La transferencia
Al comienzo, Freud utilizó esta noción fundamental en nuestra práctica clínica para referirse a la «transferencia de sentido», es decir a la posibilidad que tiene la psiquis de desplazar la emoción de una idea hacia otra. Lo que se llamó también falso enlace.
Pero fue tiempo después cuando tomó la fuerza y la significación que hoy tiene como concepto teórico, al quedar ligada a las características de la relación que se establece entre un paciente y su analista. Y si algo diferencia al Psicoanálisis de otras terapias es, especialmente, el lugar que el analista juega en ese vínculo tan intenso. Podríamos decir que la teoría psicoanalítica misma nace como un efecto de la lectura singular que Freud hizo de este fenómeno a partir de un caso conocido como Ana O.
Esta paciente era atendida por el doctor Josef Breuer (médico y filósofo austríaco), quien no pudo tolerar la potencia con la que ella volcaba sus afectos sobre su persona e interrumpió el tratamiento. Entonces, Freud decide continuarlo, se compromete a hacer algo con esas emociones y concluye que en realidad no tenían que ver con él, sino que ella «transfería» sobre su persona algunos contenidos inconscientes.
Pensada de este modo, la transferencia produce una resistencia, ya que en lugar de recordar, asociar y poder hablar de lo ocurrido, el paciente transfiere sus afectos al analista; sería, pues, algo que habría que vencer para que el análisis pueda avanzar.
Teniendo en cuenta esto, podemos imaginar la función del analista como una pantalla sobre la cual el paciente proyecta sus temores, sus enojos e incluso sus deseos.
Sin embargo, esa repetición que se da en el consultorio, aquí y ahora, muestra de qué manera ese sujeto se relaciona con los demás; especialmente con las figuras importantes de su historia.
Paradójicamente, la transferencia se impone como un fenómeno que tiene dos caras opuestas. Por un lado es una resistencia al análisis y por el otro una aparición invalorable para acceder a los mecanismos inconscientes.
Desde la mirada freudiana, la transferencia puede ser positiva o negativa según los afectos que el paciente vuelque sobre el analista. La transferencia positiva puede darse de dos formas: la ternura o el erotismo. En el primero de los casos la relación fluye y permite el trabajo terapéutico. El paciente habla de su analista y lo describe como alguien inteligente, una buena persona, dice sentirse seguro y comprendido. En cambio, cuando la transferencia se erotiza demasiado, se convierte en un problema. Los deseos sexuales del paciente se dirigen hacia la persona del analista y dificultan el trabajo.
Se plantea entonces un desafío: develar de dónde vienen esos deseos y a quién estaban dirigidos en su origen. Si esto se logra, el análisis avanza. En caso contrario, muchas veces el profesional debe interrumpir el tratamiento.
No obstante, el amor de transferencia es sincero. Según Freud, hay que considerarlo un afecto verdadero: un amor que el paciente está sintiendo. A pesar de esto, lo cierto es que esa emoción es generada por las características singulares del vínculo: una situación de asimetría en la que el analista está idealizado, ubicado por el paciente en el lugar del saber.
Cierta vez, una joven con la que estábamos trabajando este tema, hablando de las razones de su amor por mí, me dijo: «Si alguien lo escuchara, lo entendiera, lo contuviera y estuviera allí cada vez que lo necesita, ¿usted no se enamoraría?».
Como vemos, ella denunciaba claramente las condiciones que lo habían generado. Sea como fuere, es un amor que no puede ser correspondido ni concretado.
La transferencia negativa, en cambio, alude a los sentimientos de hostilidad que puede alguien volcar sobre su analista y esto también entorpece el desarrollo del tratamiento. Es muy difícil manejar ese monto de afecto agresivo que a veces surge en las sesiones y además, si el paciente no se mueve de ese lugar de enojo, le será imposible recibir nuestras intervenciones y trabajar a partir de ellas.
Jacques Lacan sostiene que, si bien la transferencia está recorrida por el amor, de lo que se trata en realidad es de un amor al saber y la instala de esta manera como motor del análisis, ya que ese amor llevará al paciente a enfrentar y superar sus resistencias en búsqueda de la verdad.
