectura de mis libros y la sensación de confiabilidad que le habían dado. De todos modos, ese es sólo el primero de los pasos en la construcción del vínculo entre paciente y analista. La transferencia puede mudar con el tiempo, y en este caso lo haría.
—Soy muy buena alumna, me gusta estudiar —se interrumpe—. Bueno, muchas opciones no me quedan, ¿no?
—¿Por qué decís eso?
Hace un gesto señalando su cuerpo. Es evidente que quiere darme a entender que, dada su discapacidad y las limitaciones que le impone, no tiene muchas alternativas más que el estudio. Lo entiendo, pero no quiero un gesto, el análisis necesita de palabras, por eso decido usar las que considero necesarias en este momento y exponer el tema con claridad desde el comienzo. Lo no dicho, tarde o temprano, genera alguna dificultad y decidí evitarla.
—Hablame de tu discapacidad.
Me mira y una expresión rara cruza su cara, aunque no llega a ensombrecer su sonrisa. Después de unos segundos retoma la palabra y habla con naturalidad.
—Dis-ca-pa-ci-dad… Mire usted. Si se lo cuento al INADI le harían un juicio.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Y, porque algunos prefieren llamarlas «capacidades diferentes», pero supongo que está bien. Estamos aquí para decir la verdad, ¿no?
Me mira fijo y no le devuelvo gesto alguno.
—Tengo un ECNE —continúa—, producto de un doble circular del cordón en el momento del parto —se detiene y piensa—. ¿Qué justo, no? Casi, casi, salgo bien, pero a último momento… Como decían los griegos: «Nunca hay que confiar en el destino». Pero bueno, son cosas que pasan, así que ¿por qué no iba a pasarme a mí? Y ¿sabe qué?, por ahí es mejor que haya sido así.
—¿Por qué lo decís?
Se encoge de hombros.
—Porque en los centros de rehabilitación me encontré con muchos chicos que tuvieron algún accidente y que antes eran normales, y me di cuenta de que la adaptación a su nuevo estado les costaba mucho. Se la pasaban llorando todo el tiempo por lo que habían perdido, por lo que ya no iban a poder hacer de nuevo. En cambio yo…
—¿Vos qué?
Intenta una sonrisa.
—Yo siempre fui así.
Asiento.
—Ayelén, recién dijiste que ellos antes del accidente eran normales, en cambio vos… ¿Qué querés decir con eso? ¿Que nunca te consideraste una persona normal?
Su sonrisa se diluye y, por un instante, me mira de un modo diferente.
Después de aquella entrevista me comuniqué con un médico amigo que trabaja en un importante centro de rehabilitación y le pregunté exactamente qué era un ECNE.
—Es una Encefalopatía Crónica No Evolutiva —me dijo.
—¿Y eso qué significa?
Él suspiró y se preparó para darme una explicación comprensible.
—En buen criollo, eso significa que tiene una parálisis cerebral permanente.
Repaso sus dichos.
—Ajá. Pero dijiste que es no evolutiva, eso quiere decir que no va a empeorar.
—Sí. Esa es la parte buena.
—¿Y cuál es la mala?
—Que tampoco va a mejorar.
—¿O sea?
—Que tu paciente va a andar con los bastones canadienses toda su vida. ¿Qué edad me dijiste que tiene?
—Veintiséis.
—Qué cagada. Pobrecita.
Me disgustó su comentario y sin darme cuenta le respondí en tono molesto.
—No le digas así.
—Ehhh —protestó—, ¿por qué te enojás? ¿Se puede saber qué bicho te picó?
—Ningún bicho. Pero no me gusta que hables de esa manera de ella. Yo soy su analista y no puedo tenerle lástima, si no, no la voy a poder analizar.
—Ah, claro —ironizó—, cierto que vos no podés ser humano. Pero ¿sabés qué?, yo sí. Además, es paciente tuya y no mía, ¿no?
