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Mientras los soldados dormitaban, ahitos, bajo el sol que no aliviaba para entonces sombra alguna detrás del castillo, en la zona derecha del bosque sonó el ronco canto de un faisán, e, inmediatamente, por la izquierda se oyó la respuesta de otra ave.

De repente, de cada una de las puntas del bosque salieron al galope tres caballos, a una velocidad que apenas estorbaba el fajo de ramas encendidas que cada uno de ellos arrastraba, y atravesaron raudos la explanada para converger todos en el lugar donde estaban atados los caballos.

Los guerreros de Malvino incorporaron, soñolientos, las cabezas y luego comenzaron a ponerse desmañadamente en pie. Para cuando la mayoría lo hubo logrado, los seis jinetes se habían entrecruzado en su trayectoria y la reseca hierba sobre la que habían arrastrado los ardientes haces se había incendiado. Los caballos relinchaban despavoridos y se soltaban y huían desperdigados.

Los jinetes se adentraron nuevamente en la espesura, tomando antes la precaución de deshacerse de sus llameantes fardos. Los caballos también habían desaparecido.

La seca hierba ardía como la yesca, liberando una considerable cantidad de humo que, si bien no bastaba para tornar opaco el aire, dejaba sentir sus efectos irritantes en la nariz y los ojos de los guerreros. Mientras todavía trataban de superar la confusión del momento, un nuevo repiqueteo de cascos atrajo su atención, y del perímetro del bosque surgieron más jinetes, cabalgando hacia ellos.

Aquéllos no eran, sin embargo, lugareños desarmados como los que acababan de pasearse por allí, sino hombres de armas provistos de armadura ligera y lanzas que arremetieron directamente contra su objetivo. El objetivo eran los soldados que acababan de quedarse sin monturas; y, por más que se afanaron por apartarse de su paso y desenvainar las espadas, en cuestión de minutos se hallaron boca arriba en el suelo, con cuchillos apuntados a las viseras, conminados a rendirse.

Unos quince o veinte aún seguían en pie. Se habían concentrado en un tupido manojo, con los escudos en alto y las armas aprestadas, formando una formidable y erizada masa defensiva que no sería fácil de abatir como lo habían sido sus compañeros dispersos.

Aun así, hasta el impacto de una lanza empuñada por un jinete protegido con armadura ligera a lomos de un caballo no especialmente pesado era eficaz. Los que se encontraban en el círculo exterior cayeron, y si se mantuvieron erguidos fue sólo gracias al soporte de sus camaradas.

Finalmente, el erizo se deshizo, y, llegado a ese momento, Jim y Brian dejaron de actuar como generales de campo para enzarzarse en combate. Los desalentados hombres contra quienes cargaron a caballo no estaban en condiciones de ofrecerles resistencia y al poco rato no quedaba ninguno en pie. Entretanto, los ballesteros habían comenzado a disparar desde los adarves, y, afuera, los arqueros habían respondido a sus disparos.

Gracias más a la excepcional pericia de los tres magníficos arqueros reclutados desde un principio por Dafydd que a la destreza de los que se habían sumado a ellos a su regreso y a los oriundos de la comarca, que en su mayoría nunca habían practicado contra una pieza mayor que un conejo, los ballesteros pronto dejaron de suponer un peligro. Los tiradores de las almenas acabaron heridos, muertos o demasiado acobardados para asomarse a disparar.

—¿Quién es el responsable aquí? -gritó Brian, tendiendo la mirada sobre el campo de cuerpos abatidos.

Un hombres vestido con una pesada armadura se levantó trabajosamente.

—Yo, Charles Bracy du Mont -contestó con voz ronca.

—¿Os rendís vos y vuestros hombres, o empezamos a degollar unos cuantos? -gritó Brian.

La amenaza no era ociosa, ya que el centenar de lugareños que habían acudido en ayuda de Jim habían salido de entre los árboles y todos tenían los cuchillos en las manos y feroces expresiones en los rostros.

—Yo… me rindo -dijo Bracy du Mont.

—¿Y vuestros hombres? -Esa vez fue Jim el que hizo la pregunta, con tono enérgico y violento.

—Y todos los que están a mis órdenes -confirmó cansinamente el francés con porte abatido.

—¡Desarmadlos y atadles las manos a la espalda! -ordenó Brian.

—¿Cómo? -gritó Bracy du Mont, irguiendo súbitamente la cabeza-.

¿Atarnos? ¡Yo y la mayoría de mis hombres hemos sido armados caballeros! ¡Bastará con que os demos nuestra palabra!

