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Jim se quedó pestañeando, pero Angie fue más rápida en reaccionar.

—¿Qué queréis decir con que no va a tener tiempo? -preguntó, inclinándose con ademán agresivo hacia sir Brian-. ¿Por qué no habría de tenerlo? ¿Qué es lo que se lo va a impedir?

—En realidad -dijo Brian-, eso es lo que he venido a comunicaros.

Quería esperar a que estuviera Jim para contároslo a los dos, habida cuenta de que es un asunto que os concierne a ambos.

En su rostro se advertía una marcada gravedad que no paliaba el menor esbozo de una sonrisa. Como Angie no decía nada por el momento, Jim decidió preguntar directamente.

—¿Y qué es eso que habéis venido a contarnos?

—Se ha librado una gran batalla en un lugar llamado Poitiers, en Francia -respondió sir Brian-, capitaneada por Eduardo, el hijo mayor de nuestro rey y heredero del reino. El adversario ha sido el rey Juan de Francia, con toda su caballería e infantería. Y, aunque tal noticia encoge mi corazón y el de todo inglés leal a la corona, el príncipe Eduardo ha sido hecho prisionero por el mismo rey Juan.

Jim y Angie intercambiaron una mirada en la que ambos reconocieron su ignorancia sobre cómo habían de actuar en aquel trance. Como Brian esperaba a todas luces alguna clase de reacción, los dos se volvieron hacia él.

—¡Espantoso! -dijo Angie, imprimiendo a su voz una nota de genuina indignación.

—¡Vaya que sí! -se apresuró a corroborar Jim.

—Ya podéis bien decirlo, eso y mucho más -convino lúgubremente sir Brian-. Toda Inglaterra es un clamor. No hay ningún gentilhombre digno de ese nombre que no esté preparando caballo, armadura y tropas para recuperar a nuestro príncipe y darle una lección a ese arrogante francés.

—¿Vos también, Brian? -inquirió Angie.

—¡Sí, por san Dunstan! -confirmó con vehemencia el caballero.

Luego clavó una ardiente mirada a Jim-. Los caballeros como vos y yo, James, no esperarán a que nuestro soberano, de quien todos conocemos la actitud un tanto descuidada en cuestiones de estado…

Jim sabía, naturalmente, que a lo que Brian se refería era que el rey era un alcohólico empedernido que pasaba la mayor parte del tiempo sumido en un estado de ebriedad. Si debía tomar alguna decisión, la posponía durante meses, a la espera de que llegara el día en que estuviera en condiciones de reunir la voluntad para hacerlo.

Ese día, estaba de más decirlo, nunca llegaba.

—… sino que iniciarán de inmediato los preparativos para la expedición -continuó sir Brian.

Jim y Angie volvieron a cruzar una mirada.

—Me he enterado -prosiguió Brian-de que el conde Marshal y algunos otros nobles del entorno de la corona se ocuparán de que se ordene una leva reglamentaria. Entretanto, es preciso reducir al máximo el tiempo de espera. Reuniremos con la mayor presteza posible nuestras fuerzas y embarcaremos en uno de los Cinco Puertos, en Hastings probablemente.

La voz de Brian se había desprendido en gran medida de su gravedad, relegada a un segundo plano por una inconfundible manifestación de puro entusiasmo. Jim sintió que se le caía el alma a los pies. Ese amigo suyo, a pesar de sus muchas y excelentes cualidades, siempre había compartido con las personas de su misma edad y condición el júbilo que causaba en ese mundo cualquier perspectiva de batalla. Era lo que Jim le había dicho una vez a Angie, y no en sentido figurado: sir Brian y los de su especie preferirían luchar a comer.

—¡Jim -dijo Angie con voz suplicante-, tú no tienes por qué involucrarte en esto!

—Ángela -intervino Brian-, vuestra preocupación como mujer es loable, pero recordad que Jim está ahora sujeto a obligaciones para con el rey, puesto que regenta estas tierras de Malencontri como un feudo directamente dependiente de su majestad. Por lo tanto, el deber feudal de James no le deja más alternativa que someterse a sí mismo y a una fuerza de un número mínimo exigible de componentes según lo dicte el rey, durante un período de ciento veintidós días de servicio en tiempo de guerra.