Relajo…
—Tenés razón, perdoname.
En las entrevistas siguientes, Ayelén aprendió a entrar a mi consultorio sin golpearse con la puerta ni llevarse nada por delante. Ella iba adaptándose al espacio y yo a ver sus bastones apoyados siempre a un costado, sobre el sillón.
Era ciertamente una joven inteligente, sensible, de buen humor y mucho carácter. Hablaba de sus sueños, de la facultad, de la buena relación que tenía con sus padres y de lo mucho que anhelaba convertirse en analista.
Rara vez tocaba el tema de su discapacidad, pero a una sesión llegó enojada y encaró directamente la cuestión.
—Gabriel, para mí el tema de la discriminación no es nuevo, lo sufrí muchas veces. Sin embargo aprendí a lidiar con eso, a comprenderlo.
—¿Comprenderlo?
—Y sí. Yo puedo entender que cuando alguien me ve por primera vez pueda sentirse apabullado —me mira y bromea—, ¿o no se dio cuenta de que mis ojos son irresistibles?
Muchas veces un chiste es una manera de escapar de algo que nos angustia. Un mecanismo de defensa o un modo de develar algo que seriamente alguien no puede decir. Tengo la sensación de que algo así ocurre en esta ocasión.
—Bueno, por lo que veo te lo tomás con humor.
Se pone seria y reflexiva.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Si pierdo el humor me muero, y le aseguro que si algo no quiero hacer en esta vida es morirme.
Asiento.
—Pero decime, ahora ¿qué pasó? ¿Por qué reaparece la cuestión de la discriminación?
Se pone incómoda y se toma unos segundos antes de responder. Ella dice que acepta y entiende el tema, pero su actitud denota angustia. Una angustia de la que aún no puede hacerse cargo.
—Porque hay un titular de cátedra en la facultad, un psicoanalista renombrado, a lo mejor lo conoce: Jorge Castells[1].
No hice gesto alguno al escuchar el nombre. Por supuesto que conocía a Castells, es más, lo había tenido como docente cuando cursé la carrera. Era un profesor extraordinario y un gran analista. Con el tiempo, algunas actividades profesionales me permitieron tratarlo y descubrí a una persona sensible, ética y amable. Por eso me extrañó el comentario de Ayelén.
Pero hace tiempo que aprendí la diferencia entre lo que llamamos realidad y la realidad psíquica de cada sujeto. Y los analistas sabemos que es con esta última con la cual debemos trabajar.
Estaba seguro de que Castells jamás podría haber tenido un gesto discriminatorio para con Ayelén, pero así lo había vivido ella y yo quería saber por qué.
—Contame, ¿qué pasó con Castells?
Lucha con sus emociones y trata de hablar con calma.
—El tipo es un genio y por eso, cuando da las clases, el aula magna revienta de alumnos. Todos quieren escucharlo. Gabriel, yo conozco mis limitaciones y por eso intento llegar antes que los demás, para ubicarme sin joder a nadie, ¿me entiende? —asiento—. Pero el otro día me demoré porque llovía y no conseguía taxi —se detiene y hace un gesto resignado—, se imagina que en colectivo me cuesta mucho andar.
Silencio.
—¿Y entonces?
—Nada… que llegué con la clase empezada y tuve que pasar entre los alumnos que estaban sentados para conseguir un lugar —a medida que me cuenta lo ocurrido su voz se quiebra y sus ojos se llenan de lágrimas—. Le juro que yo intenté pasar lo más desapercibida que me fue posible, pero no pude. Entonces mis compañeros tuvieron que pararse, mover las sillas, correrse para adelante, para atrás: un desastre.
—¿Y qué pasó?
Me mira con los ojos encendidos de rabia.
—Pasó que Castells escuchó los ruidos y paró la clase —disimula su voz en una torpe e irónica imitación del docente—: «Vamos a interrumpir unos segundos hasta que la compañera se acomode» —pone un gesto contrariado—. ¡Qué hijo de puta!