—Los caballeros que luchan al servicio de los Poderes de las Tinieblas no tienen palabra de honor -replicó Brian-. ¡Atadlos a todos!

—¿Qué hacemos ahora? -preguntó Jim a Brian cuando todos estuvieron maniatados.

—Ahora iremos con ellos a la parte anterior del castillo -respondió Brian con ferocidad-. Apuesto a que aquí estaba la parte más nutrida de la fuerza de Malvino… y los arqueros de Dafydd han silenciado a los que había en las almenas. Veremos si en tales condiciones Malvino tiene el buen juicio de entregarnos el castillo…

Las palabras de Brian quedaron interrumpidas por una visita que habría causado gran consternación entre los presentes si la mayoría de ellos no hubieran estado demasiado ocupados para percatarse con antelación de ella. Secoh se posó en el suelo a unos cinco metros de distancia de Jim.

—¡Jim! -gritó con alborozo, mientras pasaban volando a su lado un par de flechas disparadas por los más inexpertos lugareños y que, por suerte, Secoh no llegó a notar-. ¡Qué alegría veros! ¡En nombre de los dragones de pantano os doy oficialmente la bienvenida a casa!

—Eh… gracias -dijo Jim, que justo comenzaba a reponerse del sobresalto que le había producido la súbita llegada de Secoh-. Deben de haber desplegado una gran actividad para reunirse y adoptar esa resolución en el corto espacio de tiempo transcurrido desde mi llegada.

—Bueno -explicó Secoh-, la verdad es que todavía no han tenido tiempo para eso, de modo que yo me he tomado la libertad de transmitiros de todas formas el mensaje. Y los Dragones del Acantilado quieren saber por qué, llevando más de veinticuatro horas en la comarca, no les habéis devuelto aún su pasaporte.

—¿Es que están locos, dragón? -exclamó, indignado, Brian-.

¡Hemos estado demasiado ocupados para pensar en pasaportes!

—Eso mismo les he dicho yo -respondió Secoh-. Pero ya sabéis cómo son estas cosas, tratándose de la joya predilecta de cada dragón, y todo lo demás… Si me dierais el pasaporte a mí, Jim, yo podría llevárselo sin más dilación.

—No va a hacer tal cosa… -se disponía a contestar Brian, sinceramente enfurecido, cuando Jim lo contuvo poniéndole una mano sobre el brazo.

—Si no os importa -dijo a Brian, Dafydd y los demás que se encontraban cerca-, voy a necesitar un poco de intimidad para esto.

Es que es algo que guarda relación con la magia.

—Pero, Jim -observó Brian-, creía que nos habíais dicho que vuestras reservas mágicas…

—Este es un caso especial, Brian -repuso Jim-. Vuelvo enseguida.

Se alejó entre los árboles. A él mismo le había extrañado, con posterioridad a la conversación que había sostenido con Carolinus en el campo de batalla en Francia, que, si Carolinus estaba en lo cierto al afirmar que Jim sólo había podido llevar a efecto sus encantamientos recurriendo a sus reservas, hubiera podido encoger el pasaporte hasta un tamaño que le permitiera engullirlo. El hechizo había funcionado pese a todo, y la única explicación que había podido encontrar era que para esa función concreta todavía podía recurrir a la cuenta mágica de Carolinus.

Entonces, bajo la sombra de los árboles, tras pasar un momento intentando recordar el procedimiento exacto, logró vomitar el pasaporte en forma de pastilla. Una vez que hubo crecido por sí solo hasta su medida normal, tomó el saco de joyas con ambas manos y fue a entregarlo a Secoh.

—Considero muy acertado que me devolváis el pasaporte ahora, James -alabó Secoh, tomándolo con agradecimiento-. Lo llevaré directamente al acantilado… Eh, un momento, tengo que recuperar mi contribución propia.

El dragón depositó el saco en el suelo, lo desató e introdujo una mano en él. Tras rebuscar un rato con expresión de franca alarma, el semblante se le transfiguró de contento. Su garra emergió sosteniendo la perla de que había hecho donación el primero.

—¡Estupendo! -se alegró, mirándola. Después se la introdujo en una de las mejillas de su largo hocico, volvió a atar apresuradamente el saco y extendió las alas-. ¡Nos veremos pronto, James!

Alzó velozmente el vuelo hasta encontrar una corriente térmica y se fue planeando en dirección al acantilado.

—Bien -dijo Brian, un tanto malhumorado-, si hemos acabado con esto, ¿tal vez podríamos llevar a los prisioneros delante del castillo?

—Desde luego -se apresuró a aceptar Jim.