—Sí, pero…

Angie calló, fija todavía la misma mirada suplicante en Jim, que a duras penas podía sostenérsela. Sabía tan bien como ella que habría muchos caballeros que hallarían alguna excusa para quedarse en casa. Pero Brian y la mayoría de los nobles de aquella zona rural de Inglaterra no eran de esa clase, por lo que, si Jim permanecía en su castillo mientras todos sus vecinos respondían a la demanda de acudir a rescatar a su príncipe, ellos estarían condenados después a un perpetuo aislamiento y a recibir un trato de rechazo por parte de los que fueran y también de sus familias.

—Tengo que ir -le dijo Jim a Angie.

»Perdonad que no demuestre el mismo fervor que vos, Brian -añadió dirigiéndose al caballero-, pero recordad que yo justo acabo de aprender este año a manejar una espada y un escudo. Gorp no es un caballo de guerra. Mi armadura no acaba de ajustarme bien.

Además, ignoro absolutamente todo lo concerniente a realizar la leva de hombres que necesito para cumplir con mi deber feudal. ¿Cuántos tengo que proporcionar? ¿Tenéis vos una idea?

—Malencontri no puede proporcionar menos de vos mismo y cincuenta hombres de a caballo, con armas y armadura al completo -repuso Brian, compasivamente endulzada la expresión de su cara-.

Tenéis razón en lo que habéis dicho. James. Sé que teméis que vuestros esfuerzos en este empeño puedan parecer menores de lo que os gustaría, e igualmente me consta vuestra inquietud porque mi señora aquí presente no esté, por falta de costumbre, en disposición idónea para mantener la seguridad de este castillo en vuestra ausencia.

—Sí, eso también -corroboró Angie-. Puede que Jim haya aprendido alguna cosa durante el invierno pero yo desconozco lo más elemental en lo relativo a la defensa de este castillo.

—Confío en que yo podré sugeriros algunas soluciones para este problema -apuntó Brian-. En primer lugar nos ocuparemos de vuestro problema, mi señora, dado que, y tendréis que perdonarme, es el de menor envergadura. Como bien sabéis, en mi señora Geronda Isabel de Chaney tenéis una buena amiga, que no es novata en el mantenimiento y defensa de un castillo donde falta el señor. Vos ya os habéis ganado la consideración de todos cuantos habitan entre estas paredes como una buena y capacitada señora. Salvo en la cuestión concreta de la defensa, estáis bien cualificada. Y, a este respecto, Ge—ronda no tendrá inconveniente en venir a pasar una semana aquí, enseñándoos la mejor manera de hacer frente a un ataque, correría o asalto contra sus muros.

»Y en lo que a vos se refiere, James -prosiguió-, aunque sois demasiado modesto para admitirlo, la verdad es que habéis llegado a manejar con presteza la espada, el hacha y la daga. Es cierto que aún no acabáis de dominar la técnica del escudo y, francamente, no querría veros con una lanza en la mano enfrentándoos a caballo a un caballero experimentado. Con todo, personalmente no estáis ni remotamente mal provisto para cumplir con vuestro deber en esta empresa. Disponéis de un conocimiento aceptable de las armas…

Muchos hombres han ido a la guerra sabiendo menos. Y, además, contáis con ese crédito mágico y estáis perfeccionándoos en su uso, lo cual constituye por sí mismo un arma que será de gran valor para nuestro soberano en el rescate de su alteza su hijo.

—Pero todo lo concerniente a reunir hombres para luchar, elegir los que van a ir y enseñarles lo que deben hacer, y luego capitanearlos según mandan los cánones… -adujo Jim-. Yo no tengo ni la menor idea de…

—No os apuréis en exceso, James -lo tranquilizó Brian-. Propongo que los dos unamos fuerzas y formemos una unidad entre ambos y los hombres que nos acompañen. Hasta podríamos conseguir, asimismo, la ayuda de alguno de los bandidos de Gil del Wold. Aun estando fuera de la ley, en un asunto como éste, nadie investigará su condición legal.

Sus claros ojos azules adquirieron un brillo de anhelo.

—Ojalá pudiéramos contar también con ese soberbio arquero y flechero, Dafydd ap Hywel. Pero esos galeses guardan un indiscutible resentimiento para con los buenos ingleses, y no es probable que quiera ayudarnos a rescatar al príncipe, aun cuando Danielle del Wold, que ahora es su esposa, consintiera en su partida. Además, él es aún más susceptible que la mayoría de los galeses ante todo lo inglés, cuando menos en todo lo tocante al arco largo y a quienes lo utilizan.

Pero ¡qué formidable sería tener un arquero como él en nuestras filas!