Ayelén está dolida porque siente que la situación la puso en ridículo frente al resto y culpa a su profesor por esto.
—Ayelén, veo que estás muy enojada, pero te pregunto: ¿No es posible que Castells realmente haya querido darte tiempo para que te ubicaras con tranquilidad?
Niega con la cabeza, totalmente captada por su enojo.
—Si eso fue lo que quiso, se equivocó feo, porque lo único que consiguió es que todo el mundo se fijara en mí —pausa—. Le juro que me hubiera ido a la mierda, pero ya era más difícil irme que quedarme, así que me la tuve que bancar.
—¿Y cómo te sentiste?
—Como el orto. No pude escuchar nada de la clase y lo único que quería era desaparecer.
En ocasiones, la mejor intervención es llevar al paciente a que se haga cargo de lo que siente, que se involucre con sus emociones. Claramente Ayelén está proyectando en la figura de Castells un enojo anterior, que la recorre quizás desde siempre, y esta es la oportunidad que tengo de intentar que se apropie de algo de esto que le pasa.
—Ayelén, yo no sé si tu profesor hizo lo que hizo para cuidarte o, como decís vos, para molestarte. Pero, sea como fuere, me gustaría hacerte una pregunta: ¿Estás segura de que lo que me dijiste en la primera sesión es verdad? ¿Será cierto que este es un tema que tenés asumido?
No duda, responde rápidamente, como siempre que alguien se defiende.
—Segurísima. Yo aprendí a aceptarme, a valerme sola a pesar de esto —golpea sus piernas—. ¿Sabe, Gabriel?, no me importa lo que usted piense, pero sepa que yo no necesito de nadie.
Me doy cuenta de que está cerrada a toda posibilidad de razonar y por eso, luego de una pausa, me pongo de pie y doy por terminada la sesión.
—Bueno, entonces, tal vez tengas razón.
Empiezo a caminar hacia la salida y un ruido me sorprende. Me doy vuelta y veo que, al intentar levantarse, Ayelén tiró sin querer uno de sus bastones al piso. Lo mira, incómoda. Trata de levantarlo, pero no puede, ha quedado demasiado lejos de su alcance. Prueba agacharse un poco para ver si llega hasta él, pero le es imposible.
Mi primer impulso, por supuesto, fue ir hacia ella y acercarle el bastón, sin embargo no me moví de mi lugar y miré todo sin hacer ningún movimiento, ni siquiera un gesto.
Luego de unos segundos muy incómodos, me mira enojada.
—¿Qué… No va a ayudarme?
Me acerco, me agacho, levanto el bastón y lo pongo en su mano.
—Sí, por supuesto. Sólo que no quise ofenderte. Como me dijiste recién que vos no necesitás de nadie.
Se pone de pie con dificultad y me mira sorprendida e indignada por mi intervención. Empieza a caminar hacia la puerta en silencio. Cuando llegamos, sale a la calle y me clava la mirada.
—Y bueno, se ve que Castells no es el único analista hijo de puta de este mundo.
Sabía, desde antes de realizar aquella intervención, que iba a provocar la ira de Ayelén.
Pero aquel hecho, la caída de su bastón, me había dado la oportunidad de contrastarla con sus dichos. No era cierto que no necesitaba de nadie. Todos necesitamos de alguien y ella, dada su enfermedad, aún más; y tenía que asumirlo y empezar a convivir con eso.
Yo había echado por tierra su mecanismo de defensa: negar la realidad para hacer de cuenta de que no existía. Y es común, cuando esto ocurre, que aparezcan la angustia o el enojo.
En la sesión siguiente, entró sin saludarme y se dirigió al sillón. Esta vez colocó los bastones sobre su falda y los apretó contra su cuerpo. Nos quedamos en un silencio incómodo durante algunos minutos.
—¿Qué pasa, Ayelén? ¿No tenés nada para decir, hoy?