Iniciaron la marcha rodeando el castillo. Jim, Brian y Dafydd iban a la cabeza, seguidos por el grueso de los hombres de armas y arqueros veteranos, tras los cuales iban los prisioneros, dispuestos en irregulares columnas de a cuatro, y, pisándoles los talones, la hueste de voluntarios locales, que todavía mantenían los cuchillos desenfundados… por si acaso.

Cuando doblaron la esquina nororiental del castillo, el puente levadizo estaba bajado, y Malvino se encontraba delante, al lado de una figura revestida de armadura al completo, con la visera bajada, el escudo en un brazo y una maza en el otro. Detrás de ellos, se prolongaba hasta la puerta que daba al patio una hilera de guerreros acorazados y armados como los que acababan de vencer. Todo indicaba que estaban esperando la llegada de Jim, Brian, Dafydd y los demás.

El encuentro se realizó de forma organizada, no exenta de solemnidad. Tras rodear los muros del castillo, Jim, Brian y Dafydd se adelantaron a caballo seguidos de la columna de hombres y se detuvieron unos tres metros delante de Malvino y el silencioso individuo armado hasta los dientes que se mantenía a su lado.

Si bien el cielo no se hallaba encapotado ese día, estaba salpicado de abundantes nubes, algunas de las cuales pasaban precisamente por allí, obstruyendo los rayos del sol. La inmóvil figura revestida de metal desprendía un brillo plomizo bajo la apagada luz.

—James -dijo en voz baja Brian sin apartar la mirada de Malvino-, me temo que a partir de ahora vos tendréis que asumir la palabra y el mando.

—Así me proponía hacer -respondió con dureza Jim, sin molestarse en bajar la voz. Estaba pensando en Angie y en los demás, cautivos en algún lugar del castillo.

Desmontó del caballo y, siguiendo su ejemplo, Brian y Dafydd bajaron al suelo y avanzaron unos pasos.

—¿Qué os proponíais hacer, James? -preguntó Malvino cuando se paró a corta distancia de él.

—Me propongo expulsaros muy pronto de este castillo que es mío -anunció Jim.

Ahora que se hallaba frente a frente con Malvino, sentía una furia acendrada. ¿Qué derecho tenía ese mago desbancado a ir por ahí obrando como si él pudiera imponer su ley?

—¿Vuestro castillo, James? -replicó Malvino, ladeando la cabeza como un pájaro curioso-. Tengo entendido que lo habitasteis sólo durante un corto espacio de tiempo.

—Aun así es mío… por merced del rey Eduardo.

—Mmm -murmuró con aire pensativo Malvino-. ¿Os interesaría saber que ahora mismo en Londres hay otro documento que os lo quita, al que sólo falta la firma del rey? ¿Sabéis que, en ciertas circunstancias, lo firma todo con tal de que lo dejen en paz?

—¿Y por qué habría de creer eso? -contestó Jim-. Y, aunque fuera verdad, ¿qué tiene eso que ver con la actual situación? Vos estáis ocupando mi castillo y os voy a echar de él. ¡Y como hayáis causado desperfectos o hayáis hecho daño a quienes viven en él, os lo haré pagar caro!

—¿Pensáis tal vez en la reunión que debemos sostener dentro de poco a petición del Departamento de Cuentas? -sugirió Malvino-. Tal vez os convendría tomar en cuenta que esas acusaciones que habéis presentado podrían parecer un poco débiles cuando se sepa que las formula un hombre que es prisionero mío.

—Yo no soy vuestro prisionero -replicó Jim.

—Ah, pero lo seréis -aseveró Malvino-. Como decía, podrían aparecer como la tentativa de un joven e inexperto mago para defenderse en una situación delicada acusando a un practicante consagrado en el oficio, para hacer distraer su atención de su propia situación.

—No creo que el Departamento de Cuentas funcione de ese modo -respondió Jim, un poco cansado de tanta charla-. De todas formas, yo no soy vuestro prisionero.

—Pero, como he dicho, estoy convencido de que lo seréis -insistió Malvino-. Ahora -prosiguió con tono ceremonioso-, delante de los aquí reunidos, os acuso de haber mentido en lo que a mí respecta, tanto en relación con los cargos como en otras muchas ocasiones.

Jim intuyó de repente que algo no iba bien y enseguida se apagó la ira que ardía en su interior. Lo que Malvino acababa de hacer, según los usos de ese mundo, era lanzar la clase de desafío con que retaba a duelo un caballero a otro. Jim era, por supuesto, un caballero, y seguramente el mago había sido armado caballero en algún estadio de su vida, o había recibido algún título por el cual podía considerarse como miembro de la clase noble.

