_____ 20 _____

Los peces de Melusina se arremolinaron, preocupados, en torno a ella cuando Jim la dejó en la cama. A él no le prestaron ninguna atención, lo cual convenía, por otra parte, a su propósito. Se encaminó sin tardanza a la salida del palacio y, cuando se acercaba a ella notó de improviso que, al inhalar, ya no respiraba el aire aparentemente normal de antes, sino una especie de mezcla entre gaseosa y acuosa.

Entonces se apresuró a escribir la fórmula mágica que lo cambiaría en un electrodo productor de oxígeno, y enseguida la atmósfera se despejó a su alrededor. Por la punta de su brazo subían hileras de burbujas y cuando probó a extender el otro sucedió lo mismo. En realidad, al fijarse en ello, adquirió conciencia de una sensación de hormigueo en la totalidad del cuerpo, como si exudara oxígeno por todos y cada uno de sus poros.

Emprendió camino hacia el otro extremo del lago. Dado que no iba en compañía de Melusina, ya no se deslizaba por encima del lecho del lago, sino que tenía que andar pisándolo como si fuera tierra normal al aire libre. Pensó con aprensión en la llanura de cieno y entonces recordó que ésta no se prolongaba del todo hasta los taludes de la orilla del lado. Se dirigió por consiguiente al más próximo, que era por donde lo había hecho bajar Melusina la primera vez, y aun a pesar de su marcada pendiente, que culminaba en una pared casi vertical en esa parte del lago, halló un fondo rocoso indicado para seguir hasta la zona que le facilitaría la subida a la superficie.

No fue hasta hallarse en la otra punta del lago, con sus montículos y hondonadas, lejos ya del cieno, cuando comenzó a tomar conciencia de la potencial oposición a su huida. Había superado el mar de fango bordeándolo y ascendía sin dificultad las laderas subterráneas entre algas y plantas diversas cuando se dio cuenta cabal de que los peces que lo acompañaban habían adoptado una actitud francamente amenazadora y de que a sus filas se habían sumado imponentes ejemplares.

En cierto momento del trayecto los pececillos, similares a los que servían a Melusina en su palacio, habían comenzado a arracimarse en torno a él, mantenidos al parecer a raya por la burbuja de oxígeno que lo rodeaba. Por suerte, la magia que la generaba lo mantenía en el fondo del lago, impidiendo que subiera en vertical hasta la superficie, lo cual lo habría dejado desprotegido no sólo ante el agua, sino también frente a sus habitantes.

Pese a sus diminutas dimensiones, aquellos pececillos tenían una actitud hostil. Ello apenas le había preocupado hasta que, al llegar al extremo opuesto del lago, su número se había visto incrementado por especies de tamaño muy superior. Para cuando el agua comenzó a dejar entrar una buena cantidad de luz a causa de la poca profundidad del lecho, posiblemente de unos siete metros, estaba completamente rodeado, no sólo de pececillos, sino de lucios de un metro de largo, iguales al espécimen que había saludado a Melusina cuando lo había llevado a pasear allí.

La animadversión de los lucios hacia él no dejaba lugar a dudas.

Lanzaban dentelladas al contorno de la burbuja, pero o bien no podían o no querían entrar en ella. Jim se preguntó vagamente si sería la magia lo que les impedía traspasar sus límites, o el hecho de que la burbuja se componía de oxígeno puro. En realidad sus sospechas apuntaban a que, de no haber sido por la humedad que impregnaba el gas a causa del agua, él mismo se habría sentido incómodo respirándolo, y lo cierto era que notaba una creciente sequedad en la boca y en la garganta.

La superficie quedaba cada vez más cercana. No tardó en sacar la cabeza del agua, y entonces vio que estaba a menos de diez metros de la orilla. Se dirigió vadeando a ella, con la burbuja adherida a la parte de su cuerpo que aún estaba sumergida, hasta llegar a un banco de arena que en pocos pasos lo llevó fuera del lago. Por fin se encontraba en tierra, seco de la cabeza a los pies de manera absurda y antinatural, mientras un nutrido grupo de decepcionados lucios rondaban enfurecidos junto a la orilla.