—El siempre dijo, y también Danielle -señaló Angie, refiriéndose a las aventuras que habían vivido todos juntos luchando contra los Poderes de las Tinieblas en la Torre Abominable-, que acudiría en nuestra ayuda, al igual que haríamos nosotros por ellos, en caso de necesidad.

A Jim le costaba creer que Angie hubiera claudicado tan pronto en su intento de hacerle desistir de ir a la guerra a Francia. Angie no renunciaba tan fácilmente a las cosas. Claro que, si tenía que ir por fuerza, ella quería que fuera protegido por el mayor número posible de personas avezadas, y lo que acababa de decir Brian era cierto. Dafydd ap Hywel era un arquero de una destreza que resultaba increíble aun después de haberlo visto realizar sus portentosos disparos.

—Una cosa es acudir a socorrer a un amigo -puntualizó Jim-, y otra ir a la guerra en ayuda de un rey de un país con el que el propio pueblo al que uno pertenece ha estado guerreando durante siglos.

Además, hay que tener en cuenta que Dafydd nunca ha sido el tipo de hombre que se somete al peligro por el puro placer de la aventura.

Recordad que vino con nosotros a la Torre Abominable sólo porque se lo pidió Danielle.

Angie suspiró y no dijo nada.

—Tenéis razón, James -acordó Brian-. Bien mirado, no obstante, nada perdemos por preguntarle. Como tampoco perdemos nada por preguntar a los hombres de Gil del Wold si alguno de ellos quiere venir con nosotros a Francia, en busca de gloria y un posible botín.

—¿Cuándo tenéis que marcharos? -preguntó Angie a sir Brian.

—Lo antes posible. -El caballero se acarició la barbilla con aire pensativo-. Con todo, pasarán tres semanas, o tal vez más, hasta que se reúnan conmigo algunos hombres. Se trata de personas que se comprometieron a seguirme en cualquier gran empresa como ésta, pero que en condiciones normales están al servicio de otros gentilhombres. Los que obtengan permiso para venir, acudirán. Ya habrán tenido noticia de lo ocurrido y sabrán, por ello, que los necesito. Yo los esperaría durante unas tres semanas. Por otra parte, James…

Giró el torso hacia Jim.

—… nos llevará como mínimo tres semanas inculcar un rudimentario conocimiento del manejo de las armas en los hombres de vuestra leva y enseñarles cómo comportarse en expediciones como ésta, en territorio extranjero. Aun así deberíamos partir con la menor dilación posible. En principio llegaremos en pocos días al puerto más cercano, pero entonces tendremos que esperar seguramente varias semanas hasta encontrar un barco que nos lleve al punto de reunión acordado en Francia. Es probable que sea Burdeos, aunque podría ser la Bretaña, que está más cerca, pero que tiene un litoral muy recortado y peligroso.

»Calculad unas tres semanas, mi señora -corroboró, dirigiéndose a Angie-, y os equivocaréis en poco. El tiempo apremia, bien lo sabe Dios.

»Motivo por el cual -reanudó el hilo de la conversación, dedicando esta vez sus palabras a Jim-, deberíais comenzar a elegir de inmediato los hombres que queréis llevar con vos. Por eso he venido aquí, no sólo para informaros de la noticia, sino también para aportar mi colaboración en ciertos detalles. Llamad a vuestro mayordomo.

Jim se volvió hacia el primer cuerpo que vio repantingado cerca de la tarima. Era Theoluf, el capitán de los soldados del castillo.

—Id a buscar a John el mayordomo -le ordenó Jim.

John el mayordomo se presentó con notable prontitud. Habría sido posible adivinar que no estaba mucho más alejado de la mesa que Theoluf, de no haberse dado la circunstancia de que en la gran sala no había ningún espacio en el que hubiera podido encontrarse en un radio inferior a quince metros, a menos que hubiera estado oculto por la masa de cuerpos de los restantes servidores del castillo.

Era un hombre alto y corpulento de aspecto severo que, aun cumplidos los cincuenta, conservaba excepcionalmente la dentadura casi completa. Solamente se advertía la falta de un par de dientes cuando hablaba o sonreía, aunque de hecho sonreía raras veces. Era moreno de cabello y el pelo que aún le quedaba lo llevaba largo, peinado hacia atrás. Iba tocado con un sombrero que acababa en una punta, semejante en la forma a una barra de pan, y vestido con una túnica manchada con unos cuantos lamparones que había pertenecido al anterior baron de Malencontri. Como siempre llevaba puesto el mismo sombrero y la misma túnica, aquellas dos prendas se habían convertido casi en una especie de uniforme oficial.