Suspira.
—Estuve debatiéndome para decidir si venía o no.
—Pero viniste, así que supongo que el debate terminó bien.
—¿Quién dice que terminó bien? ¿Usted? —me mira desafiante—. ¿Por qué? ¿Porque vine a verlo? Claro, como escribe libros y está en la tele —ironiza—. ¿Tan importante se cree?
El momento es tenso pero, justamente por eso, mi voz debe ser calma y firme.
—Yo no. Pero vos, tal vez sí. De hecho, en la primera entrevista me dijiste que algún día te gustaría ser una analista como yo.
—No, Rolón —me contesta en tono duro—, como usted no. Yo no voy a discriminar a mis pacientes.
Pausa.
—Ah, resulta que ahora yo también te discrimino. Primero Castells, ahora yo. A ver, decime, ¿quién más está en la lista de los que te discriminamos, Ayelén?
Al escuchar mi pregunta se conmociona. Algo dentro de ella intenta aflorar, pero lo retiene. Lucha por callarlo, pero sé que mi intervención llegó a algo de lo que aún no hemos hablado. Es momento de insistir, de ayudarla a decir lo que ya puja por salir.
—Decime lo primero que se te venga a la mente.
—Bueno, yo…
—No lo pienses. Simplemente decilo.
Hace una pausa. Le cuesta hablar, pero finalmente lo hace.
—Raúl.
—¿Y quién es Raúl?
—Raúl era mi novio.
Vuelve a hacer una pausa. Se está conectando con esta vivencia. Pero percibo claramente que ha cambiado de estado. El enojo dio paso a la confusión.
—Contame.
—Nos conocimos en la secundaria, pero nunca nos dimos mucha bola. Usted sabe, los varones son crueles, y más a esa edad.
—¿Qué querés decir con eso?
—Que yo me daba cuenta de que a veces se reían de mí —baja la mirada apenas un segundo—, pero él era distinto, y en el viaje a Bariloche pegamos onda —recuerda con un dejo de dolor—. Ese viaje no fue fácil para mí.
—¿Por qué?
—Y…, por esto de subir y bajar del micro todo el tiempo, las excursiones y la aerosilla esa de mierda. Pero por suerte estaba Raúl.
—¿Por qué decís «por suerte»?
Sonríe.
—Porque él me cuidó mucho y de algún modo hizo que tomara todo con más naturalidad. Y yo me pegué a él primero con desesperación, después con gratitud, y al final… —se interrumpe.
—¿Y al final qué, Ayelén?
Hace un gesto de contrariedad.
—Al final con amor.
Pausa.
—¿Y por qué ese gesto?
—Porque nunca creí que podía pasar algo entre nosotros.
La interrogo con la mirada.
—Usted no entiende.
—¿Y qué es lo que debería entender?
—Que era algo que ni siquiera tenía derecho a soñar.
—¿Por qué no?
—Porque Raúl era un chico normal.
—Ah, claro. Y, según veo, mi duda de la primera entrevista tenía fundamento, ¿no? Vos nunca te sentiste una persona normal.
Silencio.
—¿Y qué pasó después?
—Para mi sorpresa, a la vuelta del viaje me llamó. Me dijo que se había enamorado de mí y que quería que empezáramos a salir.
—Ah, bueno, entonces no era un sueño tan imposible —pausa—. ¿Y cómo anduvo todo?
—Bien, muy bien. Fue una linda historia —se detiene. Le cuesta hablar de este tema—. ¿Sabe?, Raúl fue mi primer hombre. En realidad, el único con el que me acosté en mi vida.
Percibo que el recuerdo le genera vergüenza, ternura y algo de malestar. En esta sesión, sus emociones se entrecruzan todo el tiempo.
—Para mí, todo lo que tenga que ver con el sexo es aún más difícil que para el resto.
Lo imagino, pero necesito que pueda decirlo.
—¿Por qué?
Me mira con disgusto por tener que explayarse sobre el tema.