Su primera sensación fue de inmenso alivio. Después vino la aprensión. Melusina no era una persona cualquiera. Era una elemental… o, si su padre había sido realmente el rey de Albania, tal vez medio elemental.

Fuera como fuese, era azaroso prever cuánto tardaría en recuperarse de una borrachera de coñac. Tampoco era fácil imaginar cuál sería su reacción. De lo que no le cabía duda era de que no le complacería que Jim la hubiera engañado y hubiera huido de ella.

¿Qué haría al despertar?

¿Se limitaría a quedarse en el lago, llena de resentimiento, esperando la ocasión de devolverle la jugarreta? ¿O realizaría un intento en regla de seguirlo para volver a capturarlo? Con todos aquellos interrogantes, lo más sensato que podía hacer era alejarse de allí lo más deprisa posible.

Su intención inicial había sido ir a pie hasta encontrarse fuera de su zona de percepción de dragones. Pero, si todavía dormía el sueño de los justos ahitos de coñac, no había motivo para que no alzara el vuelo de inmediato y pusiera por métodos más veloces distancia de por medio. Se desnudó, rehízo el hatillo, se lo colgó holgadamente al cuello para que no lo estrangulara la cuerda una vez convertido en dragón, y se transformó.

Le supuso un gran alivio volver a ocupar su cuerpo de dragón, ya que, además de la corpulencia, éste incorporaba toda una gama de emociones y actitudes draconianas. Si como hombre tenía tal vez demasiada imaginación, como dragón ésta se veía reducida de forma considerable, de modo que su preocupación por lo que pudiera hacer Melusina mermó grandemente. Además, su confianza en su fuerza y en sus capacidades tísicas para cuidar de sí mismo habían crecido de manera acorde a su aumento de tamaño.

Entonces se le ocurrió pensar que cuando ocupaba su cuerpo de dragón su visión de las cosas era mucho más coincidente con la mentalidad del hombre medieval que cuando adoptaba la forma humana.

Observaciones aparte, era hora de alzar el vuelo. Dio un salto, desplegó las alas y se remontó en el cielo.

Localizó corrientes termales apropiadas a tan sólo setecientos metros de altitud y tomó la dirección aproximada que lo llevaría a Amboise y a la carretera de Orleans, más allá de la cual se encontraba el castillo de Malvino.

La tarde estaba ya muy entrada, y a pesar de que ello era lógico, dado que coincidía con su cálculo retrospectivo del tiempo que había pasado en el lecho de Melusina y en el recorrido que con ella había realizado por el interior del lago, lo avanzado del día le resultaba desorientador. Instintivamente sentía que debía haber salido del agua más o menos a la misma hora en la que había entrado en ella, es decir, a mediodía.

Dicha sensación se debía a que, por más que los hechos le dijeran lo contrario, tenía la impresión de que el tiempo debía haberse detenido mientras estaba en el lago. En realidad sabía muy bien que había perdido como mínimo dos noches, una con Melusina y otra con Sorpil y Maigra. El punto en que se había separado de Giles no quedaba lejos de Amboise, por lo que éste ya habría llegado sin duda a Amboise y se habría instalado en una posada. La hora tardía podía plantear, sin embargo, algunos problemas.

Sir Raoul les había transmitido información sobre Amboise, confirmando lo que de otro modo habría sido igualmente una certeza: se trataba de una ciudad amurallada. Casi todas las ciudades medievales tenían muralla. Por lo general la muralla no pasaba de ser una empalizada elevada que rodeaba el perímetro de la parte importante de la población, fuera de la cual quedaban dispersas algunas casas fuera del amparo de su protección.