Esta postura implica un lugar particular en el cual el analista debe ubicarse, pues si lo que el paciente ama es el saber, habrá que poder sostener ese lugar para que el análisis avance.
Pero es claro que el analista no tiene el conocimiento de la verdad que recorre a ese sujeto, por eso diremos que es un saber supuesto. De allí la concepción lacaniana de que el analista ocupa el lugar de sujeto supuesto saber.
Esto quiere decir que cuando alguien cree que es el otro (Otro) el que sabe, ya hay transferencia. Lo cual nos habilita a plantear que no es la relación analítica la única capaz de generar este fenómeno, ya que cuando una persona va a ver, por ejemplo, a un abogado, supone que este tiene un saber que puede ayudarlo. ¿Hay allí transferencia? Sí. Porque «puede haber transferencia sin análisis aunque no hay análisis sin transferencia». ¿Y dónde radica, entonces, su singularidad? En la manera particular en la que el analista trabaja con ella.
Es claro que esta suposición de saber le otorga al profesional un poder. Pues bien, el analista renuncia a usar ese poder. No le dice al paciente lo que tiene que hacer o cómo debe comportarse. Esta es una diferencia fundamental entre el Psicoanálisis y otras técnicas terapéuticas.
Los analistas no tenemos la llave que abre la puerta de salida al sufrimiento de nuestros pacientes y debemos respetar su deseo y no imponer nuestras ideas sobre lo que sería mejor o peor para él. Dicho de otro modo, la ética del Psicoanálisis radica en el respeto por el deseo del analizante.
Muchas veces me han preguntado mi opinión sobre la hipnosis. Es más, en alguna de esas ocasiones me hablaron del tema como si se tratara de una novedad terapéutica. Debo decir que esto no es cierto. Por el contrario, Freud mismo renunció a utilizarla hace más de cien años, por haber constatado su ineficacia en la resolución de los conflictos neuróticos. Pero ¿dónde radica esa deficiencia terapéutica de la hipnosis?
Imaginemos por un momento que un paciente presentara una fobia a las cucarachas. Bajo la sugestión que genera la hipnosis, el hipnotizador podría ordenarle que, al despertar, este miedo desapareciera, y es probable que tuviera éxito. Pero lo que no se está teniendo en cuenta es que esa fobia estaba allí por algún motivo y tenía una causa precisa.
Su desaparición, efecto de que el hipnotizador ha utilizado el poder de la transferencia para sugestionar al paciente, no da cuenta del porqué de la necesidad de aquella dolencia. Tampoco se ha establecido el origen traumático de su causa, por lo cual veremos reaparecer ese sufrimiento bajo una nueva forma en un tiempo más o menos prolongado.
El analista, podemos decir ahora, renuncia al poder de sugestionar a su paciente y, por el contrario, lo invita a buscar la verdad que se encuentra en el origen de su padecimiento. Y para poder sostenerse en ese sitio se hace indispensable que el psicoanalista haya atravesado por un proceso profundo de análisis personal. Pero no para eliminar sus deseos, sino para encontrar uno aun mayor que sus pasiones: respetar la subjetividad de cada paciente. A eso lo llamamos: el deseo del analista.
Cito a Lacan:
Nadie ha dicho nunca que el analista no debe experimentar sentimientos respecto de sus pacientes. Pero no sólo tiene que saber no ceder a ellos, mantenerlos en su lugar, sino también cómo usarlos adecuadamente en su técnica.
¿Cómo funciona este concepto de deseo del analista?
Según Nasio, así como el paciente le supone un saber al analista, también le supone un deseo. En este sentido, la expresión deseo del analista no hace referencia al deseo de la persona del analista, sino al deseo que el analizante le atribuye.
Recuerdo a un paciente que antes de narrar un sueño que había tenido la noche anterior, me dijo: «Este sueño te va a gustar».