—¿Me estáis desafiando? -preguntó para hacerlo hablar y obtener así más información.

—Sí, en efecto -confirmó Malvino-. Bueno… no soy yo exactamente el que se hace cargo del duelo. Dada mi avanzada edad, me acojo como mago a la posibilidad de elegir un paladín que combata por mí. De hecho, ya he llevado a cabo la elección. Mi paladín se encuentra aquí a mi lado.

Se volvió hacia el callado individuo recubierto de metal.

—¿No estáis aquí a mi lado, mi paladín? -preguntó.

El desconocido se levantó despacio la visera, y Jim lo miró con ojos desorbitados.

Había visto una sola vez esa cara y nunca la olvidaría. Era la cara del hombre que todavía creía fugitivo y oculto en el continente. La cara de sir Hugo de Bois de Malencontri, al que se había enfrentado en una franja de tierra cercana a la Torre Abominable hacía más de un año, después de que hubiera obligado a Secoh a atraerlo a tierra, llamándolo, para que dieran cuenta de él sus ballesteros.

—Aquí estoy, como paladín vuestro -confirmó el interpelado y en su anguloso rostro de cuadradas mandíbulas se formó una inquietante sonrisa-. Y no soy, como pudierais pensar, sir James, una réplica hecha de nieve. Soy yo, en persona, el que se encuentra aquí, delante del castillo que fue mío y que pronto volverá a serlo gracias a la firma estampada en ese documento de Londres, una vez que se haya demostrado que sois prisionero de Malvino. ¡Porque lo que ahora va a celebrarse es un juicio en combate, y será la voluntad de Dios -sir Hugo hizo una repulsiva mueca al pronunciar la palabra-que yo pruebe que sois un falso caballero traidor, sin derecho a llevar las espuelas ni a poseer esta tierra y este castillo!

Mientras hablaba, se había ido quitando un guantelete y, al acabar, lo arrojó a la cara de Jim.

Jim realizó un inesperado descubrimiento: por qué las personas que reciben un guantelete en el rostro suelen aceptar de inmediato el desafío. El guante reforzado de metal le golpeó la cara con la fuerza de un arma. De repente comenzó a sangrarle la nariz, y también el labio, sesgado por un profundo corte, y notó además que se le había aflojado un diente. De improviso, en su mente sólo hubo lugar para una idea: enzarzarse cuanto antes en combate con sir Hugo.

Antes de que pudiera recoger el guante del suelo, Brian lo tomó, sin embargo, del brazo y lo hizo retroceder unos pasos para hablarle sin que pudieran oírlo Malvino ni sir Hugo.

—James! -Brian parecía querer arrancarlo con su vehemencia del estado de furia que lo arrebataba-. ¡James, escuchadme! ¡No podéis luchar contra sir Hugo! Oídme bien, no podéis pelear contra él. Vos también sois mago y, aunque de menor categoría que Malvino, tenéis igualmente derecho a escoger un paladín. Yo seré vuestro paladín y, por lo tanto, he de ser yo quien recoja el guante. ¡No lo toquéis vos!

—¡Ni hablar! -se negó en redondo Jim, articulando con dificultad las palabras debido a la hinchazón del labio-. Voy a despedazar a ese degenerado…

—¡Si pudierais, yo lo aplaudiría! -contestó Brian con el mismo tono de urgencia en la voz-. ¡Pero escuchadme. James! Es Brian, quien os estuvo adiestrando para luchar el pasado invierno, el que os habla y el que os dice que no tenéis más posibilidades frente a sir Hugo de las que tendría un niño que midiera sus fuerzas contra el legendario Lanzarote del Lago en persona. Él posee gran experiencia en combate. Estoy de acuerdo con vos: es un degenerado. Pero, aun así, es uno de los mejores guerreros que conozco. Aunque confío en Dios por sobre todas las cosas, no voy a tentarlo esta vez dejando que vos salgáis a luchar con él. ¡Como juicio por combate, esto es una farsa!

¿Me oís, James?

—Os oigo -gruñó Jim, lamiéndose la sangre que le manaba del corte del labio-, pero ahora escuchadme vos a mí. ¡Seré yo, y nadie más que yo, el que pelee contra él!

—James, por el amor de… -quiso implorarle Brian.

Jim lo apartó de un empujón y fue a recoger el guante.

Sosteniéndolo firmemente con las manos, dirigió una sonrisa teñida de sangre a sir Hugo.

—¡Acepto este desafío por propio derecho, en nombre de Dios!

-declaró, utilizando la fórmula que le había enseñado sir Brian hacía meses.