—Y…, porque yo no puedo abrazarme al cuello de un hombre para besarlo, porque me caigo. Desvestirme es un trámite muy complicado y además, en aquel momento, tenía mucha vergüenza de mi cuerpo. Pero él fue tan dulce y todo fue tan lindo.
—¿Sí? Qué bueno.
—Sí. Porque yo disfruté mucho del sexo con él —pausa—, a pesar de las limitaciones.
—¿Qué tipo de limitaciones?
Me mira casi suplicante, como pidiéndome que no le haga todo más difícil. Me mantengo imperturbable, hasta que después de unos segundos continúa su relato.
—Usted se imaginará que yo no puedo desplazarme libremente por la cama, no puedo ir arriba y… —vuelve a interrumpirse.
—¿Y qué?
—Que hay tantas cosas que no puedo hacer. Pero él se encargó de que siempre me sintiera bien, plena.
—¿Y entonces, por qué lo pusiste en esa lista de personas que te discriminan?
Se queda pensando y empieza a lagrimear.
—Porque todo lo hacíamos en privado; todo, no sólo el sexo. Al principio no lo percibía, hasta que un día me di cuenta de que nunca íbamos a fiestas, que nunca salíamos al cine, a comer afuera… Nunca. Y entonces entendí.
—¿Qué es lo que entendiste, Ayelén?
Ahora sí deja que las lágrimas le mojen la cara sin pudor. Ya nada queda de su enojo inicial. Tan sólo una profunda tristeza y un enorme dolor.
—Que me escondía, que le daba vergüenza mostrar… —se angustia.
—¿Mostrar qué?
—Esto que soy.
Me golpea la manera en la que lo dice y la fuerza emocional que pone en juego. Pero, como yo mismo le había dicho a mi amigo, no puedo permitirme el lujo de tenerle lástima. Yo también tengo que entender que Ayelén es una persona «normal» a pesar de sus dificultades y darle el derecho a ser analizada como tal. Por eso no hago el menor gesto de compasión.
—¿Y qué pasó con esa relación?
Suspira.
—Estuvimos juntos muchos años, hasta que un día le dije que no quería seguir y me fui.
—¿Y le explicaste el porqué de tu decisión?
Ayelén niega con la cabeza.
—¿No?
—Jamás.
—Entonces, ¿Raúl nunca se enteró de que pensás que él se avergonzaba de vos?
—Nunca.
Pausa breve.
—¿Y no te parece que deberías decírselo?
Noto su duda.
—¿Cuánto hace que terminaste con él?
—Hace poco.
La escucho y algunos sucesos comienzan a ordenarse.
—Ajá. ¿Más o menos el mismo tiempo en el que pasó lo de Castells? —desvía la mirada—. Decime, Ayelén, ¿estás segura de que no proyectaste en tu profesor la rabia que sentías con Raúl?
No responde. Decido continuar trabajando este tema.
—¿Sabés?, me gustaría que pensaras en algo.
—¿En qué?
—En que a lo mejor, un hombre que estuvo con vos durante tanto tiempo y que te cuidó como lo hizo Raúl, merece al menos saber por qué decidiste terminar con él, ¿no te parece?
Me mira.
—Tengo miedo.
—Lo sé. Pero estoy seguro de que no es la primera vez que te enfrentás a esa sensación, ¿no?
Asiente.
—Al menos, pensalo. Por lo que me dijiste, Raúl siempre te trató con mucho amor e imagino que debe de haberse quedado muy desolado, o al menos confundido cuando decidiste terminar la relación sin siquiera decirle el porqué. A lo mejor, incluso, piense que vos ya no lo querés más.
Me mira asombrada.
—¿Cómo se le podría ocurrir eso?
—Bueno, ¿qué pensarías vos si él te hubiera dejado sin darte ninguna explicación?
Menea la cabeza.
—Pero no es lo mismo.