Observemos cómo él tenía una idea acerca de que yo deseaba que trajera un sueño para que pudiéramos analizarlo. De la misma manera, muchas veces escuchamos en el consultorio que alguien dice que «nos vamos a enojar» o «lo vamos a retar» por algo que ha hecho. En ese caso hay que tomar rápida distancia de esta creencia y hacérselo saber. Es más, el desafío durante un análisis es que el deseo del analista permanezca enigmático. Que el paciente nunca sepa qué es lo que estamos deseando que haga, ya que esta duda lo movilizará a hablar y trabajar en análisis para descubrirlo.
Pero el término deseo del analista también debemos pensarlo como el deseo que lo impulsa a dirigir la cura. Desde mi postura clínica, no se trata del deseo de que el paciente elimine sus síntomas, ni siquiera de que logre el bienestar, sino que llegue a una verdad, al corazón mismo de sus deseos más profundos para que pueda emerger como un sujeto distinto a lo que era al llegar y, sobre todo, distinto a su analista.
Articulemos estos conceptos con el caso de Ayelén.
Es evidente que ella me suponía un saber ya que «había leído todos mis libros» y confiaba en mí. De hecho, con esa creencia llega a la entrevista inicial. Por eso, luego de mi primera intervención dice: «Qué bien me voy a llevar con usted. Me parece que esto me va a gustar».
Y, para confirmar esta suposición, al terminar agrega: «Ya va a ver. Algún día voy a ser como usted».
Lo antedicho pone de manifiesto dos cuestiones. En primer lugar, la atribución de un saber sobre mí. Y, en segundo lugar, la suposición de que tengo un deseo puesto en juego: «Ya va a ver…». ¿Qué quiere decir con eso? Que inconscientemente supone que yo deseo que se reciba de psicóloga e incluso que se parezca a mí.
Afirmamos que puede haber transferencia sin análisis y el ejemplo más claro es la escena que protagoniza con el profesor Castells. Es claro que también a él le supone un saber. Dice que sus clases desbordan de alumnos que quieren escucharlo porque «el tipo es un genio».
Ubicado por ella en ese lugar, no era raro que también transfiriera sobre su persona alguno de sus conflictos no resueltos. En este caso, la discriminación.
Cuando trabajamos el tema y luego del acto analítico (no alcanzarle los bastones) proyectó su furia sobre mí y dijo: «Se ve que Castells no es el único analista hijo de puta de este mundo».
Desde la concepción que prioriza el afecto, podríamos sostener que Ayelén llega con una fuerte transferencia positiva que después de mi intervención muta a negativa. Me acusa, incluso, de creerme muy importante.
Pero, como sé que soy esa pantalla en la que proyecta sus contenidos inconscientes, no me hago cargo de ese enojo y trabajo sobre lo que ha surgido hasta lograr que ella misma reconozca que no se trataba de Castells ni de mí. Que eso que estaba sintiendo provenía de otro lado. Y allí aparece en escena Raúl.
Toda relación amorosa hace que supongamos que el otro tiene valores que nadie más posee, y eso ocurrió en este caso. También con Raúl establece un vínculo idealizado; él era el que sabía qué hacer con ella, con sus bastones e incluso con su sexualidad.
Pero ni Castells ni Raúl estaban en posición de actuar sobre esa transferencia, en cambio yo sí. Por eso ahondamos en el tema hasta llegar a la raíz de ese sentimiento de ser discriminada que, por supuesto, tampoco se originaba en Raúl, sino en ella misma. En la dificultad que tenía para aceptarse tal cual era.
Develar esto generó un cambio en su vida ya que pudo corregir una decisión equivocada que había tomado, pues iba en dirección opuesta a su deseo y la dejaba ligada al padecimiento. Pero no fue sólo eso, sino que resuelta esta cuestión pudimos llegar a una escena fantasmática originaria.
Cuando se anima a hablar de su plan suicida, descubrimos que en realidad de lo que se trataba era del intento inconsciente por corregir aquella vivencia traumática que sufrió en el momento de su nacimiento, de quitar el cordón que fuera la causa de su discapacidad motriz y su sufrimiento psíquico.
Ayelén se casó con Raúl dando cuenta de que el deseo es mucho más resistente que el cuerpo.
Y permanece, incluso, allí en donde el cuerpo se quiebra.