—¿Su señoría deseaba verme? -inquirió con ceremonia.

—Sí, John -dijo Jim-. ¿Cuántos hombres sanos de edad comprendida entre los veinte y los cuarenta años tenemos en el castillo y en las viviendas de los aledaños?

—¿Cuántos hombres…? -repitió despacio John antes de ponerse a rascarse la cabeza por entre la tela del sombrero.

—Sí -confirmó Jim-, ¿cuántos?

—¿Cuántos hombres entre los veinte y los cuarenta…? -volvió a repetir con parsimonia John.

—Sí, John. Eso es lo que te he preguntado -volvió a corroborar con desconcierto Jim. John el mayordomo no era por lo general tan lento para entender o responder a una pregunta.

—Bueno -contestó John con ademán de concentración, contando con los dedos-, está William el del molino, William el del foso y William…

—Con vuestro permiso, James -interrumpió Brian-, resulta evidente que este hombre no está al corriente de sus obligaciones. Un mayordomo que no sea capaz de determinar de inmediato el número de hombres disponibles que vos habéis mencionado no es mayordomo ni es nada. Yo sugiero que lo ahorquéis y que pongáis a otro en su lugar.

—No, no -se apresuró a rogar John, hablando algo más deprisa de lo habitual en él-. Perdonadme, mi señor, mi señora, noble señor. Es que por un momento he estado un poco distraído. Treinta y ocho hombres, mi señor, contando a los hombres de armas y a todos los demás.

—Qué extraño -espetó sir Brian antes de que Jim pudiera hacer ningún comentario-, la última información que tenía de Malencontri era que disponía de doscientos hombres sanos. Si ahora hay sólo treinta y ocho, James, incluidos los hombres de armas, este feudo se halla realmente en un alarmante estado.

»Mi señor -añadió, articulando con meticulosa claridad las palabras-, ¿permitís que yo me encargue de interrogar a John el mayordomo?

—Desde luego. Obrad a placer, sir Brian -concedió con alivio Jim.

—Vos, John, estaréis ya al corriente de la situación en la que se encuentra Inglaterra y que, naturalmente, concierne a vuestro señor.

Vuestro señor necesita reunir una fuerza de hombres de sus tierras, realizar una leva para cumplir con su deber para con su soberano.

Esta tendrá que componerse de hombres que estén en condiciones de marchar y de luchar, de hombres que en principio deberían estar en la franja de edad por él especificada, aunque no se rechazará a nadie por viejo o por excesivamente joven con tal de que sea fuerte y capaz.

Es por lo tanto responsabilidad vuestra traer ciento veinte hombres en un plazo de dos horas.

—Brian… -intervino, algo dubitativo, Jim-, si sólo hay treinta y ocho…

—Me parece que maese el mayordomo está algo equivocado respecto al número de hombres disponibles en vuestra hacienda, James. Es ésta una equivocación de la que ahora ha tomado conciencia, sobre todo teniendo en cuenta que pagará con su propia vida por ello si no es capaz de encontrar suficientes hombres para componer la obligada leva. ¿Bien, maese mayordomo? ¿Querríais volver a contar los hombres de que podemos disponer? Queremos hombres fuertes, sanos como una manzana, y arrojados. ¡Sir James no va a llevar quejicas ni timoratos en esta empresa, por san Dunstan!

Esa clase de hombres son una mala influencia para los compañeros.

Dada la premura de tiempo, vuestro señor y yo queremos ver pues reunida dentro de una hora en el patio la unidad que se os ha pedido.

Podéis retiraros.

—Pero…, pero…, pero -John el mayordomo apeló, implorante, a Jim-, mi señor, ¿es ésta vuestra orden? He oído bien al buen caballero, pero lo que pide es… bueno, no es posible. Aun cuando tuviéramos esos ciento veinte hombres, todos y cada uno de ellos son imprescindibles para el trabajo de las tierras y el castillo. Hay que arar los campos en barbecho, hay que efectuar reparaciones en el castillo, que han esperado a la primavera, hay un sinfín de cosas por hacer, para las cuales contamos ya con escasez de manos…

—James -solicitó Brian-, ¿puedo hablar en privado con vos?

—Por supuesto -acordó Jim.

—Los demás -indicó elevando la voz-, incluido vos, John, abandonad por el momento la sala, pero quedaos cerca por si os llamo.

Sir Brian guardó silencio hasta que se hubieron ido los diversos servidores del castillo y, cuando se disponía a hablar, Angie se le adelantó.