—Ah, cierto —le digo con ironía—, él es una persona normal, ¿no?
No dice nada. Y después de unos minutos doy por terminada la sesión.
Durante varias semanas trabajamos el tema de su relación con Raúl, y cada vez más me convencía de que sólo el miedo y la autodiscriminación la habían llevado a tomar aquella decisión.
Ella aún lo amaba con todo su ser. Raúl había sido el único hombre que había logrado hacerla sentir una mujer y le había permitido soñar con un futuro.
En medio de una de aquellas sesiones la angustia la desbordó y gritó:
—Si no hubiera sido por estos bastones de mierda —y los arrojó.
Fue muy movilizante vivir esa situación. La dejé llorar. Después me levanté, busqué los bastones y volví a ponerlos a su alcance. Ayelén lloraba de modo desconsolado mientras decía que sabía que no había posibilidad de ser feliz para ella.
Escuchaba su dolor, su justificado enojo con la vida. Pero esta era su vida y algo debía hacer para que pudiera moverse de ese lugar sufriente. Y cada vez más, la opción de que hablara con Raúl se me aparecía como la mejor manera de poner palabras a lo que le ocurría. Sabía que podía ser que efectivamente él le confirmara sus temores y que esto iba a derrumbarla aún más, en cuyo caso allí estaría yo para contenerla. Pero ella misma no podía albergar más tanto silencio.
Le costó aceptarlo, pero al final me dijo que lo llamaría, pero que por favor no la apurara. Le respondí que la única urgencia era la que le impusiera su angustia. El Psicoanálisis jamás le pone tiempo al dolor de un paciente.
Un mes después, vino a sesión y me contó.
—Lo hice.
—¿Qué cosa hiciste?
—Hablé con Raúl.
—Ajá. ¿Me querés contar cómo fue?
—Bueno, lo llamé y nos encontramos en un café.
—¿Y qué pasó?
Sonríe conmovida.
—Él me vio llegar y se le llenaron los ojos de lágrimas —hace una pausa—, yo estaba tan nerviosa…
—¿Y qué sentiste al verlo?
Percibo la emoción en su mirada.
—Fue como si nunca me hubiera separado de él. Me abrazó, me ayudó a sentarme, me acomodó los bastones al costado de la mesa con tanta naturalidad. Claro, fueron muchos años.
—¿Y después?
Le cuesta hablar. Su voz se entrecorta.
—Me miró y me preguntó qué hacíamos nosotros separados. Me dijo que no me había llamado porque quería respetar mi decisión, pero ya no daba más, que no podía vivir sin mí y que nunca había entendido por qué decidí cortar lo nuestro.
—¿Y vos le contaste lo que te había pasado?
—Sí.
—¿Y él, qué dijo?
—Se asombró y… —se interrumpe.
—¿Y qué?
—Y se puso a llorar —ahora la que llora es ella—. Me dijo que no entendía cómo podía haber pensado eso. Que yo sabía que él siempre había estado muy orgulloso de mí.
Se detiene.
—Continuá.
—Y me preguntó por qué lo dejé justo cuando él me había propuesto casamiento.
Ayelén rompió en llanto, tal vez comprendiendo que Raúl era inocente de todas sus acusaciones.
—¿Raúl te había propuesto casamiento?
Asiente en tanto su cuerpo se sacude por el llanto.
—¿Y por qué decidiste cortar en ese momento?
No responde. No hace falta. La ficha que faltaba para armar el rompecabezas ha aparecido.
—Ayelén, ¿te acordás que al principio vos me dijiste que habías sufrido la discriminación muchas veces?
—Sí.
—Creo que eso no es cierto. Me parece que en realidad no fueron muchas veces, sino siempre. Pero no por parte de los demás, sino por parte tuya —espero que asimile lo que le estoy diciendo—. Tenés que aceptar que esa actitud de superación que me mostraste en las primeras sesiones no es más que un disfraz, pero ¿sabés qué?, aquí no necesitás usarlo.