Las murallas no tenían sólo fines defensivos. También eran útiles para mantener a la gente dentro de la ciudad y para controlar quién entraba en ella. Las puertas se cerraban con la puesta del sol, lo cual hacía imposible que alguien saliera de incógnito de ella, sin ser reconocido por los guardias.

Asimismo, todo aquel que intentara entrar y que diera el más mínimo pie a sospechas o que se tuviera por amenazador podía ser arrestado por los guardias y desarmado, y a veces introducido en la ciudad para ser sometido a juicio. Además, las puertas servían para recaudar tributos sobre las mercaderías que entraban y salían de la ciudad, lo cual constituía un sencillo y necesario procedimiento para mantener el buen nivel de sus arcas.

Volando, Jim cubría terreno con muchas más rapidez de la que debía de haber empleado Giles para viajar aun a caballo. No obstante, faltaba poco para la puesta del sol, y, una vez que hubieran atrancado las puertas, no era prudente que tratara de entrar, ya fuera volando como dragón, porque alguien podría verlo; o como humano que intentara sobornar a los guardias para que lo dejaran pasar, ya que éstos recordarían muy bien a quien llegara en tales circunstancias.

Si no conseguía llegar antes de que cerraran las puertas, lo más sensato sería pasar la noche fuera como dragón. Después sólo tenía que adoptar su forma humana y mezclarse con la muchedumbre que entraba y salía de la población durante el día. Ya había ideado una historia que contar. Iba demasiado bien vestido para ser un simple hombre de armas; pero podía fingir ser un caballero cuyo caballo se había accidentado o caído muerto y decir que sus criados se habían adelantado y entrado en la ciudad el día anterior. Podía incluso dar el nombre de sir Giles, aunque probablemente no fuera necesario.

Aquello, junto con un reducido soborno, que en ningún caso podía eludir, bastaría para obtener entrada sin llamar la atención.

En las puertas de una ciudad o se pagaba un tributo o bien un soborno si se quería entrar. Adaptándose a esta norma, podía escabullirse adentro sin que nadie se acordara de él. Después sólo tendría que localizar a Giles.

Llegados sus pensamientos a ese punto, consideró oportuno obrar también con cautela en otro sentido. Llevaba un rato sobrevolando el camino de Amboise, en la confianza de que la altura haría imposible distinguirlo de otras criaturas voladoras como las aves y que por lo tanto su presencia no suscitaría extrañeza.

Pero entonces tuvo la aprensión de que si alguien lo observaba con detenimiento podía muy bien llegar a identificarlo como dragón.

Las aves podían volar sin causar alarma, pero no los dragones.

Puesto que la posibilidad de llegar a las puertas de Amboise antes del ocaso era de todas formas remota, tal vez sería mejor posarse en tierra, adoptar ya la apariencia de un hombre y proseguir a pie hasta que se hiciera de noche.

Luego, al amparo de la oscuridad, podía convertirse de nuevo en dragón para pasar la noche, dado que los dragones dormían muy bien a la intemperie, sin acusar cambios de temperatura ni lloviznas. Al alba se transformaría en hombre y entraría en la ciudad con la primera afluencia de gente a sus puertas.

La idea de sumarse a la primera riada de gente que acudía por la mañana era, bien mirado, bastante acertada. A esa hora los guardias estarían muy ocupados y seguramente serían muy expeditivos recogiendo tributos o sobornos para agilizar la entrada de la multitud.

Jim estimó que debía de tener una barba como mínimo de dos días, lo cual respaldaría su pretendida imagen de caballero que había perdido su caballo en el camino. Quizá no estaría de más añadir que había salido del camino en pos de algún animal salvaje que creía poder abatir con espada o con lanza, y que había sido en dicha persecución cuando su caballo se había roto una pata, lo cual lo había obligado a sacrificarlo.