—Brian, ¿no habéis sido demasiado duro con él? -lo reprendió-.

Hemos tenido a John el mayordomo a nuestro servicio desde que nos instalamos en el castillo. Es un hombre sincero y honrado. Siempre ha sido merecedor de nuestra confianza y nos ha servido lo mejor posible. Si él dice que sólo hay treinta y ocho hombres, seguramente es así.

—Ni por un momento creáis tal cosa -replicó ferozmente sir Brian-.

No me cabe duda de que, como vos decís, sea un buen hombre.

Precisamente por eso no da de entrada su brazo a torcer desprendiéndose de todas las fuerzas que se requieren para la leva.

Su deber es proteger y defender tanto el castillo como sus tierras, lo cual lo obliga a procurar retener en ellas a los hombres más capaces.

»¿Acaso no lo veis? -dijo a Jim-. Ese hombre está regateando.

Con cien hombres tenemos más que de sobra, estoy de acuerdo. Pero treinta y ocho hombres es una cifra ridícula. Son demasiado pocos. El número necesario que acabaremos por acordar quedará entre esa cantidad y la que yo he exigido. Será un proceso lento y él no cejará fácilmente, tanto en el número como en la calidad de los hombres.

Veréis como el primer grupo que nos presente en el patio será tan penoso que no podría ni recorrer un día de camino, y muchísimo menos ir a luchar a Francia. Al final, obtendremos, empero, lo que necesitamos. Y ahora, ¿me concedéis vuestro permiso para continuar?

Jim y Angie intercambiaron una mirada. Llevaban casi un año viviendo en aquel extraño mundo y ese período de tiempo había bastado para convencerlos de que allí las cosas no se hacían con los métodos que ellos habían utilizado toda su vida. Por otra parte, les constaba que Brian conocía la manera como había que afrontar las cosas.

—Adelante, Brian -lo invitó Jim-. Una vez más, igual que cuando me entrenasteis en el manejo de las armas, soy vuestro alumno.

Disponed vos, que yo procuraré aprender observándoos y escuchando.

—Muy bien. Me parece que dejaremos un rato de plantón a maese el mayordomo, para que tenga tiempo de reflexionar acerca de los ciento veinte hombres y la posibilidad de que acabe en la horca en caso de que no los proporcione. Mientras tanto, llamad al capitán de los soldados y conversaremos con él.

—¡Theoluf! -gritó, Jim, alzando la cabeza.

Inmediatamente, en la entrada que comunicaba con la escalera de la cámara apareció un individuo que se encaminó a la mesa. Todo el personal del castillo, pensó Jim, debía de estar apretado como sardinas en lata justo detrás del umbral.

—¿Mi señor? -dijo Theoluf, deteniéndose junto a la mesa.

Theoluf debía de tener unos treinta y cinco años, pero, al igual que sir Brian, la vida lo había curtido y avejentado. Todavía se veía en buena condición física, pero con la marca de la edad. Mirándolo, Jim pensó que se parecía mucho a John el mayordomo. Ambos eran personas investidas de autoridad y ello saltaba a las claras con sólo verlos. Los dos eran valientes y lo sabían. La estatura de Theoluf era, de hecho, inferior a la del mayordomo. Era más bajo, algo más estrecho de hombros y también fuerte, pero más enjuto. La cota de mallas con su refuerzo de acero y la espada y la daga colgadas a uno y otro lado del cinto parecían parte integrante de su persona. Como el mayordomo, tenía el pelo negro, pero no tan largo y llevaba un casco sin protección nasal, el cual se había quitado en ese momento en señal de respeto.

—Theoluf -le indicó Jim-, quiero que escuchéis atentamente a este buen caballero y le respondáis con franqueza y sin rodeos.

—Sí, mi señor -acató Theoluf.

Theoluf tenía un deje que Jim no sabía bien a qué localización geográfica atribuir. Sonaba entre escandinavo y germánico, lo cual resultaba curioso en ese mundo donde todas las personas, y hasta los lobos y dragones, parecían hablar el mismo idioma. Su acento no era, sin embargo, más que un ligero deje. Los oscuros ojos y el afilado rostro del militar se volvieron hacia sir Brian.

—Sir Brian…

—Theoluf -dijo sir Brian-, vos y yo nos conocemos ya.

—Bien es verdad, sir Brian -confirmó Theoluf con una tenue y contenida sonrisa-. Hasta nos hemos visto las caras desde lados enfrentados de estas almenas cuando sir Hugo de Malencontri era el barón.