Llora. Le cuesta hablar.
—No pude, Gabriel.
—¿Qué no pudiste?
—Casarme.
—Pero ¿por qué no?, si vos amás a este hombre…
—Claro que lo amo. Con todo mi corazón, pero ¿cómo iba a hacer?
—¿Cómo ibas a hacer con qué?
—¿Cómo iba a entrar a la iglesia caminando, dando lástima? ¿No se da cuenta? Apenas si iba a ser la caricatura de una novia.
—Para vos, pero no para Raúl. Porque él te ama, y te iba a estar esperando en el altar para recibirte y cuidarte como lo hizo todos estos años.
Ayelén no deja de llorar, pero algo me dice que su angustia viene aún desde mucho más lejos que esta experiencia. Está muy quebrada, pero tengo que seguir.
—Vos no te creíste merecedora de eso, ¿no? Ya lo dijiste en la primera sesión: no te considerás normal, y nunca te perdonaste ser diferente. Pero no te mientas, Ayelén. No éramos ni tus compañeros, ni Castells, ni Raúl, ni yo los que te discriminábamos. Tenés que hacerte cargo de que sos vos la que no puede aceptarse.
Llora unos minutos en silencio, hasta que por fin me mira.
—Gabriel, hay algo que tengo que contarle.
—Te escucho.
—Cuando Raúl me propuso casamiento, no solamente me fui de su lado.
—¿Ah, no?
—No. Yo no quería vivir más y —pausa— me quise matar.
—¿Qué hiciste, Ayelén?
Silencio.
—Intenté ahorcarme. Agarré una soga que había en el taller de mi papá, la crucé como pude por el tirante del techo, me senté en mi cama, me la puse alrededor del cuello y me quedé inmóvil —solloza—. Sabía que sólo tenía que intentar ponerme de pie sin los bastones y mi cuerpo haría el resto. Iba a caerme y a morir. Pero no pude.
Se quiebra.
—¿Y qué pasó después?
—Me saqué la soga y me quedé sentada, llorando. ¿Se da cuenta?, ni siquiera me alcanzó el valor para eso.
—No, Ayelén, no te confundas. Morir no es difícil, lo difícil es vivir. Y si vos no te mataste es justamente porque tenés valor, porque te bancás la vida difícil que te tocó. Además, no creo que tu verdadero deseo fuera matarte.
Me interroga con la mirada.
—Me parece que lo que intentaste fue corregir algo que no pudiste cambiar en el pasado.
—No lo entiendo.
—Sí. Vos me dijiste que tu enfermedad se produjo por un doble circular del cordón umbilical en el momento en el que naciste. Bueno, creo que la soga que te sacaste del cuello, en realidad fue el cordón que no te pudiste sacar al nacer. Ese que te causó esta lesión que tanto te angustia. Pero ¿sabés qué?, eso es imposible. Y esta, te guste o no, sos vos. Con tu discapacidad, es cierto, pero también con tu coraje, tu espíritu de lucha, tu inteligencia y, por sobre todas las cosas, con ese hombre que te ama, que te desea y que quiere armar una vida a tu lado. Así que, pensalo bien, porque tenés que elegir si vas a odiar a esos bastones que te recuerdan todo el tiempo lo que no podés hacer, o si les vas a agradecer que te permitan caminar hacia lo que te atrevas a soñar.
Aquella sesión duró casi dos horas y fue muy dura para ambos.
Hay quienes creen que el compromiso afectivo del analista con sus pacientes es muy bajo, cuando no nulo. Poco saben esas personas acerca de lo que es tener alguien angustiado enfrente. Alguien que, como Ayelén, habla incluso de sus ganas de morir.
La vida puede ser muy difícil para algunas personas. Injusta, a veces. Pero a pesar de eso, cuando un paciente viene a vernos es porque pone en juego su deseo de hacer algo diferente con esa vida que tanto le cuesta sobrellevar. Y es en esos momentos cruciales en los que se evidencia el temple del analista. Y el que no esté dispuesto a involucrarse con ese dolor no debería ejercer el Psicoanálisis.