Buscó una zona arbolada y descendió a tierra. Allí volvió a convertirse en sir James Eckert, el Caballero Dragón, y de nuevo volvió al camino que lo conduciría a Amboise tras recorrer una distancia que calculó en unos ocho kilómetros.

El camino no era precisamente digno de alabanza. Estaba seco y polvoriento en esa época del año, y además presentaba profundos hoyos y baches que él podía esquivar, y posiblemente también un caballo, pero que imprimirían un penoso traqueteo a un carro. Aun así, los carros tenían que circular por allí a la fuerza, ya que ésa era la ruta que tenía su destino final en París.

Dado que su avance era más lento del previsto, tuvo que resignarse y descartar toda esperanza de llegar a la población antes de que la cerraran. Se dispuso pues a buscar un lugar donde pasar la noche en los alrededores y entonces vio que más adelante el camino trazaba una curva atravesando un tupido bosque. Aquel tramo se veía en muy buen estado, como si alguien lo hubiera arreglado.

Ya se había adentrado en la espesura y dictaminaba lo apropiado del lugar para dormir, cuando percibió el tañido de una campana, como de iglesia.

Todavía estaba demasiado lejos de Amboise para que fuera una de sus iglesias. Intrigado, volvió al camino y anduvo un trecho, ayudado por su superficie más nivelada que compensaba el hecho de que, a la sombra de los árboles, cubiertos ya de hoja, no fuera tan fácil prever la profundidad de los hoyos y baches como lo había sido en la plena luz del sol del crepúsculo.

La campana seguía sonando, cada vez más cerca, al tiempo que el bosque perdía espesura. Al cabo de un momento Jim salió de él en pleno ocaso. Los rayos del sol arrebolaban una explanada y teñían de oro un conjunto de grandes edificios, en su mayoría de piedra de color pardo. Un grupo de figuras vestidas con hábitos marrones, las manos juntas bajo las mangas, se disponía a entrar en fila en una de aquellas edificaciones.

A la cabeza iba un hombre corpulento ataviado como los demás, aunque con la capucha bajada, que llevaba el bastón abacial. Delante de él avanzaba una persona más baja, destacada de los otros, que sostenía un madero con un crucifijo que parecía de oro, pues, concentrada en él la última luz rojiza del sol, resplandecía fulgurante sobre el fondo de oscura piedra del edificio.

Jim se detuvo. Estaba viendo un monasterio cuyos monjes acudían a algún servicio especial a la hora habitual de oración de vísperas.

Siguió contemplando la procesión. El crepúsculo, los macizos edificios, el negro zaguán abierto, la hilera de figuras que discurría con lentitud, y el continuado y pausado tañido de la campana en lo alto lo emocionaron en lo más profundo de su ser. El camino que había seguido conducía al monasterio y luego se alejaba de él. Era como si el momento y la escena fueran una imagen del retiro del sanguinario mundo exterior que en la Edad Media sólo la Iglesia ofrecía.

Por un momento se sintió extrañamente atraído hacia los monjes y los edificios. Él no era hombre para llevar su misma vida, pero por vez primera comprendió en su pleno sentido el deseo de alguien de esa época de dar la espalda al resto del mundo y entrar en ese refugio especial de reclusión en el que no tenían cabida las batallas de caballeros y príncipes ni los poderes malignos.

Sin poder evitarlo, permaneció inmóvil, contemplándolo todo hasta que el último monje desapareció en el interior, alguien cerró la puerta y la campana dejó de sonar. El sol se escondía en el horizonte a su izquierda. Caminó a campo traviesa desde el tramo de camino en el que se encontraba, que aún apuntaba hacia el monasterio, hasta la parte de su prolongación, que devolvía al viajero al ámbito mundano.

No tardó en llegar a ella y encaminarse a la ciudad, aún no divisable desde allí. Al poco rato el camino volvió a presentar hoyos y baches, y el mismo estado de descuido generalizado que había observado desde el principio.