—En efecto -corroboró sir Brian-, pero, aunque hayamos estado más de una vez a punto de medirnos con la espada, os tengo por un buen y fiel servidor de vuestro actual señor, sir James. ¿Me equivoco en esto?

—No, sir Brian -ratificó Theoluf-. Theoluf sirve sin reservas a su señor. Ahora lucho al servicio de sir James, y por él moriré si fuera necesario… contra quien quiera que él pelee.

—Hoy mismo no se os pide que muráis -precisó sir Brian-, sino que respondáis con pertinencia y sin desvíos. Estaréis enterado, como sin duda lo estarán ya a estas alturas todos en el castillo, de lo que ha ocurrido en Francia y de que sir James y yo partiremos hacia el continente. Es nuestro propósito combinar fuerzas. También sabréis que sir James debe realizar una leva de hombres cumpliendo con sus obligaciones para con su soberano. La pregunta es, ¿constituyen los hombres de armas, en la actualidad ausentes de la sala, un material adecuado para ser entrenado con dicho fin?

—Ojalá pudiera contestar que sí -repuso Theoluf-, pero esos destripaterrones y cabezas huecas no tienen el menor conocimiento sobre armas ni de cómo luchar, y menos aún una noción ni siquiera aproximada de lo que es la guerra.

—Os creo -concedió Brian-, pero aun así me parece que sois demasiado pesimista, Theoluf. Como le decía hace un momento a sir James, muchos han ido a la guerra con menos. Contaremos con tres semanas aquí, y con más tiempo de camino. Será responsabilidad vuestra y de los soldados que elijáis el que los hombres que seleccionemos estén preparados llegado el momento. En incontables ocasiones se han ganado batallas en las que luchaban hombres que nunca antes habían empuñado un arma. Con todo, convendréis conmigo en que algunos de vuestros mejores soldados deberán quedarse aquí, para defender Malencontri y a doña Angela.

El rostro de Theoluf se ensombreció mientras guardaba silencio un instante.

—Si así ha de ser -aceptó a regañadientes-. Mi señor -inquirió dirigiéndose a Jim-, yo, no obstante, ¿iré con vos?

No era tanto una pregunta como un reto. Jim comprobó que por esa vez sus pensamientos se acoplaron sin conflicto a la mentalidad del siglo catorce.

—De todas las personas, vos seríais la única que sin duda me ha de acompañar -declaró.

—En ese caso -dijo, Theoluf, volviéndose hacia sir Brian con expresión casi radiante-, haremos cuanto esté en nuestras manos, sir Brian. De lograr una leva de hombres sanos y con algo de entendimiento, les enseñaremos cuanto deben saber.

»Aunque -añadió, frunciendo el entrecejo en un rostro de nuevo apesadumbrado-, los pocos ballesteros de alguna valía que teníamos los perdimos por culpa de ese arquero galés tan alto que os ayudó en el asunto de la Torre Abominable, caballero, mi señor y mi señora.

Necesitamos con urgencia arqueros. En las fuerzas de los demás que vayan a rescatar al príncipe Eduardo habrá, a no dudarlo, arqueros, pero en lo que respecta a Malencontri…

—¡Vaya, esta condenada memoria mía! -maldijo sir Brian, girándose en dirección a Ángela-. Debía transmitiros un mensaje: que Dafydd y su esposa, Danielle, están en camino para visitaros. La importancia de la noticia del secuestro del príncipe me había hecho olvidar ésta, por lo cual os ruego perdón.

—¿Dafydd y Danielle? -se extrañó Jim-. ¿Para qué querrá verme Dafydd?

—Según comprendí, era más bien Danielle quien quería ver a lady Ángela -explicó sir Brian-. No obstante y dado que la semana pasada llegó la noticia de que estaban en camino, seguramente están a punto de llegar.

—Mmm -murmuró Angie con aire pensativo.

—Bueno -concluyó Jim-, de todas formas será un placer verlos…

Lo interrumpió un ruido procedente de la puerta principal de la sala. Un hombre que reconoció como uno de los hombres de armas de sir Brian entró a trompicones seguido por dos miembros de su propia guardia y, sin prestarles atención alguna ni a ellos ni a Jim o Angie, se encaminó directamente hacia sir Brian.

—¡Mi señor! -le dijo jadeante, aferrándose al reborde de la mesa para mantenerse en pie-. El castillo Smythe está siendo atacado, y yo casi he reventado uno de vuestros caballos para venir a avisaros con la mayor rapidez posible.