Que nuestra técnica nos lleve a renunciar al consejo, la intervención directiva o la «palmoterapia» no implica que no sintamos con una fuerza aun mayor lo que pasa por el pensamiento y la emoción de nuestros pacientes.
Muy por el contrario, en transferencia, en esa relación tan fuerte en la que se actualiza el pasado, en la que somos improntados en lugares incómodos y difíciles, el inconsciente del paciente se anuda a nuestro propio inconsciente y nos permite vivenciar esas emociones con una potencia que muchos de los que critican al Psicoanálisis jamás sentirán.
Dos o tres sesiones después, Ayelén llegó radiante. Estaba hermosa y se la veía muy contenta. Se lo hice notar.
—Estás muy sonriente hoy. ¿Pasó algo?
Asintió con una mirada pícara.
—Hoy no vine en taxi.
—¿Ah, no?
—No.
—¿Y cómo viniste?
—Me trajo Raúl, en el coche.
—Ah, mirá vos qué bien. ¿Y no tenés nada más que decirme al respecto?
—Sí.
—¿Qué?
—Que estuvimos hablando mucho, y me dijo que sigue queriendo casarse conmigo.
—¿Y vos? ¿Vos qué querés?
—Yo también quiero casarme con él. Pero…
—¿Pero qué?
—Es que tengo tanto miedo.
La miro y la veo como si fuera una nena asustada en busca de protección. Pero por sobre todas las cosas, comprendo ese miedo y sé que debo ayudarla a que esta vez no detenga su deseo.
—Y bueno, habrá que enfrentarlo, entonces. Ya sabés lo que dicen, ¿no? Los cobardes no hacen historia. Y esta es tu historia.
Ella asiente y se permite una sonrisa tierna y agradecida.
—Igual, ya le dije que sí.
—¿En serio?
—Sí. Y usted va a tener que venir a la iglesia. Digo, para acompañarme, por si me dan ganas de escaparme otra vez.
Se ríe. Pero no es una broma, sé que de verdad me está pidiendo que esté a su lado en un momento tan hermoso y difícil a la vez. Y tomo el guante.
—Claro que voy a ir. Y te aseguro que para mí va a ser muy lindo verte entrar, con esta sonrisa hermosa que tenés ahora.
Ayelén llora, pero de felicidad. Entonces decido que este es el momento para dar un paso más. Me levanto, me paro a su lado y le estiro las manos. Ella me observa, después mira los bastones e intenta agarrarlos.
—No —le digo—, dejalos. Vení.
Se sorprende.
—No entiendo.
—Ayelén, una vez me dijiste que no podías abrazar a alguien sin caerte. ¿Y sabés qué?, los bastones están para ayudarte, no para atarte. Y no estoy de acuerdo con vos. Por el contrario, creo que sí, sos capaz de dar un abrazo sin su ayuda.
Está confundida, pero sonríe.
—No puedo. Es imposible.
—Tan imposible como que Raúl se enamorara de vos, ¿no? —me mira asustada—. ¿Sabés qué dijo una vez Nelson Mandela?
Niega con la cabeza.
—Que todo parece imposible hasta que se hace.
Se muerde el labio. Noto su ansiedad, pero aun así, me sonríe.
—¿Y si me caigo?
Le devuelvo la sonrisa.
—Te ayudo a levantarte.
Ayelén duda, tiene miedo, pero confía en mí, de modo que, con dificultad, se toma de mis manos e intenta pararse. La siento tensa, pero la sostengo, hasta que por fin se pone de pie y me echa los brazos al cuello. Se aprieta fuerte contra mí y estalla. Entonces su llanto de felicidad inunda el silencio. Miro y veo, como únicos testigos, sus bastones que yacen quietos en el piso.